»—Es una niña —le contestó secamente.
»—No tanto, es evidente que no es impúber.
»—Me da miedo hacerle daño. No me siento con fuerzas como para tomarla.
»—Podéis esperar.
»—Sí, esperaré lo que sea necesario —afirmó como sin ganas.
»—¡Hermenegildo…! Nos conocemos desde tiempo atrás. ¿Qué te ocurre?
»—Nada.
»—No. A ti te ocurre algo, tu matrimonio no es una tragedia, tu esposa es o va a ser una hermosa mujer…
»—Pero yo no quiero casarme con ella.
»—¿Piensas en la otra…?
»—Intento no hacerlo, porque es algo imposible. Déjame, bebamos, Ingunda será tan buena esposa como cualquier otra; además, no tengo otra elección.
«Siguieron bebiendo hasta casi perder el sentido, regresaron casi al filo del amanecer cantando una canción de guerra que les recordaba los tiempos en los que habían luchado contra los cántabros.
»Las bodas francas tuvieron lugar en una mañana fría y azul, con la luz rebotando sobre los restos de nieve que barnizaban la ciudad. Un clérigo arriano los recibió en la iglesia de Santa Leocadia. Hermenegildo esperó la llegada de la novia; le dolía la cabeza por la resaca y le parecía que estaba en otro mundo. La princesa niña avanzó hasta situarse junto a él. Durante la ceremonia ella lo acechaba, de tanto en tanto, con una expresión entre sorprendida, asustada y esperanzada, pero él no miraba a Ingunda.
»El legado del rey cubrió las manos de ambos con una estola, como en un sueño escucharon las palabras del clérigo arriano:
»—¿Quién entrega esta mujer a este hombre?
»Se escuchó la voz del legado de la corte de Austrasia:
»—Sigeberto, rey de los francos y de Austrasia y Neustria, por la gracia de Dios, os la entrega.
»Los novios intercambiaron los anillos y el legado mostró la dote de la novia: jarros de oro y joyas en un cofre que abrió ante el altar.
»El clérigo pronunció las palabras del rito en latín clásico:
»—
Ego vos in matrimonio coniúngo
.
»La ceremonia acabó con una bendición final. Esa noche debía consumarse el matrimonio y al día siguiente tendría lugar la ceremonia nupcial en la que durante una misa arriana se daría gracias a Dios por el feliz enlace.
»Todas las campanas de la ciudad doblaron por la felicidad de los novios y ellos salieron del interior del templo sonrientes, cogidos de la mano. Hermenegildo parecía proteger a Ingunda de la multitud que se apiñaba para verlos.
»Aquella noche el rey brindó por la felicidad de los novios, bajo la mirada astuta y sonriente de la reina. La cena duró hasta muy tarde; casi al amanecer se retiraron los últimos convidados.
«Condujeron a la novia a la cámara nupcial. Más tarde, cuando ella ya estaba preparada, accedió el novio. Al entrar él, Ingunda, temblando, sentada en el borde del lecho, de espaldas a su esposo, miraba fijamente por la ventana el refulgir de una luna grande y blanca. Los haces de la luna y los hachones de madera refulgían en su cabello dorado.
«Hermenegildo se situó detrás de ella, rozó levemente su cabello y notó cómo ella se estremecía aún más.
»—No te haré daño —le dijo él.
»Rodeó la cama y se sentó en el suelo a los pies de ella intentando vislumbrar aquel rostro que había bajado los ojos hacia el suelo, con timidez. La cara de la desposada, iluminada por el fuego de la chimenea que caldeaba la estancia, estaba enrojecida y surcada por un reguero de lágrimas. Era la cara de una niña pequeña y muy asustada.
»Ella no pronunció palabra alguna ni realizó el más mínimo gesto.
«Hermenegildo se enterneció. Le habían dado una esposa que más que una compañera era una niña.
«Entonces fue él quien tomó la palabra:
»—Tranquila…
»Ella bajó aún más la cabeza.
—No te tocaré. Ni ahora ni nunca, si tú no quieres.
»Las lágrimas de ella cesaron.
»—Esta boda me es tan ajena como a ti. Yo no quería tener una esposa, pero alguien ha dispuesto que lo seas. Yo soy tuyo porque se me ha ordenado. Procuraré amarte y respetarte siempre.
«Cuando ella levantó la cabeza, sonriendo entre sus lágrimas, se miraron un segundo. Él besó su mano delicadamente y se levantó. Se retiró a un lugar oscuro de la estancia para desvestirse. Después, se acostó en el mismo lecho donde ella estaba sentada y, al poco tiempo, se durmió.
«Ingunda permaneció largo rato con las manos entrelazadas en casi la misma postura que la había dejado Hermenegildo. Más tarde, a través de la pequeña ventana de cristal oscuro y esmerilado, vio brillar una estrella en el firmamento. Ingunda se sintió desfallecer de sueño. Escuchó la respiración acompasada del joven guerrero, que ya era su esposo, y se quedó dormida. Durante la noche se acurrucó juntó a Hermenegildo, y apoyó la cabeza en el fuerte brazo de él. El primer rayo del amanecer los encontró así; él se despertó, pero no osó moverse para no turbar el sueño de ella.»
«Tras la boda, nada cambió en la vida de Hermenegildo. Acatando las órdenes de su padre, continuó asistiendo al
scriptorium
donde se debatía la nueva legislación y la unidad religiosa que quería aprobar Leovigildo. Pocos días más tarde, en la sala de los notarios, se escucharon voces de una discusión acalorada.
»—¡Tiene que haberla! Una solución que contente a todos, arríanos y católicos. Sólo se trata de que cedamos en algún punto nosotros y en algún otro, ellos.
»Era Hermenegildo el que hablaba, sus ojos claros brillaban. Él y Laercio llevaban mucho tiempo estudiando legajos de una y otra religión.
»—Lo veo muy difícil. ¿Recordáis lo que hablamos ayer? Vos proponíais que cediésemos en el tema de Jesucristo; en cambio, que mantuviésemos que el Espíritu Santo era inferior al Padre… Ayer hablé con los católicos…, ¿sabéis qué me contestaron?
»—No —dijo Hermenegildo.
»—Que la Trinidad no es la hidra de tres cabezas en la que cortando una, se generan dos… Que no se puede quitar nada de lo revelado.
»El príncipe esbozó una sonrisa cansada; habían trabajado mucho en los documentos que iban a entregar a los católicos; les habían presentado dos ofertas distintas, que fueron rechazadas por la autoridad eclesiástica católica.
»—Hace meses les propusimos que, para el paso al arrianismo, no precisarían un nuevo bautismo, que aceptamos el suyo. »
—¿Y…?
»—Algunos, pocos, se convirtieron. Eran los menos convencidos, pero ni los potentados hispanorromanos ni la jerarquía eclesiástica lo hizo.
»El que así hablaba era uno de los hombres más experimentados en leyes, llevaba trabajando con ellos desde un tiempo atrás.
»—No entiendo por qué no ceden. Hemos sido muy generosos.
»Laercio se volvió al jurisconsulto con una mirada crítica y, después, habló:
»—Ellos afirman que en cuestiones de fe se cree al completo, si no, la fe no es tal. Una fe aguada no les convence. Dicen que durante varios siglos los Concilios de Nicea, Calcedonia y Constantinopla discutieron el tema trinitario y que cuatro jurisconsultos y teólogos arríanos no van a saber más que todos los Santos Padres de la Iglesia…
»—En fin… —suspiró Hermenegildo—, que no hemos avanzado nada, señores.
»—La solución quizá sería un sínodo de obispos arríanos y católicos en el que ellos mismos se pusieran de acuerdo en sus diferencias.
»—Sin un control del rey, eso sería como un avispero… Habría tal tumulto que tendríamos que enviar la guardia palatina para que no se matasen. Estoy seguro de que no saldría nada positivo de algo semejante.
«Propusieron una teoría tras otra, analizaron un dogma tras otro y, finalmente, se retiraron cansados de discutir.
«Hermenegildo necesitaba hacer ejercicio físico. Estaba fatigado de estar sentado durante horas en la misma posición, sobre legajos y rollos de piel. Buscó a Wallamir, a quien encontró en las caballerizas, limpiando con fuerza la piel de un caballo. Normalmente aquella tarea la realizaban los siervos, pero Wallamir era un noble de segunda fila que no tenía criados a su servicio, exceptuando en campaña, cuando le proporcionaban una decuria o una centuria. El godo sudaba por todos los poros de su piel. Tan inmerso estaba en su tarea que se sobresaltó al oír llegar a Hermenegildo.
»—Tienes mala cara, compañero… —le dijo Wallamir al verlo.
»—No te imaginas lo que son las discusiones que se sostienen en las salas de los jurisconsultos…
»—Prefiero no imaginármelas —rio el otro—. Prefiero descabezar cabezas de vascones o cántabros…
»—¡Vámonos…! Vayamos vega arriba, necesito despejarme la cabeza, que me va a estallar. Quizá podamos cazar algo.
«Salieron cuando el sol lucía aún muy alto en el horizonte, hacía frío pero el cielo no estaba cruzado por ninguna nube. En cuanto cruzaron el río, pusieron los caballos a galope, se desafiaron con la mirada entre sí, emprendiendo una rápida carrera hasta más allá de una colina. Todo el campo se extendía ante ellos, matorrales bajos y bosques de encinas. Una sensación de plenitud, ante la vega abierta, les llenó. Al llegar a la cima de la loma, se detuvieron. Más atrás quedaba la urbe regia. Entonces se dirigieron a un arroyo que desembocaría en el Tajo, para abrevar los caballos. A los lados del riachuelo, terraplenes de tierra y matorrales. Antes de bajar por la pendiente, divisaron unos jabalíes que bajaban a beber a la caída de la tarde. Los dos jóvenes se pusieron en tensión. Junto a su montura, sobresalía una lanza que extrajeron sin hacer ruido. Entonces, lanza en ristre, emprendieron el galope pendiente abajo; los caballos resbalaban por la tierra, el ruido provocó la huida de los jabalíes. Wallamir y Hermenegildo salieron en su persecución. Consiguieron acercarse lo suficiente como para arrojar las lanzas hacia una jabata que corría la última. La hirieron, y el animal se revolvió. Con su espada y, desde el caballo, de un único tajo, Wallamir la degolló, cargándola después sobre su montura. Contentos, los dos jóvenes reemprendieron el viaje a la ciudad.
»Se hacía tarde y se dieron prisa, pues las puertas de la ciudad se cerraban al atardecer. Antes de llegar al puente, vislumbraron, a lo lejos, en el camino que conducía hacia el oeste, una comitiva. Hermenegildo tuvo un presentimiento, el aspecto de aquellos hombres le era familiar. Cuando estuvieron cerca, reconoció a un siervo de la casa baltinga de Emérita Augusta. Con un gesto, le indicó a Wallamir que prosiguiese hacia la ciudad con la caza.
»Al verlo, los hombres se apresuraron hacia él. Eran varios de los combatientes que habían luchado en la campaña del norte. Todos procedían del mismo poblado, de las tierras de la Lusitania, de la casa de los baltos.
»—¿Qué ha pasado?
»—Nos atacó un grupo de bandoleros. Destruyeron uno de los poblados, matando a mucha gente… Apresaron a vuestro escudero…
»—¿Román…?
»—Se lo llevaron cautivo; su esposa murió, y también su hijo.
»—¿Quiénes eran?
»—No lo sabemos, mi señor. Braulio nos ha enviado a que os comunicásemos las nuevas.
»—¿Quién se puede atrever a enfrentarse a la casa baltinga? ¿A la casa de Leovigildo?
»—No lo sabemos. Pensamos que vienen del sur. Quizá son gentes que comercian con siervos…
»Los recién llegados prosiguieron hablando mientras Hermenegildo les escuchaba con preocupación. El poblado, donde vivía Román y aquellos hombres, estaba mal defendido. Otros tenían los muros de defensa de una antigua villa romana, o estaban situados en un lugar elevado, o protegidos por un río. Sus habitantes eran colonos sometidos a los baltos en un régimen de clientelismo. El ataque a un poblado de la casa real reinante entre los godos no podía considerarse como un error, sin más. Podría ser que hubiese algo detrás para desacreditar a la corona. También cabía pensar que estaban en tiempos inseguros en los que las agresiones de bandoleros eran frecuentes.
»Se sintió triste por Román, un hombre que le había sido fiel, que había regresado de la campaña del norte con algún botín con el que pensaba mejorar su vida. Recordaba la leva de hombres, cómo su esposa le había pedido que no se fuera. Ahora ella moría en su propio poblado y él no había podido defenderla. Tendría que comunicar las nuevas al rey, quien —como siempre— buscaría la forma de inculparle en el asunto.»
«Las voces se oían por todo el palacio: gritos destemplados y suaves sollozos. Por los pasillos del gran Alcázar de los Reyes Godos, la servidumbre procuraba no hacer ruido, asustada. Si alguien se acercaba a las estancias reales podría escuchar una voz femenina muy fuerte y otra más suave de una niña, con acento del norte. Goswintha e Ingunda se enfrentaban como un gato furioso y un pequeño pajarito asustado. Dentro de la estancia, las palabras rotundas, terminantes, de Goswintha resonaban contra los tapices, que parecían bambolearse con el aire de su voz.
»—¡No consentiré esto! ¡Eres la esposa del futuro rey godo! ¡Los godos somos arríanos y tú eres arriana! ¡No comulgaste el día de la ceremonia nupcial! Ya hablamos de ello y te mostré la necesidad de ser una arriana devota. No puedo entender que te sigas negando… Todo el mundo se ha dado cuenta y critican. ¿Cómo puedes ser tan terca y obstinada?
»—Yo sigo la fe de mis padres, la que se me ha enseñado. Soy nieta también de Clodoveo y de Clotilde… No comulgaré de ese rito arriano. ¡No! ¡No lo haré!
»Se escuchó el sonido brusco de una bofetada. La reina había golpeado a su nieta. Los dedos de la mano habían dejado una huella en la pálida y delicada faz de Ingunda. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
»Goswintha salió de la habitación, furibunda. A su paso, los criados se pegaban a la pared, dejando espacio a un vuelo de tocas y sayas guiado por la furia de la reina.
»La esposa del rey godo irrumpió en las estancias reales. Era la única persona en el reino que poseía el privilegio de entrar allí, sin ser anunciada.
»Leovigildo levantó la cabeza, trabajaba sobre unos mapas. Como el gran Constantino, quería edificar una ciudad, próxima a Toledo, en el curso del alto Tajo, comunicada con la urbe regia por vía fluvial. Se llamaría con el nombre de su hijo menor, el príncipe Recaredo: Recópolis. La ciudad de Recaredo, una ciudad con una clara influencia bizantina, rodeada por un río, con el más hermoso palacio del Occidente de Europa. Sería un presente para su hijo menor, que había derrotado a los suevos y, a la vez, una muestra del poder y opulencia de la corte de Toledo.