Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (31 page)

En efecto, la sociedad española siguió una tendencia en este sentido y, además, a un ritmo muy superior al de la época precedente. La Primera Guerra Mundial reveló los claros desajustes de la economía española especialmente en el momento en que, una vez finalizada, hubo que volver a una normalidad que había sido rota por los acontecimientos bélicos extra-peninsulares. Sin embargo, en el transcurso de esos cuatro años, las ventajas relativas logradas por la posición neutralista española supusieron una indudable aceleración del camino que España había emprendido con el comienzo de siglo hacia su conversión en un país industrializado: como ya se ha indicado, en este momento tuvo lugar un importante despegue económico de trascendencia perdurable. La industrialización favoreció la crecida del movimiento obrero y sindical y ésta aumentó la protesta, unida a otros factores como la agitación intelectual e ideológica de la primera posguerra mundial con la aparición de nuevos modelos políticos, tanto para la derecha como para la izquierda, y el crecimiento de la identidad regional en buena parte de la geografía española. Todos estos factores provocaron un aumento de la conflictividad y un sistema político débil, que parecía incapaz de dar el salto desde el liberalismo oligárquico a la democratización, se vio obligado a recurrir crecientemente al Ejército o tolerar su presencia en terrenos en los que ésta no debía haberse producido. Pero la presencia militar a partir de los años veinte ponía en peligro la vigencia misma del sistema liberal, sobre todo tras el desastre de Annual y de que los militares pudieran sentirse, como estamento, enfrentados a la clase política. Ese conjunto de realidades permite confirmar que en este caso, como en tantos otros, la modernización (de la que incluso se puede considerar que era un testimonio la generación europeizadora de 1914) tuvo como consecuencia no la disminución de las tensiones sino el aumento de las mismas. El punto de partida para explicar la evolución española hasta 1923 debe ser, por tanto, un acontecimiento de política exterior como fue la Primera Guerra Mundial. Pero esta cuestión plantea, con carácter previo, la singularidad de la posición española en el contexto internacional durante los años precedentes. De ello trataremos inmediatamente a continuación.

Política exterior: el papel español en Marruecos

S
i, como sabemos, el efecto de 1898 fue menor en muchos otros terrenos, en cambio modificó de forma sustancial la ubicación de España en el mundo internacional. Antes que nada, es decir, antes de tratar de las sintonías o diferencias de unas naciones con otras o del papel atribuido a nuestro país en las relaciones exteriores de la época es preciso referirse a un factor cultural de primera importancia, en la mentalidad de propios y ajenos. La derrota del 98 no sólo supuso el nacimiento del regeneracionismo sino también una previa conciencia de la limitación de España, que no en vano había sido considerada como una «nación moribunda» por parte del secretario de Foreign Office en aquel año. Esa imagen fue, en primer lugar, la que se tuvo desde otros países con respecto al nuestro. En Francia, por ejemplo, como consecuencia de una re-elaboración de la imagen romántica, a menudo se tuvo la visión de España como un país anclado en un vetusto Antiguo Régimen, con claro predominio del clericalismo y de costumbres fanáticas y bárbaras lo que, sin embargo, en ciertos medios intelectuales no implicaba sólo desprecio sino también respeto por la autenticidad de ese primitivismo. En el fondo los cuadros de Zuloaga podían favorecer esa visión y quizá eso explique lo mal recibidos que fueron por parte de los sectores más conservadores de la sociedad española. Cuando en Francia nació el hispanismo como disciplina científica y universitaria no pudo evitar quedar un tanto sesgado hacia la derecha conservadora y católica en ese mismo país. Periódicamente sucesos españoles —la actuación del gobierno en 1909, por poner un ejemplo— parecían confirmar esa visión muy generalizada en los medios culturales europeos de significación liberal. En Italia, por ejemplo, se rechazó con indignación cualquier tipo de comparación entre el 98 español y la derrota propia en Adua, acontecida dos años antes, y eso no dejó de tener su fundamento porque mientras que el italiano había constituido un ejemplo de expansión, resultado de la fuerza de una nación recientemente unificada, el caso español fue el de quien había sido sujeto paciente de la expansión de otros. Pero la visión desde fuera acerca de España influyó en la de los propios españoles acerca de sí mismos. Un viajero francés, simpatizante con España, Ángel Marvaud, escribió que los españoles se sentían como «un pariente pobre» ante Francia a la que «se envidia o se teme». Sólo le faltó añadir que muy a menudo esos sentimientos se unían y el resultado era una indignación mal contenida en contra de ella. De cualquier modo, el resultado de ese estado de ánimo colectivo entre los españoles fue ambivalente respecto de la política exterior. Por un lado, contribuyó a que los dirigentes políticos pensaran que la prioridad fundamental era la regeneración interior y que sólo tras ésta sería posible desempeñar un papel relevante en el concierto internacional. Hubo, pues, una propensión a liberarse de compromisos. Un diplomático de la época (Villaurrutia) llegó a escribir en sus memorias que, tras el 98, España «arrebujóse de nuevo en su vieja capa de pobre vergonzante». Por otro, existía la sensación en la clase política de que España era una más en el concierto europeo y, por tanto, debía asumir responsabilidades idénticas a los países europeos. Cuando éstas no parecían muy onerosas y todas las potencias parecían estar de acuerdo en que ésa debía ser la posición española los dirigentes españoles, con reticencias, acababan aceptando la misión que se les atribuía. Al mismo tiempo la España que había perdido su imperio americano y filipino sentía una inseguridad muy peculiar que nacía del deseo, por un lado, de ser aceptada en su integridad territorial por las potencias más poderosas y, por otro, de que, consciente de su impotencia, se sabía lo bastante insignificante como para pensar que lo mejor para ella era no tener compromisos que pudieran significar una guerra o, algo peor, que alguien más poderoso acabara por beneficiarse de una relación privilegiada. A fin de cuentas, ninguna ayuda había recibido España del conjunto de las naciones europeas en el momento de la guerra del 98. Un último factor para explicar la política exterior española antes de la Primera Guerra Mundial reside en que la derrota frente a Estados Unidos había dejado reducida, en la práctica, la posible acción colonial española a tan sólo el continente africano o, más propiamente, a Marruecos como zona más inmediata y de mayor interés. Para Europa este país constituyó durante unos años el centro de la política exterior de las grandes potencias; para España de ellos derivó, a corto espacio, un modo de integración en el mundo internacional y, a más largo, una pesada herencia para la Restauración en su época final.

Todo cuanto antecede sirve para explicar las dudas finiseculares de los políticos españoles. Hubo un proyecto británico, inmediato al 98, para garantizar las fronteras españolas que no fue aceptado por temor a que incomodara a Francia. Silvela pensó luego en una posible alianza con Francia, pero con la adición de Alemania y Rusia. Pronto, sin embargo, el propio curso de los acontecimientos impuso a España una selección de quiénes debían ser las potencias más cercanas a ella y hasta dónde tenían que llegar sus responsabilidades. En los primeros años del nuevo siglo Francia, Gran Bretaña e Italia delimitaron sus respectivos intereses en el norte de África mediante acuerdos sucesivos. Nadie pensaba que a España le debiera corresponder un papel fundamental en la zona pero su situación geográfica obligaba a tenerla en cuenta y, además, su presencia habría de servir como garantía ante el resto de las grandes potencias de que ninguna conseguiría una preponderancia sobre las demás. La posición internacional española estuvo siempre marcada de modo inevitable por su presencia en el norte de Marruecos, donde las posiciones españolas de Ceuta y Melilla se veían sometidas a periódicos conflictos por la necesidad de mejorar su situación estratégica en relación con los indígenas con periódicas operaciones militares, la última de las cuales tuvo lugar en 1893. Mientras que hasta entonces España había sido una potencia ultramarina, ahora el eje de su política exterior estuvo centrado en su presencia a uno y otro lado del mar de Alborán, una importantísima vía de comunicación comercial y un centro estratégico vital. Marruecos, por tanto, suponía no sólo la posibilidad de expansión colonial, lógica en una época en que ésta era habitual, sino que además venía a constituir el procedimiento de incardinación de España en la política internacional. Pero, desaparecido Portugal desde hacía tiempo de Marruecos, había otras potencias que tenían intereses allí y con las que España debía tratar inevitablemente. Gran Bretaña, sólidamente establecida en la base de Gibraltar, era la potencia del «statu quo», dedicada a proteger sus intereses comerciales e interesada en que a uno y otro lado del estrecho hubiera un poder débil, principalmente en Tánger. Por eso siempre prefirió que España y Francia se compensaran sin que la segunda desplazara por completo a la primera.

A partir de comienzos de siglo España se había convertido, por tanto, en una potencia de intereses europeos y proyección norteafricana cuyo centro neurálgico de cara a la política exterior residía en el estrecho de Gibraltar. Pero allí (y en toda África) debía ponerse en relación, para el reparto de competencias territoriales, principalmente con Francia. La primera delimitación del área de influencia española —la menos conflictiva— se produjo mediante el tratado de junio de 1900, como consecuencia del cual la presencia española en Guinea quedó reducida a tan sólo una décima parte de lo que en teoría podía haber correspondido a nuestro país y a la mitad de lo que los expedicionarios españoles habían explorado; también en Río de Oro sucedió algo parecido, señalando una característica que, como veremos, perduraría a lo largo de todo el reinado de Alfonso XIII. El acuerdo le valió al embajador español en París, León y Castillo, el título de marqués de Muni. Fue él precisamente quien advirtió a sus superiores de la inminencia del reparto de Marruecos y quien les convenció de que era necesario que actuaran porque «se iba a resolver de un momento a otro con nosotros o contra nosotros». Pronto consiguió convencer a los dirigentes de los dos partidos políticos fundamentales, pero no sin titubeos, y como si les arrastrara a cumplir con una obligación que no querían asumir en un primer momento. Silvela escribió que «nuestra preterición sería mortal para nuestros intereses y nuestro prestigio». Debió pensar sobre todo en el segundo. Sagasta reveló de forma todavía más clara la debilidad del sentimiento imperialista español: «No sólo hay que pensar en los inconvenientes de ir —dijo— sino en los peligros de no ir». Al final, sin embargo, llegó a arriesgarse hasta el extremo de pronunciar una frase rotunda en su prosaísmo: «No se hacen tortillas sin romper huevos».

Pero en lo que respecta a Marruecos el problema era Francia. Ésta fue el gran competidor que tuvo nuestro país en la zona, obteniendo finalmente las zonas más ricas del protectorado, como le correspondía a su superioridad económica y militar. La estrategia francesa fue adelantarse sin contar con nadie en el terreno militar y proclamar, no obstante, como doctrina propia la «penetración pacífica» que tuvo luego como mejor ejecutor al general Lyautey. Políticos y militares franceses trataron despectivamente a España refiriéndose a su «ineptitud colonizadora e impotencia económica», argumentos con los que constantemente trataron de disminuir el área de su influencia. Carente de peso propio en la política internacional, España se vio obligada muy a menudo a acabar aceptando los acuerdos impuestos por Francia, una vez que ésta los hubo decidido previamente con el resto de las grandes potencias. Aparte de Gran Bretaña, también Alemania tenía intereses en la zona; a menudo actuó como si el sultán fuera verdaderamente independiente, pero, conseguida la igualdad con los demás países en cuanto a posibilidad de actuaciones económicas y comerciales, tan sólo usó la eventualidad de una presencia propia en el norte del continente como moneda de intercambio en el reparto de África o como potencial amenaza a sus rivales. Italia no podía compararse con Francia en potencia militar y económica pero su intervención en Libia contra los turcos, que concluyó en una victoria que le proporcionaría también las islas del Dodecaneso (1911), le confirió una importancia creciente en el Mediterráneo. En torno a esa fecha se mencionó su posible alianza con España, pero no pasó de ser un rumor con escaso fundamento. En efecto, mucho más que por una voluntad expansiva de carácter colonial y de componente económico, que siempre fue muy modesta, la intervención española en Marruecos se explica por las propias circunstancias que vivía este país que, a comienzos de siglo, estaba en plena descomposición política. Tan es así que estaba dividido en dos zonas, denominada una «Blad-el-Majzen», territorio controlado efectivamente por las autoridades dependientes del sultán, y «Blad-el Siba», comarcas que de hecho llevaban una vida autónoma, cuando no independiente. El último sultán verdaderamente merecedor de este nombre, Muley Hassan, murió en 1894. A continuación le sucedió un periodo de absoluta bancarrota (los impuestos eran los mencionados en el Corán) y anarquía política. En 1907, cuando se inició la expansión española, había una especie de guerra civil entre dos hermanos (Abd-el-Azziz y Muley Hafid) mientras que en el noroeste, en torno a Ceuta, gobernaba de hecho El Raisuli y en el nordeste en torno a Melilla lo hacía un usurpador llamado El Roghi. Por si fuera poco, la xenofobia y la predicación religiosa se traducían en frecuentes ataques a los extranjeros.

Esta situación explica que Francia y España mantuvieran desde 1902 contactos diplomáticos para delimitar las respectivas áreas de influencia en el norte de África. En la fecha citada Francia propuso a España un tratado que le dejaría toda la zona al norte del río Sebú, lo que hubiera supuesto el control de una fértil zona agrícola y de ciudades tan importantes como Fez, la capital del Marruecos de entonces. Sin embargo, de modo muy característico, España, no se atrevió a suscribir ese acuerdo por temor a que no fuera aceptado por Gran Bretaña. Maura luego diría que «desavenida Francia con Inglaterra, España fue tratada como un arma arrojadiza contra Inglaterra». Cuando, después de pactar con ésta la cesión de Egipto a cambio de la hegemonía en Marruecos (1904), Francia hizo una nueva propuesta a España, ésta debió pagar los gastos del acuerdo franco-británico. Gran Bretaña sólo obligó, en efecto, a la otra parte a «concertarse» con España. Ahora la oferta francesa consistió en limitar el área de influencia española a tan sólo la zona comprendida entre los ríos Uerga y Muluya, es decir, mucho más al norte, en una región pobre y montañosa de la que, además, quedaba excluida la ciudad de Tánger, que era una posición clave desde el punto de vista comercial y estratégico. El acuerdo, suscrito en octubre de 1904, fue, en la práctica, impuesto por los franceses y no se publicó en España completo sino tan sólo la afirmación de que se respetaría la integridad de Marruecos, por lo que pudo decirse que había sido «vergonzantemente» aceptado por los gobernantes españoles. El embajador español en París, León y Castillo, describió muy bien lo sucedido cuando dijo que «lo que durante unos años fue una política de esperanza ahora ya no es más que una política de defensa» ante las crecientes exigencias francesas.

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