Read Historia de dos ciudades Online
Authors: Charles Dickens
—Pero él, en cambio, ha sido encontrado. Vive. Muy cambiado, probablemente, y convertido en una ruina, pero debemos tener esperanzas de algo mejor. Lo esencial es que vive. Vuestro padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado en París, y allí vamos a dirigirnos. Yo para identificarle, si me es posible; y vos para devolverlo a la vida, al amor, al deber, al descanso y al bienestar.
La joven se estremeció, y luego en voz baja exclamó:
—¡Voy a ver a su espectro! ¡Será su espectro, pero no él!
El señor Lorry acarició las manos de la joven y dijo:
—Tranquilizaos, señorita. Ahora ya conocéis todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuentro del desdichado caballero, y después de un feliz viaje por mar y por tierra, os encontraréis a su lado.
La joven, en el mismo tono de voz, exclamó:
—Yo he sido feliz y he gozado de libertad y nunca me ha perseguido su fantasma.
—He de deciros algo más —prosiguió el señor Lorry, tratando de fijar la atención de la joven.— Cuando le encontraron llevaba otro nombre, pues el suyo o se olvidó o alguien tuvo interés en que permaneciera ignorado. No hay por qué tratar ahora de averiguarlo, ni tampoco hay razón para indagar el por qué durante tantos años estuvo preso, ya porque se olvidaran de él o porque quisieran tenerlo encerrado hasta su muerte. Estas indagaciones serían peligrosas. Es mejor no hablar de nada de eso, por lo menos mientras estemos en Francia. Yo mismo, aunque soy súbdito inglés y empleado en el Banco Tellson, con toda la importancia que en Francia tiene la casa, evito hablar del asunto y no llevo conmigo ni un papel que a ello se refiera. Todos los poderes que me acreditan para resolver este asunto, se comprenden tan sólo en una palabra: “Resucitado”, lo cual no significa nada. Pero, ¿qué es eso? La pobrecilla, no me oye siquiera. ¡Señorita Manette!
La joven estaba inmóvil y silenciosa, privada de sentido, con los ojos abiertos y fijos en él, como si fuese una estatua. El caballero no se atrevió a tocarla, temiendo hacerle daño, pero se apresuró a gritar pidiendo socorro.
Apareció una mujer de aspecto bravío y el señor Lorry observó que era roja de cabeza a pies, pues rojo era su gorro, rojos sus cabellos y su rostro y rojo su vestido.
Entró corriendo en la estancia, precediendo a los criados de la posada y sin pensarlo gran cosa dio un empujón al caballero, mandándolo a la pared más cercana.
—¡Eso no es una mujer! —pensó el señor Lorry. — Más bien parece un hombre.
—¿Qué hacéis ahí mirando? —exclamó aquella mujer dirigiéndose a las criadas. — ¿Por qué no vais en busca de lo necesario en vez de quedaros mirándome así? ¡Traedme en seguida sales, agua iría y vinagre! Y en cuanto a vos —añadió dirigiéndose al señor Lorry:— ¿No podíais decirle todo eso sin asustarla? ¡Mirad cómo la habéis dejado! ¡Pálida como una muerta y sin sentido! ¿A eso llamáis ser banquero?
El señor Lorry no supo qué contestar y se quedó humildemente junto a la pared, sin atreverse casi a mirar, y la mujer tomó los remedios que habían traído los criados, ordenándoles luego que se marcharan si no querían que les dijese algo desagradable.
—Espero que pronto recobrará el sentido —observó el señor Lorry.
—No por lo que hayáis hecho —contestó la mujer.— ¡Pobrecilla mía!
—Espero —añadió el señor Lorry después de nueva pausa y con la misma humildad— que acompañaréis a la señorita Manette en su viaje a Francia.
—¡Sois un tonto! —exclamó la mujer.— ¿Creéis que si la Providencia hubiese dispuesto que había de viajar por mar, me habría hecho nacer en una isla?
Y como esto era de difícil contestación, el señor Jarvis Lorry se retiró para meditar.
Una gran barrica de vino se cayó en la calle y se rompió. Ocurrió el accidente al descargarla de un carro; rodó el barril y al tropezar con el suelo se le soltaron los cercos y se desparramó el vino, en tanto que las duelas quedaban frente a una taberna, como enorme nuez rota.
Cuanta gente había por allí suspendió su trabajo o su pereza para ir a beberse el vino derramado. Las piedras irregulares y salientes de la calle, destinadas, al parecer, a lisiar a cuantos se acercaran a ellas, fueron la causa de que se formasen varios pequeños estanques, cada uno de los cuales se vio rodeado por algunos individuos que, arrodillados y con el hueco de sus manos, recogían y se bebían el líquido. Otros lo recogían con vasijas de barro y hasta empapando los pañuelos que las mujeres llevaban en la cabeza, para retorcerlos luego incluso sobre la abierta boca de los niños, y los que no pudieron coger el precioso líquido, se entretenían en lamer las duelas cubiertas interiormente de heces. Y tanto fue el afán de todos para que, no se escapara una sola gota del líquido y tanto barro tragaron al mismo tiempo que ingerían el vino, que la calle quedó limpísima, como si por allí hubieran pasado los barrenderos, si por milagro hubieran aparecido estos personajes desconocidos en aquella época.
Mientras duró el vino hubo la mayor alegría en la calle, pero en cuanto no quedó una gota cesaron, como por ensalmo, las manifestaciones de júbilo. Todos volvieron a sus ocupaciones y los cadavéricos rostros que salieran de las obscuras cuevas desaparecieron nuevamente en ellas.
Como el vino derramado era rojo, tiñó el suelo de la estrecha calleja del barrio de San Antonio, de París. Había manchado también muchas manos y muchos rostros, y los que se entretuvieron en lamer las duelas, quedaron con manchas rojas en torno de la boca, como tigres ahítos de carne, y hasta hubo un bromista que con los dedos bañados en barro rojizo, escribió en la pared la palabra:
“Sangre”.
Día llegaría en que este vino fuera también derramado por las calles y cuyo color rojo manchara asimismo a muchos de los que allí estaban.
Nuevamente la calle volvió a su estado habitual, de que saliera un momento, y quedó triste, fría, sucia, llena de enfermedades y de miseria, de ignorancia y de hambre. En todas partes se veían pobres individuos envejecidos, debilitados y hambrientos. Los niños tenían caras de viejo y hablaban con gravedad. El Hambre reinaba en el barrio como dueña y señora y sus manifestaciones se advertían por doquier. Las calles eran tortuosas y estrechas, amén de sucias como muladares y las casas de que se componían estaban habitadas por gente sumida en la más negra miseria. Mas aun a pesar de todo, no faltaban ojos brillantes, labios contraídos y frentes arrugadas. En las mismas tiendas se advertía también la necesidad general, pues en las carnicerías se veían tan sólo piltrafas de carne y en las panaderías panes pequeños y groseros. Los concurrentes a las tabernas bebían sus minúsculos vasos de vino o de cerveza y se hablaban confidencialmente. Nada estaba allí representado en estado floreciente, a excepción de las armerías y las tiendas en que se vendían herramientas. Los instrumentos o armas de acero eran brillantes, estaban afilados y en abundancia. La calle de piso desigual carecía de aceras y estaba llena de baches. Los faroles, a grandes intervalos, colgaban de cuerdas que atravesaban de un lado a otro de la calle y por las noches apenas bastaban para disipar las sombras.
La taberna ante la cual se rompió el barril estaba en un rincón de la calle y tenía mejor aspecto que los demás establecimientos. El tabernero contempló la lucha por beberse el vino derramado, sin importársele gran cosa, porque como el estropicio fue causado por los que descargaban el vino, de su cuenta corría proporcionarle otro barril.
De pronto sus ojos sorprendieron al bromista que escribía en la pared con los dedos y se acercó airado a él, borrando con las manos la terrible palabra que el otro trazara.
El tabernero era un hombre de aspecto marcial, de cuello de toro y de unos treinta años. Debía de ser de ardiente temperamento, porque a pesar de que el día era muy frío llevaba la chaqueta colgada del hombro y las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo. La cabeza estaba cubierta solamente por su cabello negro y rizado. Por lo demás era moreno, tenía buenos ojos y la mirada decidida. Parecía de buen humor, pero de carácter implacable, resuelto y de firme voluntad.
La señora Defarge, su esposa, estaba sentada en la tienda, detrás del mostrador, cuando aquél entró. Era una mujer corpulenta, de la misma edad que su marido, con ojos observadores que no parecían fijarse en nada, de manos grandes, adornadas por sortijas, rostro de facciones enérgicas y expresión de perfecta compostura. Parecía muy friolera y estaba envuelta en pieles, incluso la cabeza, aunque dejando al descubierto los pendientes. Tenía delante su labor de calceta, pero la había dejado a un lado para limpiarse los dientes con una astillita. Así ocupada, la señora Defarge no dijo nada al entrar su marido, sino que se limitó a toser ligeramente, y esto unido a un leve movimiento de sus cejas, indicó a su esposo la conveniencia de vigilar a sus clientes, pues entre ellos encontraría a alguno que había entrado mientras él estaba en la calle.
En efecto, el tabernero descubrió muy pronto a un caballero de alguna edad, acompañado de una señorita, que estaban sentados en un rincón. Otros clientes estaban allí jugando, y mientras el tabernero pasaba por detrás del mostrador observó que el caballero decía refiriéndose a él:
—Este es nuestro hombre.
Diciéndose que no los conocía, el tabernero se detuvo para hablar con los tres parroquianos que bebían junto al mostrador.
—¿Cómo va, Jaime? —preguntó uno al tabernero.— ¿Ya se han bebido todo el vino derramado?
—Hasta la última gota, Jaime —contestó el señor Defarge.
En cuanto hubieron hecho el intercambio de su nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y arqueó nuevamente las cejas.
—Pocas veces —observó el segundo de los tres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasión esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y la muerte. ¿No es así, Jaime?
—Tienes razón, Jaime —replicó el señor Defarge.
Después de este segundo intercambio del nombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez y nuevamente arqueó las cejas. El último de los tres dejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo:
—Esos pobres animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida muy dura, Jaime. ¿No digo bien?
—Tienes razón, Jaime —contestó el señor Defarge.
En aquel momento, después de este tercer intercambio del nombre de pila, la señora Defarge dejó el mondadientes, arqueó las cejas y se revolvió en su asiento.
—Es verdad —murmuró su marido.— Señores... mi mujer.
Los tres parroquianos se descubrieron ante la señora Defarge y le hicieron una reverencia, a la que ella contestó inclinando la cabeza y examinándolos rápidamente.
Luego miró indiferentemente hacia la taberna y reanudó su labor de calceta.
—Señores —dijo su marido que la había observado con la mayor atención:
—La habitación amueblada que deseabais ver está en el quinto piso. La escalera parte del patio, a la izquierda... Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y puede guiar a los demás. Adiós, señores.
Ellos pagaron el vino que habían bebido y salieron, y mientras el tabernero observaba a su mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincón y manifestaba deseos de hablar a solas con el tabernero.
—Con el mayor gusto, señor —contestó Defarge llevándolo hacia la puerta.
La conferencia fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra el tabernero se sobresaltó y manifestó la mayor atención. No había transcurrido un minuto cuando hizo una señal afirmativa y salió a la calle. Entonces el caballero llamó a la joven con la mano y los dos salieron también. La señora Defarge seguía haciendo calceta y no vio nada.
El señor Jarvis Lorry y la señorita Manette salieron así de la taberna y alcanzaron al tabernero ante la escalera a la que mandó a los tres parroquianos. En la obscura entrada de la negra escalera el tabernero hincó una rodilla y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo amo. Era una delicadeza, pero realizada de manera que nada tenía de delicada. En pocos segundos sufrió una gran transformación, pues en su rostro ya no había expresión alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de cólera y de hombre peligroso.
—Está bastante alto —dijo secamente al señor Lorry.
—¿Está solo? —murmuró éste.
—¿Quién queréis que esté con él? —exclamó el tabernero.
—¿Está siempre solo?
—Sí.
—¿Por su deseo?
—Por su necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quería tenerlo en mi casa. Así está ahora.
—¿Está muy cambiado?
—¡Cambiado!
El tabernero dio un puñetazo en la pared y profirió una blasfemia, lo cual fue más elocuente para el señor Lorry que una respuesta clara.
Penoso sería subir la escalera de una casa vieja de París en nuestros tiempos, pero entonces lo era todavía más. En cada uno de los rellanos había un montón de basura depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposición viciaba de tal manera el ambiente que apenas se podía respirar. El señor Lorry tuvo que detenerse dos veces junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida al mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los precedía sacó una llave del bolsillo.
—¿Está encerrado con llave?
—Pregunto el señor Lorry.
—Sí —contestó Defarge secamente.
—¿Creéis necesario tener tan recluido a ese pobre caballero?
—Considero necesario abrir con llave.
—¿Por qué?
—Porque ha vivido tanto tiempo encerrado, que asustaría de muerte si esta puerta quedara abierta.
—¿Es posible?
—Así es.
Tal diálogo, tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras llegó a oídos de la joven que estaba temblorosa de emoción y su rostro expresaba tal terror que el señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras para darle ánimo.
—¡Valor, querida señorita, valor! Lo peor habrá pasado dentro de un momento. Una vez hayamos pasado esta puerta. Luego empezará todo el bien que le lleváis y toda la dicha que ofreceréis al desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudará. Vamos.
Al doblar una de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante una puerta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasos de los que subían volvieron la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que habían estado bebiendo en la taberna.