Hijos de un rey godo (21 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

—Así que me dejáis solo… —advirtió apesadumbrado Recaredo—. Es mi primera salida a la guerra, me gustaría que vinieseis conmigo.

Hermenegildo sonrió, su dentadura era blanca, sin melladuras.

—¿Solo? Te dejamos con Claudio y Wallamir y con los otros de Emérita; además de con un ejército de miles de hombres. Intenté que vinieses conmigo, pero padre se ha negado, dice que no podemos ser tan dependientes el uno del otro. No estás solo. Además, Recaredo, tienes que valerte por ti mismo…

La cara juvenil de Recaredo mostraba una cierta pesadumbre, entonces Hermenegildo le aseguró amablemente:

—No será más de un par de semanas.

A él tampoco le hacía gracia dejar a su hermano menor. En las semanas antes de la partida se habían entrenado juntos y habían hablado muchas veces del camino hacia el norte, que Hermenegildo conocía bien; el mayor se hallaba deseoso de mostrar al menor todo lo que había descubierto en la última campaña unos meses atrás.

Acamparon cerca de una ciudad llamada Albura,
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allí se dividía el camino, las tropas se dirigirían hacia el norte, hacia la Vía de la Plata, a través de una ciudad llamada Capera.
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Hermenegildo y Lesso saldrían hacia el sur en dirección a Emérita.

Antes de que despertase el alba, Hermenegildo se había levantado ya. En el cielo sin nubes, aún oscuro, titilaban las estrellas de la mañana; pertrechó su caballo, un jaco de buen tamaño y de color pardo. Al ir a subirse a él, notó a alguien a su lado, era Recaredo que venía a despedirse. Los hermanos se abrazaron palmeándose la espalda. Ambos sintieron la tristeza de la separación, aún estaba reciente la muerte de la madre. Recaredo vio partir a Hermenegildo y a Lesso bajo la luz rosada del amanecer. El camino se alejaba entre encinares en una planicie. Los siguió con la vista largo tiempo hasta verlos desaparecer tras una colina.

En el campamento, los hombres se desperezaban. Encontró a varios, con el torso desnudo, lavándose en un gran balde de madera donde unos siervos habían vertido agua. Claudio y Wallamir comenzaron a lanzarse agua fría, tenían ganas de pelea; al final, acabaron enzarzados por el suelo. No había motivo, ni ninguno de ellos estaba enfadado con el otro: eran jóvenes, y la fuerza fluía por sus venas. Al fin se separaron riendo. Recaredo veía a sus amigos disfrutar, mientras su cara era de pesadumbre. Al fin Claudio se le aproximó.

—¿Dónde andas tan cariacontecido?

—Me he ido a despedir de Hermenegildo.

—¿Se ha ido? ¿Adónde?

Claudio era un noble patricio de Emérita, sus padres, senadores de la ciudad, descendían del emperador Teodosio. Poseía un rostro de facciones rectas con pelo castaño oscuro y una cara que se afeitaba cuidadosamente al gusto romano. Por familia, era inmensamente rico, pero él amaba la guerra y una gran amistad le unía a los hijos de Leovigildo.

—Hermenegildo ha partido hacia Emérita; mi padre le encargó levar tropas allí, además hay algunos asuntos pendientes relacionados con mi ma… —de repente Recaredo tartamudeó—… con mi madre.

Claudio se sintió incómodo al recordar a la que nadie nombraba ya. Corrían muchos rumores sobre la muerte de la madre de Recaredo, ocurrida al tiempo de la coronación de Leovigildo.

—Tu madre era hermosa, siento su fallecimiento.

—Gracias —dijo Recaredo—. Nunca la entendí del todo. Ella era extraña, no hablaba mucho, vivía lejos de la realidad, no era como las demás damas que yo he conocido. Poseía el don de la sanación. Hermenegildo lo ha heredado, ¿sabes? Hermenegildo sabe curar mullías enfermedades, ella le enseñó desde niño. Hermenegildo dice que hay algo tras ella, algún misterio que no conocemos. Creo que Lesso sabe lo que es, quizás algún día nos lo revele. Hermenegildo se parece a ella, más que en lo físico en sus ademanes y forma de actuar. A veces me parece que la estoy viendo cuando él está cerca.

—Hermenegildo es especial… —dice Claudio—, he conocido pocos guerreros como él, es como si adivinase lo que va a realizar el contrario y se le adelanta.

—Sí. Hermenegildo ve más allá, siempre ve más allá, no se queda en la superficie de las cosas, busca lo que hay detrás. A veces me asusta.

Se quedaron callados, a ninguno de los dos les agradaba que Hermenegildo no estuviese con ellos. Al poco, Claudio retomó la conversación:

—¿Cómo murió tu madre? Yo la vi hace poco más de un mes y estaba sana.

Recaredo se puso muy serio, guardó silencio unos instantes y después le contestó:

—Te ruego que por tu honor no reveles nada de lo que voy a decirte. ¿Recuerdas que al regresar del norte trajeron un cautivo, un jefe de los pueblos cántabros…?

—Sí. Lo recuerdo, fue ejecutado en el patio del palacio. Hermenegildo lo capturó en el norte, yo estaba con él. Fue justa su condena, era un hombre peligroso.

Recaredo bajó el tono y habló de modo confidencial.

—Bien. Mi hermano me contó que ella poco antes de morir fue a ver a ese caudillo cántabro.

—¿Al que trajimos del norte…?

—Sí. Ella fue a verle a la prisión poco antes de ser ejecutado. Esos días, ella no se encontraba bien, a menudo tenía vómitos y había adelgazado; pues bien, cuando volvió de la prisión entró en un trance, decía palabras extrañas y hablaba del norte. Pienso que aquel bárbaro le echó el mal de ojo o algo así. Hermenegildo piensa también eso. Desde que entró en aquel trance final, sólo recuperó la conciencia una tarde y nos mandó llamar para pedirnos algo de lo que ahora se está encargando Hermenegildo.

De Toledo a Emérita

Las colinas de aquella tierra rojiza, plagada de vides y de mieses aún verdes, subían y bajaban al ritmo de los caballos. Los dos hombres no eran de muchas palabras, por lo que pasaban largo tiempo callados. Un joven alto y delgado, con cabello oscuro y ojos claros que se perdían melancólicamente en el paisaje; a su lado cabalgaba un hombre rechoncho de estatura y de cejas juntas, cascado por la vida, con cabello hirsuto, plagado de canas, su rostro serio, quizás algo triste, parecía fijarse únicamente en el camino; sin embargo, sus ojos mostraban una mirada amigable.

En un momento del viaje, Hermenegildo, el hombre joven y alto, habló a su compañero.

—Lesso, viejo amigo, sé que guardas fidelidad a mi madre aún más allá de la muerte y eso te honra. Necesito saber más… Sospecho que ocultaba ciertas cosas en su pasado. Cuando iba a morir quiso decirme algo, pero ese algo era tan terrible que no se atrevió. ¿Quién era el jefe cántabro al que ejecutamos?

El semblante de Lesso se demudó al ser interrogado sobre aquel tema. Hermenegildo advirtió su apuro. Al cabo de unos instantes de titubear, Lesso le respondió:

—Ella te lo dijo, fue su primer esposo, el más grande de los príncipes de las tribus cántabras. Un hombre justo, un hombre fiel a su destino… Un hombre que no buscaba el poder por sí mismo sino como una misión que le había sido impuesta buscando el bien de su pueblo…

El joven godo se percató de que la melancolía impregnaba los ojos y la faz de su compañero. Pensó en cómo sería aquel hombre justo que suscitaba tanto afecto en el corazón noble de Lesso. Recordaba que el cántabro, en el trayecto desde que fue apresado hasta llegar a la corte de Toledo, no había hablado nunca, no se había quejado. La nobleza se percibía en todos sus gestos.

Hermenegildo no sintió remordimiento por su ejecución; él había cumplido con su deber y aquel rebelde era un enemigo del reino godo. Recordó los últimos momentos de su madre, sus palabras llenas de misterio; siguió interrogando a Lesso:

—Ella, mi madre, habló de que tengo un hermano. ¿Quién es…?

—Le conoces…

—¿Le conozco? —se sorprendió el godo.

—En el cerco de Amaya, luchaste con él; te venció.

—¿¡Qué me estás diciendo…!? ¿Mi hermano era aquel hombre del caballo asturcón?

—Sí. Lo era, y lo peor de todo es que volveréis a enfrentaros en esta guerra absurda que él, Leovigildo, ha iniciado.

Hermenegildo se enfadó al oír nombrar despreciativamente al rey.

—Mi padre, Leovigildo, es el más grande guerrero de los pueblos godos, similar a Alarico en fuerza y poder. Es lógico que quiera ampliar su reino; los suevos son el enemigo, no los cántabros, pero para ello tenemos que tener asegurada la retaguardia, y en la retaguardia de los suevos están los pueblos cántabros…

—Hermenegildo, contéstame a un asunto que me preocupa… ¿Confías mucho en tu padre, mi señor el rey Leovigildo?

Hermenegildo se sintió dolido. Su padre siempre le había postergado un tanto, pero él desde niño le había admirado, era un guerrero del que todos propalaban hazañas. Pensó que Lesso le preguntaba aquello porque quería recordarle que Leovigildo no se había portado bien con él, pero él, Hermenegildo, hijo del rey godo, no quería recordarlo.

—Sí, es mi padre —dijo secamente este último—. ¿Por qué no habría de hacerlo?

Lesso solamente repitió casi para sí mismo: «¿Por qué no habrías de hacerlo?» Entonces azuzó su caballo hacia delante y no habló más, evitando las preguntas de Hermenegildo. En la cara de

Lesso, cincelada por una vida de luchas, se formó una arruga más de dolor.

Desde aquel momento se mantuvieron en silencio, solamente se oía el resollar de las cabalgaduras al subir las cuestas. A lo lejos, la sierra del Rocigalgo y el Chorito, no muy elevadas, cercaban el paisaje en un horizonte desigual. En aquella época del año el campo estaba desbordante de retamas y jaras en flor. A ambos lados de la vereda, encinas milenarias sombreaban prados de aulagas y lirios salvajes; más adelante, el trigo, como una manta verde, se extendía ante ellos, y las amapolas comenzaban a brotar. Los días anteriores había llovido y lagos de agua barrosa, esparcidos por el camino, se levantaban en marejadas al paso de los caballos. El campo verde brillante bajo la luz del sol amarilleaba a retazos por las flores de primavera; pequeñas margaritas y jara pegajosa y esteparia en su sazón. Más adelante, un río rodeado de árboles, con el cauce oculto por los matorrales llenaba de ruidos de agua el paisaje. Hermenegildo y Lesso se dirigieron hacia él para abrevar las cabalgaduras.

Después continuaron por un sendero que atravesaba un encinar que parecía flotar sobre un mar de flores lilas y blancas y, aún más allá, subieron atravesando un bosque de robles y pinos. Desde lo alto de la sierra, divisaron la llanura, llena de flores; la primavera se extendía ante ellos con todo su colorido.

La brisa les golpeaba en la cara y les traía el olor a la retama florecida. Hermenegildo se olvidó de la muerte de su madre y se llenó de paz, había algo divino, escondido a la mirada del hombre corriente, en aquel paisaje primaveral; como si los antiguos dioses de los romanos hubiesen descendido a la tierra para proveerla de sus dones y así celebrar una orgía de luz y color.

La paz del ambiente se vio de pronto truncada. Subían una colina, cuando a lo lejos oyeron gritos y el ruido de espadas entrechocando entre sí. Hermenegildo y Lesso se miraron preguntándose qué ocurría al otro lado del cerro; sin hablar desmontaron, muy despacio, sin hacer ruido, subieron la cuesta. Detrás de una encina, contemplaron lo que estaba sucediendo allí abajo: en el centro de la calzada un carromato se había detenido y estaba rodeado por unos bandoleros; del vehículo asomaban dos rubias cabezas de niño y una mujer de mediana edad que intentaba por todos los medios protegerlos junto a su pecho.

Delante del carromato, un hombre maduro con larga barba castaña y una mujer joven luchaban contra los bandoleros. Ella empuñaba algo parecido a una horca de levantar heno y él estaba armado con una espada.

Los bandoleros eran cinco, tres atacaban a los jóvenes y dos se acercaban peligrosamente por detrás hacia donde estaban la mujer y los niños.

Hermenegildo y Lesso se subieron a los caballos y, sin dudarlo un instante, se lanzaron gritando contra los bandoleros.

El hijo del rey godo se fijó en la muchacha, que luchaba con valentía, pero no era ducha en el arte de las armas, por lo que eludía con dificultad los golpes del contrincante. El hombre de la barba castaña gritó:

—Florentina, tienes a uno detrás de ti.

En ese momento se escucharon los gritos de Hermenegildo y Lesso, los atacantes abandonaron a sus presas para defenderse de lo que se les venía encima. De un par de mandobles de espada, Lesso desarmó a dos de los hombres, que huyeron; de los otros se hizo cargo Hermenegildo. Pronto el campo estuvo limpio, la batalla había terminado con la huida de los bandoleros.

La familia se deshizo en agradecimiento a sus salvadores.

El hombre de la barba castaña se adelantó.

—Mi nombre es Leandro —se presentó—; ésta es mi hermana Florentina y mi madre Teodora, los niños son Fulgencio e Isidoro. Procedemos de Cartagena, donde mi padre estuvo asentado hasta la conquista bizantina. Hace poco que él falleció y vamos hacia Mérida, donde tenemos familia. No sabemos cómo agradeceros vuestra ayuda, nos gustaría conocer el nombre de nuestros salvadores.

—Me llamo Hermenegildo y éste es mi compañero Lesso, estamos destinados en la campaña del norte, pero ahora cumplimos una misión en Mérida; estaríamos encantados de acompañarles hasta allí.

La madre elevó las manos hacia el cielo y dijo:

—Demos gracias a Dios, que nos ha puesto tan buena compañía para el camino.

Florentina sonrió, era una mujer alta y esbelta, de cintura fina y caderas anchas, su cara cuadrada resultaba atractiva con una nariz grande y una boca de dientes perfectos. Los ojos de color castaño verdoso estaban rodeados por unas cejas espesas y unas pestañas largas y oscuras. Había algo en ella que emanaba dignidad y elegancia.

Los niños bajaron del carro acercándose a los dos guerreros, para tocar sus armas. Hermenegildo rio al ver a los niños palpando con sus deditos la espada; la desenvainó e hizo como que daba unos mandobles a lo alto; el mayor de los dos niños se la pidió, casi no podía sostenerla.

Reemprendieron el camino hacia Emérita. Los niños dentro del carro con la madre, Leandro y Florentina en el pescante.

En algún momento, Florentina, cansada del bamboleo del carro, bajó y se puso a caminar detrás. Hermenegildo descabalgó y se situó junto a ella, se sentía un poco tímido al lado de la joven. Él no estaba acostumbrado a tratar con otras mujeres que las damas de su madre y aquella desconocida, de algún modo, le intimidaba; por eso inició la conversación con algo obvio:

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