—El cubil del oso está muy cerca de donde atacó al hombre que ha muerto —gritaron los hombres de Ongar.
Los cazadores señalaron unas trazas en los árboles, las marcas que encuadran el territorio en el que mora un oso. Más allá encontraron un venado, muerto, tapado con ramas. Los hombres comentaron que había sido el propio oso quien lo había cubierto para después poder alimentarse. Los guerreros de Ongar sentían un temor reverencial a la fiera; sus antepasados lo habían adorado como un espíritu del bosque y ellos aún lo respetaban y lo temían.
Los del poblado se encaminaron hacia el arroyo en el centro del bosque. Baddo los adelantó por un vericueto, corrió entre olmos y algún roble, a la par que las zarzas del bosque le desgarraban un poco la larga falda de lana. Al fin, entre los olmos refulgió el agua del manantial; sorprendida, Baddo vio un curioso espectáculo: un oso de pelaje marrón oscuro de gran tamaño se bañaba en el río jugando con los peces. La hermana de Nícer estaba situada en contra del viento, por lo que el oso no podía percibirla; pero cuando los hombres se aproximaron por el otro lado del regato, el gran macho se puso alerta. Al incorporarse, Baddo se percató de que su envergadura superaba a la de los hombres del poblado. Entonces, los guerreros le rodearon dirigiendo las lanzas hacia él.
Baddo comprendió que aquél era su momento; sacó una flecha de la cintura, la estiró en el arco, y la flecha impulsada hacia delante describió una línea en el cielo, escuchándose un silbido al cruzar el aire. En ese segundo el oso se detuvo. La flecha atravesó limpiamente el pecho de la bestia y dio en el blanco. La fiera, herida de muerte, se abalanzó contra los que le rodeaban y comenzó a dar zarpazos en el aire. Los hombres no entendían lo que había ocurrido, pero arrojaron sus lanzas y atravesaron al oso. Baddo saltaba de contento al ver cómo el animal caía muerto. Entonces notó detrás de sí una persona. Se giró y, al ver quién era, dejó escapar un pequeño grito de susto. Se trataba de Nícer, su rostro denotaba un gran enfado.
—¡De todas las responsabilidades que me ha dejado mi padre, la más gravosa eres tú! —gritó.
—He matado al oso.
—No, le has herido…
—De muerte.
—Nunca cazamos al oso con flechas, porque a menudo las flechas hieren al oso sin matarlo y un oso herido es mucho más peligroso. Has de ser tú, la hermana del príncipe de Ongar, la que contravenga todas las normas. Y ese arco, ¿quién te lo ha conseguido?
Fusco se adelantó.
—Yo, mi señor.
—Devolverás a mi hermana al poblado. No comentarás nada a nadie de lo sucedido. El arco será requisado y mi hermana no saldrá de la fortaleza en los días que dure la próxima luna.
Nícer, enfadado, se dio la vuelta.
Fusco devolvió a Baddo a la gran fortaleza de Ongar. Por el camino, que ambos hicieron de modo independiente al resto del grupo, no hablaron; pero Baddo percibió que su viejo amigo Fusco se hallaba contento; su cara mostraba la expresión de pillería que le caracterizaba. Al llegar al poblado olvidó requisarle el arco.
El castigo de Baddo duró todos los días del ciclo lunar y se le hizo cuesta arriba, no podía salir de la fortaleza. Se moría de aburrimiento con su madre, que no hablaba, o desvariaba por las estancias de la fortaleza, y con Ulge, que la obligaba a tejer y a devanar lana. Por las noches, Baddo miraba las fases de la luna y le parecía que ésta no cambiaba.
Nícer permitió que algunas jóvenes del poblado, con fama de virtuosas y aburridas, se acercasen a ver a Baddo: Munia, de cabellos castaños; la dulce Liena, y Tajere, de lengua vivaz. Les gustaba estar cerca de Baddo pues, por su linaje, ella sería la transmisora de los derechos paternos; sus madres consideraban que les daría buena reputación estar con la hija de Aster. En el poblado nada se supo de la hazaña de Baddo con el oso. Se corrió el rumor de que el mártir san Eustaquio había intervenido desde el cielo con sus flechas. Ella reía al oír aquella historia. Odió a Nícer por no dejarle lucirse con su proeza y dejó de dirigirle la palabra. Él, al entrar en las estancias de la fortaleza, le hablaba, pero Baddo torcía la cabeza y no contestaba a sus preguntas.
A mitad del ciclo lunar, Baddo y sus compañeras tejían junto al hogar en una tarde lluviosa; fuera se escuchaba el rumor de los árboles golpeados por la brisa y el viento. Ellas hablaban de los jóvenes de la aldea, de los partos y de las muertes; Baddo escuchaba malhumorada.
Liena habló de los tiempos de Aster, cuando se permitía que los mercaderes llegasen hasta Ongar.
—Tu padre, Baddo, era fuerte y bondadoso, consideraba que el paso de mercaderes a través de las montañas no suponía un peligro para Ongar. Tu hermano es… —Liena dudó— más… digámoslo así, prudente.
Baddo se animó al escuchar una crítica al todopoderoso Nícer.
—Sí. No arriesga nada.
Munia se sonrojó, Baddo sabía bien que ella amaba a Nícer.
—Desde que él rige Ongar no ha habido guerra y estamos en paz —le excusó Munia.
—¿Tú crees que realmente estamos en paz? Estamos aconejados metidos en una madriguera que en cualquier momento puede ser descubierta… Los mismos que comerciaban hace unos años pueden revelar los pasos de las montañas a los godos o a los suevos, y nuestros vecinos, los luggones, siguen tan belicosos como hace unos años…
Unas palabras secas, detrás de la que así hablaba, vinieron a cortar la conversación.
—¡Cuánto sabes, Baddo, de los asuntos de gobierno!
Baddo escuchó la voz de Ulge con temor. Ella quería que Baddo fuese la dama de Ongar, una mujer sumisa, a la vez que fuerte. Por desgracia Baddo no era nada de lo que Ulge quería para Ongar. Ulge había amado a la primera esposa de Aster y consideraba que la unión de Aster con la madre de Baddo había sido algo indecoroso: el jefe de las tribus de las montañas unido a un ser que no podía casi hablar… En las tierras cántabras, la herencia pasaba por línea femenina, Aster había llegado a la jefatura de Ongar por su madre, y ahora Baddo, la hija de la loca, sería la nueva señora de Ongar: Ulge no la apreciaba. Adoraba a Nícer, se admiraba de su fortaleza, de su rostro similar al del hada, la de rubios cabellos, a quien Ulge había amado. Así que el ama insistió agriamente:
—Es tu hermano el que lleva el gobierno de Ongar, y no eres quién para contrariar sus decisiones.
—No contrarío nada, pero este aislamiento no me parece oportuno…
—¿Sí? Indícame entonces qué es lo que consideras oportuno… ¿Que los hombres del poblado sean exterminados por los luggones? ¿Que nos invadan los godos? ¡No sabes de lo que estás hablando! Si hubieses vivido la guerra… el hundimiento de Ongar… si hubieses visto a los hombres de Amaya llegar aquí huyendo tras el asedio y la casi destrucción de su castro…
Ulge siguió hablando de los tiempos pasados, y ahora, pensó Baddo, continuaría hablando de la peste, de la primera mujer de Aster, de los godos a los que odiaba… Baddo había oído mil veces esa misma cantinela y fingió escucharla con una media sonrisa. Mientras tanto se preguntaba por qué le gustaba tan poco a Ulge. Quizá sería por su origen deshonesto, o porque ella era morena con ojos oscuros como los de su padre y con cabellos rizosos como su madre. Ulge no aceptaba que Baddo fuese una descendiente de las antiguas razas de las montañas, que producen hijos de aspecto oscuro. Para ella ser de piel clara era un don que señalaba la predestinación y un origen noble.
Munia, bondadosa y sensata, intentó cambiar el tema de la conversación, interrumpiendo al ama:
—Señora Ulge, ese broche con el que sujetáis vuestro manto es muy hermoso; ¿de dónde procede?
Baddo sonrió para sus adentros, conociendo la habilidad de Munia para cambiar el tema de conversación. Ulge, a pesar de sus años, seguía siendo vanidosa.
—Fue realizado en Astúrica Augusta, una ciudad muy hermosa que construyeron los romanos pero que ahora está dominada por la mala gente goda. Es de oro y de pasta vítrea. La trajo un buhonero cuando aún Albión estaba oprimida por Lubbo.
—¿Astúrica…? —preguntó Baddo—. ¿Está muy lejos de aquí?
En aquellos momentos le interesaba cualquier cosa que pudiera existir en el mundo exterior.
—En Astúrica hay un mercado grande donde los ganaderos de la zona se reúnen a cambiar reses, y donde los comerciantes de lana venden buen paño. Me han contado que existen antiguas iglesias y algún palacio edificado por los romanos. Las murallas son fuertes y se cierran al anochecer.
Las jóvenes callaron pensando en la gran ciudad al sur, sus ruecas hacían un ruido armónico. Baddo se dio cuenta de que Tajere pensaba en la ciudad. Al cabo de un tiempo pronunció unas palabras que no parecían concordar con lo que hasta el momento se estaba diciendo.
—No queda mucho para la fiesta de las hogueras —dijo Tajere.
La fiesta de las hogueras era una antigua fiesta celta, Beltene, en el solsticio de verano. Ahora se llamaba la noche de San Juan y se invocaba a este santo, pero todavía en el poblado la celebraban según el rito antiguo; la diferencia era que Mailoc y sus monjes bendecían al poblado cuando se iniciaban las fiestas.
—Ya no es como antes… —dijo Ulge—, los ritos cristianos han empobrecido la fiesta.
Repentinamente calló, en el interior de Ulge se producía una pugna entre su lealtad a las tradiciones antiguas y la obediencia que debía a Aster y ahora a Nícer. Ella no era cristiana de corazón como el resto de la aldea; en realidad, allí seguían existiendo muchas gentes así, divididas entre su devoción al pasado y su fidelidad a los príncipes de Albión que ahora eran cristianos. A Ulge no le gustaban los monjes.
—En los tiempos antiguos, para la fiesta de Beltene nos acicalábamos con unos afeites que nos hacían parecer más hermosas… Creo que aún se venden en el sur, llevábamos ajorcas y colgantes en las cinturas… Recuerdo aún cómo bailábamos en mi juventud…
—Ahora también hay bailes… y más de una boda ha salido de la fiesta de San Juan.
Liena y Tajere comenzaron a hablar sobre cómo se vestirían para la fiesta; al poco tiempo estaban cuchicheando entre sí. Repasaban uno a uno los mozos de la aldea. Munia, más seria, callaba.
Aquella noche Baddo soñó con Astúrica; se ilusionó imaginando a gentes distintas a las de aquel mundo cerrado de Ongar; le pareció escuchar dialectos de otras tierras; en sus sueños contempló unas murallas fuertes con soldados que las protegían. Algo en Baddo era inquieto, algo de sí misma quería llegar más allá; no podía limitarse a ser la buena esposa del primer guerrero con quien su hermano Nícer decidiese casarla. Sabía que Ulge y su hermano estaban ya pensando en un matrimonio conveniente, había oído que ni siquiera sería alguien conocido en la aldea, sería desposada con algún jefe de los luggones o de los orgenomescos para estrechar lazos de amistad entre las tribus, y ella se rebelaba ante tal idea.
Tenía una dote y sabía bien dónde estaba guardada, mantas y ropa de casa que Ulge había tejido en el invierno. ¡Cuánto habría deseado ser hombre! Poder labrar su propio destino y no vivir a cuenta del que otros le procurasen.
Sí, aquella noche Baddo se durmió soñando en una ciudad de piedra en la meseta y, en sus sueños, escuchó los sones de una gaita celta.
Dos días más tarde, cesó el castigo, y por fin Baddo pudo salir de su encierro. Hacía fresco y una llovizna caía sobre los campos; a retazos brillaba el sol. Al salir del antiguo castro de Ongar donde ahora se situaba la fortaleza, Baddo pudo divisar el hermoso panorama y a hombres libres encaminándose a sus faenas: labriegos que se dirigían cantando a los campos; a lo lejos, un pastor que conducía a sus vacas hacia lugares de pasto, y más allá un lugareño cubierto por una capa encerada se alejaba. Posiblemente iría a las colmenas, a conseguir miel, el don más preciado en la aldea.
Las familias vivían apartadas de la pequeña fortaleza, rodeadas de campos que les pertenecían; periódicamente, los hombres debían prestar servicio de armas para su señor, Nícer, principal en Ongar. En aquel tiempo, las que labraban los campos eran las mujeres, mientras los varones guerreaban al servicio de su príncipe.
A los pies de la fortaleza se extendía una gran planicie; allí, a los que les correspondía el servicio de armas practicaban maniobras relacionadas con el arte de la guerra y entrenaban a los más jóvenes. Baddo se encaminó hacia aquel lugar; vio a Cipriano, a Cosme y a Efrén; los dos últimos, los hijos mayores de Fusco que se dirigieron hacia ella con una sonrisa abierta. Sin embargo, el gesto de respuesta de Baddo se le quedó helado en los labios cuando alguien apareció detrás de ellos, su hermano Nícer.
—¿Se puede saber adónde te diriges?
—Quiero ver combatir a los hombres…
—Te he dicho repetidamente que te mantengas fuera de aquí, éste no es lugar para una mujer.
Baddo miró a su hermano y no pudo responderle nada. Él le imponía. Nícer era un hombre de fuertes espaldas y cabello rubio ceniza, con unas facciones agradables que infundían respeto; un rostro amable de nariz aguileña, con pómulos altos, mandíbula fuerte y unas narinas de león que se abrían cuando estaba enfadado. Su fortaleza era legendaria, era capaz de levantar más peso que ningún otro en el valle.
Baddo entendió que iba a continuar riñéndola, por lo que se alegró al ver, a lo lejos, a Munia y a Liena.
—¿Podré ir entonces con Munia y con Liena? —La voz de Baddo se tornó aparentemente dulce y complaciente.
—Mira, Baddo, quiero que te comportes como lo que eres, la futura dama de Ongar. No puedes participar en los combates de los hombres, es indigno de una hija de Aster.
—Lo indigno de una hija de Aster sería luchar mal y yo he batido ya a muchos…
—¡No quiero seguir hablando o te encierro hasta el próximo invierno…! ¡Vete con las mujeres!
—Lo haré, pero tú recuerda a Boadicea…
Nícer se rio, rio muy fuerte, y a Baddo no le hizo gracia su risa. Se burlaba de que Baddo, casi una niña, se comparase con la gran reina de los britos. Los hombres que le acompañaban corearon sus carcajadas. Baddo no tenía parecido alguno con la célebre reina guerrera que, según la leyenda, era alta, rubia y muy fuerte, mientras que Baddo era de estatura moderada, delgada y de ojos y cabello oscuro.
Baddo avanzó por en medio de los guerreros, con el rostro enrojecido por la vergüenza y el enfado, hacia donde se situaban Munia y Liena, quienes habían escuchado la reconvención de Nícer. Pronto se acercó Tajere. Los hombres seguían combatiendo. Cosme atacaba a otro hombre fornido; éste era de la edad de Baddo y el guerrero al que se enfrentaba mucho mayor que él. Cosme fallaba por la izquierda, el contrincante le atacaba por aquel lado. Sin poderlo evitar Baddo le gritó: