Hijos de un rey godo (15 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Swinthila no podía soportar que Gelia riese con los labriegos, que actuase con naturalidad ante ellos, que intentase ganárselos a cualquier precio. Por todos los medios, Swinthila no cesaba en hacerle recordar su origen, pero Gelia no quería escuchar, bromeaba y sabía escabullirse de los trabajos más penosos del campo. Al principio, porque era niño, se libró de las tareas más duras, más adelante supo hacerse con el capataz y se le excusaba de lo que supusiese demasiado esfuerzo. Gelia siempre fue un hombre capaz de transigir con todo. Swinthila, no. Él no toleraba que un siervo le mandase, o que se le reprendiese delante de otros. Continuamente se rebelaba y por ello era castigado una y otra vez. Las espaldas de Swinthila muestran aún las cicatrices del látigo.

Cuando los hombros se le cuadraron, la voz tomó el tono grave del adulto y la barba comenzó a crecerle, ya nadie podía reconocer en aquel rústico en el que se había convertido, en aquel patán, al hijo de Recaredo. Entonces, el noble Sisebuto, señor de aquellas tierras, le hizo llamar a la villa. Lo apartaron de Gelia, que crecía adaptado a su condición. Lo alojaron en la villa del magnate godo junto a las cuadras y se convirtió en uno más de los criados. Después de haber sido domado por el trabajo del campo, querían que se rebajase aún más. El odio fue creciendo en su interior espoleado por palos y castigos, refrenado únicamente por el afán de supervivencia y de venganza. Le obligaron a limpiar las letrinas, a cepillar caballos, a barrer los patios, a cargar con leña. Sin embargo, él siempre recordaba su pasado y soñaba en el día de su desquite.

Los otros criados le consideraban un lunático, pensaban que estaba loco por sus bruscos ataques de cólera. Logró dominarse y servir a los nobles pero, aunque su actitud era aparentemente servil, muchos de sus ademanes eran altaneros, y un odio infinito se le escapaba por los ojos. Algunos sospecharon la verdad y entre los siervos se propagaron rumores de que él no era quien parecía ser.

El noble Sisebuto era padre de varios hijos de corta edad y de dos adolescentes, Teodosinda y Ermenberga. Había servido a Recaredo aparentemente con fidelidad y había sido recompensado con largueza; por ello, al mayor de sus hijos le dio el nombre del gran rey de los godos, Recaredo. Swinthila aborrecía muy especialmente al hijo de Sisebuto, que se llamaba como la única persona a quien él había querido hasta la adoración. No lo soportaba. A veces, cuando veía al joven Recaredo entrenarse, blandiendo torpemente una espada que, en las manos de Swinthila, hubiese sido poderosa, le daban ganas de golpearlo con el instrumento de trabajo que tuviese a mano y retirarle el arma. En aquel tiempo de servidumbre en la casa del magnate, Swinthila llegó a echar de menos el trabajo de peón de campo, en el que al menos se podía liberar de la rabia interior a través de un trabajo corporal extenuante.

Sin embargo, dentro de la mansión de Sisebuto, había algo que a Swinthila le gustaba más que nada: la posibilidad de conocer noticias provenientes de la corte. En la villa del magnate, no tan lejana a Toledo, se sucedían con frecuencia convites y reuniones en los que se discutían las novedades de palacio. Aunque Sisebuto no buscaba más que su propio interés, él era mucho más afín al partido baltingo, que apoyaba a la depuesta familia real, que al partido aristocrático, que sostenía al rey Witerico. Y es que Sisebuto era ambicioso. Utilizaba a Gelia y a Swinthila como una pieza más del complejo juego político en el que estaba embebido. No habría guardado ninguna consideración a los hijos de Recaredo, si no fuese porque pensaba que en un futuro podría utilizarlos. En el reino abundaban aún partidarios de la casa de Leovigildo y, ante ellos, a él le interesaba hacerse pasar como el valedor de los derechos de la casa real. Por otro lado, no se atrevía tampoco a mostrar abiertamente a los hijos de Recaredo; en aquellos tiempos, en los que Witerico tiranizaba al reino.

Swinthila recordaba con tedio las veladas del magnate, a las que acudían nobles de la corte y se tramaban conspiraciones. Sisebuto tenía la costumbre de leer poesías que él mismo había creado; se mostraba ante sus invitados como un culto pedante; ellos, su clientela, fingían sentirse deleitados con los versos, aunque después se riesen de él. Swinthila, desde su puesto como criado, veía a los invitados bostezar quedamente. Uno de los temas con los que Sisebuto deleitaba a la audiencia era la astronomía. Compuso Witerico, el ahora rey, un poema de cincuenta y cinco versos en hexámetros latinos, llamándolo «Astronomicum». En él se describían los eclipses.

Fue entonces, en uno de aquellos convites que se prolongaban hasta bien entrada la noche, en una de aquellas veladas, cuando achispados por el vino y contentos con la buena comida, se habló del secreto de la copa sagrada. Algunos de los presentes habían pertenecido al Aula Regia y hablaron de la leyenda de un cáliz misterioso que era el que había proporcionado el poder a Leovigildo.

Se oyó la voz de Sisebuto gritando:

—¡Quiero esa copa…!

—Muchos la han buscado, pero Recaredo no reveló el secreto a nadie. Ni siquiera a su hijo Liuva… La única persona que puede saber dónde está la copa está muerta: la reina Baddo…

—De todas formas, esa copa es peligrosa; según cómo se utilice puede llenar de poder o destruir al que beba de ella. No conocemos bien su secreto y por ello es peligroso utilizarla.

Aquello que se decía interesó a Swinthila hasta tal punto que se quedó parado con una bandeja; sin casi poder hablar, el nombre de su madre abría de nuevo la herida de odio sembrada en su corazón. Uno de los invitados se quedó observando con atención extrema a aquel sirviente joven cuyo rostro le resultó familiar, el nombre del invitado era Chindasvinto.

Después, Sisebuto, con el tono pedante de alguien que se cree culto, habló de nuevo del eclipse, y relacionó el eclipse y la copa.

—Algo tan sagrado como la copa de poder multiplicaría sus efectos si se utilizase en el tiempo de la confluencia de los astros…

Se hizo el silencio durante unos minutos y se escanció de nuevo el vino; los invitados empezaron a vocear, soltando palabras blasfemas o soeces. Swinthila escuchaba atentamente todo lo que se estaba diciendo. Al mismo tiempo, aquel hombre, Chindasvinto, no dejaba de observarle, mientras relataba con voz muy alta y de modo insultante lo ocurrido el día de la muerte de la reina Baddo. Él había comandado la ejecución. Al final exclamó con la voz templada por el vino:

—… la puta gritaba como un cerdo…

Sin poder contenerse, Swinthila se abalanzó sobre él, con sus fuertes manos de campesino le apretó el gaznate y el rostro del oficial godo se tornó amoratado. Al instante, los fieles a Sisebuto saltaron sobre el joven hijo de Recaredo, le golpearon y patearon hasta que perdió el conocimiento. Al volver en sí, totalmente dolorido, se encontró en un calabozo de los sótanos de la mansión. Recordó lo ocurrido y no le importaron los golpes; volvía a ver ante sí la cara de aquel cerdo que había afrentado a su madre, llena de angustia y terror, y deseó haberle matado. Ansias infinitas de vengarse, de machacar a todos aquellos que habían traicionado a su padre y habían asesinado a su madre, le llenaron el corazón.

Sisebuto le encerró varias semanas, sin proporcionarle alimento, de tal modo que Swinthila llegó a pensar que iban a dejarle morir de hambre. Así hubiera sido en aquellos días, si alguien no le hubiese socorrido de modo encubierto. Unas manos blancas y suaves introducían comida por una escotilla de la puerta. Un día Swinthila intentó atraparlas, pero ella no se dejó.

Cuando ya había perdido cualquier esperanza de regresar a una vida normal, Sisebuto bajó a la prisión y le habló con total claridad:

—Eres un siervo, ¿lo entiendes…? Podrías estar muerto y yo también si el rey Witerico llegase a saber que escondo a los hijos de Recaredo… Chindasvinto, que es del partido de los enemigos de tu padre, dijo todo aquello para probarte. Ahora tus enemigos y los de tu familia sabrán que estás aquí, pero ya no importa…

Swinthila lo observó desafiante, sin mostrar miedo, dándose cuenta de que Sisebuto quería imponerse porque estaba asustado, se tocaba nerviosamente las barbas y se frotaba una mano contra la otra.

—Yo… no quiero hacerte daño…

Después continuó hablando, como disculpándose. Un hombre pusilánime y a la vez calculador. Swinthila le miró rabioso sin decir nada. Lo que afirmaba era absurdo: ¡que quería proteger a los hijos de Recaredo y siempre se había mostrado benigno hacia ellos…! Swinthila pensó que era un hipócrita y que, de haber estado en otra situación, le hubiese matado: ¿cómo era posible que dijese aquello el hombre que le había torturado con el dolor, la humillación y el hambre…?

De cualquier modo, Swinthila no entendía el cambio de actitud de su amo, no comprendía por qué, de pronto, Sisebuto se había dirigido a la prisión preocupándose por él y cuál era el motivo por el que estaba tan nervioso.

Después de la visita de Sisebuto a la prisión, los sirvientes lo curaron y le dieron de comer, le sacaron del calabozo conduciéndole a un aposento que no estaba ni en la zona de la familia ni en la de los criados. Allí, Swinthila pudo encontrarse con su hermano Gelia. Él fue quien le dio las nuevas:

—Han asesinado a Witerico… Se ha elegido un nuevo rey… dicen que es leal a nuestro padre Recaredo…

En aquel momento, Swinthila entendió mejor el nerviosismo de Sisebuto y su cambio de actitud. Les proporcionaron ropas nuevas y permitieron que se entrenaran como soldados con los hombres de la casa de Sisebuto. Ahora eran guerreros, bucelarios
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del magnate. Swinthila se había convertido en un hombre muy alto y forzudo debido al trabajo de los últimos años. Desde niño había tenido el don de manejar la espada y no había podido desarrollarlo. En cuanto tuvo un arma en sus manos, una gran excitación le dominó. Al principio se encontró torpe e inseguro, pero poco a poco fue enseñoreándose del arma. Un día, Recaredo, el hijo de Sisebuto, quiso medirse con él. La victoria de Swinthila fue total, acorraló a su enemigo en el suelo y disfrutó viendo cómo le pedía clemencia. Le hubiera matado si unas manos blancas no se hubieran interpuesto, las manos de alguien que le había llevado comida a la prisión. Las manos de Teodosinda, la hija de Sisebuto y hermana de su rival.

Ella había sido la que le había salvado en la prisión de morir de hambre. Una mujer sencilla, en quien Swinthila nunca se había fijado, tímida y suave, que le observaba con ojos bovinos. Una mujer dulce y débil, a quien ni siquiera había mirado alguna vez. Teodosinda era mayor que Swinthila y nunca fue hermosa. De mediana estatura, tez clara y lechosa, nariz algo ganchuda y ojos grandes de mirar claro. Ligeramente gruesa y de carnes prietas, no sobresalía por nada. Su hermana Ermenberga era una hermosa muchacha, soberbia y mal encarada, a la que muchos pretendían. Teodosinda era la antítesis de su hermana. Swinthila nunca hubiera podido sospechar que ella hubiese puesto los ojos en él. Le parecía absurdo y pensó que la muchacha no era alguien inteligente. A partir de aquel momento, Swinthila se dio cuenta de que ella le seguía constantemente los pasos. El hijo de Recaredo la despreció, hasta el momento en que le fue útil.

El nuevo rey Gundemaro, sucesor de Witerico, mandó llamar a la corte a los hijos de Recaredo. Les vino a buscar aquel noble gardingo. Adalberto, el mismo que años atrás les había raptado de la corte de Toledo, siguiendo las órdenes de Liuva. Adalberto había sido capaz de mantenerse en pie a pesar de todos los cambios políticos; sirviendo a unos y a otros según le había convenido. Poco tenía que ver aquel hombre con el que Liuva había descrito, el hombre apuesto y buen guerrero. Ahora era un sujeto grueso, de abdomen prominente, con una calvicie importante y que se adornaba de anillos en las manos. Su forma de andar era bamboleante, sin la agilidad y la elegancia que le habían caracterizado en su juventud. Pese a ello, Adalberto continuaba mostrando un don especial para relacionarse con la gente, hiciera lo que hiciese suscitaba simpatías. Swinthila le miró siempre con recelo; recordaba cómo les había conducido al destierro y cómo habían sido liberados por Claudio y Gundemaro, quienes les habían entregado a Sisebuto.

Adalberto se había amoldado aquellos años a la corte de Witerico, quizá para sobrevivir, en un período en el que entre los godos reinó el terror. Sin embargo, en el fondo de su alma quizá continuaba siendo fiel a la familia de los baltos, o quizá buscaba el bando que más le beneficiase, por ello colaboró con Gundemaro en la conjura que derrocó a Witerico.

En la corte de Toledo, el rey Gundemaro, sucesor del tirano Witerico, les otorgó a Swinthila y a Gelia muchas mercedes y les devolvió las posesiones de su familia. Gelia fue admitido en las escuelas palatinas. Su rostro se tornó ilusionado y lleno de admiración ante los muros enormes del gran palacio, sus ojos recorrieron las almenas, observaron atentamente los uniformes de la guardia, las capas de color pardo y las armas eficaces en manos de los oficiales. Las puertas de madera oscura remachadas en hierro se abrieron ante él y desde fuera divisó en la palestra central a los jóvenes nobles godos entrenándose. Gelia entró con paso seguro en las escuelas palatinas.

Swinthila debía incorporarse directamente a la Guardia Real, por ello retrocedió por un corredor oscuro hasta una sala grande de piedra, donde le esperaba Adalberto, jefe de la Guardia.

—No has sido adiestrado en las lides de la guerra, pero eres demasiado mayor para acceder a las escuelas palatinas. El rey Gundemaro te ha otorgado la merced de nombrarte espatario real. Servirás a mis órdenes.

Si hubo una época de tranquilidad en la vida de Swinthila, fueron los años que sirvió al rey Gundemaro. El rey muchas veces le hizo llamar. Solía hablarle de su padre, Recaredo, y también de aquel hombre, el hermano de su padre, su tío Hermenegildo. A pesar de considerarlo como un traidor, Gundemaro lo recordaba con admiración, una admiración no exenta de añoranza; pero nadie en el reino, ni siquiera los clérigos católicos que le habían acompañado en la revuelta, hablaban de Hermenegildo.

La tranquilidad no duró mucho tiempo, Gundemaro murió al cabo de cuatro años de un reinado pacífico. El rey no tuvo hijos de su esposa Hildoara. Swinthila siempre se había considerado a sí mismo como su sucesor, por linaje y valía; pero un hombre se interpuso en su camino hacia el trono: Sisebuto, el mismo que esclavizó su infancia. Por ello Swinthila le odiaba todavía más; aborrecía a un hombre que había llegado al trono a través de la intriga y el soborno, no por sus dotes personales.

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