Authors: Homero
—¡Oh niño, que en esa cama estás acostado! Muéstrame enseguida las vacas, o pronto nos separaremos de inconveniente manera. Te cogeré y te arrojaré al Tártaro tenebroso, a la oscuridad siniestra e ineluctable; y ni tu madre ni tu padre podrán librarte y traerte a la luz, sino que andarás errabundo debajo de la tierra e imperarás sobre pocos hombres.
Y Hermes respondióle con astutas palabras:
—¡Letoída! ¡Qué palabras tan crueles proferiste! ¿Y vienes aquí buscando las vacas agrestes? No las vi, no supe de ellas, ni oí que nadie hablara de las mismas; no puedo denunciarlas, ni alcanzar el premio de la denuncia; ni me parezco a un hombre fuerte, cuatrero de bueyes; ni es ésa mi labor, sino que antes me cuido de otras cosas: del sueño, de la leche de mi madre, de llevar los pañales en los hombros, y de los baños calientes. Que nadie sepa de dónde se ha originado esta disputa, pues fuera para los inmortales una gran maravilla que un niño recién nacido atravesara el vestíbulo con las vacas agrestes; tú lo afirmas insensatamente. Y si quieres, prestaré un gran juramento por la cabeza de mi padre: ni confieso que yo mismo sea el autor, ni vi a ningún ladrón de tus vacas, sean cuales fueren, sino que sólo lo sé de oídas.
Así habló; y echando frecuentes relámpagos por debajo de sus párpados, movía las cejas, miraba acá y allá y silbaba fuerte, mientras oía el ineficaz discurso. Y, riendo blandamente, le dijo Apolo, el que hiere de lejos:
—¡Oh querido, embustero, maquinador de engaños! Figuróme que con frecuencia horadarás por la noche casas ricamente habitadas, derribarás al suelo más de un varón y robarás sin estrépito la morada, cuando dices tales cosas. También afligirás a muchos pastores campestres, en los vericuetos del monte, cuando, ávido de carne, salgas al encuentro de las vacadas y de las lanudas ovejas. Mas, ea, para que no duermas ahora tu último y postrero sueño, baja de la cuna, oh compañero de la negra noche. Y luego tendrás este honor entre los inmortales: serás llamado capitán de ladrones todos los días.
Así dijo; y Febo Apolo cogió el niño y fue a llevárselo. Pero entonces el fuerte Argifontes, recapacitando, se levantó sobre las manos que lo sujetaban y dejó escapar un augurio, obrero atrevido del vientre, nuncio abominable. Luego estornudó estrepitosamente, y Apolo, al oírlo, echó de sus manos al suelo al glorioso Hermes. Sentóse luego frente a él y, aunque deseoso de emprender el camino, dijo así zahiriendo a Hermes:
—Tranquilízate, niño en pañales, hijo de Zeus y de Maya. Con estos augurios pronto hallaré las fuertes cabezas de mis vacas, y tú mismo me enseñarás el camino.
Así habló. Levantóse rápidamente el cuerdo Hermes y, andando con pena, sujetó con las manos a ambas orejas los pañales que envolvían sus hombros y dijo estas palabras:
—¿Adonde me llevas, oh tú, el que hiere de lejos, el más violento de todos los dioses? ¿Por qué me acometes, irritado de tal suerte por tus vacas? Oh dioses, ojalá pereciera la raza bovina, pues ni yo robé tus vacas ni vi que otro lo hiciera, sean cuales fueren las vacas, sino que sólo lo sé de oídas. Concédeme y acepta que este pleito lo falle Zeus Cronión.
Así exponían claramente estas cosas, una por una, el solitario Hermes y el preclaro hijo de Leto; pero su ánimo era diferente: el último, después de una verdadera pesquisa, no acusaba injustamente al glorioso Hermes respecto de las vacas; mientras que el cilenio se proponía engañar con ardides y con palabras seductoras al que lleva argénteo arco. Mas después que el muy ingenioso se encontró con el de los abundantes recursos, Hermes echó a andar apresuradamente por la arena y le seguía el hijo de Zeus y de Leto. Pronto los gallardos hijos de Zeus llegaron a la cima del oloroso Olimpo, al padre Cronión; pues allí estaba para ambos la balanza de la justicia. La serenidad envolvía el nevoso Olimpo, y los dioses imperecederos se habían reunido al descubrirse la Aurora de áureo trono. Hermes y Apolo, el del arco de plata, se detuvieron ante las rodillas de Zeus; y Zeus altitonante interrogó a su ilustre hijo, dirigiéndole estas palabras:
—¡Febo! ¿De dónde traes ese agradable botín, ese niño recién nacido que tiene el aspecto de un heraldo? Grave asunto se presenta al concilio de los dioses.
Respondióle a su vez el soberano Apolo, el que hiere de lejos:
—Oh padre, pronto oirás una relación que no tiene desperdicio, tú que me zahieres diciendo que soy el único aficionado al botín. Después de recorrer un gran espacio, hallé a este niño, a este ladrón manifiesto, en los montes de Cilene; tan fullero, como yo no he visto otro, ni entre los dioses ni entre los hombres, de cuantos engañan a los mortales sobre la tierra. Habiéndome robado las vacas de la pradera, se las llevó por la tarde a lo largo del estruendoso mar, y las condujo derechamente a Pilos; y las huellas eran de dos maneras y de tal suerte monstruosas que podían admirarse como obra de un ilustre dios. En el negro polvo aparecían las pisadas de las vacas, pero con la dirección cambiada, mirando al prado de asfódelos; y él mismo, infatigable, andaba separadamente por el lugar arenoso, no con los pies ni con las manos, sino que recorría el camino poniendo en juego algún otro ardid, y dejaba unas señales monstruosas como si anduviera sobre tenues ramos de encina. Mientras fue por terreno arenoso, todas las huellas se destacaban muy fácilmente en el polvo; una vez pasado el gran camino de arena, ya se hicieron invisibles las pisadas de las vacas y las de él mismo en un suelo más duro; pero un mortal lo vio cuando llevaba derechamente a Pilos aquella casta de vacas de ancha frente. Luego que las tuvo encerradas en el establo y que hubo ejecutado astutamente durante el camino unas cosas acá y otras allá, se echó en su cuna, parecido a la negra noche, en el sombrío antro, en la oscuridad; y ni el águila de penetrante mirada le habría visto. A menudo se frotaba los ojos con las manos, urdiendo tretas. Y enseguida dijo sin rebozo estas palabras: «No las vi, no supe de ellas, ni sé que nadie hablara de las mismas; no puedo denunciarlas ni alcanzar el premio de la denuncia.»
Cuando así hubo hablado, sentóse Febo Apolo; y Hermes pronunció estas otras palabras ante los inmortales, dirigiéndose al Cronión que impera sobre todo los dioses:
—¡Padre Zeus! Yo te diré solamente la verdad, pues soy sincero y no sé mentir. Hoy ha venido éste a mi casa, cuando apenas rayaba el sol, buscando unas vacas de tornadizos pies; y no traía dioses bienaventurados por testigos o veedores. Me mandó con gran violencia que se las mostrara y me amenazó muchas veces con arrojarme al anchuroso Tártaro; porque él está en la tierna flor de la gloriosa pubertad, mientras que yo nací ayer —cosas que sabe muy bien— y en nada me parezco a un hombre fuerte, cuatrero de bueyes. Convéncete, ya que te glorías de ser mi padre amado, de que no llevé las vacas a casa —¡así sea feliz como es cierto!— y de que ni siquiera transpuse el umbral: te lo digo sinceramente. Mucho reverencio al Sol y a los demás dioses, y te amo a ti, y temo a éste: sabes tú mismo que no tengo culpa, pero añadiré aún un gran juramento: No, por estos adornados vestíbulos de los inmortales, no soy culpable. Quizás algún día le pague a éste, por robusto que sea, tan cruel pesquisa; pero tú ayuda a los que son más jóvenes.
Así habló, guiñando los ojos, el cilenio Argifontes; el cual tenía los pañales encima del brazo y no los soltaba. Zeus se rió mucho al ver que el artero niño negaba tan bien y tan hábilmente lo de las vacas. Pero mandó a entrambos que, puestos de acuerdo, las buscaran; y al mensajero Hermes que fuese el guía y mostrase, sin dañosa intención, dónde había escondido las fuertes cabezas de las vacas. Hizo el Cronida una señal con su cabeza y obedeció el preclaro Hermes; pues la decisión de Zeus, que lleva la égida, persuade fácilmente.
Los dos gallardos hijos de Zeus se apresuraron a partir y llegaron a la arenosa Pilos y al vado del Alfeo y a los campos y al establo de elevada techumbre donde la presa había sido encerrada durante la noche. Allí Hermes atravesó enseguida el pétreo umbral y sacó a la luz las fuertes cabezas de las vacas; y el Letoída, volviendo los ojos a otro lado, vio las pieles bovinas sobre la escarpada roca y al momento interrogó al glorioso Hermes:
—¿Cómo has podido degollar dos vacas, oh doloso, siendo como eres recién nacido e infante todavía? Yo mismo estoy admirado de la fuerza que tendrás luego, pues no te precisa crecer mucho, oh cilenio, hijo de Maya.
Así dijo; y con las manos retorció las fuertes ligaduras... de agnocasto; y ellas se plantaron pronto y con facilidad en la tierra, debajo de los pies, allí mismo, confusamente vueltas las unas hacia las otras, junto a todas las agrestes vacas, por la voluntad de Hermes, que oculta su pensamiento. Apolo, al verlo, quedó admirado. Entonces el fuerte Argifontes miró de soslayo el lugar, lanzando fuego por los ojos..., deseando ocultarse. Pero fácilmente apaciguó al hijo de la gloriosa Leto, al que hiere de lejos, de la manera que quiso, aunque este último era robusto: tomando la tortuga con la mano izquierda, la probó con el plectro parte por parte: resonó aquélla fuertemente debajo de la mano, y Febo Apolo sonrió gozoso, pues el grato sonido de la voz divina había penetrado en su mente y un dulce deseo se apoderaba de su ánimo al escucharla. Tocando, pues, amablemente la lira, el hijo de Maya cobró ánimo y se puso a la izquierda de Febo Apolo; y pronto, además de tocar melodiosamente, cantaba un preludio —una agradable voz salía de su garganta— y celebraba a los inmortales dioses y la tierra oscura, cómo las primeras cosas empezaron a existir y de qué manera alcanzó cada ser lo que le estaba destinado. Honró con el canto, antes que a las demás deidades, a Mnemosine, madre de las Musas, a quien fue asignado por la suerte el hijo de Maya; y, enseguida, el preclaro hijo de Zeus fue celebrando a los inmortales dioses según su antigüedad y la manera cómo nació cada uno, refiriéndolo todo convenientemente y pulsando la cítara que apoyaba en el brazo. Apolo sintió en su pecho que un irresistible deseo se le adueñaba del ánimo, y, dirigiéndose a Hermes, profirió estas aladas palabras:
—¡Matador de vacas, maquinador hábil, compañero celoso del festín! Tú haces cosas que valen tanto como cincuenta vacas. Creo que pronto nos separaremos pacíficamente. Mas ea, dime ahora, oh ingenioso hijo de Maya: ¿esas obras admirables han sido propias de ti desde tu nacimiento, o alguno de los inmortales dioses o de los mortales hombres te dio ese espléndido presente y te enseñó el divino canto? Pues oigo esa nueva y admirable voz que nunca oí de ninguno de los hombres ni de ninguno de los inmortales que poseen olímpicas moradas, sino solamente de ti, oh ladrón, hijo de Zeus y de Maya. ¿Cuál es esta arte? ¿Cuál esta musa de las irremediables inquietudes? ¿Cuál esta habilidad? Verdaderamente tres cosas se presentan a un mismo tiempo en ella, pues sirve para el deleite, para el amor y para coger el dulce sueño. Soy compañero de las Musas Olímpicas que tienen a su cuidado las danzas, la ilustre norma del canto, la modulación floreciente y el sonido encantador de las flautas; pero jamás ninguna otra cosa preocupó de tal suerte a mi espíritu como las hábiles acciones de los mancebos en los festines. Admiro, oh hijo de Zeus, cuan deliciosamente tocas la cítara. Ahora, ya que, siendo aún pequeñito, tienes nobles pensamientos, siéntate, querido, y canta las alabanzas de los más antiguos. Gloria habrá para ti y para tu madre entre los inmortales: voy a decírtelo sinceramente: sí, por este dardo de cornejo, yo te conduciré glorioso y feliz a los inmortales, te haré espléndidos presentes y no te engañaré jamás.
Respondióle Hermes con astutas palabras:
—Muy hábilmente me interrogas, oh tú que hieres de lejos, pero no me opondré a que aprendas mi arte. Hoy mismo lo sabrás. Quiero ser suave contigo con el pensamiento y con las palabras, ya que tu mente conoce bien todas las cosas. Porque tú, que eres bueno y fuerte, te sientas el primero entre los inmortales; a ti te quiere el próvido Zeus con toda justicia y te ha dado espléndidos presentes y honores; y dicen, oh tú que hieres de lejos, que tú has aprendido de boca de Zeus los vaticinios y todas las cosas divinas: sé yo mismo que de todo ello eres rico. De ti depende aprender lo que anhelas. Mas, puesto que tu ánimo desea pulsar la cítara, canta y pulsa la cítara y toma a tu cargo los placeres, recibiéndolo todo de mí; y tú, oh querido, dame gloria. Canta con arte, teniendo en las manos esta compañera de melodiosos sonidos que sabe hablar pulcra y convenientemente; y llévala tranquilo al abundante festín, a la encantadora danza y al cosmos amante de la gloria, regocijo de la noche y del día. A quien la interrogue siendo docto en el arte y en la sabiduría, le enseñará toda suerte de cosas gratas a la inteligencia, jugando fácilmente con las acostumbradas blanduras y huyendo de un trabajo penoso; mas a aquel que, inexperto, empezare a interrogarla con violencia, al punto le sonará en vano, desentonada e imprecisamente. De ti depende aprender lo que anhelas. Yo te regalaré esta cítara, ilustre hijo de Zeus; y luego, oh tú que hieres de lejos, con las agrestes vacas ocuparemos los pastos del monte y de la llanura criadora de caballos. Allí las vacas, después de unirse con los toros, parirán en abundancia y mezcladamente machos y hembras; y así no es preciso, por ávido que seas, que continúes irritado con tan excesiva vehemencia.
Así habiendo hablado, le ofreció la cítara, que tomó Febo Apolo; y éste, a su vez, concedió a Hermes que cuidara de las vacadas, usando un luciente látigo, que el hijo de Maya aceptó gozoso. El hijo glorioso de Leto, el soberano Apolo, el que hiere de lejos, cogió la cítara con la mano izquierda y la fue probando con el plectro parte por parte; la cítara resonó de penetrante modo y el dios cantó hermosamente.
Entonces hicieron volver las vacas al florido prado, y ellos, los gallardos hijos de Zeus, regresaron al nevoso Olimpo, deleitándose con la cítara; y el próvido Zeus se alegró y los juntó en amistad. Hermes amó constantemente al Letoída, como le ama todavía, desde que entregara como prenda la deliciosa cítara al que hiere de lejos, y éste, una vez instruido, se la pusiera al brazo y la pulsara; y Hermes descubrió también el arte de otra habilidad, pues produjo la voz de las siringas que se oye de lejos. Entonces el Letoída dirigióse a Hermes con estas palabras: