—Cosme, cubre tu izquierda…
Rápidamente le hizo caso, con lo que el combate se hizo más igualado. Baddo y sus compañeras se dieron cuenta de la mirada enfadada de Nícer ante una intervención que se consideraba impropia de una mujer.
Tajere le dijo:
—Baddo, como sigas provocando a tu hermano, vas a estar encerrada hasta que las hojas del roble se vuelvan azules.
Baddo no le contestó, sentía predilección por aquel pequeño guerrero y se alegró mucho al verlo vencer.
Cuando terminó el combate, las tres jóvenes rodearon a Baddo y la censuraron:
—Baddo, ¿qué es lo que te pasa? Antes no le contestabas así a tu hermano; es absurdo que una mujer quiera pelear como un hombre.
Por un momento, Baddo se angustió, quizás ellas estaban en lo cierto, quizás había algo caprichoso en su comportamiento, quizá la inseguridad se producía al verse mayor. Hasta hacía poco tiempo, Baddo era un chicote más en el pueblo; pero desde su primera menstruación, Nícer le había parado los pies, ya que pronto debería desposarse y se hacía necesario que se comportase como una mujer de su rango.
Por otro lado, había algo más que le dolía profundamente, las palabras suaves y comprensivas de sus amigas lo sacaron fuera.
—Es… —dijo al fin Baddo, llorando—… mi padre… Mi padre me quería y estaba pendiente de mí. Le dejaron partir hacia el sur con una pequeña tropa y luego no volvió más… Mehiar y Rondal dicen que le detuvieron los godos y no sabemos más de él. Mi hermano no se atreve a ir al sur y rescatarle..
—Tu padre murió…
—Sí, eso dicen —balbuceó Baddo entre lágrimas.
—No estás sola; tienes a tu madre y tu hermano Nícer te cuida… y se preocupa por ti.
—Me da igual…
Las dos jóvenes, en un primer momento, se quedaron desconcertadas al verla llorar, y se compadecieron ante las lágrimas de Baddo.
—Dinos si podemos ayudarte en algo —le ofreció Liena.
—Quizá sí. Es… es muy simple. Me he enterado a través de Cosme que detrás de la cascada existe un camino por donde a veces transitan los buhoneros que van hacia el otro lado de las montañas. Podríamos intentar ir hacia allí, y preguntar por noticias de mi padre. Los buhoneros saben de estas cosas, transmiten las noticias de un lado a otro…
Las otras la observaron con una cierta aprensión; lo que Baddo proponía era muy peligroso y estaba prohibido por las leyes de Nícer. Ella se dio cuenta de que no las convencía e intentó otro argumento:
—Sé que venden afeites que te vuelven más hermosa y collares y ajorcas, los mismos de los que habla Ulge. Podríamos ir muy de mañana, y explorar esa zona. Nadie se enterará….
Tajere y Liena se miraron entre sí, pronto sería la fiesta del solsticio y ellas, vanidosas y jóvenes, querrían tener algo con lo que no contasen las otras doncellas del poblado.
—No, nadie se enterará… —repitió Baddo—, no diremos nada. Será un secreto…
Sin embargo, Munia, más sensata, les dijo:
—Un capricho que os puede costar caro…
—Si no queréis venir, iré sola. Quiero buscar a mi padre.
Se miraron, eran mayores que Baddo y se sentían responsables con respecto a ella. Por otro lado, la idea de conseguir afeites y joyas para la fiesta les atraía.
—De acuerdo, te acompañaremos fuera de Ongar; pero prométenos que no iremos muy lejos.
Ella afirmó con la cabeza, gozosa.
—Yo no iré, no pienso contravenir las órdenes de Nícer… —Se expresó Munia con calma y dignidad.
Las tres se separaron de Munia, y continuaron planeando la escapada.
Por la noche, Baddo intentó complacer en todo a Ulge, que se mostró contenta, pero un tanto extrañada de tan buen comportamiento. Al acostarse, Baddo no podía contener el nerviosismo y tardó en quedarse dormida. Aquella noche ocurrió algo extraño. Su madre, la mujer que apenas la reconocía, que desvariaba continuamente, se acercó a su lecho y la besó en la frente. Baddo sintió las manos huesudas de su madre acariciándola y su pelo gris y ondulado derramándose sobre ella. Después de aquella extraña muestra de afecto, Uma se fue y Baddo se quedó dormida.
El primer rayo de luz se coló por las rendijas de la ventana de madera, que cerraba el habitáculo donde Baddo dormía; ella, presa de la excitación, se levantó. La mañana era fresca y se abrigó con una capa oscura que cubría la vestimenta clara y más fácilmente distinguible desde lejos. Baddo se ató el arco a la espalda y amarró flechas en la cintura, después cogió un palo de monte que Ulge utilizaba para cuando quería realizar caminatas largas. Abrió la puerta que la separaba del exterior con cuidado.
Los rayos del sol naciente iluminaban la parte alta de la fortaleza, abajo la niebla cubría el valle. Bajó saltando por la cuesta de la fortificación y después ascendió la empinada senda hacia la cascada. Al llegar al monasterio de los monjes se encontró con Tajere y Liena. Las dos reían presas de una gran excitación, les hizo guardar silencio. Miraron hacia atrás, la fortaleza de Ongar se elevaba en un pequeño montículo, rodeada de una neblina que la hacía parecer irreal, un lugar elevado por encima de la tierra, entre las nubes. Llegaron a la cascada y se pegaron a la pared para no mojarse. Arrimado a la roca discurría el camino en la piedra. Una cueva natural se abrió ante ellas, en el techo brillaban las estalactitas húmedas y de color azulado. El sol del amanecer se colaba desde la parte posterior de la cueva atravesando la cascada y produciendo reflejos iridiscentes, y un arco iris se abrió a su paso. Continuaron descendiendo. El río se enfurecía al llegar a la garganta, las voces de las ninfas de las aguas cantaban entre las piedras. Se deslizaron lentamente entre las rocas y al llegar al fondo del cauce divisaron robles jóvenes que se inclinaban sobre la ribera. Más allá una espuma blanca rebotó en las piedras. Estaba nublado pero la luz era clara y se introducía en el agua haciendo que resplandeciese. Las prófugas excitadas, llenas de vida, disfrutaban ante aquella salida tan poco habitual. Distinguieron que, al lado del arroyo, las piedras formaban algo similar a un camino, estaban ya más seguras y avanzaban sin detenerse. Ahora ya les daba igual encontrar o no a los buhoneros; las jóvenes de Ongar respiraban un aire de libertad como nunca antes lo habían sentido.
Avanzaron en dirección contraria a la corriente. El río se despeñaba hacia abajo, hacia la cascada en Ongar, pero más arriba se había bifurcado previamente en un arroyo que descendía hacia la vertiente opuesta. El día se anunciaba cálido, un viento fresco movía las ramas de los árboles sobre sus cabezas. Descendieron entre las piedras saltando ágiles, el arroyo se iba ensanchando conforme descendía y al otro lado del cauce divisaron algo parecido a una senda más ancha, que se alejaba entre los bosques.
Baddo les dijo:
—Tenemos que cruzar el cauce para alcanzar la otra orilla, allí está el camino del que me habló Cosme.
—Más adelante…
—No, ahora —murmuró—, más adelante el río se ensancha todavía más.
Descendieron hacia la orilla, agachándose entre las rocas. Estaban ya fuera de Ongar; con risas excitadas, contentas, saltaron entre los cantos del río, adelantándose un buen trecho.
Fue entonces cuando se escuchó un sonido similar al de un caballo. Las compañeras de Baddo se pusieron pálidas, alguien se acercaba por el camino. «¿Serían los buhoneros?», pensó Baddo, pero enseguida se dio cuenta de que ellos solían ir en carretas y muías, no a caballo. Intentaron esconderse entre las rocas. Liena y Tajere se agacharon, pero Baddo se mantuvo un tiempo de pie antes de hacerlo. En aquel momento pudo verlos: guerreros a caballo con armaduras que eran distintas a las de los montañeses, y cascos de cuero y plata, puntiagudos, con un penacho de crines de rocín; dos aletas salían del casco y les tapaban parcialmente la región de la mandíbula. Todos se cubrían con armadura y una capa de diversos colores a su espalda. Alguno de ellos blandía una lanza, y a la espalda, el carcaj lleno de flechas. Otros llevaban la lanza sujeta a la silla de montar. Excepto uno, que era más joven, e iba al frente de los demás, todos mostraban barbas que les cubrían la cara; aquel guerrero no llevaba casco. Baddo se dio cuenta de que eran godos; el miedo le paralizó el corazón. Había oído hablar de su crueldad, y se sospechaba que su padre había muerto a sus manos.
Los godos siguieron avanzando en contra de la corriente, se oían sus voces pero, de lejos, no podía entenderse bien lo que decían. Entre el ramaje, Baddo pudo divisar mejor sus caras.
Las muchachas cántabras no eran capaces de respirar. Desde su escondrijo veían las herraduras de los caballos, levantando espuma en la corriente.
De nuevo, Baddo se atrevió a asomar la cabeza entre las ramas y pudo ver más de cerca al que comandaba el grupo de enemigos, un guerrero robusto de mirada afable. Era muy joven, posiblemente de la misma edad que Baddo o ligeramente mayor; no tenía perfil de ave de presa, sino más bien de animal doméstico. Era chato, de nariz ligeramente respingona, boca algo sumida y barbilla remangada. Los ojos grandes y claros. La frente, más corta, abombada, no se adornaba con un casco, sino con una banda guerrera que no le sujetaba los cabellos, demasiado cortos, más bien los acompañaba con resignación. Llevaba el casco pendiente en la espalda.
Las compañeras de Baddo no se atrevían ni a mirar. Ella, en cambio, fascinada por los godos, guardaba cada vez menos precauciones. El corazón de la hermana de Nícer comenzó a latir deprisa y una idea absurda le vino a la mente: le hubiera gustado hablar con aquel joven. Liena le tiró de la ropa para que se agachase. Baddo lo hizo de mala gana.
Los godos, al llegar a la parte alta del sendero, viendo que la cascada cortaba su paso, recularon. Los cuartos traseros de los animales se alejaban de ellas. Baddo casi se entristeció viendo cómo aquel joven de pelo claro y casi barbilampiño se alejaba.
Sus compañeras comenzaron a escabullirse entre las peñas. Ante aquel movimiento se levantaron algunas avecillas; uno de los guerreros de la retaguardia notó cómo las aves se movían y gritó algo a los otros.
Entonces las descubrieron.
Baddo escuchó las risas soeces de los godos que se alegraban al ver mujeres; hombres largo tiempo fuera de sus hogares que echaban de menos a sus esposas y amantes.
Lanzaron los caballos a galope en el agua.
—¡Huid…! —gritó Baddo a Liena y a Tajere.
Rápidamente sacó el arco y apuntó hacia ellos; sus flechas atravesaron al caballo del que venía delante, derribándole a tierra. Liena se escapó hacia la cascada por donde habían venido. Tajere se quedó paralizada de miedo, y se escondió a un lado, tras una peña. Baddo permaneció de pie, protegiendo a las otras con flechas. Se sentía responsable de haberlas conducido al peligro. No tardó mucho en cargar una nueva flecha y la lanzó sin dar en ningún blanco. Mientras cargaba la siguiente, ellos cruzaron el río levantado espuma del agua, y al llegar al otro extremo del cauce, desmontaron.
El guerrero de la banda en la frente se dirigió directamente hacia Baddo. Se había bajado del caballo, trepando por las peñas, y pronto llegó junto a ella. Baddo dejó a un lado el arco y las flechas, tomó una larga vara de fresno, para defenderse. Él, asombrado por lo inconcebible de una mujer con flechas y armada, no se defendía bien. Baddo le atizó con su vara de fresno, entonces él se acercó aún más a ella.
Tras recibir un golpe, gritó a sus compañeros, riendo:
—Dejadme, yo puedo con ella.
—Ya veremos —respondió Baddo.
El combate era desigual, él era mucho más fuerte y mejor adiestrado que ella; pronto la venció. Baddo cayó a tierra, él clavó la lanza junto a su cuello, atravesándole la capucha que le cubría el pelo. Baddo le miró fijamente y comprobó que sus rasgos no eran los de un hombre sanguinario, pero sintió un miedo atroz; cerró los ojos pidiendo clemencia al Altísimo. Prometió que si se salvaba, no volvería a desobedecer más a Nícer. En aquel momento de lucidez reconoció lo absurdo de su testarudez y rebeldía; percibió cómo había puesto en peligro a toda la aldea. La entrada oculta a Ongar se hallaba muy cerca; si la encontraban los godos, la guerra habría llegado al lugar que Baddo más amaba.
Los guerreros la rodearon. Les oyó que se dirigían hacia el que la había doblegado:
—¡Recaredo…! Hay más mujeres por aquí, busquémoslas, no te quedes con ésa para ti sólo.
El la miró fijamente, era arrogante y decidido, en su rostro algo le resultó familiar a Baddo. Su mirada dibujó el cuerpo de la mujer caída, centrándose sobre todo en los ojos. Su boca se iluminó con una sonrisa y soltó ligeramente la ropa de ella de la presión de la lanza, mientras decía:
—No la tocaréis: yo la he conseguido, es mía.
Los godos comenzaron a trepar entre las rocas buscando a Liena y a Tajere. Baddo se quedó sola con el joven que la cogió por las muñecas y la ató con una cuerda. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de la doncella; al verla llorar, el llamado Recaredo se conmovió. Era muy joven y parecía inexperto aún con las mujeres.
—Déjame ir… —le suplicó Baddo.
—No, vosotras venís de algún sitio, por aquí hay un paso entre las rocas y vais a mostrármelo. Además, eres muy bonita, ¿lo sabías?
Baddo se ruborizó, nadie en el poblado le había hablado así; él la miró una vez más a los ojos; aquella mirada clara le recordó a Baddo la de su hermano Nícer.
En ese momento, se escucharon gritos que procedían de lo alto, el ruido de hombres batiéndose, junto a las voces de Liena y Tajere suplicando socorro. Con alivio, Baddo entendió que llegaban refuerzos; de las rocas comenzaron a bajar hombres de Ongar, eran unos diez al frente de los cuales se hallaba Nícer.
Los godos intentaron escapar, bajando hacia el río. Baddo se defendía de su captor, que no la soltaba y quería arrastrarla hacia su caballo en el cauce. Nícer vio a su hermana a lo lejos, y se dirigió hacia ella, enfrentándose al joven que la había apresado. El godo tuvo que dejarla ir.
Los dos, Nícer y el godo, lucharon frente a frente. El joven godo se puso el casco que pendía a su espalda, bajándose la celada. Nícer se movía ágilmente, mientras que su contrincante era fuerte y duro; cada mandoble de su espada levantaba chispas al rozar la de Nícer. La lucha se prolongó, pero ante la superioridad de Nícer, el godo retrocedió hasta su caballo, saltó sobre él, viendo a sus gentes vencidas les hizo un gesto, y gritó retirada.