Authors: Homero
—¡Hombres ignorantes y sin juicio para prever el bien o el mal que el hado nos ha de traer! También tú, con tus imprudencias, has cometido una falta grandísima. Sépalo, pues, el agua implacable de la Estix, juramento de los dioses: hubiera librado de la muerte y de la vejez por todos los días a tu hijo amado, otorgándole imperecedero honor; y ahora ya no le será posible evitar la muerte y las Parcas. Mas el imperecedero honor le acompañará siempre, porque subió a mis rodillas y durmió en mis brazos. Cuando, transcurriendo los años, llegue a la edad madura, los hijos de los eleusinios trabarán mutuos combates y terribles luchas todos los días. Yo soy la venerada Deméter, que representa la mayor utilidad y alegría así para los inmortales como para los mortales. Mas, ea, lábreme todo el pueblo un gran templo con su altar al pie de la ciudad y de su alto muro, sobre el Calícoro, en la prominente colina; y yo, en persona, os enseñaré los misterios para que luego aplaquéis mi mente con santos sacrificios.
Habiendo hablado así, la diosa mudó de estatura y forma, arrojó la vejez y espiró belleza por todas partes: sus perfumados peplos esparcieron agradable olor, brilló hasta lejos la claridad que despedía el cuerpo inmortal de la diosa, flotaron sobre sus hombros los rubios cabellos, y la sólida casa se llenó de un resplandor parecido al relámpago. Entonces salió de la sala, y al punto desfallecieron las rodillas de Metanira, que estuvo largo tiempo sin voz y sin acordarse en absoluto del hijo que le había nacido en la vejez, para levantarlo del suelo. Pero la voz lastimera del niño fue oída por sus hermanas, que saltaron de los lechos de hermosas colchas: una de ellas levantó al infante con sus manos y se lo puso en el seno, otra encendió fuego, y otra acudió ligera moviendo las tiernas plantas para que su madre se alzara del flagrante tálamo. Reunidas alrededor del niño, que estaba palpitando, lo lavaron y acariciaron; pero no se le aquietó el ánimo, porque lo tenían unas amas y nodrizas muy inferiores.
Éstas, temblando de miedo, apaciguaron durante toda la noche la gloriosa deidad; y, al descubrirse la Aurora, refirieron verazmente al poderoso Celeo lo que había mandado la diosa Deméter, la de bella corona. Celeo, habiendo convocado al numeroso pueblo para que se reuniera en el ágora, ordenó que se erigiera un rico templo y un altar a Deméter, la de hermosa cabellera, en la prominente colina. Muy pronto le obedecieron, escucháronle atentos mientras les hablaba y, tal como se lo mandó, labraron un templo que fue creciendo por la voluntad de la diosa.
Después que lo acabaron y cesaron de trabajar, se fueron para volver a sus respectivas casas; y la blonda Deméter se estableció en él y allí se quedó, lejos de los bienaventurados todos, carcomiéndose de la soledad que sentía por su hija, la de profunda cintura. E hizo que sobre la fértil tierra fuese aquel año muy terrible y cruel para los hombres; y el suelo no produjo ninguna semilla, pues las escondía Deméter, la de bella corona. En vano arrastraron los bueyes muchos corvos arados por los campos e inútilmente cayó en abundancia la blanquecina cebada sobre la tierra. Y hubiera perecido por completo el linaje de los hombres dotados de palabra a causa del hambre feroz, privándose a los que poseen olímpicas moradas del honor de las ofrendas y de los sacrificios, si Zeus no lo hubiese notado y considerado en su ánimo. Primeramente incitó a Iris, la de áureas alas, a que llamara a Deméter, la de hermosa cabellera y aspecto amabilísimo. Así se lo recomendó; y ella, obedeciendo a Zeus Cronión, el de las negras nubes, recorrió velozmente con sus pies el espacio intermedio. Llegó a la perfumada ciudad de Eleusis, halló en el templo a Deméter, la del cerúleo peplo, y hablándole le dijo estas aladas palabras:
—¡Deméter! Te llama el padre Zeus, conocedor de lo eterno, para que vayas a do están las familias de los sempiternos dioses. Ve, pues, y no sea ineficaz mi palabra que procede de Zeus.
Así dijo, rogando; pero el ánimo de aquélla no se dejó persuadir. Seguidamente Zeus le fue enviando todos los sempiternos bienaventurados dioses, y éstos se le presentaban unos en pos de otros, y la llamaban y le ofrecían muchos y hermosísimos dones y las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses; pero ninguno pudo persuadir la mente y el pensamiento de la que estaba irritada en su corazón y rechazaba obstinadamente las razones. Porque afirmaba que no subiría al perfumado Olimpo ni permitiría que saliesen frutos de la tierra hasta que con sus ojos viera a su hija, la de lindos ojos.
Cuando esto supo el tonante largovidente Zeus, envió al Érebo al Argifontes, el de la áurea varita, para que, exhortando a Hades con suaves palabras, sacara a la casta Persefonea de la oscuridad tenebrosa y la llevara a la luz, a los dioses, con el fin de que la madre la viera con sus ojos y depusiera la cólera. Hermes no desobedeció; sino que, dejando su morada del Olimpo, se echó veloz a las profundidades de la tierra. Y halló a aquel rey, que estaba dentro de su casa, sentado en un lecho con su veneranda esposa; y a ésta, muy contrariada por la soledad de su madre, que a lo lejos revolvía en su mente algo contrario a los intereses de los bienaventurados dioses. Y, en llegando a su presencia, dijo el poderoso Argifontes:
—¡Hades de cerúlea cabellera, que reinas sobre los muertos! Padre Zeus me manda sacar del Erebo la gloriosa Persefonea y llevársela a ellos; a fin de que la madre, viéndola con sus ojos, deponga la ira y la terrible cólera contra los inmortales. Porque ella maquina este grave propósito: destruir la débil raza de los terrígenas hombres, escondiendo la semilla dentro de la tierra y acabando así con los honores de los inmortales. Y, encendida en terrible cólera, no se junta con los dioses; sino que se sienta aparte, dentro de un perfumado templo, imperando sobre la escarpada ciudad de Eleusis.
Así dijo. Sonrióse, moviendo las cejas, el rey de los infiernos, Aidoneo, y no desobedeció el mandato del soberano Zeus; pues enseguida dio esta orden a la prudente Persefonea:
—Ve, Perséfone, con ánimo y corazón apacibles, a encontrar a tu madre de cerúleo peplo; y no te acongojes en demasía, ni mucho más de lo que se acongojaría otro cualquiera. Hermano como soy de tu padre Zeus, no seré un esposo indigno de ti, entre los inmortales; y tú, quedándote aquí, serás dueña de cuanto vive y se mueve, y disfrutarás de las mayores honras entre los dioses. Y habrá siempre, todos los días, una pena señalada para los delincuentes que no aplacaren tu ánimo con sacrificios, ofrendándotelos santamente y ofreciéndote los debidos presentes.
Así dijo. Alegróse la prudente Persefonea y enseguida saltó de júbilo; mas él, atrayéndola a sí, le dio a comer misteriosamente un dulce grano de granada, para que no se quedase siempre allá, al lado de la veneranda Deméter, de cerúleo peplo. Acto continuo Aidoneo, que sobre muchos impera, enganchó los inmortales corceles a la parte delantera y baja del áureo carro; subió aquélla; y el poderoso Argifontes, puesto a su lado, tomó en sus manos las riendas y el látigo y aguijó a los caballos hacia el exterior de la casa; y ellos volaron gozosos. Con gran rapidez acabaron el largo camino; y ni el mar, ni el agua de los ríos, ni los valles herbosos, ni las cumbres contuvieron el ímpetu de los corceles inmortales; sino que éstos, pasando por cima, cortaban el denso aire mientras andaban. Hermes, que guiaba el carro, lo paró delante del perfumado templo donde residía Deméter, la de bella corona, y ésta, al advertirlo, salió corriendo como una ménade que baja por una montaña cubierta de bosque. Perséfone, a su vez, en cuanto vio los bellos ojos de su madre, dejando el carro y los caballos, saltó, se puso a correr y echándose a su cuello la abrazó. Mas a Deméter, cuando aún tenía entre sus brazos la hija amada, el corazón le presagió algún engaño y la hizo temblar horriblemente. Y dejando de acariciar a su hija, la interrogó con estas palabras:
—¡Oh hija! ¿Por ventura es cierto que, estando abajo, no probaste ningún manjar? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambas lo sepamos. Si así fuere, habiendo subido de junto al odioso Hades, morarás desde ahora conmigo y con el padre Cronión, el de las oscuras nubes, honrada por todos los inmortales. Pero si no, volarás de nuevo a las profundidades de la tierra y habitarás allí la tercera parte de las estaciones del año, y las otras dos conmigo y con los demás inmortales. Cuando la tierra lozanee con toda suerte de olorosas flores primaverales, ascenderás nuevamente de la oscuridad tenebrosa, como un prodigio para los dioses y los mortales hombres. Mas, ¿con qué fraude te engañó el poderoso Polidegmón?
Respondióle a su vez la hermosísima Perséfone:
—Pues yo te diré, oh madre, toda la verdad. Cuando se me presentó el benéfico Hermes, nuncio veloz, de parte del padre Cronión y de los demás dioses celestiales, para sacarme del Erebo, a fin de que, viéndome con tus ojos, pusieras término a tu ira y a tu terrible cólera, enseguida salté de júbilo; mas él me hizo tragar misteriosamente un grano de granada, dulce alimento, y contra mi voluntad y a la fuerza me obligó a gustarlo. Diré ahora cómo, habiéndome raptado por oculto designio del Cronida, mi padre, fue a llevarme a las profundidades de la tierra; y te lo referiré todo, conforme lo pides. Todas nosotras —Leucipe, Feno, Electra, Yante, Melita, Yaque, Rodía, Calirroe, Melóbosis, Tique, Ocírroe de cutis de rosa, Criseida, Yanira, Acaste, Admeta, Ródope, Pluto, la deseable Calipso, Estix, Urania, Galaxaura amable, Palas, que aviva el combate, y Ártemis, que se complace en las flechas— jugábamos en el ameno prado y cogíamos con nuestras manos agradables flores, mezclando el tierno azafrán, las espadillas y el jacinto, y los capullos de rosa y los lirios —¡encanto de la vista!— y aquel narciso que produjo la vasta tierra cual si fuese azafrán. Y mientras yo las cogía con alborozo, abrióse la tierra y de ella salió el poderoso rey Polidegmón; y se me llevó a mí, muy contrariada, adentro de la tierra en su carro de oro; y yo gritaba con recia voz. Todas estas cosas que te cuento, aunque estoy angustiada, son verdaderas.
Así entonces, dotadas una y otra de iguales sentimientos, alegraban durante todo el día su corazón y su ánimo, abrazándose con ternura; y su espíritu descansaba de los pesares. Ambas, pues, se causaban y recibían mutuos gozos. Acercóseles Hécate, la de luciente diadema, y abrazó muchas veces a la hija de la casta Deméter, cuya servidora y compañera fue de allí en adelante dicha reina. Mas el tonante largovidente Zeus envióles como mensajera a Rea, a de hermosa diadema, para que las hiciera volver a las familias de las deidades; prometió dar a Deméter las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses; y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, su hija pasara un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos con su madre y los demás inmortales.
Así dijo; y la diosa no desobedeció el mandato de Zeus. Lanzóse veloz desde las cimas del Olimpo y llegó a Rario, que anteriormente había sido ubre fecunda de la tierra; que entonces no era fértil, pues se hallaba inactiva y sin hojas, y escondía la blanquecina cebada por decisión de Deméter, la de hermosos tobillos; y que luego, entrada ya la primavera, había de cubrirse rápidamente de largas espigas, y los pingües surcos del suelo cargarse de mieses, y éstas ser atadas en manojos. Allí fue donde primero descendió Rea desde el éter estéril. Viéronse las diosas y se regocijaron en su corazón. Y Rea, la de luciente diadema, dijo así a Deméter:
—¡Ven acá, hija! Te llama el tonante largovidente Zeus para que vayas a las familias de las deidades; prometió darte las honras que quisieras entre los inmortales dioses; y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, tu hija pase un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos contigo y con los demás inmortales. Así dijo que se cumpliría y lo ratificó con un movimiento de su cabeza. Mas ve, hija mía, y obedece. No te irrites demasiada e incesantemente contra el Cronión, el de las sombrías nubes, y haz que crezcan rápidamente los frutos de que viven los hombres.
Así dijo; y no desobedeció Deméter, la de bella corona, que enseguida hizo salir fruto de los fértiles campos. Toda la ancha tierra se cargó de hojas y flores; y la diosa fue a mostrar a los reyes que administran justicia —a Triptólemo, a Diocles, domador de caballos; al fuerte Eumolpo y a Celeo, caudillo de pueblos— el ministerio de las cosas sagradas; y a todos —a Triptólemo, a Polixeno y además a Diocles— les explicó los venerandos misterios, que no es lícito descuidar, ni escudriñar, ni revelar, pues el gran respeto a los dioses corta la voz. Dichoso, entre los hombres terrestres, el que los ha contemplado; pues el no iniciado en estos misterios, el que de ellos no participa, no alcanza jamás una suerte como la de aquél, ni aun, después de muerto, en la oscuridad tenebrosa.
Mas después que la divina entre las deidades dio a conocer todas estas cosas, partieron ambas para dirigirse al Olimpo, a la junta de los demás dioses. Allí moran, augustas y venerables, junto a Zeus que se complace en el rayo. Muy dichoso es, entre los hombres terrestres, aquel a quien ellas aman benévolamente; pues enseguida le envían a su gran casa, como protector del hogar, a Pluto, que procura la riqueza a los mortales hombres.
Mas, ea, tú que posees el pueblo de la perfumada Eleusis, y Paros, cercada por las olas, y Antrón rocosa; oh venerable, que nos haces espléndidos dones y nos traes los frutos a su tiempo, soberana Deo; tú y tu hija, la muy hermosa Persefonea: dadme, benévolas, una vida agradable como recompensa de este canto. Y yo me acordaré de ti y de otro canto.
Me acordaré y nunca me he de olvidar de Apolo, el que hiere de lejos, a quien temen los mismos dioses cuando anda por la morada de Zeus; pues tan pronto como se acerca y tiende el glorioso arco, todos se apresuran a levantarse de sus sitiales. Leto es la única que permanece junto a Zeus, que se huelga con el rayo: ella desarma el arco y cierra la aljaba; con sus mismas manos quita de las robustas espaldas el arco y lo cuelga de áureo clavo en la columna de su padre; y enseguida lleva a su hijo a un trono para que en él tome asiento. El padre, acogiendo a su hijo amado, le da néctar en áurea copa; se sientan enseguida los demás númenes, y alégrase la veneranda Leto por haber dado a luz un hijo que lleva arco y es vigoroso.
Salve, bienaventurada Leto, ya que diste a luz hijos preclaros: al soberano Apolo y a Ártemis, que se complace en las flechas (a ésta en Ortigia y a aquél en la áspera Delos), reclinada en la gran montaña y en la colina cintia, muy cerca de la palmera y junto a la corriente del Inopo.
¿Cómo te celebraré a ti, que eres digno de ser celebrado por todos conceptos? Por ti, pues, oh Febo, en todas partes han sido fijadas las leyes del canto, así en el continente, criador de terneras, como en las islas. Te placen las atalayas todas, y la punta de las cimas de las altas montañas, y los ríos que corren hacia el mar, y los promontorios que hacia éste se inclinan, y los puertos del mismo. ¿Cantaré cómo primeramente Leto te dio a luz a ti, regocije de los mortales, reclinada en el monte Cinto, en una isla áspera, en Delos cercada por el mar? A uno y a otro lado, la ola sombría saltaba sobre la tierra, empujada por vientos de estridente soplo. Salido de allí, reinas ahora sobre cuantos mortales contiene Creta, y el pueblo de Atenas, y la isla Egina, y Eubea célebre por sus naves, y Egas, e Iresias, y la marítima Pepareto, y el tracio Atos, y las cumbres más altas del Pelión, y la tracia Samos, y las umbrías montañas del Ida, y Esciro, y Focea, y el excelso monte de Autócane, y la bien construida Imbros, y Lemnos de escarpada costa, y la divina Lesbos sede de Mácar Eolión, y Quíos la más fértil de las islas del mar, y el escabroso Mimante, y las cumbres más altas de Córico, y la espléndida Claros, y el alto monte de Eságea, y Samos abundante en agua, y las altas cumbres de Mícale, y Mileto, y Cos, ciudad de los méropes, y la excelsa Cnido, y la ventosa Cárpato, y Naxos, y Paros, y la peñascosa Renea: a tantos lugares se dirigió Leto, al sentir los dolores del parto del que hiere de lejos, por si alguna de dichas tierras quería labrar un albergue para su hijo. Pero todas se echaban a temblar y experimentaban un gran terror; y ninguna, por fértil que fuese, se atrevió a recibir a Febo, hasta que la veneranda Leto subió a Delos y la interrogó, dirigiéndole estas aladas palabras:
—¡Oh Delos! ¡Ojalá quisieras ser la morada de mi hijo, de Febo Apolo, y labrarle dentro de ti un rico templo! Pues ningún otro se te acercará jamás, lo cual no se te oculta; y no me figuro que hayas de ser rica en bueyes ni en ovejas, ni producir uvas, ni criar innumerables plantas. Si poseyeres el templo de Apolo, el que hiere de lejos, todos los hombres te traerán hecatombes, reuniéndose aquí; y siempre se elevará en el aire un inmenso vapor de grasa quemada; y mantendrás a los que te conserven libre de ajenas manos, ya que tu suelo no es productivo.
Así habló. Alegróse Delos y, respondiéndole, dijo:
—¡Oh Leto, hija gloriosísima de Ceo el grande! Gustosa recibiría tu prole, el soberano que hiere de lejos; pues en verdad que tengo pésima fama entre los hombres, y de esta suerte llegaría a verme muy honrada. Pero me horroriza, oh Leto, este oráculo que no te ocultaré. Dicen que Apolo ha de ser presuntuoso en extremo y ha de ejercer una gran primacía entre los inmortales y también entre los mortales hombres de la fértil tierra. Por esto temo mucho en mi mente y en mi corazón que, en cuanto vea por vez primera la luz del sol, despreciará esta isla porque es de áspero suelo; y, trabucándola con sus pies, la sumergirá en el piélago del mar. Allí la gran ola me bañará siempre y abundantemente la cabeza; él se irá a otra tierra que le guste, para erigirse un templo y bosques abundantes en árboles; y los pólipos harán en mí sus madrigueras y las negras focas sus moradas, descuidadamente, por la falta de hombres. Mas, si te atrevieras, oh diosa, a asegurarme con un gran juramento que primeramente se construirá aquí el hermosísimo templo para que sea un oráculo para los hombres y que después
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sobre todos los hombres, puesto que será muy celebrado.
Así dijo. Y Leto prestó el gran juramento de los dioses:
—Sépalo ahora la tierra y desde arriba el anchuroso cielo y el agua corriente de la Estix —que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses—: en verdad que siempre estarán aquí el perfumado altar y el bosque de Febo, y éste te honrará más que a ninguna.
Luego que juró y hubo acabado el juramento, Delos se alegró mucho por el próximo nacimiento del soberano que hiere de lejos, y Leto estuvo nueve días y nueve noches atormentada por desesperantes dolores de parto. Las diosas más ilustres se hallaban todas dentro de la isla —Dione, Rea, Temis, Icnea, la ruidosa Anfitrite y otras inmortales— a excepción de Hera, de níveos brazos, que se hallaba en el palacio de Zeus, el que amontona las nubes. La única que nada sabía era Ilitia, que preside a los dolores del parto, pues se hallaba en la cumbre del Olimpo, debajo de doradas nubes, por la astucia de Hera, la de níveos brazos, que la retenía por celos; porque Leto, la de hermosas trenzas, había de dar a luz un hijo irreprensible y fuerte.
Las diosas enviaron a Iris, desde la isla de hermosas moradas, para que les trajera a Ilitia, a la cual prometían un gran collar de nueve codos cerrado con hilos de oro; y encargaron a aquélla que la llamara a escondidas de Hera, la de níveos brazos: no fuera que con sus palabras la disuadiera de venir. Así que lo oyó la veloz Iris, de pies rápidos como el viento, echó a correr y anduvo velozmente el espacio intermedio. Y en cuanto llegó a la mansión de los dioses, al excelso Olimpo, enseguida llamó a Ilitia afuera del palacio y le dijo todas aquellas aladas palabras, como se lo habían mandado las que poseen olímpicas moradas. Persuadióle el ánimo que tenía en su pecho y ambas partieron, semejantes en el paso a tímidas palomas. Cuando Ilitia, que preside los dolores del parto, hubo entrado en Delos, a Leto le llegó el parto y se dispuso a parir. Echó los brazos alrededor de una palmera, hincó las rodillas en el ameno prado y sonrió la tierra debajo: Apolo salió a la luz, y todas las diosas gritaron.
Entonces, oh Febo, que hieres de lejos, las diosas te lavaron casta y puramente con agua cristalina; y te fajaron con un lienzo blanco, fino y nuevo, que ciñeron con un cordón de oro. Pero la madre no amamantó a Apolo; sino que Temis, con sus manos inmortales, le propino néctar y agradable ambrosía; y Leto se alegró por haber dado a luz un hijo que lleva arco y es belicoso.
Mas cuando hubiste comido el divinal manjar, oh Febo, el cordón de oro no te ciñó a ti todavía palpitante, ni las ataduras te sujetaron; pues todos los lazos cayeron. Y al punto Febo Apolo habló así entre las diosas:
—Tenga yo la cítara amiga y el curvado arco, y con mis oráculos revelaré a los hombres la verdadera voluntad de Zeus.
Habiendo hablado así, echó a andar por la tierra de anchos caminos Febo intonso, que hiere de lejos. Todas las inmortales se admiraron. Y toda Delos estaba cargada de oro y contemplaba con júbilo la prole de Zeus y de Leto, porque el dios la había preferido a las demás islas y al continente para poner en ella su morada, y la había amado más en su corazón; y floreció como cuando la cima de un monte se cubre de silvestres flores.
Y tú, que llevas arco de plata, soberano Apolo, que hieres de lejos, ora subes al escarpado Cinto, ora vagas por las islas y por entre los hombres. Tienes muchos templos y bosques poblados de árboles, y te son agradables todas las atalayas y las puntas extremas de los altos montes y los ríos que corren hacia el mar; pero es en Delos donde más se regocija tu corazón, oh Febo, que allí se reúnen en tu honor los jonios de rozagantes vestiduras juntamente con sus hijos y sus venerandas esposas. Ellos, acordándose de ti, te deleitan con el pugilato, la danza y el canto, cada vez que celebran sus juegos. Dijera que los jonios son inmortales y se libran siempre de la vejez, quien se encontrara allí cuando aquéllos están reunidos; pues advertiría la gracia de todos y regocijaría su ánimo contemplando los hombres y las mujeres de bella cintura, y las naves veloces, y las muchas riquezas que tienen. Hay, fuera de esto, una gran maravilla, cuya gloria jamás se extinguirá: las doncellas de Delos, servidoras del que hiere de lejos, las cuales celebran primeramente a Apolo y luego, recordando a Leto y a Ártemis, que se huelga con las flechas, cantan el himno de los antiguos hombres y mujeres, y dejan encantado al humanal linaje. Saben imitar las voces y el repique de los crótalos de todos los hombres, y cada uno creería que es él quien habla: de tal suerte son aptas para el hermoso canto.
Mas, ea —y Apolo y Ártemis nos sean propicios—, salud a todas vosotras. Y en adelante, acordaos de mí cuando alguno de los hombres terrestres venga como huésped infortunado y os pregunte: «¡Oh doncellas! ¿Cuál es para vosotras el más agradable de los aedos y con cuál os deleitáis más?» Respondedle enseguida, hablándole de mí: «Un varón ciego, que habita en la escabrosa Quíos. Todos sus cantos prevalecerán en lo futuro.» Y nosotros llevaremos vuestra fama sobre cuanta tierra recorramos, al dar la vuelta por las ciudades populosas de los hombres; y éstos la creerán porque es verdad. Mas yo no cesaré de celebrar al que lleva arco de plata, a Apolo, el que hiere de lejos, a quien dio a luz Leto, la de hermosa cabellera.
Oh rey, posees la Licia, y la amable Meonia, y Mileto, la encantadora ciudad marítima; y, asimismo, reinas con gran poder en Delos, rodeada por el mar. El hijo de la ilustre Leto se encamina a la peñascosa Pito, pulsando la hueca cítara y llevando divinales y perfumadas vestiduras; y la cítara, herida por el plectro, suena deliciosamente. Allí desampara la tierra y, rápido como el pensamiento, se va al Olimpo, a la morada de Zeus, donde están reunidos los demás dioses; y enseguida los inmortales sólo se cuidan de la cítara y del canto. Las Musas todas, alternando con su hermosa voz, celebran los presentes inmortales de los dioses y cuantos infortunios padecen los hombres; los cuales, debajo del poder de los inmortales númenes, viven insensata y desaconsejadamente, y no pueden hallar medicina contra la muerte ni defensa contra la vejez. Las Gracias, de hermosas trenzas, las alegres Horas, Harmonía, Hebe y Afrodita, hija de Zeus, bailan cogidas de las manos; y entre ellas canta una diosa ni fea ni humilde, sino de grandioso aspecto y de belleza admirable, Ártemis, la que se huelga con las flechas, que se crió juntamente con Apolo. También entre ellas Ares y el vigilante Argifontes juegan; y Febo Apolo tañe la cítara, andando gentil y majestuosamente, y brilla en torno suyo un resplandor al cual se juntan los rápidos y deslumbradores movimientos de sus pies y de su túnica bien tejida. Y Leto, de doradas trenzas, y el próvido Zeus se regocijan en su gran corazón, al contemplar cómo su hijo juega con los inmortales dioses.
¿Cómo te celebraré a ti, que eres digno de ser celebrado por todos conceptos? ¿Te cantaré entre los pretendientes, enamorado, al ir a pretender la doncella Azántide con el deiforme Isquis Elatiónida, de hermosos corceles? ¿O cuando luchabas con Forbante, del linaje de Tríopo, o con Ereuteo? ¿O con Leucipo y la mujer de Leucipo, tú a pie y éste en carro? Y en verdad que Tríopo no se quedó atrás. ¿O diré acaso cómo anduviste por la tierra, buscando por primera vez un oráculo para los hombres, oh Apolo, que hieres de lejos?
Desde el Olimpo bajaste primeramente a la Pieria, atravesaste el arenoso Lecto y los enianes y perrebos; enseguida llegaste a Yaolcos, subiste a Ceneo de Eubea, gloriosa por sus naves, y te detuviste en la llanura Lelanto, pero no le fue grata a tu corazón para erigir allí un templo y bosques poblados de árboles. Desde allí atravesaste Euripo, oh Apolo, que hieres de lejos, y subiste a la verde divinal montaña; pero enseguida la dejaste, dirigiéndote a Micaleso y a la herbosa Teumeso. Y entraste en el suelo de Tebas cubierto de bosque; pues ninguno de los mortales habitaba aún la sagrada Tebas, ni había entonces sendas ni caminos en la llanura tebana, fértil en trigo, sino que la selva la ocupaba toda. Desde allí fuiste más lejos, oh Apolo, que hieres de lejos, y llegaste a Onquesto, espléndido bosque de Posidón. Cuando se llega a este bosque, el potro recién domado que tira de un hermoso carro, resuella a pesar de la carga, pues el conductor —por diestro que sea— salta del carro y anda a pie el camino; y los potros arrastran con estrépito los carros vacíos, libres del imperio del auriga. Y si los conductores llevan el carro adentro del bosque poblado de árboles, atienden solícitos a los caballos y dejan el vehículo inclinado —tal fue la costumbre que se siguió desde un principio—; ruegan luego al rey, y el hado del dios guarda entonces el carro. Desde allí fuiste más lejos, oh Apolo, que hieres de lejos, hasta alcanzar el Cefiso, de hermosa corriente; el cual, a partir de Lilea, esparce sus aguas que manan bellamente. Después de atravesarlo y de pasar por Ocálea, la de muchas torres, llegaste, oh tú que hieres de lejos, a la herbosa Haliasto. Allí te dirigiste a Telfusa —pues aquel favorable lugar te fue grato para erigir un templo y bosques poblados de árboles— y, deteniéndote muy cerca de aquélla, le hablaste con estas palabras:
—¡Telfusa! Aquí me propongo construir un hermosísimo templo, que sea oráculo para los hombres, los cuales me traerán siempre perfectas hecatombes — así los que poseen el pingüe Peloponeso, como los que viven en Europa y en las islas bañadas por el mar— cuando vengan a consultarlo; y yo les profetizaré lo que verdaderamente esté decidido, dando oráculos en el opulento templo.
Diciendo así, Febo Apolo echó los cimientos anchos, muy largos, seguidos; y Telfusa, al verlo, se irritó en su corazón y profirió estas palabras: