También adiestró a los soldados de la casa baltinga para que aprendiesen a dirigir hombres. Cuando ya parecían un ejército bien organizado, Hermenegildo dejó al cargo de ellos a Lesso y a los capitanes. Varios asuntos pendientes le reclamaban. De entre todos, la familia proveniente de Cartago Spatharia no se le borraba de la mente y del corazón.
Un nerviosismo íntimo le reconcomía las entrañas cuando se iba acercando a la iglesia de Santa Eulalia. ¡Cuántos recuerdos guardaba aquel lugar para él! De niño había ido con su madre a la vieja basílica de la virgen mártir para escuchar la predicación de los prestes católicos. Ahora, Hermenegildo no pensaba ya en esos asuntos y la religión de su madre le parecía ajena a sí mismo, un noble godo. Más atrás de la iglesia, se alzaba el antiguo edificio fundado por Mássona, donde se albergaban enfermos. No hacía tanto tiempo, su madre había desempeñado allí su cometido como sanadora. El príncipe godo debía cumplir la misión jurada ante ella en el momento de su agonía. Aún le parecía ver el delicado rostro de su madre, contraído por el dolor, pidiéndoles que recobraran la copa para los del norte.
Desmontó a la puerta de la basílica dejando el caballo al cuidado de Román. Después atravesó el templo; en un rincón, un lego limpiaba con una escoba de ramas. Le tocó en el hombro y, al volverse, le indicó:
—Debo ver a tu obispo. Anúnciale que Hermenegildo, hijo de Leovigildo, desea verle.
El lego, humildemente, se inclinó ante él. Hermenegildo se apoyó en una columna, contemplando la basílica. A los lados, en las naves laterales, la penumbra se veía surcada por múltiples haces de luz que provenían de sendas ventanas entre cada uno de los arcos. Hermenegildo sintió la paz de aquel lugar, como la había sentido de niño cuando había rezado, quizás en el mismo sitio, con su madre. Le pareció entreverla aún entre los rayos de luminosidad oblicua, pero hubo de ahuyentar aquella visión que le entristecía. Se quedó ensimismado, hasta que unos pasos que se acercaban le sacaron de su estado de abstracción. Era Mássona. El obispo le abrazó afectuosamente y le condujo a una pequeña estancia lateral que hacía las veces de sacristía; allí había un enorme armario de roble, y dos asientos de madera de pino. Al frente, una mesa con una cruz donde se solían revestir los sacerdotes para el oficio. La escasa luz entraba por un ventanuco fino y alargado, dotando a la habitación de un aspecto sombrío.
Mássona comenzó a hablar. Su voz, profunda y sonora, era la misma que él recordaba, el cabello del obispo se había tornado enteramente blanco, pero no mostraba calvicie, la nariz recta y voluminosa le marcaba la expresión de la cara. Sin embargo, en su rostro había un cierto desasosiego, una intranquilidad, que Hermenegildo no recordaba haber visto cuando de niño lo visitaba con su madre.
—Sé a qué vienes.
Hermenegildo sonrió.
—Sabéis más de lo que yo mismo sé.
—Vienes a por la copa y sé que debo dártela. Yo mismo le indiqué a tu madre lo que habría que hacerse con ella pero, ahora, me cuesta mucho entregártela. Durante estos años he celebrado los misterios con el cáliz sagrado y, al poner mis ojos sobre él, la luz de su interior me llenaba el corazón. Ahora mi corazón se quedará un tanto más vacío; pero no es bueno apegarse a lo material. —Suspiró—. Al final acabamos esclavos de las cosas…
Hermenegildo pensó que Mássona decía todo esto para convencerse a sí mismo porque le costaba mucho desprenderse de la copa. Apreció una gran resistencia en el anciano a hacerlo. Éste se levantó con esfuerzo y se dirigió al armario. De su cintura extrajo una enorme llave que introdujo en la cerradura. En una balda encima de un paño bordado y con encaje estaba la copa, nada más que un bulto en la profundidad del armario.
Entonces Mássona se arrodilló, apoyándose en la balda donde se hallaba el cáliz, y reclinó la cabeza concentrado en sí mismo. Pesadamente se levantó, tomando la copa entre sus manos. La acercó a la luz del estrecho ventanuco y el haz de sol brilló sobre ella. Hermenegildo se aproximó, las manos del obispo temblaban al sujetarla.
—Mírala —dijo—, es muy hermosa. La ves con sus incrustaciones de ámbar y coral, toda ella de oro. Mira el interior, una pieza única de un material precioso, quizás ónice, un ónice oscuro y con brillos rojizos. Nunca he visto nada igual en mi vida. El vaso de ónice está incrustado en esta base de oro.
Mássona giró la copa y el color rojo oscuro del ónice se hizo más patente.
—He descubierto que, en realidad, en la copa hay dos. La externa, que es de oro con incrustaciones en ámbar, y la interna, que es un vaso sencillo pero labrado en esta piedra semipreciosa de gran valor. Pueden desprenderse la una de la otra.
—Es muy hermosa.
—Son muy hermosas las dos.
El obispo giró el cáliz y de la parte interior se desprendió un vaso muy simple, de color rojizo oscuro, que con la luz solar brillaba intensamente.
—La copa de ónice es la que tocaron las manos de Cristo, y el vino que después sería su sangre. La otra copa fue añadida posteriormente.
Mássona se detuvo, acarició el vaso sagrado y, tras un corto silencio, comenzó de nuevo a hablar. La voz le temblaba cuando, al fin, suplicó al hijo del rey godo:
—Hijo mío, Hermenegildo, no puedo vivir sin esta copa. Llévate la copa de oro y déjame la interior.
—No sé si debo hacer eso. No es lo que mi madre me pidió.
—Si tu madre hubiera conocido que había dos copas, estoy seguro de que hubiera querido que la de los celtas volviese a su pueblo pero la copa cristiana se quedase en las manos del obispo católico, ella era católica.
Hermenegildo dudó. Ambos callaron contemplando las copas.
—Las dos copas unidas dan la salud corporal, yo mismo he podido comprobarlo. Cualquier pócima, elaborada en las dos unidas, es infinitamente más eficaz —siguió Mássona—, Sin embargo, la parte interior resplandece en el oficio divino cuando pronuncio las palabras de la consagración de una manera que es sobrenatural.
Admiraron la belleza de ambos vasos sagrados. Mássona se hallaba profundamente conmovido; después el prelado continuó hablando:
—Poco antes de que abandonaseis Mérida, yo tuve una visión. Una noche me desperté intranquilo. Dios me llamaba, acudí a la iglesia. Algo me condujo hacia este lugar donde dormía la copa de los celtas, la antigua copa que tu madre me entregó. Entonces, junto a ella, no lo creerás quizá, me pareció ver a un hombre que había muerto, el antiguo preceptor de tu madre, Juan de Besson, y oí su voz: «La copa pertenece a los pueblos de las montañas del norte y debe volver a ellos, nunca habrá paz si la copa no regresa a los pueblos cántabros.» Entonces desapareció de mi vista. Hablé de la visión con tu madre y ella me juró que se devolvería adonde pertenecía.
Mássona calló un instante, su cara se volvió más pálida, casi blanca.
—Después de la visión comencé a examinarla con detenimiento, no podía separarme de ella, la acariciaba en mis noches de insomnio; fue así cuando descubrí que eran dos copas unidas. Entonces se me reveló que nuestro humilde maestro, el buen Jesús, no utilizaría una copa de oro y piedras preciosas sino el vaso de ónice, una copa sencilla que podría haber salido de algún lugar de Galilea. Devuelve la copa de los celtas al norte y deja este vaso conmigo.
—Podíais no haberme dicho nada y haber retenido lo que os pareciese.
—No puedo mentirte, además recuerda que debo fidelidad a tu madre… Tuve miedo de incumplir la promesa. La copa es peligrosa. Tu madre me relató que un hombre que bebió de ella sangre humana, buscando el poder, murió de una muerte espantosa… En cambio usada rectamente proporciona la salud y la felicidad a quien la utiliza. El pueblo que la posea será vencedor en toda batalla. Los godos la poseímos y dominamos Hispania.
—Mi madre quería que se la diese a los pueblos de las montañas cántabras. Esa copa les dará la victoria, ¿creéis que debo hacer eso en contra de mi propio pueblo, el godo, y de mi propia raza?
—No lo sé, quizá podrías devolverles lo que es de ellos y dejar para nosotros la copa de ónice.
—Debo pensarlo. Hablaré con Lesso, él es quien conoce mejor los deseos de mi madre. Sé que él arriesgó su vida por la copa.
Hermenegildo saludó a Mássona con una inclinación de cabeza y se fue pensativo. El encargo era más complejo de lo que pensaba cuando prometió a su madre que llevaría al norte una copa. En aquel tiempo, no podía ni imaginar lo que ésta significaba.
En la puerta de la iglesia, sentado en el escalón de la entrada, Román sujetaba con cara de aburrimiento las riendas de los caballos.
—Vamos, ¿qué haces, descansando?
Sus palabras eran bruscas y Román se levantó de un salto. Se fueron de allí y recorrieron las calles de Mérida. Andando hacia la casa de los baltos, Hermenegildo guardaba silencio, un silencio hosco, tenso y preocupado, que extrañó a Román. El hijo del rey godo dudaba qué era lo que debía hacer; percibía el enorme valor de aquella copa, intuía que su decisión no era banal. El sólo quería cumplir la voluntad de su madre.
Desde la bodega del sótano, Braulio subía fatigosamente el vino especial que se guardaba para las grandes celebraciones. Al llegar al final de la escalera, su respiración se tornó muy fatigosa. Los magnates de la ciudad habían sido convocados a una cena en la casa de los baltos. Toda la servidumbre estaba alborotada por la fiesta. Más que ninguno de ellos, el anciano criado deseaba que su joven amo desempeñase bien su cometido de anfitrión de los nobles emeritenses, por eso trataba de que no faltase el menor detalle. Había guardado personalmente aquel vino que era de una buena cosecha, de unos dos años atrás, de olor suave y sabor penetrante. Le pesaban las ánforas en las manos. «Ya no soy joven —pensó—. He servido a su abuelo, a su madre y ahora le sirvo a él y a su hermano.» Braulio amaba a la familia, sobre todo a sus últimos vástagos, a quienes había criado. Deseaba verlos en el trono de Toledo, pero en el fondo de su ser dudaba de poder llegar a contemplar ese momento, porque su cuerpo se doblaba cada vez más con las enfermedades y fatigas.
Al llegar a los últimos peldaños, se encontró con Hermenegildo, pero como subía mirando al suelo no se dio cuenta de su presencia hasta que vio delante de sí las sandalias claveteadas del hijo del dueño de la casa y, elevando la mirada, sus recias piernas velludas, la túnica de color claro, el cinto guarnecido por una hebilla con incrustaciones doradas y, al fin, el tahalí
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y la capa; sobre ella el pelo oscuro del joven godo y su rostro amigable con ojos claros y afables. Se dio cuenta de lo alto que era.
—Amigo mío —le dijo Hermenegildo—, no estás bien.
El anciano habló lenta y pausadamente, un deje de tristeza latía en su voz.
—Son los años, nunca he estado bueno… si estuviese aquí tu madre…
Los ojos de Braulio se humedecieron al hablar de la que fue su señora.
—¿La recuerdas?
—¡No pasa un día…! Ella ha sido lo mejor que ha pasado por esta casa. Trataba a la servidumbre como si fuesen hijos suyos…
Hermenegildo se conmovió al oír hablar así de su madre, tan recientemente fallecida, y le dijo.
—Todos la querían.
—No. Todos no.
El príncipe godo no quiso indagar en quién no quería a su madre, pero lo supuso; él conocía muy bien aquella casa donde había nacido y se había criado, a todas y cada una de sus gentes, no ignoraba las envidias y las intrigas.
La cara de Braulio, recia, tallada por la enfermedad, mostraba unas chapetas rojas en los pómulos, un signo más de la poca fuerza con la que el corazón del anciano bombeaba la sangre, su espalda se combaba por el peso de la edad. «Está anciano y debilitado», pensó Hermenegildo, y le sostuvo por los hombros, conduciéndole a las cocinas. Las sirvientas revolotearon alrededor, haciendo zalemas al heredero de la casa. Él sonrió, pero no les hizo mucho caso, pidió agua hirviendo y en ella vertió las hierbas de las que había hecho acopio días atrás en el campo; todo ello lo hizo cocer un tiempo en un cuenco de cobre. Se recordaba a sí mismo, aún niño, preparando las hierbas para Braulio con su madre. Mientras hervía la poción, Braulio le comentó:
—Esta mañana, mientras estabais fuera, vinieron un hombre joven y una dama; tenían acento del sur.
—¿Ella tenía el pelo castaño y los ojos de color verdoso?
Braulio lo miró con curiosidad, contestando:
—Sí. Era hermosa…, ¿quiénes son?
—Me imagino que serán los hijos del antiguo gobernador de Cartago Nova, Leandro y Florentina. Los conocí en el viaje desde Toledo.
Braulio, cuyo origen era también romano, recordó quiénes eran.
—Son de una antigua familia senatorial de la ciudad, gente de bien, muy educada. Descienden de Materno, un familiar del emperador Teodosio, el que poseyó una hermosa villa al norte de Toledo, en Carranque. Su padre, Severiano, fue duque de la Cartaginense. Creo que han venido a menos después de la llegada de los imperiales.
—Buscan ayuda…
—No sé si la encontrarán. Los senadores de la ciudad no quieren enfrentarse a los godos; y los godos no olvidan tan fácilmente que Severiano, durante la guerra civil frente a Atanagildo, apoyó a Agila. Los imperiales respaldaban a Atanagildo. Pero Severiano, que era un hombre de honor, luchó contra los invasores de su tierra, y por ello indirectamente se enfrentó a Atanagildo, quien, al fin, ganó la guerra. Después él fue degradado, nadie en el orden senatorial ayuda a la familia. Viven prácticamente de limosnas cuando podrían nadar en abundancia porque pertenecían a la nobleza romana.
Hermenegildo escuchó la historia de los de Cartago Nova. Entendió ahora algo mejor algunas palabras de Florentina que le habían resultado oscuras. Después, meditando lo que Braulio le había dicho, le confió:
—No entiendo por qué los hijos tienen que cargar con los errores de los padres. Me he dado cuenta de que esos jóvenes son gente instruida, podrían hacer un gran bien al reino.
—En este país nuestro ya no importan las prendas intelectuales o humanas que uno posea sino, ante todo, el partido político al que se pertenezca. Su padre se equivocó y ellos pagan el error.
—Yo podría ayudarles…
—¿Cómo?
—No lo sé, quizá podría hablar con el conde de los Notarios, se podría obtener algún cargo en palacio para el hermano mayor. Se necesitan amanuenses y escribanos…