Hijos de un rey godo (25 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Braulio sonrió para sí, sabía que la desgracia de los hijos de Severiano había movido a compasión a Hermenegildo; pensó: «Es como su madre», pero no dijo nada más. La familia de Braulio, también venida a menos muchos años atrás, guardaba alguna relación de parentesco con los de Cartago Nova.

Sin hablar, Braulio dio vueltas a la tisana, recordó que el ama solía dejarla secar y que él tomaba sólo del barro de lo hondo del pocillo, donde la cocción se había mezclado con el cobre. El viejo servidor se encontraba realmente mal y se fue a acostar un rato.

Desde las cocinas, Hermenegildo salió al patio posterior donde se asomaban los dormitorios y el triclinio. Con el pie enfundado en la sandalia acarició los mosaicos del suelo de la estancia, donde algunas de las piezas habían saltado, otras estaban muy gastadas por el paso de los años. El mosaico representaba el mito de Orfeo y Eurídice; las paredes del triclinio de color terracota, pintadas con un fresco ya deslucido, mostraban escenas de caza en las que se veía a Diana persiguiendo a un ciervo. Todo era muy familiar para él, pero después de aquellos años fuera se le hacía novedoso. Pasó al patio central, recordaba cómo él y Recaredo habían jugado allí de niños. Le echaba de menos… ¡Ojalá le fuese bien en el norte! Era su primera campaña en la guerra; le hubiera gustado mucho haber estado con él desde el principio para ayudarle, pero Recaredo era fuerte, sabría defenderse solo.

El patio porticado rodeaba un jardín con una fuente de la que manaba continuamente agua, produciendo un sonido armonioso. Se sentó junto al borde y metió la mano en el chorro; el frescor del agua le relajaba y su ruido monótono le serenó. Meditó sobre la copa. ¡Qué poco sabía de ella! Debía cumplir una promesa hecha a su madre, pero dudaba del camino correcto. El único que quizá podía darle alguna información era Lesso. Se levantó para ir a buscarlo; quería hablar con él. Lo encontró en las caballerizas cepillando con fuerza uno de los caballos; la piel del rocín brillaba, y el montañés hablaba con el animal como si fuese una persona.

—¡Vaya, Lesso! No sabía que te gustase hablar con los animales…

—A menudo contestan mejor que las personas —se rio él—. Y, te lo aseguro, dan bastantes menos coces.

Hermenegildo sonrió con la contestación, pero enseguida se quedó serio y le dijo.

—He estado con Mássona, por el asunto de la copa…

—¿Y..?

—Mássona dice que la copa tiene dos partes. Una que proviene de las islas del norte, una copa bruñida de oro y con esmaltes de coral y ámbar, eso es lo que forma el cuello y la base; pero la copa en sí se puede desmontar para extraer un cuenco de ónice, similar a un vaso de cristal pero de mayor valor. Me propone que lleve al norte la parte de oro, que es la celta, y que le deje el vaso de ónice aquí en la basílica cristiana. Me gustaría actuar como mi madre hubiera querido que lo hiciese. No sé qué determinación tomar; entiendo que Mássona ama ese cáliz y que en sus manos está seguro. Dime, amigo…, ¿tú qué piensas?

Lesso calló, sin saber muy bien qué contestarle, y durante unos minutos continuó cepillando al bruto, como pensando la respuesta.

—Sólo he visto la copa una vez. El viejo Enol, el curandero, la utilizaba para sanar a nuestra gente cuando aún existía la ciudad de la que te he hablado, la que está bajo las aguas.

El cántabro de nuevo guardó silencio durante un tiempo, intentando olvidar dolorosos recuerdos, después siguió:

—Tu madre decía siempre que la copa debía ser usada para un fin sagrado, que no podía utilizarse para la vida vulgar del hombre común, que había algo puro en ella. Creo que ella quería que estuviese en un sitio seguro, por eso la envía a Ongar, a la cueva de Mailoc; pero ahora me da miedo que esté allí. Ella no conocía, como yo sé, lo divididos que están los pueblos de la montaña, muchas tribus diversas, aún sometidas a cultos brutales y paganos. La copa necesita el hombre que la proteja; el hombre recto y honrado, ése era Aster, ahora él falta…

Al oír hablar de Aster, Hermenegildo recordó de nuevo al guerrero del norte, ejecutado poco antes de la muerte de su madre. Lesso prosiguió hablando con la voz velada por una emoción oculta.

—Sí, Aster, el que fue esposo de tu madre, el que fue capaz de aunar a todas las tribus montañesas. Ahora le habrá sucedido su hijo Nícer, un joven que tendrá que demostrar su valía. Con Aster y la copa se habría conseguido la unidad de los pueblos del norte. Ahora no lo sé. Quizá si no nos llevamos la copa entera, ahorraríamos males mayores. Estoy seguro de que, sin la copa de ónice, su poder disminuirá. Hará menos bien, pero también hará menos mal a esos pueblos, si cae en manos perversas.

—¿Crees entonces que la parte cristiana de la copa podría permanecer en Mérida sin faltar al juramento hecho a mi madre?

—Posiblemente sí.

Siguieron hablando un rato. Lesso volvió a narrarle la caída de Albión, la hermosa ciudad sepultada bajo las aguas después de la guerra contra los godos. Allí había estado el país de Lesso; quien hablaba de la ciudad con una gran añoranza, como si la estuviese viendo ante sí. Le explicó que fue después de la caída de Albión cuando su madre se vino al sur. Hermenegildo siempre había pensado que ella era un botín de guerra de su padre, pero Lesso le contó que no, que su madre había venido voluntariamente al sur para que cesasen las guerras. No lo había conseguido. Quizá su insistencia en devolver la copa era tanta porque quería que reinase la paz en los valles del norte y pensaba que sólo algo milagroso, como la vieja copa de los celtas, podía hacerlo.

Comenzó a disminuir la luz en el establo, atardecía. Los próceres de Mérida y la gente más linajuda de la ciudad estaban a punto de llegar, Hermenegildo debía cambiarse el vestido sudoroso del día por una túnica apropiada y peinarse el desordenado cabello.

Un criado arregló su barba corta y de color oscuro, que todavía le clareaba en las mejillas por su juventud. Después se vistió; cuando estaba acabando le avisaron que unos desconocidos le estaban esperando en el atrio; era pronto aún para que llegasen los convidados, pero quizás alguno se había adelantado.

Al llegar a la entrada se encontró a Leandro y a Florentina. La joven cubría su cabellera castaña con un largo manto. Hermenegildo se sintió turbado al encontrársela de nuevo. Había en ella algo que le atraía.

Leandro hablaba, pero él, no sabía bien por qué, no era capaz de atenderle, se distraía mirando a la hermana. Al cabo de un rato entendió lo que pretendían decirle, estaban preocupados por Isidoro. El hermano menor era inquieto y con frecuencia se escapaba, pero en esa ocasión no había acudido en toda la noche y temían que algo le hubiese sucedido. La última vez que le vieron fue el día anterior por la mañana, cuando salió de su casa a las clases de la escuela monacal de Santa Eulalia. No había regresado a almorzar tal y como acostumbraba. Averiguaron que tampoco había llegado a las clases. Leandro y Florentina llevaban todo el día y toda la noche buscándole, no tenían confianza en nadie más que en él y en Mássona, y solicitaban su ayuda.

Llamó a Braulio, el anciano acudió con signos de haberse levantado hacía poco de su reposo vespertino. Escuchó atentamente la historia, después les informó de que en la ciudad había bandas armadas que se reunían en determinadas tascas junto a los viejos foros. Silvano, uno de los criados, había participado en aquellas bandas, le localizaron y le pidieron que buscase a Isidoro entre sus antiguos compañeros de armas. Por otro lado, Hermenegildo daría parte al gobernador de la ciudad, que aquella noche acudiría a la cena, para que se buscase al muchacho.

—No puedo acompañaros yo mismo, pero mis criados se encargarán: el chico aparecerá pronto. Anochece y es peligroso pasear por la ciudad; Lesso y Silvano os guiarán. ¿No deseáis tomar algo?

No quisieron demorarse más y, escoltados por varios criados de la casa, se fueron a buscar al extraviado.

En la puerta, los dos hermanos se cruzaron con Sunna, el obispo arriano de la ciudad. En la cara del prelado se produjo un gesto de desagrado.

—¿Les conocéis? —preguntó Hermenegildo cuando ellos se habían ido ya.

—Medio godos, medio romanos, traidores a la causa de los godos, pájaros de cuenta, no os conviene relacionaros con ellos.

El hijo del rey godo no contestó; detestaba aquellos prejuicios de raza y de religión. No pudieron seguir hablando porque llegaba más gente. Uno de los primeros fue el padre de su amigo Claudio, un viejo senador de la ciudad; descendiente de Dídimo, quien en tiempos de las primeras oleadas bárbaras había defendido Hispania de la entrada de los bárbaros, levando un ejército para bloquear los Pirineos. Pertenecía a la gens Claudia, por lo que padre e hijo se apellidaban Claudio, pero el padre se llamaba Publio Claudio, y el hijo era Lucio Claudio. Los Claudios eran profundamente respetados en Emérita Augusta y la familia era muy rica. Lucio Claudio se había criado con Hermenegildo y Recaredo. El padre le recordó mucho al hijo, pues ambos se afeitaban al estilo romano.

Después se presentó Frogga, el padre de Segga, uno de sus camaradas de la campaña del norte. Frogga era un hombre de cara adusta, con expresión de superioridad, lucía una hermosa espada al cinto, y apoyaba con fuerza la mano sobre la empuñadura.

Precedido por una escolta, entró en el banquete Argebaldo, duque de la Lusitania y gobernador de la ciudad. Saludó a Hermenegildo al estilo godo posando sus brazos en los hombros del joven y dándole un fuerte apretón. Argebaldo nunca había apoyado a Leovigildo, le consideraba un advenedizo. Por ello, en la última campaña no había enviado las tropas que se le habían pedido para las guerras del norte. Hermenegildo sabía que uno de sus cometidos era conseguir que el duque colaborase en las campañas de su padre.

Las fuerzas vivas de Emérita Augusta, senadores romanos del orden ecuestre y nobles de la ciudad, fueron llegando a la casa de los baltos. Braulio se situó a su lado presentándole a cada uno de los que entraban, diciéndole su nombre en alto; así como algún comentario sobre su lealtad a la casa de los baltos, en voz más baja. Él los fue saludando. Los nobles godos, en su mayoría, no eran partidarios de Leovigildo, juzgaban que la elección del rey no había sido justa sino mediada por las intrigas de la reina Goswintha; la cual, para afianzar su menguante poder, había organizado la coronación de su amante Leovigildo y el hermano de éste, Liuva. Muchos de ellos se consideraban con tanto derecho al trono como Leovigildo y Liuva. No querían ni oír hablar de una monarquía hereditaria y él, Hermenegildo, podría ser en un futuro un fuerte competidor al trono ya que descendía de la casa baltinga y era hijo del monarca actualmente reinante. No deseaban facilitarle las cosas.

El banquete tendría lugar en la parte noble de la domus; en la zona del peristilo, un gran patio porticado con un jardín y una fuente central que daba paso a la exedra, la sala de banquetes y reuniones. La cena dio comienzo, los criados trajeron una gran cantidad de platos sabrosos: liebres asadas, aceitunas, puerros y hortalizas preparadas al estilo romano, que fueron distribuidos entre las mesas. Corría un buen vino, añejo, de excepcional calidad y pronto los nobles se fueron achispando. Transcurrida la primera parte del banquete, Hermenegildo se levantó para conversar con unos y otros. En primer lugar, se dirigió al duque de la Lusitania, Argebaldo.

—Necesitamos hombres, más hombres… Habrá un buen botín… —le dijo el príncipe godo—. Hay que erradicar a los enemigos del reino…

—No puedo dejar las villas sin siervos… —arguyó Argebaldo—, ya hemos colaborado con la corona en otras ocasiones, dando más de lo que, en justicia, debemos…

Hermenegildo intentó ser conciliador:

—Esta campaña es especialmente importante… Tenemos que pacificar las tierras cántabras…

Argebaldo lo interrumpió bruscamente:

—Los del norte no son más que unos asnos subidos a las montañas… ¿Qué botín se espera de una tierra inhóspita y montañosa?

El joven príncipe no hizo caso a la interrupción y prosiguió:

—Bien sabéis que el objetivo de nuestro señor el rey Leovigildo no se detiene ahí. La meta final es el reino suevo. Todo el oro y la plata que se produce en Hispania procede de la corte de Bracea. Necesitamos las minas para no depender de nadie. Los suevos son invasores de una tierra que nos corresponde gobernar…

Aquí intervino Sunna, quien escuchaba la conversación deseando intervenir para dar su opinión.

—El territorio hispano pertenece a los godos por derecho; el Imperio romano se ha visto sucedido por el glorioso reino godo. La primera nación del Occidente, Hispania, corresponde a los godos como un huerto corresponde a su amo, para su solaz y cuidado. Los godos somos el pueblo ilustre que se ha dignado defender a las Hispanias frente a sus enemigos.

Ante el tono grandilocuente del obispo Sunna, Argebaldo sonrió con desprecio. Hermenegildo prosiguió:

—Los suevos nos atacan constantemente y se alían con los francos. La misión de mi padre es aunar a todos los pueblos de la península bajo un único mando. En la campaña del norte hay mucho que ganar. Podéis uniros a las tropas del rey o negaros. Si hacéis esto último, temo que mi padre no se halle contento y algún tipo de sanción os corresponderá por haberos negado a cargar con los deberes que os incumben. Creo que tenéis mucho más que ganar asociándoos al plan de mi señor, el rey mi padre, que si os rebeláis.

Las palabras del joven príncipe sonaron duras y al mismo tiempo amistosas.

—¡Lejos de mí rebelarme a las órdenes del rey!

—Si es así, decidme cuántos hombres aportaréis a la campaña.

Hermenegildo y Argebaldo iniciaron una puja en la que el joven godo le proponía una determinada cantidad de tropas mientras que el otro la disminuía. La lucha verbal entre ambos finalmente acabó en menos soldados de los que Hermenegildo pretendía y muchos más de los que el duque hubiera nunca enviado.

Entre los invitados había una gran curiosidad por el joven hijo de Leovigildo, aquel que un día posiblemente sería un fuerte candidato al trono. Todas las miradas se dirigían hacia él enjuiciándole, unos con benevolencia, la mayoría duramente.

—Es como su padre —decía Frogga, un noble godo—, le gusta el poder, pero no se lo pondremos fácil.

—A los hombres hay que conocerlos por sus obras y él es un noble campeón. Se ve la nobleza de su sangre en cada uno de sus movimientos —le respondió el senador Publio Claudio.

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