Himnos homéricos (5 page)

¿De ello qué resulta? Pues que los buscadores de innovaciones ven aquí un uso mecánico e indebido de la fórmula, y deducen de ello que el estadio de dicción del himno homérico V es sub-épico, es decir, posterior al de la
Odisea,
donde la fórmula es usada según la norma. Llaman, pues, «innovación no gramatical» al
he
del himno y se quedan tan anchos.
[22]
Pero sucede que esto no es razonablemente así de fácil. Una cosa es que un poeta se sirva de fórmulas y otra distinta que no se dé cuenta, al usarlas, de si se sirve de ellas atentando contra la lengua; yo, francamente, leído el himno homérico V, no hallo razón, por más técnica formular que haya en él, para tomar a su poeta por un inepto. Me parece, al contrario, un poeta hábil y sensible —tanto que un filólogo como Reinhardt, muy entendido en literatura, pudo suponer
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que era el poeta mismo de la
Ilíada;
equivocadamente, entiendo, pero sí se trata de un poeta de calidad comparable. Y es el caso, además, que, aunque el griego haya desarrollado un plural
sphas,
según quedó dicho, el anafórico
he
(como el reflexivo
hé,
con el que se identifica) debió de servir antes, en cualquier caso que no fuera el nominativo, para todas las personas y ser invariable de número y género. O sea, que si en el lugar de referencia funciona como un acusativo plural bien puede tratarse no de que el poeta haya innovado mecánicamente y haciendo faltas de gramática, por así decir, sino de que la forma en cuestión sea un arcaísmo perfectamente utilizable en una lengua tradicional como la homérica.
[24]

La mayoría de los himnos homéricos son antiguos, participan de la tradición homérica y están cerca de la hesiódica. Algunos, sin embargo, son de época posterior, incluso muy posterior. Singularmente el himno VIII, a Ares, que no es imposible que haya sido escrito en el siglo V d.C., quizá por el neoplatónico Proclo.
[25]
Es un poema interesante, bien construido en su forma de plegaria — individual: de una sola persona—; en él el poeta pide al dios (¡de la guerra!) «valor para vivir bajo las leyes benéficas de la paz» (w. 15-16), lo que supone un grado de sublimación y alegorización de los antiguos dioses que es ciertamente tardío; tampoco cabe duda razonable sobre lo reciente que resulta que el himno presente al dios como un astro (vv. 6-8).

Lo que consuela de este himno es que está claro que es tardío; en el caso de otros himnos de la colección que pudieran serlo o que se ha dicho que lo eran —aunque, desde luego, no tanto—, la cosa no resulta con mucho tan evidente. Por ejemplo, los dos himnos a Helio y a Selene, o sea, al Sol (el XXXI) y la Luna (el XXXII). Puede alegarse que no son antiguos sobre la base de testimonios como Aristófanes
Paz
410-411, en que se distingue a los griegos, que ofrecen sacrificios a los dioses olímpicos, de los bárbaros, que los ofrecen al Sol y a la Luna. También se ha sostenido que el verso XXXI 7 («y el infatigable Sol, parecido a los inmortales»), siendo así que se compone de dos hemistiquios homéricos
(Il.
XVIII 239, 484, por un lado, más
Il.
I 265, XI 60, por otro), no es sino una inhábil yuxtaposición de dos elementos, el segundo de los cuales no es predicable de un dios. Pero la verdad es que, sin ánimo de iniciar aquí una discusión sobre este particular, no está tan claro que los griegos tuvieran a Helio por un dios, y el mismo lugar de Aristófanes que se ha usado para probar su carácter tardío podría ahora usarse para demostrar que no era tenido por tal unánimemente. Una cosa es que personificaran al Sol y otra que le rindieran un culto estable como a un dios, salvo en algunos lugares concretos, como Rodas, desde luego, y Corinto. Los griegos podían sentir, sí, el carácter divino de la acción del Sol sobre los hombres, sobre la vida humana; no hay duda que, popularmente, el Sol era un dios.
[26]
Pero está claro que no figuraba entre los olímpicos y que, a pesar de sus rasgos divinos, no era objeto de culto sino entre los bárbaros o, por razones mítico-religiosas concretas, en unas pocas comunidades griegas.

Nada de esto significa, entiendo, que no pudiera haber sido objeto de un himno antiguo. Dentro de la
Teogonía
hay un himno a Hécate que he recordado (vv. 411 ss.)
[27]
y tampoco Hécate se cuenta entre los olímpicos sino que es divinidad de antes, dejada de lado en el culto aunque igualmente presente en el sentir popular. En una plegaria en el canto III de la
Ilíada
(v. 277) invoca Agamenón a Helio (cf.
Il.
XIX 259) y la
Teogonía,
otra vez, se interesa (vv. 371 ss.) por la genealogía del astro personificado. Helio en un extremo, Selene en el otro, llenaban los dos ángulos inferiores del frontón oeste del Partenón, en la acrópolis de Atenas. De modo que Helio personificado, viejo numen que había conservado su vigencia, marginalmente, en el mundo ya sometido al orden y al poder de los olímpicos, bien pudo haber sido objeto de un himno antiguo.

Por lo demás, no parece que haya, en los himnos homéricos, un orden determinado, consciente por parte de algún recopilador. Este orden existe, por ejemplo, en los
Himnos
de Calímaco, libro que empieza programáticamente con uno dedicado a Zeus.
[28]
Y, dentro de los homéricos, no debe considerarse mero azar que Helio preceda a Selene ni que ambos acaben —simétricamente; y únicos en ello entre estos himnos— con la declaración del poeta de que va a cantar el linaje o las gestas de los semidioses, o sea, de los héroes (XXXI 18-19; XXXII, 18-19). Tal declaración significaría que ambos himnos se habrían usado como preludios para la recitación épica, según ya vimos. Pero lo que importa destacar ahora es la relación entre ambos. Y, yendo algo más allá, también la relación de ambos con el anterior al de Helio, el dedicado a Ge, a la tierra madre de todos, el XXX. El culto de esta vieja diosa, la que todo lo da, origen antiguo de los seres vivos, también parecía a algunos en la Atenas clásica cosa de bárbaros: nuestro informante no es en este caso Aristófanes sino Platón en el
Crátilo (397c-d).
Lo que no quita que se haya podido levantar el elenco de tantas veces como la madre Tierra es invocada en la tragedia.
[29]
Esta diosa y no diosa, como Helio, era también invocada por Agamenón en el lugar de la
Ilíada
citado (III 277 ss.) en que también lo era Helio.

El último himno, el XXXIII, está dedicado a los Dioscuros, hermanos gemelos que también dudosamente son dioses y aquí celebrados como protectores de los marineros en las tormentas. Quizás el recopilador, además de juntar a Helio y a Selene, hubiera pensado que la vieja Tierra podía precederles y que tras ellos, al final, no iban mal estos ayudadores de los marineros. También los tres himnos anteriores al de Ge, el XXX, pudieran haber sido agrupados por la afinidad de las tres diosas a que están dedicados: Ártemis, el XXVII; Atenea, el XXVI, y Hestia, el XXV. Las tres son, según el himno V, a Afrodita, las únicas a quienes esta diosa «no ha podido persuadir el ánimo ni engañar» (v. 7).

Pero, más allá de la pareja Helio y Selene, la verdad es que es muy especulativo y arriesgado conjeturar cualquier otro orden de los himnos que haya de responder a una voluntad de significación, a un sentido. Incluso himnos que parecen depender de otro himno, como el XVIII, a Hermes, respecto del IV, al mismo dios, no hallaron quien los colocara el uno tras el otro, como nadie estuvo interesado en poner juntos todos los himnos dedicados a un solo dios. Puede haber algún hecho significativo en el orden de los himnos en la colección, pero no, desde luego, una ordenación consciente del total.

Retomando la cuestión de su cronología relativa, nada puede asegurarse sobre los cuatro últimos, que, si han sido agrupados al final por algún motivo, ello no implica que hayan de ser de la misma época: el de los Dioscuros quizá sea el más reciente, pues es etiológico de por qué se da el nombre de los dos gemelos a los fuegos de san Telmo de dos puntas, que salvan a los marineros y son de buen augurio.

Tampoco es segura la época del himno XIX, a Pan, aunque en este caso los argumentos lingüísticos nos inclinan a considerar la posibilidad de que la versión que podemos leer sea quizás hasta de época clásica.
[30]
Este himno depende también del IV, a Hermes, como el otro a Hermes, el XVIII, que le precede en la colección. ¿Forman ambos otra breve secuencia? Parece hablar en este sentido incluso el hecho de que en su segunda mitad el poema esté dedicado a Hermes aunque sea como padre, precisamente, de Pan. Su materia está dispuesta con una cierta artificiosidad y el total llevado con cuidado y atención al efecto compositivo. Del dios, presentado como hijo de Hermes en el primer verso, pasa a las ninfas, «acostumbradas a la danza» (v. 3) y que en sus danzas invocan al dios (de las ninfas pasamos otra vez a Pan, ahora) como presente por doquier y siempre: en todas partes, en toda ocasión (w. 8-14) dentro de lo que ha sido definido como su ámbito, a saber, «las colinas nevadas, las cumbres de los montes y los senderos pedregosos» (w. 6-7). Cuando cae el día, entonces con sus cañas produce el dios una música serena que supera a la del ruiseñor (w. 14-18), ave emblemática de la poesía ya en Grecia y que a menudo designa metafóricamente al poeta. Las ninfas con sus cantos y danzas acompañan no se sabe si a Pan o al ruiseñor (w. 19 ss.) y el paisaje puede alegrar el corazón: una «blanca pradera donde el azafrán y el jacinto, floridos y olorosos, se mezclan confusamente con la hierba» (w. 25-26). El canto de las ninfas tiene como tema a Hermes: una caja contiene dentro otra caja. Así la segunda parte del poema presenta a Hermes pastor en Arcadia por causa del «tierno deseo que le había venido de unirse con una ninfa de hermosas trenzas, hija de Dríope» (w. 33-3*4). Y de allí nos lleva de nuevo a Pan, pues fue de los amores de Hermes con esta ninfa que nació el dios, cuyo nombre es al final etimologizado: presentado por su padre a los olímpicos, «le llamaron Pan porque a todos les había regocijado el alma» (v. 47:
pan
quiere decir
todo
en griego). Lo que había causado el regocijo de los inmortales fue el aspecto de Pan: «caprípedo, bicorne, bullicioso, de dulce sonrisa» (v. 37), algo tan monstruoso que la ninfa su madre en vez de amamantarlo había echado a correr «al ver aquella faz desagradable y barbuda» (v. 39).

Ciertas sutilezas de expresión, así como el gusto por los contrastes, podrían abonar la impresión de que este himno, que recuerda aspectos del modo compositivo y de la temática de Teócrito, no puede ser muy antiguo. Pero es sólo una impresión.

Forma, con el VII, a Dioniso, el grupo de los dos himnos de extensión intermedia. Pero el de Pan, que cuenta el nacimiento del dios y lo celebra en su ambiente (sólo que en orden inverso) no es narrativo, propiamente, como lo son los himnos mayores y como lo es también este VII, ocupado en cantar cómo el dios, apresado por unos piratas tirrenos que se lo llevaban cautivo en su nave, no pudo ser por éstos atado (vv. 12-14), y cómo, al hacerse éstos a la mar, sucesivos prodigios revelaron la naturaleza divina de Dioniso: el vino, primero, «manaba en sonoros chorros dentro de la nave» (vv. 35-36), y luego una parra se extiende por el borde superior de la vela y de ella cuelgan racimos, y una hiedra se enrosca al mástil y los escálamos se llenan de coronas (vv. 38-42); el dios, por último, se convierte en león (vv. 44-48, si consideramos interpolados los vv. 45-47; si no, además el dios hace que aparezca también una osa). El himno VII es también dramático: el timonel de la nave se apercibe de que han cogido a un dios cuando sus compañeros no logran atarlo (v. 17 ss.) y les advierte de que lo dejen en libertad. A él se opone de inmediato el capitán, que responde al piloto que se cuide de su trabajo y habla de lejanos puertos y de ganancia que la presa comportará a la larga «pues un dios lo pone en nuestras manos» (v. 31). Luego el dios, en forma de león, apresa al capitán y los marineros se tiran aterrorizados al mar; Dioniso tiene piedad del piloto, en cambio, que es preservado y se convierte en un hombre afortunado que habrá visto al dios. Con esta dramatización del mito, el poeta del himno nos muestra la división creada por el dios dentro de la nave y sabiamente va revelando despacio su manifestación como dios a los ojos de los marineros cada vez más atemorizados. El himno cuenta cómo Dioniso produce en una nave los conflictos que luego la tragedia, el poema representado en el ámbito del dios, dramatiza en la ciudad. Podría recordarse al respecto que la nave es vieja metáfora de la ciudad entera, ya en la poesía arcaica.

Tampoco sobre la fecha de este espléndido himno puede aventurarse nada. Quizá tampoco sea muy antiguo, y ha habido quien lo ha considerado helenístico. A través de la narración, dramáticamente, el himno cala hondo en la naturaleza del dios que causa confusión, busca inmediatamente adeptos y lo transforma todo y a sí mismo incluso.

Manifiesta poder y ejerce magnanimidad. El himno ilustra el modo de ser, inquietante, convulsivo, del dios por excelencia de la alteridad entre los griegos.

Una hija ha sido arrebatada a su madre, ha sido raptada cuando cogía, con las hijas de Océano, flores en una pradera. Ella ha gritado pero sus compañeras no lo han advertido: sólo la diosa Hécate y Helio, el soberano Sol, se han dado cuenta. La raptada es diosa e hija de diosa: Perséfone, hija de Deméter; su raptor es un dios, Hades o Aidoneo, y el rapto cuenta con la aquiescencia de Zeus, padre de los dioses, pero se ha ejecutado a escondidas de la madre, de Deméter. El himno homérico II, a esta diosa dedicado, espléndido poema que sólo un manuscrito nos ha transmitido íntegro,
[31]
nos presenta así, en sus treinta y tantos primeros versos, el inicio del drama divino. La raptada da un postrer grito que oye, ahora, su madre, y el poeta describe entonces a ésta (vv. 42 ss.) dándose a la aflicción, al ayuno. La gran diosa camina durante nueve días, buscando y sola: ni dioses ni hombres le dicen nada. Hasta que Hécate sale a su encuentro, reconoce haber oído el grito y la lleva a la presencia de Helio. Leemos entonces la invocación y ruego de la diosa a éste (vv. 64-73) y la respuesta de éste a la diosa (vv. 75-87). Helio ha revelado a Deméter la verdad y cómo Zeus estaba al tanto del rapto y lo ha permitido.

Hemos visto a Deméter como una madre desvalida que responde a la desaparición de su hija buscándola, angustiada, inútilmente. Desamparada la diosa ha ido de aquí para allá; y al enterarse por Helio de la verdad, la diosa se siente entonces engañada. Se esconde, se ensimisma, por así decir, se exilia lejos de los dioses: acaba dando, como una vieja desvalida, entre los hombres. Esto en los versos 9194. El efecto de tal apartamiento, a saber, que la tierra no producía fruto, no se nos cuenta hasta los versos 305-309. Pero para entonces la diosa ya estará, aunque entre los hombres todavía y «lejos de los bienaventurados dioses» (v. 304), asentada en el templo para ella por los hombres construido. Justo en Eleusis, es decir, donde el culto de la diosa imperaba entre los griegos y donde podían éstos iniciarse en sus misterios, que constituían la más importante religión de salvación de la época. El poeta, que ha llevado con tiento y detalle su centenar de versos que dibujan el dolor de la madre, su humanización en la angustia y en la búsqueda, su desengaño (ella, una diosa) de la voluntad de los dioses, dedica en el centro de su poema dos centenares de hexámetros a contar una historia que, dando razón de la nueva conversión de Deméter de pobre vieja sola en otra vez diosa, explique sobre todo el porqué del asentamiento de su culto justamente en Eleusis.
[32]
En el momento culminante del dolor de la diosa, en el corazón mismo de este dolor que la ha alineado entre los humanos, se halla, nos cuenta el poeta, la razón de por qué hemos de morir los hombres. Así como la razón de dar culto a Deméter.

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