Liuva, cuando regresó al norte, ya había perdido la vista, por ello nunca había podido comprobar cómo era la copa que guardaban los monjes.
—Lo ignoro… —El ciego se detiene preocupado, y después prosigue—: Estos días pasados en prisión yo no dejé de cavilar sobre la copa, me obsesionaba… ¿Sabes? Puede ser que alguien no quiso que llegasen las dos copas al norte. Alguien que tenía miedo del poder excesivo que surgía de la unión de ambas. Ése sería alguien muy cercano a la copa sagrada, a mi padre… Alguien que conozca la historia y las propiedades de la copa…
Nícer suspira:
—A lo mejor es algo más sencillo, sin más un ladrón que la ha vendido. Quizá nunca sepamos dónde está el vaso de ónice.
—Si hubiera sido un ladrón, se hubiese llevado la copa entera… Sólo se llevó una parte. Se llevó la que concede los bienes espirituales, la que Hermenegildo conservó hasta su muerte. No, ha de ser alguien que busca lo que esa copa representa, alguien perteneciente al estamento clerical…
La faz de Nícer se anima, sus ojos rodeados de estrías se iluminan.
—Quizá los monjes sepan algo… Por lo menos deberían conocer si llegó a Ongar o no.
—Tal vez sí, o tal vez nunca sepamos nada y nuestro sino sea vagar sin encontrar nada, que la copa no vuelva nunca más a Ongar…
—No sabemos dónde está la copa de ónice, pero la de oro, gracias a ti, está ahora en manos de Swinthila… —exclama enfadado Nícer.
—¡Cuyo paradero ignoramos…!
—Pero, al menos, sí que tenemos alguna idea sobre qué camino tomó.
—¿Cuál?
—Me han llegado noticias de que se encaminó hacia la costa, —le explica Nícer—, quizás allí encontremos su pista.
Los dos hombres callan. Cruzan pasadizos horadados en la montaña por el agua desde tiempo inmemorial y abiertos al barranco; desde la altura se divisa el río que durante siglos ha erosionado una profunda garganta en la piedra negra. A los lados, a través de las oquedades en los túneles, el agua del deshielo se precipita hacia el profundo cauce, como una lluvia torrencial. El río fluye con fuerza estrellándose y saltando sobre las piedras, originando un gran estruendo.
Más adelante, el camino continúa atravesando un puente que se bambolea sobre el abismo. El ciego se encuentra inseguro en las tablas que penden sobre el barranco, se agarra con su única mano a la cuerda de la pasarela, Nícer le conduce llevándole suavemente del brazo acabado en un muñón.
La corriente fluye ahora por una estrecha angostura en la roca. Nícer mira de frente; las paredes de las montañas están cubiertas por hayedos que exhiben el verdor tierno de la primavera. A su lado, distribuidas por las laderas, las encinas de montaña, de tronco oscuro y grácil, extienden sus brazos milenarios, su color oscuro se distingue del color grisáceo del roquedo. Una cabra roe los brotes tiernos de un haya. A lo lejos se escucha el aullido de un lobo. Un águila eleva un lento vuelo hacia las cumbres.
Una primavera tardía ha cubierto aquel lugar, misterioso y extraño, de aulagas.
El ruido del agua, siempre rítmico, les acompaña en el camino. Nícer observa la marcha del ciego, premiosa e insegura. Remontan un camino, desde lo alto se divisan las cumbres nevadas de las montañas. Deberán irse de allí, de aquel lugar, donde ambos pasaron su infancia. Proscritos. No volver hasta cumplir su misión. Una misión que se asemeja a un imposible. Nícer, aunque muy fuerte, ya no es tan joven, Liuva está ciego y enfermo. No saben si regresarán. El duque de los cántabros contempla la cordillera para llenarse de ella.
Entre el murmullo del agua, Liuva exclama:
—¡Debemos hablar con Efrén…!
—¿Qué dices…? —grita Nícer.
—No podemos abandonar las montañas sin hablar con Efrén. Él acompañó a Baddo. Él sabe más, estoy seguro…
—¡No podemos volver a Ongar…!
—Nosotros, no. Pero puedes hacer que uno de estos hombres se acerque al santuario y requiera a Efrén. Él vendrá.
Nícer se detiene, mientras las palabras de Liuva prosiguen en tono convincente:
—¡Escucha, Nícer! Efrén acompañó a mi madre hasta el final. Él tiene que conocer algo del vaso de ónice… Debe saber por qué se ha perdido y es posible que tenga una idea de dónde pueda estar.
—Quizá tengas razón.
—No estamos lejos de los lagos, desde allí hay una bajada de unas pocas leguas hasta Ongar. ¡Envía a uno de los hombres…!
Emprenden de nuevo la subida de una empinada cuesta. Un viento frío procedente de las cumbres nevadas hiere sus rostros, las manos, todo lo que no está a cubierto. Un poco más arriba divisan un refugio de pastores. A Nícer le duelen todos los huesos, ya no puede más. Entran en la cabaña y encienden el fuego del hogar. Colocan las ropas húmedas junto al calor de la llama. Nícer estira una rodilla dolorida; después, mira a aquellos hombres, los que le acompañan, gente fiel, a quienes les duele el destierro del señor de Ongar.
—Necesito que traigáis al abad de los monjes, al hermano Efrén. Tú, Cosme, busca al abad. Hazlo con sigilo… Somos proscritos de estas montañas.
—Lo haré, mi señor, el abad Efrén es mi hermano…
Cosme dobla la rodilla ante Nícer y sale al frío viento de la sierra. Los dos, Liuva y Nícer, se acurrucan junto al fuego. El resto de la comitiva se dispone a descansar de los días de marcha. Se hace el silencio en la cabaña. Las horas transcurren despacio. Alguien saca tocino y lo asa al fuego; alguien, un trozo de pan y queso. Fuera, una nieve tardía cae sobre las montañas en copos finos que se deshacen. El viento frío se cuela a través de las junturas de la cabaña. Cae la noche.
Liuva entra en un sueño inquieto, ve la copa, la copa de ónice. Algo que nunca ha visto antes. En su sueño ve también el rostro de un hombre de cabellos oscuros, sus rasgos son céreos. Quizás está muerto. Aquel hombre muerto agarra en sus manos la copa de ónice. Él quiere quitársela, pero el muerto no le deja. Al intentar tirar, el cadáver abre los ojos; unos ojos azules, traslúcidos.
Se oyen golpes.
Alguien llama a la puerta de la cabaña.
Al abrir, perciben que está amaneciendo, un sol sin fuerza entre nubes oscuras. En el vano de la puerta, unas vestiduras de color pardo y una nariz afilada bajo una capucha; es Efrén.
El monje tarda un tanto en acostumbrarse al ambiente oscuro de la choza. Pronto distingue a Nícer, ante quien se arrodilla en señal de sumisión. Se da cuenta de que detrás de él está Liuva; al verlo, se conmueve y le dice:
—¡Oh! Liuva…, ¿cómo os atrevisteis a traer a Ongar a aquel hombre? Os habéis labrado vuestra propia perdición tras tantos años de penitencia. Erais estimado en los valles. ¿Quién volverá a confiar más en vos?
Liuva responde con voz lastimera:
—Siempre obro mal, siempre me equivoco. Pensé que podía confiar en él… Además, me sentí obligado… con él y con mi familia… Perdieron todo…
—Pero eso no os daba derecho a permitir el robo del tesoro más grande de estas tierras —le echa en cara el abad—, y ahora, vos, que no sois culpable, deberéis pagar por ello.
—Soy culpable de muchas otras cosas… ¿Qué más da? Mi destino siempre ha sido funesto.
Nícer interrumpe los lamentos de Liuva, dirigiéndose al abad en tono afable:
—No es ahora el momento de amonestarnos por lo ocurrido. Hermano Efrén, necesitamos vuestra ayuda…
—Para eso he venido, si está en mi mano…
—Sabéis quizá nuestro castigo… Recuperar la copa que trae la paz a estas montañas.
—Se la llevó Swinthila…
—Swinthila se llevó parte de la copa. Necesitamos saber más. La copa poseía dentro de ella un cuenco de ónice, su parte más preciosa. Aquél era el verdadero cáliz del Señor, la copa que conduce hacia la verdad y el bien. Sabéis algo de ello… ¿Desde cuándo falta el vaso de ónice del santuario?
Efrén cierra los ojos guardando silencio unos instantes.
—La copa de ónice no llegó nunca a Ongar…
—¿Qué decís…?
—La copa que nos dio Recaredo, la que trajo Mailoc, no contenía nada más que oro en su interior.
—Vuestra señora la reina Baddo, mi madre, en su carta nos reveló que la auténtica copa constaba de dos partes: una de oro y la otra de ónice.
—Quizás Hermenegildo lo sepa…
—¡Hermenegildo está muerto…! —exclaman ambos a dúo.
—¿Estáis seguros?
—Le cortaron la cabeza —afirma Liuva.
Muy suavemente, como hablando para sí, Efrén les mira detenidamente a los ojos; primero a Pedro, después a Liuva:
—Escuchadme bien, vuestro padre Recaredo, antes de morir, en la campaña contra los bizantinos, vio a un hombre tan parecido a su hermano como no os lo podéis imaginar. Yo combatí con Recaredo en el cerco de Cartago Nova… De niño, en Ongar, yo había conocido a Hermenegildo. Pues bien, puedo jurar que el hombre que luchó contra Recaredo en el frente bizantino era Hermenegildo. Yo lo vi…
—¿Lo visteis…?
—Sí, puedo afirmarlo. Era Hermenegildo… Los mismos ojos claros, la misma agilidad felina, la misma forma de manejar la espada… Su armadura era del imperio oriental, pero todo lo demás… ¡Os lo aseguro! Era Hermenegildo.
Al acabar el relato, el cuerpo del monje se pone a temblar de miedo, recordando lo ocurrido. Liuva y Nícer callan. Al cabo de un tiempo, Nícer interrumpe el silencio para decir:
—La copa de ónice la poseyó Hermenegildo hasta su muerte. Yo vi la copa en Córduba. Lo último que recuerdo de Hermenegildo es cómo la veneraba… Cuando le dejé allí en aquella iglesia de Córduba, oraba delante de aquel cáliz, casi postrado a tierra. Después, todos huimos y él se entregó a las tropas de Leovigildo.
La cara de Nícer palidecía al hablar del que había sido su hermano, el que en dos ocasiones le había salvado la vida. La imagen de Hermenegildo postrado delante de aquel cáliz se torna vivida ante él..
—Yo vi la copa en Toledo, antes de salir hacia el norte… —dijo el monje.
—¿Estaba completa…?
—No puedo decirlo. Creo que no.
—¿Nadie se dio cuenta…?
—La copa de oro es tan hermosa, y la de ónice, tan sencilla, que quien la ve por fuera, a no ser que se incline sobre el cáliz para examinar detenidamente su interior, es difícil que la descubra —responde el abad—. Cuando Leovigildo murió, Recaredo guardó aquel cáliz que, al fin y al cabo, había sido el causante de la muerte de su padre. A pesar de todos los errores de Leovigildo, Recaredo siempre estuvo unido a Leovigildo. Al ser convocado el Concilio III de Toledo, llegó Mailoc representando a su cenobio del norte. Entonces, Recaredo recordó la promesa realizada ante el lecho de muerte de su madre, y decidió desprenderse de aquella copa que le resultaba maldita. Creo que no miró en su interior… La entregó directamente a Mailoc sin examinarla.
—¿Cuándo desapareció, entonces? —pregunta Nícer.
—En el camino al norte los francos atacaron a Mailoc y a su comitiva. Eran hombres que llevaban la librea de Austrasia. Wallamir fue el designado para protegernos hasta las montañas cántabras, era un buen guerrero y nos salvó. Pero, según lo que yo pienso ahora, la copa de ónice ya no estaba con la de oro en aquella época.
—¿Pudieron haber sido los francos los que robaron la copa de ónice y cuando os atacaron pretendían llevarse el botín completo? —indaga Nícer.
A lo que Liuva pregunta también:
—¿Con qué motivo…? Y ¿cómo pudo haber llegado a sus manos la otra?
El abad no olvida el ayer, ha sido fiel servidor de Baddo y se acuerda aún de las complejas intrigas políticas de la corte.
—Austrasia era la tierra de Ingunda, la joven esposa de Hermenegildo. Su madre Brunequilda no fue ajena a la guerra civil. Brunequilda controlaba Europa en aquella época, era una mujer fuerte, odiada por muchos. Con el matrimonio de su hija con Hermenegildo, la reina había conseguido poner sus garras en el trono de los godos. La rebelión de Hermenegildo concordaba bien con sus planes. Era una mujer que ansiaba más poder, porque sabía que no podía ser débil. El día que perdiese el control sobre los nobles, su fin habría llegado; como así ocurrió. Murió despedazada, arrastrada por un caballo, cuando era ya una anciana, así se vengaron los que ella había avasallado.
Todos callan ante el fin de la poderosa reina de los francos.
—¿Y qué tiene que ver toda esa historia con la copa…? —pregunta Nícer.
El abad le contesta imaginando lo que pudo haber sucedido tiempo atrás.
—No es de extrañar que esta mujer, descendiente de Goswintha y Atanagildo, sucesora en el trono de los merovingios, supiese algo de la copa de poder y, conociendo la historia, es posible que desease poseerla. Además, sabemos que existió un hombre muy similar a Hermenegildo… Hermenegildo tuvo un hijo.
—Sí. Atanagildo.
—Ese niño era nieto de Brunequilda… Ella intentó por todos los medios recuperar al niño. —Habla el abad—. Lo sé por los legados imperiales, a los que traté mucho en mis tiempos en la corte de Recaredo. Siempre he creído que la copa de ónice fue robada por los hombres de Brunequilda. Que está en algún lugar de las cortes francas.
Liuva y Nícer se miraron con desaliento.
—¿Qué nos aconsejáis? ¿Adónde ir para recuperar la copa?
—Seguid a Swinthila. Es muy posible que él mismo os conduzca a la copa. Hace un tiempo unos leñadores de estas montañas se vieron obligados a acogerle. A uno de ellos lo obligó a guiarle hacia Gigia y en el puerto embarcó.
—De allí, ¿adonde fue?
—Mi confidente no lo sabía.
—En Gigia os dirán qué barco tomó y en qué dirección.
Después de hablar con Efrén no dudan el camino que deben tomar. La única pista que conocen es que Swinthila se ha encaminado a Gigia, por lo que se dirigen hacia allí. En el puerto, zarpan barcos hacia muchos lugares. Merodean por el muelle, preguntando a unos y a otros si han visto al godo. Una noche en una taberna un hombre les aborda. Es Argimiro, el capitán de los godos en aquella zona.
—Buscáis a un godo, un hombre que estuvo aquí hace varias semanas…
—Sí.
—Yo puedo deciros en qué barco partió y hacia dónde iba, pero tengo sed, una sed salvaje y ya me he gastado todo…
Su voz de beodo les resulta poco convincente.
—Quieres dinero…
—Sólo una ayuda. Soy soldado, pero no me pagan con regularidad…
Nícer desliza una moneda.
—¡Más…! —dice el godo.
—Antes, dime lo que sabes…