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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (34 page)

—Entonces —observó el señor Lorry estrechando la mano de Sydney— ya no dependerá todo de un hombre viejo como yo, pues a mi lado irá un hombre joven y decidido.

—Con la ayuda de Dios lo tendréis. Prometedme, tan sólo, que nada os hará cambiar en lo más mínimo lo que acabamos de convenir.

—Os lo prometo, Carton.

—Recordad estas palabras mañana. El más ligero cambio o retraso, cualquiera que sea la razón, puede comprometer la salvación de nuestras vidas y ocasionar el sacrificio inevitable de otras.

—Me acordaré de todo. Espero cumplir fielmente mi misión.

—Y yo la mía. Ahora, ¡adiós!

Llevó a sus labios la mano del anciano, pero no se marchó aún. Ayudó a levantar al doctor, le puso una capa sobre los hombros, diciéndole que iban en busca de la banqueta y de las herramientas. Acompañó luego a los dos ancianos hasta el patio de la casa en que estaba el corazón lacerado de ella, corazón tan feliz cuando él le abriera el suyo propio, y se quedó mirando la casa y la ventana de su cuarto, por la que se escapaba un hilo de luz. Y antes de alejarse le dirigió su bendición y su despedida.

Capítulo XIII.— Cincuenta y dos

Esperaban su terrible suerte en la obscura prisión de la Conserjería los condenados de aquel día. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabozos quedasen libres, ya se habían nombrado a los que debían ocuparlos al día siguiente. Los había de toda condición, desde el rico propietario de setenta años, a quien no podían salvar sus riquezas, hasta la costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridad no podían evitarle la terrible muerte.

Carlos Darnay, encerrado en su calabozo, no se hacía ilusiones acerca de su suerte, pues sabía que estaba condenado y que nada podría salvarlo. Sin embargo, con el reciente recuerdo del rostro de su esposa, no le resultaba fácil prepararse para morir. Su vitalidad era fuerte y los lazos que le unían a la vida duros de romper. Además, tanto en su cerebro como en su corazón, sus tumultuosas ideas parecían unirse para impedirle la resignación. Y si, en algunos momentos, lograba resignarse, su mujer y su hija, que habían de vivir más que él, parecían protestar y hacer egoísta su renunciamiento.

Pero luego se dijo que en la muerte que le aguardaba no había nada de deshonroso y que, cada día, personas tan dignas como él la sufrían de la misma manera y así, gradualmente, se calmaba y podía elevar sus pensamientos en busca de consuelo.

Corno se le había permitido comprar recado de escribir, tomó la pluma y no la dejó hasta la hora en que se vio obligado a apagar la luz.

Escribió una larga carta a Lucía, diciéndole que nada había sabido de la prisión de su padre hasta que lo oyó de sus propios labios y que de la misma manera estuvo ignorante de los crímenes de su padre y de su tío, hasta que se leyó el documento del doctor Manette. Le explicaba, también, que la ocultación de su verdadero nombre fue condición impuesta por el doctor, condición que ahora comprendía perfectamente. Le rogaba luego que no intentase averiguar nunca si su padre recordaba o no la existencia de aquel documento en el escondrijo de la Bastilla y le recomendaba que consolase al pobre viejo, dándole a entender que nada tenía que reprocharse. Le hacía, además, protestas de amor y le rogaba que venciera su dolor dedicándose a su hija.

Escribió luego al doctor acerca de lo mismo y le recomendaba que cuidase de su mujer y de su hija, pues esto, indudablemente, contribuiría a levantar su ánimo y alejaría de su mente otros pensamientos retrospectivos que sin duda tratarían de recobrar su imperio en él.

Al señor Lorry le recomendaba a su familia y le explicaba el estado de sus asuntos, y después de algunas palabras de sincera amistad y de cariño, terminó. No se acordó de Carton, pues su mente estaba ocupada por el recuerdo de su familia.

Se tendió en la cama y pasó la noche muy, agitado, entre pesadillas. Al despertar no recordaba el lugar en que se hallaba, pero muy pronto se presentó a su mente la idea de que aquél era el día de su muerte.

Así había llegado al día en que habían de caer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba y deseaba poder ir al encuentro de su fin con tranquilo heroísmo. Entonces empezó a preguntarse cómo sería la Guillotina, que nunca había visto; cómo se acercaría a ella y cómo pondría la cabeza; si las manos que lo tocarían, estarían teñidas en sangre...

Pasaban las horas que ya no volvería a oír. Sabía que su última hora serían las tres de la tarde, y, por consiguiente, se figuró que lo llamarían a las dos, pues las carretas de la muerte recorrían lentamente el camino hasta la Guillotina. Así, mientras estaba esperando su hora postrera, oyó la una, y dio gracias a Dios por el tranquilo valor que lo sostenía.

De pronto oyó pasos en el exterior y se detuvo. Una llave entró en la cerradura y dio la vuelta. Mientras se abría la puerta un hombre dijo en inglés y en voz baja:

—Él no me ha visto nunca. Entrad, Yo esperaré junto a la puerta. No perdáis tiempo.

Se abrió la puerta, se cerró rápidamente y apareció ante su asombrada mirada el rostro sonriente de Svdney Carton que se llevaba el dedo a los labios.

—Seguramente soy la última persona a quien esperábais ver —le dijo.

—Apenas creo que seáis vos —contestó Carlos,— ¿Estáis... preso? —añadió con cierta aprensión.

—No. Accidentalmente tengo cierto poder sobre uno de los carceleros y por eso he llegado hasta vos. Vengo de parte de ella... de vuestra mujer, Darnay.

El preso hizo un gesto de dolor.

—Y os traigo una petición de su parte. Atendedla, pues me fue hecha con el más patético tono de la voz que tanto amáis.

El preso inclinó la cabeza.

—No tenéis tiempo de preguntarme nada ni yo lo tengo de explicaros nada tampoco.

Limitaos a obedecerme. Quitaos vuestras botas y poneos las mías.

Carton hizo sentar al preso en una silla y se descalzó.

—No es posible una evasión, Carton —dijo Carlos—. Solamente conseguiréis morir conmigo. Es una locura lo que intentáis.

—Sería un loco si os recomendara escapar, pero no os he dicho tal cosa. Cambiemos de corbata y de levita. Mientras tanto os quito esa cinta que lleváis en el cabello y os lo desordenaré también.

Con maravillosa rapidez hizo lo que decía, en tanto que el preso, sin saber la razón de todo aquello, le dejaba hacer.

—¡Es una locura, querido Carton! —repetía.— Os ruego que no aumentéis con vuestra muerte la amargura de la mía.

—¿Os he pedido, acaso, que salgáis por la puerta? Cuando os lo diga, negaos, si queréis, Aquí veo papel y pluma. Escribid.

El preso se dispuso a obedecer sin conciencia de lo que hacía.

—Escribid exactamente lo que voy a dictaros. ¡Aprisa!

—¿A quién he de dirigir lo que escriba?

—A nadie.

—¿No he de poner fecha?

—No. Ahora escribid: “Si recordáis la conversación que tuvimos, hace ya mucho tiempo, comprenderéis fácilmente lo ocurrido. Sé que entonces recordaréis lo que os dije, pues vos no sois de las personas que olvidan pronto.

Al mismo tiempo, Carton retiró la mano de su pecho y, advirtiéndolo, Carlos preguntó:

—¿Tenéis alguna arma?

—No.

—¿Qué tenéis en la mano?

—Ya lo veréis enseguida. Seguid escribiendo, pues ya falta poco: “Doy gracias a Dios de que se haya presentado la ocasión de probar la sinceridad de mis palabras. Lo que hago no ha de ser causa de dolor ni de pesadumbre.”

Y cuando pronunciaba estas palabras, que el preso escribía, se acercaba cada vez más su mano al rostro de Carlos, de cuya mano se cayó la pluma.

—¿Qué vapor es éste? —preguntó.

—No sé a qué queréis referiros. Aquí no hay tal vapor. Tomad la pluma y acabad. ¡Aprisa!

El preso se inclinó nuevamente sobre el papel.

—“De haber sido de otra suerte...” —dictó Carton.

Pero ya la pluma se había caído de manos de Carlos, ante cuya nariz estaba la mano de Carton. El preso le dirigió una mirada cargada de reproches y por espacio de algunos segundos luchó con Carton, hasta que se quedó sin sentido.

Sydney Carton se vistió apresuradamente la ropa que el preso dejara a un lado, se peinó el cabello y lo sujetó con una cinta. Luego se acercó a la puerta y, en voz baja, dijo:

—Entrad.

Inmediatamente se presentó el espía y, al verlo, Carton le dijo:

—Ya veis cómo el peligro que habéis de correr es muy pequeño.

—Mi peligro, señor Carton —contestó el otro,— está en que a última hora no os arrepintáis de lo hecho.

—Nada temáis. Cumpliré lo prometido.

—Es preciso que así sea para que no se descomplete el número de cincuenta y dos. Y vestido como estáis no tengo miedo alguno.

—Nada temáis. Pronto no estaré ya en situación de perjudicaros. Ahora llevadme al coche.

—¿A vos? —preguntó asustado el espía.

—A él, hombre. Sacadlo por la misma puerta por la que entré.

—Naturalmente.

—Al entrar yo estaba débil y angustiado. Es natural que la entrevista con mi amigo, que va a morir, me haya afectado extraordinariamente. Eso ha ocurrido ya muchas veces, demasiadas. Ahora pedid que os ayuden a sacarme.

—¿No me haréis traición?

—¿No os he jurado ya que no? —exclamó impaciente Carton.— Idos y no me hagáis perder estos momentos preciosos. Lleváoslo al patio, metedlo en el coche y entregádselo al señor Lorry, diciéndole que no le dé nada para hacerle recobrar el sentido, pues bastará el aire puro. Decidle que recuerde mis palabras de ayer noche y que no deje de hacer lo que le encargué.

Se retiró el espía y Carton se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos. A poco regresó el espía con dos hombres.

—¡Caramba! —exclamó uno de ellos.— ¿Tanto le ha impresionado que su amigo haya sacado el premio gordo en la lotería de la santa Guillotina?

Levantaron el inanimado cuerpo, lo pusieron en una litera y salieron

—Poco falta ya, Evremonde —dijo el espía a Carton.

—Ya lo sé. Tened cuidado con mi amigo y dejadme.

Se cerró la puerta y Carton se quedó solo, prestando atento oído a los ruidos que llegaban hasta él. Así permaneció sentado a la mesa hasta que fueron las dos.

Entonces oyó rumores que no le asustaron, porque ya conocía su significado. Oyó que se abrían sucesivamente varias puertas y finalmente la suya. Un carcelero, con una lista en la mano, la miró y dijo:

—Sígueme, Evremonde.

Él obedeció y pasó juntamente con otros, a una sala grande y obscura. Sus compañeros condenados estaban con las manos atadas a la espalda, algunos en pie, con las cabezas bajas, y otros paseando nerviosos. Pocos se quejaban, pues la mayoría guardaban silencio.

Pasó un hombre junto a él y lo abrazó. Carton temió un momento que pudiera reconocerlo, pero el otro se alejó. Poco después una muchacha, casi una niña, de dulce rostro pálido y grandes ojos pacientes, se acercó a él y le dijo:

—Ciudadano Evremonde. Soy la costurera que estaba contigo en la prisión de La Force.

—Es verdad —contestó él— aunque no recuerdo, de qué te acusaban.

—De conspiración. ¡Dios sabe cuán falso es eso!... ¿Qué conspirador iría a contar sus secretos a una pobre niña como yo?

La triste sonrisa de la pobrecilla afectó tanto a Carton, que por sus mejillas resbalaron algunas lágrimas.

—No tengo miedo a la muerte, pero no he hecho nada, ciudadano. No me sabe mal morir si ello ha de ser beneficioso a la República, aunque no comprendo cómo mi muerte puede ser útil para nadie. Soy una pobrecilla débil e impotente.

En las últimas horas de su vida, el corazón de Carton se enternecía.

—Me dijeron que te habían puesto en libertad, ciudadano Evremonde.

—Así fue, pero luego me prendieron otra vez y me condenaron.

—¿Querrás permitirme, ciudadano, que tenga tu mano entre la mía cuando salgamos? No me falta valor, pero eso me daría mucho ánimo.

Y mientras los ojos pacientes de la niña se fijaban en él, observó que en ellos se pintaba primero la duda y luego el asombro. Carton oprimió los flacos dedos, estropeados por el trabajo y por la miseria, y los llevó a sus labios.

—¿Vas a morir por él? —murmuró ella.

—Y por su mujer y su hija.

—¿Me dejarás tener entre las mías tu mano, valeroso desconocido?

—¡Calla! Sí, pobre hermana mía. Hasta el último momento.

Las mismas sombras que empezaban a rodear la prisión caían a la misma hora de la tarde en la Barrera y sobre la multitud que allí había, cuando un carruaje procedente de París se detuvo para ser registrado.

—¿Quién va ahí dentro? ¡Los papeles!

—Alejandro Manette —dijo leyéndolos el funcionario,— médico. Francés. ¿Quién es?

Aparentemente la fiebre de la Revolución ha sido excesiva para él —comentó el oficial viéndolo postrado en su asiento. Lucía, su hija. Francesa. ¿Quién es?. Esta sin duda. ¿Es Lucía de Evremonde, no? Su hija, inglesa. ¿Es esa? Bien, dame un beso, hija de Evremonde. Ahora has besado a un buen republicano, cosa nueva en tu familia. Sydney Carton. Abogado. Inglés. ¿Es ese?

Estaba inanimado, en el fondo del carruaje.

—Parece que el abogado está desmayado.

—Creemos que se pondrá bueno con el aire libre. No tiene muy buena salud y acaba de separarse de un amigo que ha incurrido en el desagrado de la República.

—¡Bah! Por poco se impresiona. Jarvis Lorry, banquero. Inglés, ¿Quién es?

—Soy yo. Necesariamente puesto que no hay nadie más.

Jarvis Lorry había contestado a las preguntas que iba dirigiendo el funcionario. Este examinó exteriormente el coche y dio una ojeada al reducido equipaje que iba encima.

Luego tendió los papeles al señor Lorry, debidamente contraseñados, y les deseó buen viaje.

—¿Podemos marchar, ciudadano?

—Sí. ¡Adelante, postillones!

El primer peligro estaba ya evitado. En el interior del carruaje reinaba el miedo.

Lucía sollozaba y el desvanecido suspiraba profundamente.

—¿No podríamos ir más aprisa? —preguntó Lucía al anciano banquero.

—No, despertaríamos sospechas.

—Mirad si nos persiguen —rogó la atemorizada Lucía.

—Nadie viene tras de nosotros, querida.

Prosiguieron el viaje sin accidente alguno. Al llegar a un pueblo los detuvieron algunos campesinos preguntando:

—¿Cuántos han sido hoy?

—No os entiendo —contestó el señor Lorry.

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