Hijos de un rey godo (69 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Dentro, en la sala, la reunión no ha acabado; un hombre muy alto con rasgos endurecidos por el rencor habla. Él es de los que han pedido la muerte de Liuva.

—No todos te obedecemos, Nícer. Ha habido paz porque la copa sagrada nos ha protegido. Queremos saber cómo llegó el extranjero aquí. ¡Tú lo condujiste…! Quizás el prudente y sabio Nícer —exclama en tono de burla— tiene más que decir del paradero de la copa.

—¿Yo…?

—Sí. Tú, el aliado de los godos. El que combate junto a ellos… ¿No tendrás que ver tú también con la desaparición de la copa en Ongar?

Se escucha un murmullo en la sala. Algunas miradas se vuelven con desconfianza hacia Nícer.

—¿Cómo te atreves…?

—¡Escuchad! Hace no mucho tiempo, yo y mis hombres condujimos al godo hacia Amaya, se lo entregamos a Nícer, quien sin juzgarle ni escudriñar sus propósitos le permitió marchar hacia Ongar: incluso, uno de sus hombres le condujo por los valles hasta la morada de Liuva.

—No conocía sus intenciones… —se exculpó Nícer.

—Incumpliste la ley que prohíbe el paso hacia el santuario al extranjero. Tú, el noble señor de Ongar.

Otro hombre gritó:

—¡Eres tan culpable como el hijo de la deshonrada…!

Nuevamente se produce un gran revuelo, cruzándose insultos y acusaciones entre unos y otros. Los hombres de las montañas se dividen en varios grupos; la mayoría permanece fiel a la casa de Aster, pero los que siempre han disentido del gobierno de Nícer aprovechan la ocasión para mostrar, a las claras, su descontento. Al fin, se levanta Mehiar, el más respetado entre los ancianos. Poco a poco, al verlo en pie, los hombres se van serenando. Cuando se hace por completo el silencio, Mehiar dictamina con sabias palabras:

—Está claro que la ausencia del cáliz del destino ha traído la división a nuestra tierra… Si tú, hijo de Aster, tienes alguna responsabilidad en la desaparición de la copa, debes también devolverla. No es justo que un ciego cargue con toda la culpa; además, él solo nunca podrá encontrarla. ¡Deberás acompañar al ciego! No regresaréis a las montañas hasta que retornéis ambas copas, la de ónice y la de oro, a Ongar.

Un rumor aprobatorio recorre la sala. Nícer baja la cabeza. Se siente viejo y cansado para emprender el largo viaje hacia donde quiera que esté la copa.

—Acato las órdenes del senado cántabro. Es posible que vaya a la muerte… —afirma Nícer—. Os ruego que la herencia de Aster pase a mi hijo mayor para que ocupe su puesto sobre las tierras de Ongar.

Los ancianos en representación de todas las gentes de Ongar aceptan la petición de Nícer, acatan a su hijo como a su sucesor. El duque de los cántabros abandona la sala. Fuera, en la escalera, en la misma posición que lo habían dejado, encuentra a Liuva. Se acerca a él tocándole en el hombro. El ciego, con la sensibilidad que ha desarrollado a lo largo del tiempo que ha vivido en la oscuridad, percibe inmediatamente la presencia de Nícer y, girándose lentamente hacia él, le habla en un tono preñado de amargura:

—¿Por qué lo has hecho… ? ¿Por qué me has librado de la muerte…? Yo quiero morir, quiero descansar, la vida no me atrae.

Nícer, reconviniéndole como cuando era niño, le dice:

—Tienes un deber, debes recuperar la copa. Yo también lo tengo, al fin y al cabo yo fui quien te envió a aquel que la robó. He sido también enviado. Iré contigo, se lo debo a Recaredo, que me nombró duque de los cántabros, se lo debo a Hermenegildo, el más noble entre los hombres…

—¿Vendrás conmigo…?

—Es mi castigo por confiar en el hombre del sur. Además, hay algo más. Conseguí la carta y me la hice leer. Hay algo en ella que indica que hubo una conjura que mató a mis hermanos y estoy dispuesto a descubrirlo. Se lo debo a ellos.

Así fue como los dos hombres se unieron, emprendiendo el camino en busca de la copa sagrada. Era preciso que algún superviviente de la sangre de Aster cumpliera su destino.

Swinthila, rex gothorum

En Toledo, en la iglesia de Santa Leocadia bajo el humo del incienso y los cantos de los monjes, Swinthila es coronado rey de los visigodos. El obispo de la sede lo unge con el óleo sagrado, como a los antiguos reyes bíblicos, como a David, como a Salomón. El aceite bendecido indica la protección divina; nadie puede poner las manos sobre el ungido del Señor. La unción se realiza ante la mirada servil y halagadora de unos, envidiosa y resentida de otros. Junto a él, el obispo Isidoro, el noble Adalberto, los nobles fieles a su persona.

El momento de Swinthila ha llegado. No le ha sido fácil llegar a la corona.

Tras la extraña muerte de Sisebuto, el partido nobiliario reclamó que se obedeciese la costumbre de la elección real. Ellos tenían un candidato, Sisenando. Frente a ellos, el partido de la casa baltinga proponía a Swinthila, el mejor general del reino y además hijo del gran rey Recaredo. Sin embargo, muchos rechazaban a Swinthila, se rumoreaba que algo había oculto en la muerte del rey, ocurrida justamente en el momento en que Swinthila había llegado a la corte, inmediatamente después de presentarse ante el rey. Se sospechaba que el general godo estaba implicado en la muerte de Sisebuto.

En la ciudad de Toledo hubo revueltas y luchas entre los que apoyaban a uno y otro candidato. Finalmente se llegó a una solución de compromiso. Se mantendría en el trono a Recaredo II, el hijo del finado rey Sisebuto, que él mismo había asociado al trono. La Iglesia apoyó la elección.

La decepción de Swinthila y la de los suyos no conoció límites; por lo que, en cuanto se produjo la coronación de aquel débil rey Recaredo II, comenzaron de nuevo las intrigas. El partido realista se fortaleció; quizá la copa de poder hizo más hábil a Swinthila. Gelia, su hermano, pareció ponerse de parte del nuevo rey, pero apoyaba a Swinthila en la sombra. Así, Gelia, que se había educado en la corte y conocía a los principales del Aula Regia, los encaminó hacia el partido de Swinthila.

A los dos meses de haber sido elegido rey, el joven Recaredo II falleció en circunstancias que no fueron nunca aclaradas. Era demasiado joven e inexperto para ocupar el complejo trono de los godos. La marea de la ambición y del poder se lo llevó. Nunca se supo si alguien del partido de Sisenando o del de Swinthila lo causó.

Una vez más, tuvo lugar una nueva elección real. Los afines a las clientelas nobiliarias de la casa baltinga, los leales a Recaredo, miraban a Swinthila con esperanza. Anhelaban un reinado fuerte, justo y en paz como el de su padre. Swinthila, el invicto, general del ejército godo, podría llegar a ser un rey poderoso, recordado en los anales por su fuerza y energía. Un rey que sabría castigar a los que se le opusieran y recompensar generosamente a los fieles. El partido de Sisenando perdió adeptos; sus recientes derrotas con los vascones y su posible relación con la muerte del último rey godo lo desaconsejaban como el candidato idóneo.

Finalmente, Swinthila fue elegido rey y ahora era ungido con óleo y ceñido con la corona real por el obispo de Toledo.

Entre el incienso y los cantos sagrados, la reina Teodosinda parece no hallarse en el lugar de la ceremonia; se inclina ante el nuevo rey, aquel a quien amó. Arrugas de tristeza marcan su rostro. El extraño fallecimiento de su padre, la aún más misteriosa muerte de su hermano, la han hecho más retraída, más tímida. Su rostro, antes amable, está velado por sombras de desolación y su corazón está repleto de sospechas.

Ahora es Gelia quien rinde pleitesía al nuevo rey. Junto a Gelia, se van postrando muchos nobles que amaron al gran rey Recaredo y que consideran a Swinthila su legítimo sucesor. Todos doblan su rodilla ante Swinthila en señal de sumisión y de respeto. Uno a uno los principales del reino, los que forman el Aula Regia, le juran fidelidad.

Un hombre, de unos sesenta años, de gran estatura, con aspecto germano, ojos claros y cabello que un día fue rubio y ahora es plateado, rinde pleitesía al rey. Es Wallamir, él ayudó a Hermenegildo en su última huida, fue el amigo incondicional de Recaredo, el que salvó a Swinthila de niño de las garras de Witerico. Tiempo atrás, fue recompensado con haciendas y siervos, lejos de la corte de Toledo, en la Lusitania. Había vivido allí, en las tierras cercanas al mar que conduce al fin del mundo conocido, administrando y defendiendo sus campos, lejos de las luchas intestinas de la corte. Había conseguido mantenerse al margen de las constantes intrigas y persecuciones. Wallamir, un hombre de prestigio entre los godos, rinde sumisión al nuevo rey, mientras dice:

—Pedí al Dios misericordioso que me permitiese, antes de morir, ver a un sucesor de la casa de vuestro padre en el trono. Yo he servido con fidelidad al linaje de los baltos. Veros ocupando el trono de los godos ha sido la mayor recompensa…

Wallamir se conmueve al decir estas palabras y logra transmitir a Swinthila esa misma emoción. Muchos otros acatan al rey, pero ninguno de ellos tan afín a Swinthila como el noble Wallamir.

Otro hombre avanza, se llama Búlgar, el compañero de Adalberto y de Liuva en las escuelas palatinas. Al arrodillarse ante el nuevo rey, pasa revista a los males que los adversarios de la corona baltinga le han hecho sufrir: ha sido privado de su dignidad social y de sus bienes, confinado a diversas y lejanas tierras, padecido vejaciones y tormentos, hambre y sed. Ahora solicita clemencia, que le sean devueltas sus tierras y el cargo que ocupó en tiempos de Recaredo. El nuevo rey ordena que así se haga.

Swinthila se engríe; su poder es, ahora, absoluto; hará justicia a unos y a otros, premiando a los que han sido fieles a la casa de los baltos y desposeyendo de sus bienes a la nobleza, siempre levantisca y desleal.

El jefe de la aljama de Toledo se presenta para rendirle homenaje. El rey le acoge con aparente amabilidad. Necesitará dinero para las próximas campañas y es preciso que se gane a los hombres que controlan el comercio del reino.

El judío le habla de las conversiones forzosas de tiempos de

Sisebuto. Duramente, el rey le replica que, como dice la Escritura, lo hecho, hecho está. Los judíos convertidos no pueden volverse atrás porque lo que se les ha aplicado, el bautismo, constituye una señal indeleble que imprime en el alma una marca imborrable; por ello deberán comportarse como cristianos. Si no lo hacen así, serán perseguidos. El judío calla, pero se rebela ante tamaña injusticia. A Swinthila le resulta indiferente la suerte de los judíos.

—Para recobrar el favor real —afirma Swinthila—, debéis buscar a un hombre de vuestra raza, llamado Samuel ben Solomon, en Hispalis. Ese hombre debe ser procesado y torturado hasta que confiese su papel en la muerte de mi padre el rey Recaredo y en la desaparición del hijo del hermano de mi padre.

El judío levanta la cabeza, se atusa la barba de color rojizo excusándose:

—Samuel ben Solomon es un hombre conocido entre los míos y de gran prestigio. Su fortuna es incalculable pero, tras la muerte del rey Sisebuto, se dirigió hacia las tierras bizantinas con su familia.

—Os aconsejo que lo busquéis y lo presentéis ante mí.

Dando por terminada la audiencia con el judío, el rey sigue recibiendo a sus súbditos. Van pasando los obispos de las sedes cercanas a Toledo, entre ellos está Isidoro. Aquel hombre ejerce sobre Swinthila una cierta fascinación. Sirvió fielmente a Recaredo. Posee prestigio entre los hispanorromanos y ante la Iglesia. Alguien a quien Swinthila debe ganar para su bando, un hombre al que tendrá que doblegar para lograr sus fines.

Isidoro habla de paz. Swinthila levanta la cabeza con orgullo y afirma que la paz es resultado de un gobierno fuerte. Para ese gobierno fuerte se necesita la unión de todo el territorio peninsular bajo una mano firme, la suya. Es importante reconquistar Cartago Nova y expulsar definitivamente a los bizantinos. A escuchar estas palabras, en el interior de Isidoro se enfrentan el deseo de paz con la esperanza de recuperar las tierras donde pasó su infancia, el lugar de donde su familia es oriunda. Así pues, pide justicia a la vez que clemencia para con el enemigo.

De nuevo, como meses atrás en Hispalis, Swinthila manifiesta lo que Isidoro quiere oír. Isidoro, en el tono retórico que le caracteriza, le responde señalándole las virtudes que ha de poseer un príncipe: fidelidad, prudencia, habilidad extremada en los juicios, atención primordial a las tareas de gobierno, generosidad con los pobres y necesitados, y pronta disposición para el perdón.

Swinthila asiente ante aquel sermón, como mostrando su conformidad; aunque, en su interior, se encuentra muy lejos de tales planteamientos. El obispo piensa que ésas son las disposiciones del nuevo rey, pero Isidoro está confundido. Swinthila, rey de los godos, sólo piensa en el poder. Luchará y vencerá a todos sus enemigos armado con la copa de poder, se vengará de la muerte de su padre, no tendrá misericordia alguna.

En las montañas

Un hombre ciego caminando torpemente y otro ya mayor, pero vigoroso, se internan por las serranías. Los picos de roca gris están pintados por manchas de nieves perpetuas, en las laderas se extienden hayedos, tejos y robles. Liuva se deja guiar. Nícer, duque de Cantabria, se siente fatigado, envejecido. Un pequeño destacamento los escolta, son montañeses designados por el senado para que comprueben que abandonan las tierras astures. Desde la fortaleza de Amaya, en tierras de la meseta lindando con la cordillera cántabra, los dos proscritos han de atravesar las montañas, rumbo a la costa, siguiendo los pasos de Swinthila. Ahora no están muy lejos del santuario de Ongar.

Nícer está pensativo. Se había hecho leer la carta de Baddo, su rebelde y nunca olvidada hermana. En sus palabras se fue desvelando el secreto, y comprobó que el destino de los suyos iba ligado también a esa copa, al cáliz sagrado que debería estar protegido por los hombres santos. Desde que falta la copa, él ha perdido el ascendiente que le corresponde entre los montañeses. Se vuelve hacia Liuva para preguntarle:

—¿Dónde está la copa de ónice?

Liuva niega con la cabeza, diciendo:

—No lo sé.

—¿Cuándo desapareció?

—Has leído lo que ocurrió, en la prisión de Tarraco: Hermenegildo rechazó la comunión arriana que le querían administrar en esa copa. Después no se supo más de ella… Hermenegildo huía hacia el país de los francos, cuando fue detenido por Sigeberto…

Ambos callaron.

—¿Crees que la copa de ónice llegó a Ongar?

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