Hijos de un rey godo (78 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

En dos jornadas llegan a Bilbilis;
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la antigua ciudad de los lusones, la patria del poeta Marcial, encaramada a un cerro; desde allí, a un día de marcha alcanzan Cesaraugusta. En una fértil planicie, se alza la ciudad junto al río Ibero. Los restos romanos han sido fortalecidos por una imponente muralla, que ha resistido al empuje de los vascones, el ataque de vándalos y alanos, y a las sucesivas luchas contra los francos.

Al acercarse, desde el alto de la Muela, los godos ven los campos, quemados por la furia del enemigo, pero ya no hay rastro de él. Los vascones han huido ante el ejército godo que avanza. Braulio, obispo de la urbe, y su máxima autoridad política, sale a recibir al ejército a las puertas de la muralla. Es un hombre maduro, de rostro recio, como cincelado por un herrero.

—Los vascones quieren recuperar sus tierras… dicen que el valle del río Ibero perteneció a sus antepasados y que es suyo —explica Braulio—. Si ellos no pueden poseerlo, impedirán que nadie lo haga. Además viven de la rapiña. Mi señor…, ¡debéis poner fin a esta barbarie! Roban, destrozan las cosechas, se llevan a las mujeres.

—¿Dónde están ahora…? —pregunta Swinthila.

—Al conocer que vuestro ejército se aproximaba huyeron a las montañas.

—Iré a cazarlos como a ratones en su madriguera…

—Necesitaréis alguien que os guíe… Las montañas vascas son difíciles de penetrar para el que no las conoce. Estarán ocultos en los montes, para tenderos emboscadas a la menor oportunidad. Los vascones son muy valientes, guerreros inteligentes y muy bravos, extremadamente temerarios en la defensa de su tierra.

—¿Conocéis a alguien que pueda servirnos de guía? —pregunta el rey.

—Quizá sí; pienso ahora en una persona en quien podéis confiar, es un renegado, un hombre que odia a los vascones, siendo como es uno de ellos. Será un buen confidente, alguien que os pueda guiar por los vericuetos que sólo ellos conocen…

Braulio hace que venga el guía, un hombre que ha sido expulsado de las tierras vascas por querer comerciar con los godos. Se rebeló frente a los jefes de los vascones y ha sido expulsado del territorio. Le han destruido sus tierras y propiedades, matando a su familia. Quiere vengarse. Los conoce bien porque es uno de ellos.

—Nunca os atacarán en campo abierto… —expone claramente.

—¿Entonces…?

—Debéis ir destruyendo, uno a uno, los principales puestos de combate, las haciendas de los cabecillas… Yo os guiaré. No necesitáis emplear todo el ejército, debéis dividirlo e ir atacando los lugares que os indico. Lo mejor es atacar a la vez en muchos puntos con dureza y sin piedad, para que no puedan ayudarse entre sí.

El rey decide actuar según las indicaciones del renegado; divide el potente ejército godo en varias escuadras, cada una de ellas debe atacar por separado los distintos puestos enemigos, los refugios en las montañas, casi fortalezas donde se resguardan los jefes de los vascones. El ataque se hace simultáneamente, en una maniobra perfecta, de tal forma que los distintos grupos vascones queden aislados. Swinthila ordena destruir todas las guaridas de los rebeldes. Pone a Ricimero al frente de uno de los batallones, es su primera salida a la guerra; y el muchacho lucha enardecido, destrozando a sus enemigos.

La victoria es total, se obtienen numerosos rehenes que son sometidos y utilizados para la reconstrucción de la antigua fortaleza de los íberos sobre un altozano, Oligitum.
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Los rebeldes vascones apresados en la campaña, esclavizados y sometidos con dureza, se revuelven contra sus captores, pero Swinthila no tiene piedad.

El rey godo envía a Ricimero a Cesaraugusta para comunicar la victoria y preparar su entrada triunfal, mientras él permanece al frente de las obras de la nueva ciudad. Será una urbe como Recópolis, la ciudad que Leovigildo construyó a Recaredo, una ciudad que se recordará a lo largo de la historia. El rey hace que los hombres trabajen a destajo, supervisando personalmente los planos y las edificaciones.

Al fin, ordena el regreso a Cesaraugusta. Al llegar, las campanas de las iglesias repican con fuerza cantando la gloria y la alabanza del rey de los godos, el glorioso rey Swinthila, nunca derrotado por sus enemigos.

Una nueva victoria, la copa le protege.

Swinthila anhela verla, beber de ella. Por lo arriesgado de la campaña, la ha dejado oculta en Cesaraugusta, y al rey no gusta separarse de su más preciado tesoro. Ha conseguido vencer a todos sus enemigos. Piensa que él, Swinthila, es invulnerable, desea beber una vez más de la copa de poder; por ello, con paso firme penetra deprisa en las estancias reales del palacio godo de Cesaraugusta, abre el cofre que contiene lo más valioso de su reino.

El cofre está vacío.

El rey godo busca el cáliz sagrado con desesperación, llama a la guardia y nadie sabe nada. Ordena que torturen a todos los que han custodiado la cámara real, pero ninguno confiesa nada a pesar del tormento. Nadie ha visto nada. La copa se ha desvanecido. Alguien se ha atrevido a penetrar en las habitaciones del rey, alguien que no ha sido visto por nadie. Swinthila sólo logra averiguar que un hombre ciego con la mano cortada estuvo en la ciudad y se acercó al palacio. Ordena que lo busquen, pero se ha desvanecido sin dejar rastro.

En las torres

Ardabasto ha sido encerrado en un aposento dentro de una de las torres que coronan el palacio de los reyes godos. Una estancia amplia, como corresponde al legado imperial, constantemente vigilada por la guardia. Se abre a una gran terraza cuadrangular, desde la que se ve el Tagus, y se divisan las otras torres y los torreones de vigía ornados con gallardetes y banderas. En el cielo límpido de Toledo no cruza una nube. Los gorriones y alguna golondrina, que ha labrado su nido en la pared, lo acompañan. En una de las esquinas de la terraza hay una antigua garita de vigía que no se utiliza desde hace años.

Ardabasto quiere huir de aquel lugar.

La conversación con Swinthila le ha sumido en una angustiosa zozobra, la gélida mirada del rey se ha clavado en su mente, recuerda una y otra vez la crueldad que el monarca ejerció contra sus compatriotas en Cartago Spatharia; es bien conocida la fama de Swinthila de hombre despiadado. No, Ardabasto no quiere morir, no ahora, cuando todavía no ha cumplido la misión a la que ha venido a aquellas tierras. Desea huir de aquel lugar cada vez más peligroso, en el que se consume de ociosidad, un lugar que puede ser la antesala del patíbulo.

El bizantino va examinando las estancias que constituyen su prisión piedra a piedra, madera a madera buscando un lugar por donde escapar. Podría descolgarse por la almena, pero el precipicio se abre sobre el Tagus, por allí no hay salida, el río se despeña al sol, sus aguas refulgen; las rocas rodean la corriente, amenazadoras. En el terrado, desde donde Ardabasto divisa el río, hace calor, un calor abrasador. Para aliviar un tanto el sofoco, el bizantino busca la sombra del antiguo torreón del vigía, abre la puerta y se introduce dentro. Es un lugar estrecho, no huele bien. En la garita sólo tiene cabida un pequeño catre desvencijado, detrás del cual se abre una portezuela. El legado retira las maderas del catre e intenta abrir la puerta; ha sido clausurada, claveteada con dos estacas. Ardabasto es un hombre fuerte, acostumbrado a combatir. Tras varios esfuerzos, la puerta cede y se abre a un pequeño pasadizo oscuro, por el que posiblemente tiempo atrás se realizaría el cambio de guardia. Baja torpemente unos escalones apoyándose en la pared; todo está oscuro, la luz que queda a sus espaldas, poco a poco, suavemente va desapareciendo. El antiguo pasadizo es una rampa que desciende hacia las murallas del alcázar, el bizantino avanza lentamente con suma precaución, el corredor tuerce hacia la izquierda. Al final, el pasadizo está cerrado. Ardabasto, tras su inicial desilusión, comienza a palpar las piedras con las que lo cegaron tiempo atrás, aprecia que son de mediano tamaño y que no están pegadas entre sí por argamasa. Extrae una piedra sin dificultad; después, poco a poco, durante horas, va retirándolas pacientemente, una tras otra. Al final, una luz tenue se introduce por el hueco que ha conseguido abrir entre ellas.

Se hace tarde y, si sus carceleros entran en el aposento donde ha sido encerrado, no tardarán en descubrir que ha encontrado una salida. Vuelve ágilmente sobre sus pasos; al llegar a la terraza, el sol descendiendo sobre el Tagus, lo deslumbra con sus últimos rayos.

Día tras día, Ardabasto va quitando las piedras que obstaculizan la luz del túnel y las arroja, por la noche, al barranco. Finalmente, logra un hueco que es capaz de atravesar. Más allá de la oquedad, hay una puerta con una pequeña reja, desde donde divisa la guardia haciendo la ronda por las almenas. Acecha hasta que se alejan y entonces intenta una vez más abrir la puerta. No cede al primero ni al segundo intento. El bizantino debe cejar en su empeño porque de nuevo se acerca la guardia. Quieto, escucha el paso rítmico de los soldados que, al fin, se alejan de nuevo. Una y otra vez vuelve sobre su objetivo, el hierro enmohecido de los goznes cede al fin haciendo un ruido chirriante.

Camina, agachado por el adarve de la muralla, durante un espacio de tiempo que le parece eterno. El sol calienta fuerte, pero él se resguarda bajo el murete que protege a uno y a otro lado el adarve o tras alguna almena, evitando de este modo ser visto. Corre deprisa, pero sin rumbo. El alcázar es un laberinto, cruza de una torre hasta la siguiente. Se da cuenta de que no está llegando a ningún sitio, puede ser descubierto en cualquier momento; sus vestiduras, las de un oriental, le delatarán.

Es entonces, tras un tiempo en el que se ha cansado de caminar por las almenas, sin encontrar la salida y con el temor de que su ausencia sea descubierta por la guardia, cuando un sonido distinto hace que se ponga en tensión. Más allá, abajo, en el interior del castillo de los godos, oye unas voces, voces femeninas que ríen. Desde lo alto de la muralla, intenta divisar de dónde provienen. En la parte baja del castillo hay un hermoso jardín, con rosales y vides emparradas. Una mujer joven alza sus brazos para recoger las rosas, mientras su pelo claro le cae hacia atrás. Al descubrirla Ardabasto se queda absorto durante un segundo; ella es la hija de Swinthila; después la contempla ávidamente, quizá no pueda volver a verla nunca más.

Escucha ruidos tras de sí, de nuevo avanza la guardia. Desde el jardín donde está Gádor unas escaleras de piedra suben hasta el adarve, semiocultas entre plantas trepadoras. El bizantino desciende por ellas, ocultándose entre la hiedra hasta llegar al suelo de aquel patio ajardinado.

Gádor se gira al escuchar el ruido y, al verle, su hermoso rostro enrojece. Los ojos de la princesa goda se abren asombrados. Él se lleva un dedo a los labios, mientras que con la mirada le ruega que guarde silencio y que le oculte. Gádor sabe que, en cualquier momento, entrarán sus compañeras. Con un gesto le indica que la siga conduciéndole hacia una pequeña abertura en el muro, tapada por la hiedra. Allí guardan sus aperos los hombres que cuidan el jardín.

—¡No os mováis de aquí…! —le indica ella en un susurro.

Fuera se alzan voces femeninas preguntando por la hija de Swinthila. Ella las distrae con una excusa banal y logra que se ausenten de nuevo. Después entra en el improvisado escondite de Ardabasto.

—¿Estáis bien? En la corte se rumoreó que queríais alzaros contra el rey… que ibais a ser condenado a muerte. Yo… Yo estaba muy asustada, muy preocupada por vos.

—Vuestro padre quiere matarme.

—¿Cómo es posible? ¿Qué habéis hecho?

—Nada —responde él—. El rey Swinthila ha descubierto quién soy realmente y piensa que puedo ser un competidor. Gádor, necesito vuestra ayuda. Necesito que confiéis en mí.

—¿Quién sois realmente? —le pregunta inquieta.

—Procedo de la casa real baltinga, desciendo de Hermenegildo, para algunos de los godos, un rebelde y un usurpador; pero para muchos, un mártir y el verdadero rey de los godos. Vuestro padre sabe bien que aún hay gentes que guardan su recuerdo y teme que haya venido a Hispania a recuperar mis derechos, como una vez lo hizo mi padre…

—¿No es así…? —dice ella.

—No. No deseo el poder. Los godos me son ajenos. Yo pertenezco al Imperio romano oriental. Mi misión es otra.

En frases cortas y rápidas el bizantino le revela todo su pasado y el verdadero motivo por el que ha llegado a las tierras hispanas. Así, ella va conociendo la infancia de él en la Tingitana, en las provincias bizantinas del norte de África; donde creció con la familia del exarca de Cartago, Heraclio. Siempre supo que no era hijo de Heraclio; pero su minoría de edad transcurrió tan plácidamente como era posible en aquellos agitados tiempos. Sabía que sus padres habían sido asesinados en la rebelión de Focas, pero en la familia de Heraclio no le educaron en la venganza sino en el olvido y el perdón.

Cuando Ardabasto no había cumplido los diez años, ante los actos de terror perpetrados por el tirano Focas y los extensos territorios perdidos ante los persas, ante la invasión de los Balcanes por ávaros y eslavos, Heraclio armó una flota que puso rumbo a Egipto, donde se le unió la armada local. Desde allí, partió hacia Constantinopla, reclutando seguidores, especialmente del partido de los verdes,
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que odiaban a Focas. Una vez en Constantinopla, derrocaron al usurpador, asesino de Mauricio y su familia, lo ejecutaron, y derrumbaron la estatua del tirano en el hipódromo.

El exarca de Cartago fue proclamado emperador en el momento más difícil de Bizancio, cuando la situación en todos sus frentes era absolutamente desesperada. Sin embargo, Heraclio salvó la crisis y fortaleció el imperio. Ardabasto creció en Constantinopla y se adiestró en el ejército bizantino, llegando a ser un alto oficial; combatió con el emperador en los diversos frentes que constantemente se abrían en uno y otro lado del imperio.

En el extremo más occidental de los dominios bizantinos, en el Levante hispano, Cartago Spatharia estaba siendo acosada por los godos. Heraclio quiso enviar allí a alguien de su total confianza, como legado y gobernador de la provincia bizantina de Spaniae. El elegido fue Ardabasto, siendo como era, un hijo para él. Antes de partir para Cartago, el emperador le entregó unos viejos legajos. Eran pergaminos antiguos, cartas de su abuelo Hermenegildo, dirigidas a Atanagildo, su padre. Aquellos documentos eran enigmáticos y oscuros, hablaban de una copa sagrada. Se referían una y otra vez a la reina de los francos, Brunequilda, que iba a ser su aliada. Revelaban también que una abadesa, Florentina, en la ciudad de Astigis, conocía el secreto de una copa de poder. Se decía que el destino de la familia de Atanagildo estaba ligado a una copa, el cáliz sagrado que les conduciría a la verdad y al bien. Cuando Ardabasto lo encontrase debería reintegrarlo a un lugar del norte de Hispania. Por eso, él había venido a aquellas tierras, buscando cumplir su misión.

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