—Hace varias semanas, llegó aquí un godo, su nombre era Swinthila. Le conozco bien, fuimos compañeros en las campañas del sur. Batallamos juntos. Es un buen tipo.
—¿Adonde fue…?
—Partió en un barco que salía hacia el norte…
Nícer recuerda lo que hablaron con Efrén, así que exclama:
—Sospechamos que ese hombre pueda haberse dirigido hacia las tierras de los francos…
Argimiro se da cuenta de que eso es lo que ellos se figuran; así que apoya sus sospechas.
—Sí. A las tierras francas…
Liuva y Nícer se sienten descorazonados, piensan que Swinthila busca la copa de ónice para asegurarse el poder, por eso se ha dirigido a las cortes francas.
—¿Hace mucho tiempo…?
—Poco más de dos lunas.
El tiempo concuerda.
Por el puerto van preguntando a unos y a otros. Hacía más de dos meses que el godo había estado por allí, desde entonces muchas otras gentes han circulado por el puerto; la mayoría no lo recuerda. Finalmente alguien más les dice que ha visto a un hombre godo borracho con el capitán del fuerte. Averiguan que en aquel tiempo ha zarpado un navío hacia las tierras francas, hacia la corte del rey Dagoberto, en las lejanas tierras del reino de Neustria, el París de los galos, la Lutecia de los romanos.
Discuten durante muchas noches qué hacer, pero les parece que indudablemente el destino los dirige hacia las cortes francas. Les cuesta mucho encontrar algún barco que salga del puerto hacia el norte, en la dirección en la que suponen se ha embarcado Swinthila, porque se aproxima el tiempo frío, ya no es época de navegación a países tan lejanos. Embarcan, al fin, en un bajel desvencijado que cruzará el golfo de Bizcaia hacia las tierras de Britania, una nave que recorrerá las costas galas.
Pasado ya el ardor del estío, parten del puerto de Gigia, y navegan cerca del litoral, porque los vientos les son contrarios. Desde el barco divisan las elevadas cumbres de Vindión, con sus laderas pétreas y las suaves colinas verdes que descienden hasta la costa. Atraviesan los mares del país de los vascones, siguiendo después hacia el norte. Durante muchos días la navegación es lenta y a duras penas consiguen llegar a la altura de las landas, alcanzando después la desembocadura del Garunna.
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Como el viento no les deja fondear en el estuario del río, continúan navegando al abrigo de la costa; bordeándola con dificultad, llegan a un lugar llamado Calas Blancas, cerca del cual se encuentra la isla de Oleron. Ha transcurrido bastante tiempo y la travesía se va haciendo cada vez más peligrosa, pues se aproximan las tormentas de otoño.
Como el puerto no es a propósito para invernar, el capitán decide hacerse a la mar desde allí, por si es posible llegar a Corialus,
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un puerto más allá de las tierras bretonas, y pasar allí el invierno. Sopla ligeramente el viento del norte y el capitán piensa que puede poner en práctica su propósito; levan anclas, costeando la Bretaña gala.
No resulta ser una buena idea; el navío parece deshacerse a cada golpe de viento, las cuadernas tiemblan con la marcha.
Nícer mira al mar con aprensión, ya no se marea como en las primeras semanas de la travesía, pero la gran masa de agua inabarcable le impone: hacia babor, el océano se derrama hacia el fin del mundo. Prefiere mirar a estribor, a la costa gala, en la que hay peligros pero no desconocidos. Ha dejado muchas cosas atrás: su pueblo, su mujer, Munia, y sus hijos. Los recuerda preocupado, piensa que son jóvenes aún para dirigir un pueblo tan díscolo como es el cántabro. Se ha obligado a regresar con la copa. Ha proferido un juramento que debe cumplir.
Liuva descansa junto a la proa del barco, mantiene los ojos entrecerrados, pero la luz del sol le atraviesa los párpados hiriendo la retina de sus ojos ciegos. El agua del mar empapa la cubierta, calando sus gruesas ropas de monje. Tiembla de frío.
Un marinero lo zarandea pensando que está enfermo o quizá borracho. Le insulta, burlándose de él. Como movido por un resorte, Nícer se levanta en su defensa, suena amenazador el ruido de la espada del jefe cántabro saliendo de la vaina.
—No quería haceros nada… —se excusa.
—¡Fuera de aquí…!
El marinero se retira asustado al darse cuenta de que esos hombres están armados. Trepa a una jarcia para poner espacio por medio.
Nícer saca algo de líquido de un pellejo pequeño de cuero para reanimar a Liuva, un vino edulcorado con miel que había conseguido en Gigia antes de partir y que reserva para los momentos de mareo que acometen con frecuencia al monje; éste intenta incorporarse del suelo, tambaleándose.
—Abajo… hay un hedor espantoso que me marea, y aquí en la cubierta la humedad y el frío me traspasan los huesos. ¿Dónde estamos?
—No lo sé con seguridad.
—A veces me parece que esto es un sueño. Me despierto en las montañas con el aroma de los prados y la suave llovizna. Me puedo refugiar en mi ermita…
Nícer pone su mano sobre el hombro del ciego; ambos se apoyan en la amura. Nícer mira a lo lejos.
—¿Qué ves? —pregunta Liuva—. Sé que estás mirando a lo lejos.
—Millas de agua de color azul oscuro, las nubes a retazos que, en el horizonte, parecen agolparse en lo que podría ser una tormenta. Allá, no muy lejos, está una costa verde y la desembocadura de un río.
Se quedan ensimismados, Nícer intentando abarcar el paisaje, Liuva tratando de imaginar lo que Nícer le ha contado. Tan abstraídos están que no se dan cuenta de que el capitán de la nao se les acerca por detrás hasta que está junto a ellos. Nícer le pregunta:
—¿Qué es aquella costa…?
—Las tierras de la Armórica, la Britania gálica —responde el capitán—. Tierras salvajes con costumbres nefandas.
Nícer calla, no le gustan las opiniones del capitán con respecto a los celtas, sabe que aquellos países son semejantes al suyo; lugares que han adorado a los mismos dioses, países que tienen costumbres parecidas a las de las amadas montañas cántabras. Tierras como la suya, poco romanizadas.
El capitán es un hombre curtido por mil brisas y marcado por cicatrices en la cara, calvo y de nariz gruesa. Durante días, ha observado a los dos pasajeros, sabe que han sido proscritos de las tierras del norte de Hispania, pero no parecen delincuentes. Se siente intrigado.
—El tiempo parece ayudarnos hasta ahora, pero hemos navegado muy lentamente. En estas costas las tormentas son peligrosas… Hubiéramos llegado a Britania en un par de semanas de haber sido favorables los vientos. Ahora, el invierno se acerca, noviembre es mal mes para la navegación. ¿Cuál es vuestro destino?
—Nos dirigimos a las tierras del antiguo reino de Neustria, a la ciudad de Lutecia.
—Quizás invernemos en algún puerto cercano a Alet
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o en Corialus. No me gustaría cruzar el canal que separa Britania de la Galia en invierno.
—Si invernáis en uno de esos puertos, ¿cómo podríamos llegar hasta la corte de Dagoberto desde allí?
—Tendréis que encaminaros por tierra, pero los caminos están infestados de salteadores. Los hombres de la guerra imponen un peaje a los viandantes para permitirles continuar. Hay hambre en el campo, tanta que a veces los hombres se comen unos a otros por no tener nada que llevarse a la boca. Yo os aconsejo que invernéis con nosotros y que, en el estuario del Sena, toméis algún barco que suba el río hasta Lutecia.
Nícer se da cuenta de que no pueden demorarse tanto tiempo, Swinthila les lleva ya varios meses de ventaja. Va a ser muy difícil encontrarle. No pueden ir tan despacio y al mismo tiempo la llegada del mal tiempo los frena.
El barco comienza a moverse con más fuerza; a lo lejos, se cierran nubes de tormenta. El capitán tuerce el ceño y preocupado se dirige hacia el timón del barco, donde habla con el piloto. Poco a poco, la tormenta les cubre y el barco comienza a bambolearse con fuerza. Una ola de gran altura barre la cubierta. La nave es arrastrada por la tempestad. Pierden de vista la costa. No pudiendo hacer frente al viento, la nao se abandona a la deriva.
Nícer y Liuva se agarran al trinquete, el viento parece arrastrarles. Un marinero les grita a grandes voces:
—¡Debéis bajar de la cubierta…!
Arrastrándose y agarrándose adonde pueden, alcanzan la escotilla, dejándose caer en las bodegas. El barco salta como una mosca en el interior de la botella de vino de un borracho. Liuva vomita sin poderlo remediar. La tormenta se prolonga hora tras hora. Llega la noche y amanece sin que haya cesado el temporal. Se escuchan gritos en cubierta de miedo y desesperación. Nícer sube por la escotilla y la visión de lo que está ocurriendo le estremece. Las olas son más altas que los palos del barco, el cielo está oscuro y de las nubes se desprende un incesante aguacero, la costa ha desaparecido por completo de la vista. Están perdidos en alta mar. De pronto, se escucha un enorme crujido, el palo de mesana se desploma sobre el barco. El capitán ordena a los marineros que lo corten y lo echen al mar, pues el peso del mástil sobre la cubierta hace que el barco gire sobre la quilla y el agua comienza a inundar las bodegas. Nícer saca su cuchillo de monte e intenta ayudar cortando las jarcias que unen el palo a la nave. Retumban los hachazos de los marineros tratando de liberar la nave del mástil que la hunde. Nícer advierte que van a naufragar, baja a la bodega y arrastra a Liuva fuera.
El barco se hunde ahora irremisiblemente.
Se sumergen en el agua fría del océano. Nícer sabe nadar, los otros hombres, no. Consigue arrimarse hacia los restos del barco; un gran trozo de una de las cuadernas se ha desprendido por el golpe del palo de mesana. Al fin, con esfuerzo, Nícer se sube a las tablas que forman como una gran balsa. Desesperado busca a Liuva, lo consigue divisar entre las olas. Las ropas del monje, su capa encerada, impiden que se ahogue; Liuva se deja arrastrar por la atracción del mar, pensando que ha llegado su hora.
Aún no es su momento.
Por fin, Nícer consigue asir al monje del manto y arrastrarle hasta la balsa. Pasan un día y otra noche flotando sobre el océano. Hay momentos en los que la desesperación cunde en el alma de Nícer. Por su parte, Liuva permanece mucho tiempo inconsciente.
Lentamente, va amainando el temporal. La costa no se ve por ningún sitio.
Nuevamente cae la noche.
Al amanecer, escucha el graznido largo y profundo de las gaviotas. Nícer piensa que la costa no puede estar lejos. Invoca a su madre, el hada de los pueblos cántabros, la mujer a la que no conoció y que le dio a luz. Nícer está cumpliendo lo que ella pidió en el lecho de muerte a sus hermanos. Si existe algún poder en los cielos, si ella está entre las ánimas del más allá, quizá pueda ayudarle, por eso, desesperado, acude a ella.
Paulatinamente, el viento se calma y la corriente del mar cambia su rumbo. Una costa baja, aplanada, de arenas oscuras y en la que varios ríos forman una marisma va surgiendo ante su vista.
Los náufragos se acercan a la costa. En un golpe de mar, la tabla, que ha constituido su soporte durante días, es lanzada sobre la arena. Nícer siente tierra firme debajo de él. Una ola los cubre de nuevo, pero ya están a salvo. Con dificultad, tira de Liuva y lo conduce hacia arriba. La marea está bajando y ambos logran llegar a terreno seco con alguna dificultad.
En aquel lugar descansan, no son capaces de moverse. Hace frío. Nícer respira fatigosamente, ya no es tan joven. Le parece un milagro haber llegado allí. Junto a él, Liuva se asemeja a un cadáver; sus finos rasgos aparentan la palidez cérea de la muerte, sus ojos ciegos parecen cerrados para siempre. Nícer se levanta fatigosamente, escucha el corazón de Liuva latiendo lenta pero acompasadamente, y se desploma de nuevo a su lado.
El cielo de tormenta, al fin, se abre, y la luz atraviesa el ambiente mojado. Un rayo de sol acaricia a Liuva, quien entreabre los ojos, sin ver nada e incapaz de moverse. Durante unas horas, los dos náufragos descansan sobre la arena de la playa. Al cabo de un tiempo, Nícer advierte que alguien está cerca. Unos hombres los rodean, visten unas túnicas cortas, botas hechas de tiras de cuero, les cuelgan a la espalda capas andrajosas formadas por las pieles de animales pequeños.
—¡Agua…! —suplica Liuva.
Uno de ellos le aplica un pellejo a la boca. Entre varios los ayudan a levantarse y los conducen a un lugar techado. Nícer no es capaz de averiguar adonde les han llevado. Al cabo de un tiempo, se da cuenta de que está en una cabaña de madera, edificada sobre arena. Les tumban en un amasijo de ramas y les cubren con paja por no disponer de otra cosa.
Transcurren lentamente muchas horas, en las que duermen un sueño profundo. Al despertarse, Nícer observa el chamizo, está oscuro; en el fondo de la cabaña arde la lumbre. Fuera aún no ha amanecido, una mujer escuálida trajina de un lado a otro.
Nícer se da cuenta de que le ha desaparecido la fíbula de plata con la que suele cerrar su capa y la bolsa con monedas que trajo consigo. Con gesto instintivo, se lleva la mano a la cintura, buscando su espada; el arma ha desaparecido en el naufragio.
—¿Dónde estoy? —gime.
La mujer le responde en un latín rudo y torpe, arrastrando las erres y aspirando los finales de las palabras:
—En las tierras del rey Dagoberto… Al que Dios mantenga muchos años.
—¡Loado sea el Altísimo…!
—¡Por siempre loado sea! ¿De dónde provenís?
—De las montañas al norte de las tierras hispanas. Nuestro barco naufragó… ¿Quién sois? ¿Por qué nos habéis ayudado?
—Cada cosa a su tiempo. Somos pescadores. Os hemos ayudado porque entre nosotros es un deber atender a los que el mar salva. El que se salva de un naufragio es un bendito de los dioses.
—¿No sois cristianos…?
—Lo somos… A veces…
—¡Necesitamos llegar a Lutecia…!
La mujer le habla sin cesar de dar vueltas a lo que parece un caldo de berza.
—Tres días de marcha desde aquí, pero antes debéis descansar y curaros de las heridas. Tenemos vuestra bolsa, no os preocupéis.
Nícer intenta levantarse, no puede mover bien las articulaciones entumecidas. Es mayor y los días en el mar han causado su destrozo en el mermado organismo del antiguo duque de Cantabria.
Fuera está amaneciendo, a través de la puerta entreabierta se ven los rayos del sol que asoma sobre la planicie e ilumina las cabañas de los pescadores. Se escucha un grito masculino, alguien llama a la mujer, quien sale de la choza.