»Nos alejamos. Yo miré hacia atrás, a Hermenegildo; aprecié en él una dignidad indomable, una fuerza inquebrantable a las amenazas e insultos de mi padre.
«Regresamos al campamento godo. Mientras Claudio y Wallamir mostraban su indignación contra mi hermano, yo no podía articular palabra. Al verle, me di cuenta de cuánto le había echado de menos en los últimos tiempos; de cuánto me habría gustado compartir con él los triunfos en las últimas campañas, sentirle cerca en el combate; pero, ahora, ocupábamos lugares opuestos en el frente de batalla.
»En el momento en que aquel sol extraño, blanco, cálido y cubierto de bruma comenzó a inclinarse sobre la vega del río, fuimos convocados a la tienda del rey godo. Recorrí el campamento acompañado por Wallamir y Claudio. Yo seguía sin hablar, ellos respetaron mi silencio. Entre las tiendas, corrían los siervos limpiando las armas y cepillando a los caballos. Yo seguía en tensión. Un chucho se interpuso a mi paso y lo golpeé con la puntera de la bota. El animal salió aullando. Claudio intentó bromear:
»—Así se trata a los traidores…
»—¡Déjame en paz…! —le contesté.
»Él no se molestó, siguió caminando, callado, junto a Wallamir.
»En la tienda del rey, se estaba planeando el ataque a la ciudad como si fuese una campaña, igual a tantas otras. Mi padre no deseaba que se prolongase el asedio, sino dar fin al sitio de la ciudad cuanto antes. En el norte los vascones se rebelaban de nuevo y los francos, ante la debilidad del reino, podían atacar otra vez con la excusa de ayudar al católico Hermenegildo y a su esposa Ingunda. Se discutió una solución y otra. Entonces un hispano se hizo anunciar. Su nombre era Cayo Emiliano.
»—Os diré las vías de acceso a la ciudad.
»Mi padre lo miró con desconfianza.
»—¿No eres tú un romano?
»—Sí, pero obedezco las leyes godas.
»Hizo una inclinación ante mi padre y prosiguió diciendo:
»—Soy fiel al buen gobierno del noble rey Leovigildo. Los hombres de Hermenegildo no creerán que se va a atacar tan pronto, la sorpresa es primordial. Compraré a uno de los hombres de la guardia, que dormirá a los otros, y abriremos la puerta junto al puente romano. Por allí podréis entrar.
»—¿ Cuándo…?
»—Dentro de dos noches, cuando la luna no luzca en el cielo.
»—¿Qué pides a cambio?
»—Mil sueldos de oro y, cuando acabe la guerra, deseo las posesiones y las tierras de un noble de la Bética, el patricio Lucio Acneo Espurio, que sostiene la causa de vuestro hijo.
»—Tendrás tu recompensa cuando nos hayas abierto la ciudad.
»—No. Quiero la mitad ahora.
»El rey receló, de nuevo, de aquel personaje.
»—¿Quinientos sueldos? ¿Cómo sé que no me traicionarás?
»—Si lo hiciera, sé que me buscaríais por todo el reino. Necesito ese dinero para comprar a la guardia. No. No os traicionaré, sé que, de una manera u otra, venceréis en la campaña contra vuestro hijo. Además, yo quiero vengarme de Lucio Espurio, un traidor y un felón.
»—Si nos ayudas a entrar en Córduba obtendrás lo que pides —le prometió el rey.
»Sentí un desprecio profundo hacia aquel hombre. En aquella época yo era joven y me importaba quizás aún más que hoy el honor, odiaba las acciones sórdidas.
«Sabíamos que el asalto a la ciudad sería encarnizado y brutal. Los habitantes de Córduba no quisieron rendirse, era una ciudad autónoma que ya había sido saqueada en dos ocasiones por los godos. La primera en tiempos del rey Agila, cuando se profanó el sepulcro del mártir San Acisclo, la segunda en la primera conquista por parte del rey Leovigildo, apenas unos años atrás. En la memoria de muchos cordobeses permanecían aún los saqueos y los abusos de los godos. La ciudad, además, amaba a Hermenegildo, quien la había dotado de un gobierno autónomo, justo y eficaz. No, la ciudad no habría caído tan fácilmente sin la traición del noble hispanorromano.
»Cayo Emiliano cumplió su palabra. Dos noches más tarde, compró la guardia y abrió las puertas de la muralla. Mientras los hombres de mi padre con máquinas de guerra forzaban la puerta opuesta al río, nosotros —Claudio, Wallamir y un buen destacamento del ejército godo— cruzábamos, en silencio, el puente romano sin ser molestados por la guardia, sobornada por el traidor. Pronto alcanzamos la plaza junto al alcázar del gobernador godo y la iglesia del mártir San Vicente. Allí nos encontramos con la guardia de los alcázares, la guardia personal de Hermenegildo, y se inició el combate. Los defensores de la ciudad, atentos a lo que entraba por la zona atacada por mi padre, habían desguarnecido el acceso principal de la urbe. Entonces sonaron los cuernos de los guardias del palacio, avisando de que los enemigos habían penetrado por el puente y atacaban el alcázar del gobernador.
»La planicie, frente a la iglesia de San Vicente, se llenó de combatientes de uno y otro bando. Pronto nos vimos rodeados por los hispanos, la pelea se hizo más y más cruenta. En un momento dado, a mi lado, saltó la cabeza de un soldado godo degollado por los rebeldes. La furia me dominó, comencé a atacar a uno y a otro con saña. Sentí el ardor guerrero del que me había hablado Lesso siendo niño; esa ansia que te conduce a herir y a matar casi sin pensarlo a todo aquel a quien consideras un adversario. Me cercaron unos hombres del norte, vestidos con sus capas de sagún.
»De pronto, me enfrenté a un guerreo de cabellos claros de gran tamaño: era Nícer. Nos observamos un instante, antes de reconocernos.
»—Luchas contra Baddo —me gritó—, luchas contra tu propio hermano Hermenegildo. Eres un miserable, un hombre sin conciencia que has deshonrado a mi hermana. Un traidor…
»Sus palabras me enervaron y le ataqué de frente, exclamando:
»—No soy un traidor, lucho por mi padre y por la paz del reino.
»Nícer bajó la espada y, mirándome fijamente, me dijo:
»—No te atacaré… Llevas la sangre de mi madre… Tienes un hijo que mora en mis tierras… Sólo te digo que Baddo nunca te perdonará si me ocurre algo a mí o a Hermenegildo.
»Nícer giró en redondo y se alejó, atacando a otros godos que invadían la plaza. Yo también bajé la espada, cayendo de pronto en la cuenta de que Nícer tenía razón, quizá tú no me perdonarías nunca si algo le hubiera ocurrido a él o a Hermenegildo. No podía luchar contra mis propios hermanos. Ante mi actitud de desconcierto, dos soldados cordobeses, de cabellos oscuros y mal entrenados, me atacaron; los maté sin pesar. Otros continuaron abalanzándose sobre mí; también me deshice de ellos, sin problemas. Un poco más allá vi a Lesso. Seguía siendo un experto guerrero, aunque la edad no le perdonaba, le faltaba la agilidad de antaño. Pude ver cómo le atravesaba un costado un puñal enemigo, cayó al suelo; sin embargo, tambaleándose, se puso de pie, se arrancó sin miramientos el puñal que lo había herido y siguió combatiendo, como si nada hubiese ocurrido.
»Cada vez más y más godos fieles a Leovigildo llenaron la plaza. Divisé a Hermenegildo, luchando valientemente al otro lado del recinto, cerca de la iglesia de San Vicente. Se libraba de uno y de otro sin parecer que hacía ningún esfuerzo, luchaba de aquella manera que yo tanto admiraba, con golpes prontos y certeros, con la agilidad de un felino. Logró librarse de sus enemigos, pero al fin, viendo a tantos hombres caídos, y ante la superioridad numérica del enemigo, dio un grito:
»—¡Todos a la iglesia de San Vicente!
»Las tropas de Hermenegildo retrocedieron hasta la iglesia, refugiándose allí. La iglesia tenía una estructura basilical, coronada por torres. Desde su interior, los refugiados nos acosaban con sus flechas. Cercamos aquel último reducto de resistencia, la ciudad había ya caído. La ciudad fue tomada así aquella noche, pero unos cuantos, los más fieles a Hermenegildo, se cobijaron junto a él en la iglesia de San Vicente que, como lugar sagrado, no nos atrevimos a atacar.
»El alba llegó a la urbe incendiada, recogimos los cadáveres de uno y otro ejército. Córduba fue una vez más saqueada, y mi padre —como escarmiento a la ciudad rebelde— consintió que aquella noche sus hombres desvalijasen las casas, violasen a las mujeres y prendiesen fuego a muchos lugares de la ciudad.
»Cercamos la iglesia. Enfrente de ella, los oficiales del ejército victorioso celebraron la rendición dentro del antiguo alcázar del gobernador godo. Corrió el vino y las alabanzas al invicto rey Leovigildo. Me di cuenta de que, entre sus manos, brillaba una copa de ámbar y oro; él bebió vino con deleite de su interior. Me sentí asqueado al ver cómo su boca de borracho lamía él cáliz con fruición, un cáliz que había sido usado para el culto sagrado, un cáliz que mi madre nos había encomendado llevar al norte. Mi padre estaba ebrio y gritaba enloquecido. Fastidiado y dolido, me alejé del banquete. Desde fuera, en la plaza junto al alcázar, pude ver luces dentro de la iglesia de San Vicente; allí estaba mi hermano Hermenegildo, la persona a quien más había querido y confiado en mi vida, aquel a quien había estado unido desde niño. Sobre la iglesia no había luna, la calima se había disipado y en el cielo se divisaban las estrellas de verano que lucían con fuerza. En lo alto un punto brillante de color rojizo, una estrella más grande que las demás. Era Marte, el dios de la guerra que fulguraba en aquella noche aciaga.
»Dentro de la iglesia, un hombre estaba agonizando; junto a él Hermenegildo, el llamado hijo del rey godo, le confortaba. El hombre era Lesso.
»—Eres como Aster, tu verdadero padre —Lesso habló con dificultad—, el mejor guerrero que nunca he conocido, pero la suerte no estuvo de su lado…
»Después su respiración se tornó más y más dificultosa, intentó seguir hablando, sin lograrlo; bruscamente dejó de jadear y los que le rodeaban comprendieron que había muerto.
»Al ver al amigo, al antiguo siervo, a su fiel compañero de armas dejar el mundo de los vivos, la desolación se adentró en el alma de mi hermano. No podía más. Aquellos meses la incertidumbre se había hecho presente en tantas ocasiones… Había intentado decirse a sí mismo que luchaba por la verdadera fe y contra el gobierno inicuo de un tirano y un asesino. A pesar de ello, durante la campaña la duda le había asediado constantemente. Leandro le había aconsejado en los momentos iniciales, le había dicho que a veces conviene enfrentarse a un mal para evitar otro mayor, que su causa era justa, que el beneplácito divino estaba con él. Pero ahora Leandro no estaba; en los primeros tiempos de la guerra, le había enviado a Constantinopla para recabar ayuda del emperador bizantino. Una ayuda que nunca había llegado, ni llegaría ya, a tiempo. Quizá regresase cuando él hubiese muerto. Él, Hermenegildo, no podía más.
»No más sangre, no más guerra, no más odio. No más luchas fratricidas. Se dirigió hacia un lugar donde una cruz de madera con un Cristo deforme le contemplaba. Se dio cuenta de que todo estaba perdido. Entendió también que si se rendía, su capitulación sería una muerte lenta; que, aquel hombre, al que había llamado padre no tendría piedad, no perdonaría jamás su sedición; que moriría a sus manos. El dolor llenó su corazón y decidió entregarse. No tenía otra opción, no había otro futuro. Le quedaba una única esperanza; su esposa estaba a salvo, su hijo también; quizá, pasado el tiempo, su hijo venciese donde él había fracasado.
»Las primeras luces del alba encendían la ciudad de Córduba cuando Hermenegildo salió a la puerta de la iglesia, acompañado por alguno de sus hombres.
«Levantó su espada y gritó:
»—Deseo hablar con el príncipe Recaredo. Sólo a él me rendiré.
»Al verlo salir por la gran puerta del templo, me destaqué entre los hombres que asediaban la iglesia. Lentamente caminé hacia mi hermano Hermenegildo. Nos miramos frente a frente, y yo bajé la cabeza, como avergonzado; después la volví a alzar. Con una seña, me indicó que lo acompañase. La puerta de la iglesia se abrió y entramos. Allí me guió junto al cadáver de Lesso.
»—Ha muerto. Yo soy el culpable. Quiero que finalice esto.
«Contemplé el cuerpo rígido del que había sido nuestro protector y amigo, del hombre que nos había entrenado de niños. Las lágrimas me humedecieron los ojos, y después miré de frente a Hermenegildo.
»Le miré esperanzado; se rendiría y ya todo volvería a ser como antes, pensé. ¡Qué iluso! En aquella época, yo aún imaginaba que cabía algo de piedad en el corazón de mi padre; por eso le aconsejé:
»—Acércate y prostérnate a los pies de nuestro padre y todo te será perdonado.
»—No —gritó—. Ni es mi padre ni deseo su perdón.
»—¿Qué estás diciendo?
»—El rey de los godos, Leovigildo, no es mi padre.
»No le entendí, creí que él rechazaba a Leovigildo; entonces contesté:
»—Nadie puede renegar de su propio padre. Wallamir me insinuó que estabas loco; no quise creerle, pero, realmente, lo estás.
«Hermenegildo no se alteró ante mi voz insultante. Me midió atravesándome con sus ojos, con aquella mirada suya tan clara y penetrante en la que no cabía la mentira.
»—Recaredo, debes creer todo lo que te voy a contar ahora. Mi padre no es el rey, mi padre fue el primer esposo de nuestra madre, el cántabro al que capturé en mi primera campaña del norte. El padre de Nícer, a quien tienes presente aquí… ¡Nícer..! —gritó—. Dile la verdad a Recaredo.
»De entre los hombres sentados en el suelo, se levantó uno que estaba apoyado en una de las columnas del templo, un guerrero alto, desfigurado y cubierto por la sangre de sus enemigos. Era Nícer.
»—Cuando llegasteis a Ongar, todos descubrimos el extraordinario parecido entre Aster y Hermenegildo. Uma, la madre de Baddo, la loca, lo adivinó.
»Con voz trémula por la emoción y la fatiga, Hermenegildo me relató lo ocurrido en los últimos meses. Su historia me pareció inverosímil y no le creí, pero decidí no discutir más con él, así que continué intentando persuadirle:
»—Aunque sea así, mi padre, Leovigildo, que es un rey justo, te perdonará…
»—¡Un rey justo…! Dime, Recaredo, ¿de qué murió nuestra madre?
»—¿Qué quieres decir?
»—La innombrada, la que nadie puede mencionar en la presencia de la zorra de Goswintha, la mujer que nos trajo al mundo, la que nos cuidó de niños… ¿De qué murió?
»—Una enfermedad del vientre.
»—¿Sí… ? Dime por qué sus uñas tenían marcas blancas, por qué motivo fue perdiendo fuerza… En Hispalis aprendí muchas cosas de un judío. Me explicó cómo era el envenenamiento por arsénico. Conocí a alguien que fue envenenado así. Nuestra madre murió envenenada, por orden de la reina Goswintha. Y a ello no era ajeno el gran rey Leovigildo.