Vierte en la copa dorada zumo de manzana fermentada y bebe. Cuando el líquido atraviesa su boca, sus fauces, sus entrañas, provoca en él un sentimiento de euforia. Algo le dice que nada se opondrá a sus ansias de poder y de venganza: Él, Swinthila, se siente el hombre indicado con el objeto preciso. El cáliz será su escudo y su salvaguarda, le traerá la fortuna. Más adelante, cuando él sea rey de los godos, encontrará la copa de ónice, las unirá y llegará a ser el más sabio y poderoso rey que nunca hubiese regido las tierras hispanas.
Se vengará de sus enemigos.
Antes de conciliar el sueño, de pronto, a Swinthila le viene a la mente que Baddo, en la carta, ha mencionado algo más; un hombre, un traidor a su familia. Deberá descifrar el enigma de la muerte de su padre. La conjura que derrocó a Liuva no ha sido totalmente descubierta; debe encontrar al hombre que atentó contra los baltos. Recuerda lo que dice la carta del hombre de Cartago Nova. Quizás aquel hombre sepa dónde se halla el cáliz de ónice. Sí, lo encontrará, y así se romperá el maleficio que pesa sobre los hijos del rey godo. Con la copa completa y el traidor descubierto, la estirpe baltinga, los descendientes de Alarico, el vencedor de Roma, volverán al centro del poder en el mundo.
Con las primeras luces del alba, Swinthila exige a los leñadores que le muestren el camino hacia la costa; forzando a uno de ellos a que lo acompañe; le obliga a caminar deprisa por las montañas, huyendo de los hombres de Ongar que no deben estar lejos. Al atravesar bosques de zarzas y tojos, la ropa del godo se desgarra.
Cuando Swinthila vislumbra a lo lejos el litoral, permite que el rústico que lo ha guiado se marche. Prosigue solo y, algo más adelante, desde un repecho elevado, a lo lejos, puede divisar las murallas empinadas de la ciudad de Gigia, un puerto donde se balancean barcazas de pescadores y algunas naves de mayor calado; más allá, una playa abraza en un arco amplio la bahía. El mar brilla en tonos grises reflejando las nubes de un día oscuro en el que, en la distancia, brama una tormenta.
Gigia se abre ante él, ya han pasado los tiempos del imperio en los que el tráfico de barcos hacia las islas del norte y hacia los puertos francos era continuo. El antiguo puerto de los romanos es ahora un poblado empobrecido. Swinthila atraviesa la muralla, en algunos puntos medio derruida. Apoyadas sobre ella, hacia el interior del recinto, unas casuchas de piedra, con techo de paja y madera, cobijan a la parte más menesterosa de la población. Hay tráfico de gentes dentro de la villa; de un chamizo, sale una madre con un niño en brazos, tiznados por el hollín; más allá, una mujer lleva a su hijo atado a la espalda y apoya un cántaro en la cintura; un pescador repara las redes junto a la casa. Los lugareños miran con prevención a Swinthila, cuando se les acerca, preguntándoles la dirección hacia el acuartelamiento godo. Le indican que sólo tiene que seguir la playa y alcanzar el cerro de Santa Tecla; más allá, junto al puerto, acampan los godos. El cuartel está aislado del resto del puerto y de la ciudad por una empalizada de madera; en la entrada, un soldado imberbe hace guardia:
—¿Quién va?
—Conocerás mi nombre, soy Swinthila, general del ejército godo. Quiero ver a tu capitán.
El soldado examina el aspecto de Swinthila, la ropa desgarrada y el cabello en desorden, la capa raída. Ha oído hablar del general Swinthila, incluso en los últimos tiempos ha llegado hasta la costa un rumor de traición. Observa que la espada del recién llegado es de buena factura y el broche que cierra la capa, de oro con incrustaciones de pasta vítrea en forma de águila. Puede ser verdad o no lo que le dice el supuesto general pero, en cualquier caso, la actitud de Swinthila es la de un hombre que sabe lo que quiere y él, el vigía, es un joven recién llegado a las campañas del norte. Llama a un compañero para no abandonar su puesto, e introduce al hombre de las montañas en la guarnición.
Un antiguo colega de la campaña contra los bizantinos es quien comanda aquel destacamento, un godo de antigua prosapia, el capitán Argimiro. Swinthila sonríe al verlo; la cara de Argimiro continúa mostrando las señales del buen bebedor; unos pómulos eternamente rosados, una mirada brillante y un aliento espeso.
Al ver al general, Argimiro lo abraza con efusividad, diciendo:
—Mi señor Swinthila, se rumoreaba que habíais huido… que erais un traidor.
Swinthila se ríe de él.
—Tan traidor soy yo como tú abstemio…
—Lejos de mí ese pecado. Sí, lo reconozco, me gusta el vino, me gusta mucho… —habla Argimiro con voz pastosa—. En cambio, habéis de saber que no me gusta Sisenando, con él no me llega la soldada. Es un mal militar y un cerdo prepotente, vos sois un soldado aguerrido. Recuerdo la campaña en el sur…
Swinthila le interrumpe, no desea iniciar una conversación de veteranos.
—Argimiro, los hombres de Sisenando me persiguen. Tengo un encargo para el rey. Debo llegar, cuanto antes, a la corte de Toledo.
Argimiro parece despertar de su estado de permanente ebriedad; con voz ya más sobria, le contesta:
—Mañana parte un barco hacia Hispalis. No os será difícil desde allí llegar a la corte… conozco al capitán, un viejo bribón… pero esta noche os albergaréis conmigo… Recordaremos la guerra en el sur. Aquí me muero de aburrimiento y bebo más de lo que debo…
Tras tantos días de peligros y luchas, Swinthila se divierte escuchando las bravatas y fanfarronadas del capitán godo de Gigia. Beben mucho y acaban cantando a voz en grito por los muelles del puerto. Visitan el burdel del poblado y allí Swinthila se despierta con dolor de cabeza por la resaca. Sin embargo, al capitán godo aquello no parece afectarle; por la mañana el humor de Argimiro sigue siendo tan festivo como por la noche. El capitán del fuerte acompaña al general godo al barco, un cascarón de dos palos, que realiza navegación de bajura y lleva carga procedente de las Galias hacia el sur.
—Sé que llegarás lejos, mi viejo amigo Swinthila. Cuando recuperes tu honor y seas un hombre importante, acuérdate de mí y llévame al sur. A las tierras de la Lusitania, allí me aguarda mi familia. Bebo de tristeza y de añoranza. Quiero volver a las tierras donde luce el sol, aquí me pudro con tanta lluvia.
Swinthila lo toma por los hombros y, mirándole a los ojos, le asegura:
—Si en algún momento llego al poder te ayudaré; pero júrame sólo una cosa: si alguien de los cántabros o de los godos llega a este lugar preguntando por mí, confúndele, dile que he ido muy lejos. A las tierras del norte, adonde tú quieras; pero no le digas que he tomado un barco hacia Hispalis. Me persiguen y no cejarán hasta encontrarme.
Argimiro le promete que lo hará y Swinthila sube por la escala de tablas hacia la cubierta. De la misma faltriquera donde guarda la copa, Swinthila extrae unas monedas con las que paga. El capitán del navío no pregunta nada.
En el viaje, el bajel va costeando el litoral cántabro, las suaves costas de la Gallaecia y la hermosa Lusitania. En el largo recorrido, Swinthila tiene tiempo de meditar sobre la carta de Baddo y lo ocurrido en los últimos tiempos. Los pormenores del pasado, que le han llegado con la carta de su madre, se ordenan en su mente.
Una de aquellas noches encuentra a Swinthila desvelado, algo le ronda en la imaginación; algo pugna por abrirse paso en su mente, algo que enciende una luz en su pasado, algo que ocurrió, unos años atrás, en la campaña contra los bizantinos. En aquella época, una mujer le había ayudado. Se llamaba Florentina, y era la hermana de dos obispos célebres, Leandro e Isidoro, una hispana de estirpe senatorial que le curó de heridas en la guerra. Una idea, un recuerdo, un presentimiento se abren paso en la mente de Swinthila. Intuye que ella, Florentina, puede saber parte del secreto, quizá podría ayudarle.
Y es que, cuando en tiempos de Gundemaro, Swinthila fue nombrado espatario real, su primer destino fue la guerra contra los imperiales en la provincia bizantina de Spaniae. Mandaba una centuria y consiguió sus primeras victorias, su fama de buen soldado se extendió por el reino. En aquella campaña, fue herido por primera vez. Al principio, parecía que la lesión no tendría más importancia pero, de pronto, la fiebre y el malestar le hicieron dificultoso el camino. El lugar habitado más cercano era la antigua ciudad de Astigis. Llegaron allí y, al ver que la situación de su capitán se agravaba, sus hombres preguntaron por alguien ducho en el arte de la sanación; les indicaron un convento. La abadesa era aquella mujer que ahora recordaba, de nombre Florentina, una dama muy sabia, capaz de curar y estimada en la comarca. El cenobio era un lugar de clausura; contiguo a él, había un pequeño dispensario en donde algunas de las hermanas dirigidas por ella atendían a los enfermos. En aquel lugar le dejaron sus hombres pensando que quizá moriría. No fue así.
Por la fiebre, Swinthila entró en un delirio profundo. En su desvarío, cuando de tarde en tarde se despertaba, vislumbraba a la abadesa atendiéndole, limpiándole el sudor y cuidándole como una madre cuida a su hijo. Alguna vez la pudo ver sentada junto a su lecho, observándole fijamente. Alguna vez la oyó llorar. Cuando mejoró, pudo observar a Florentina con más detenimiento y percibió en ella el empaque de una gran dama. Una mujer cultivada y aristocrática, una dueña de alcurnia, una matrona romana que, por algún motivo que él no podía entender, se había refugiado en aquel lugar, alejada de lo mundano. Un día, en el que Swinthila se encontraba mejor, ella habló:
—Vuestros hombres, al dejaros aquí, nos dijeron que sois hijo del rey Recaredo.
—¿Le conocisteis?
—No. A él, no.
Swinthila guardó silencio, esperando a lo que pudiera añadir la abadesa, que por su actitud, había tratado a alguien cercano a su familia. ¿Qué sabría de los baltos aquella monja? Sintió curiosidad, la expresión en la voz de Florentina traslucía que un suceso en su vida, relacionado con Recaredo, la había marcado y que aquello estaba aún presente en su mente.
—Conocí a su hermano Hermenegildo.
En su voz había dulzura. En aquel tiempo, Swinthila no había leído la carta de Baddo y todo lo que sabía de Hermenegildo era que había provocado una guerra civil entre los godos.
—¿El traidor…?
—Si lo hubierais tratado no hablaríais así. Hermenegildo era un hombre noble, el más noble que nunca he conocido.
Swinthila percibió que, entre aquella noble dama y el hermano de su padre había existido algún tipo de relación muy cercana. Sin saber por qué, le interrogó de nuevo:
—¿Cuándo le visteis por última vez?
El rostro de ella palideció, como si guardase un secreto del que le resultaba muy doloroso hablar; finalmente se recompuso y le contestó:
—La última vez que le vi, él huía de las tropas del rey Leovigildo. Había estado preso en Toledo y se había marchado a Sevilla, buscando noticias de su esposa.
—… la princesa Ingunda falleció en el camino a Bizancio, dicen que su hijo también…
—Esa noticia se había difundido en el reino, pero él no la podía creer. Decía que estaba seguro de que ella vivía. De hecho permaneció una noche en el convento y me pidió que le ayudase, como así lo hice. Él confiaba en mí.
¿Sí…?
De pronto, Swinthila notó que ella se sentía tímida, como una mujer madura que confiesa algo íntimo a un hombre mucho más joven que ella.
Finalmente, se sinceró:
—Cuando yo era joven, él quería contraer matrimonio conmigo…
Enrojeció, aún más, al pronunciar aquellas palabras.
—… pero era un tiempo en el que las leyes se oponían… y yo… yo tenía otro destino.
Movió las tocas de su hábito como para olvidar el pasado, elevó los párpados de unos ojos que en su día habían sido hermosos y, por último, explicó:
—Hermenegildo veía más allá. Era un hombre singular. El más singular que nunca he conocido, dominaba el arte de la curación y muchos decían que tenía la capacidad de ver el futuro… Me dijo que su madre también poseía este don.
—¿Nunca más volvisteis a verle?
Ella se mostró confusa y tras pensar un tiempo la respuesta, titubeando, le contestó:
—No lo sé.
—¿Qué queréis decir?
No quería hablar, como si guardase un secreto doloroso. Swinthila aguarda pacientemente. Al fin, ella le dice:
—Pensaréis que estoy loca. Poco después de aquella última vez que hablé con él, sé que fue apresado por los esbirros de su padre; fue juzgado y ejecutado por traidor. Sin embargo, bastantes años más tarde, los soldados del imperio asolaron Astigis. Yo, abadesa de este lugar, debí defender a mi grey y me enfrenté a ellos. Entonces, entre los que pretendían entrar en el convento, distinguí a un hombre…
Ella se levantó de donde estaba sentada, nerviosa, no sabiendo si Swinthila la iba a creer. Después prosiguió:
—Un hombre tan parecido a Hermenegildo como no os lo podéis imaginar: muy alto, delgado, con cabellos oscuros y sus mismos ojos claros, de un azul intenso.
En aquel momento, Swinthila no dio importancia a lo que la monja le decía. Le parecieron supercherías de una mujer encerrada en un convento, que creía ver a un antiguo amor de juventud en un soldado bizantino joven. Tras leer la carta de Baddo, todo era distinto. La abadesa había visto al mismo hombre que, de alguna manera, desencadenó la muerte de Recaredo.
Por eso, aquella noche en el barco que le conduce a Hispalis, Swinthila, uniendo ideas, comprende que debe hablar de nuevo con la abadesa. Decide desviarse en su camino, desde las tierras del norte a la corte de Toledo, y encaminarse a Astigis. Entonces Swinthila recuerda también cómo su padre, en su lecho de muerte, dijo que seguía viendo a Hermenegildo. ¿Es posible que las alucinaciones de su padre en la agonía estuviesen provocadas por alguien real? Porque si había sido así, detrás de la muerte de su padre existió una trama que era preciso aún desvelar; una trama amenazadora y maligna.
Tras unas semanas de navegación en calma, el barco llega a la bahía, la hermosa bahía gaditana, y enfila el estuario del gran río de los tartessos. A los lados, las marismas colmadas de cormoranes y patos. Entre los juncos, algún caballo; más allá de las riberas, cerca de la costa, crecen palmeras y, más en la lejanía, pinos. El barco avanza lentamente, cauce arriba. El día es claro, sin nubes en el horizonte. Cruzan villorrios de pescadores y al fin desembarcan en la ciudad del Betis.