Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (27 page)

Aunque no se trata de un fenómeno idéntico tiene cierto paralelismo con el terrorismo, en su común anarcocomunismo, la agitación social que entre 1903 y 1905 recorrió el campo andaluz y que un testigo presencial, el notario cordobés Díaz del Moral, describió como una «formidable explosión». Como sucedería más adelante en otras ocasiones —en especial después de la Primera Guerra Mundial— la protesta pareció que iba a conmocionar la sociedad andaluza, produjo el brusco crecimiento de las sociedades de resistencia, una esperanza casi religiosa en el advenimiento del comunismo y la lectura enfervorizada de la prensa obrera. Habitualmente, en cambio, la sindicación se concentraba en el medio urbano y en el rural lo característico era la desmovilización. Aunque la conmoción puede ser interpretada como producto de un impulso milenarista de unos campesinos hambrientos de tierra, esta tesis tan sólo es parcialmente cierta si tenemos en cuenta otros dos factores importantes. En primer lugar, como también en muchas otras ocasiones, la protesta coincidió con una excelente cosecha en 1903, lo que demuestra que no se puede identificar con la rebelión espontánea de una masa proletaria especialmente sufriente, sino con una estrategia reivindicativa que implicaba también la utilización del incendio, por ejemplo, pese a lo bárbaro del procedimiento, como expresión de descontento y forma de lograr la mejora de los salarios, al margen de que se esperara la total y definitiva transformación de la sociedad. Por otro lado, lo que se denominaba como el «obrero consciente», propagandista del ideal ácrata, no era un líder cuasi religioso y analfabeto sino un propagador de las tesis de una cultura anticlerical, derivada del federalismo y de la prensa popular libertaria. Con todo, el componente de rebeldía primitiva tiene también que ser tomado en consideración porque a la afiliación masiva de estos momentos le siguió una perduración modesta del sindicalismo agrario y el entusiasmo acabó por transformarse en pasividad. Sólo en 1913 nació una Federación Nacional de Obreros Agricultores pero apenas había llegado a sobrepasar los 2.500 afiliados al año siguiente. A pesar de lo formidable de esta conmoción agraria, mucha mayor trascendencia histórica y mayor capacidad de difusión del ideal anarquista tuvo la difusión del anarcosindicalismo a partir de comienzos de siglo. Los últimos años del XIX presenciaron en los medios anarquistas el triunfo abrumador de una auténtica fobia anti-organizativa, que debe ponerse en relación con la difusión del terrorismo. Desde comienzos de siglo hubo, en cambio, repetidos intentos de organización de un sindicato nacional, que resultaron frustrados, al menos en lo que respecta a la cantidad de afiliados. Los Congresos de la Federación de Trabajadores de la Región Española, celebrados en Madrid en 1900-1903, no tuvieron una representación de más allá de 50.000 afiliados y no establecieron verdaderamente ninguna organización nacional. Sirvieron, sin embargo, para difundir el mito de la huelga general y la escuela laica en medios que no eran estrictamente obreros sino también pertenecientes al republicanismo exaltado que protagonizaba Lerroux. Fracasados estos intentos, el sindicato de ámbito propiamente nacional no llegaría a tener vigencia hasta que se trasladó su localización del centro a la periferia. En ella (es decir, en Barcelona), donde se publicaba desde 1901 un periódico titulado La huelga general, tuvo al año siguiente la primera manifestación en España de este modo de protesta que, si implicaba la práctica de la violencia, al mismo tiempo suponía una participación de las masas en el proceso revolucionario que repugnaba a los anarquistas más estrictos, intérpretes de la acción directa como atentado personal e individual. La huelga de 1902, inmortalizada en los pinceles de Casas, produjo enfrentamientos y algunos muertos, pero estuvo muy lejos de ser una revolución. Precisamente, los años siguientes fueron, en la capital catalana, de depresión del movimiento societario, ocasión que permitió el desarrollo del republicanismo «lerrouxista», pero que, en cambio, no produjo la crecida del socialismo, incapaz de implantarse en la primera ciudad fabril de España.

Conscientes los medios anarquistas de que era preciso buscar a los proletarios en las fábricas y no mediante gestos heroicos, en 1904 crearon una Federación Obrera que en 1907 daría lugar, utilizando una denominación similar al nacionalismo que tenía el protagonismo del escenario político, a Solidaridad Obrera. Esta tenía la pretensión de estar por encima de las afiliaciones concretas y partidistas de sus miembros y, de hecho, inicialmente figuraron en sus filas republicanos y socialistas. Sus declaraciones programáticas eran tan imprecisas como para considerar que el capitalismo debía ser sustituido por «la organización obrera transformada en régimen social de trabajo». Pronto contó con un periódico de la misma denominación y hacia 1908 empezó a crecer, logrando tener, a fines de 1909, unos 44.000 afiliados. A esa altura un conflicto laboral en el diario republicano había marginado de los puestos directivos a los dirigentes obreros de esta significación, mientras los socialistas seguían siendo muy escasos y los anarquistas individualistas estaban desplazados de la posibilidad de ejercer un papel influyente en el sindicato. Los medios ácratas jugaron un papel importante en la Semana Trágica aunque, como ya se ha señalado, estos acontecimientos no tuvieron ninguna dirección precisa.

En el verano de 1910, el sector anarquista se hizo definitivamente con la dirección del sindicalismo barcelonés, agrupado en Solidaridad Obrera, y en otoño fue fundada la Confederación Nacional de Trabajo que, en realidad, era mayoritariamente barcelonesa o catalana (79 de las 114 sociedades que la formaban tenían esta procedencia regional). Aunque no se cerró la posibilidad de un acuerdo con la UGT socialista, el nuevo sindicato nació con una clara voluntad hegemónica. Hasta en la denominación paralela a la CGT francesa se apreciaba el triunfo del anarcosindicalismo, todavía más patente si tenemos en cuenta las declaraciones programáticas de la nueva entidad. El sindicalismo era un medio y su fórmula de actuación predilecta debía ser la huelga general revolucionaria de la que se decía, sin embargo, que, «por ser arma peligrosa», debía ser «utilizada con tino». De cualquier modo, la actuación sindical no era un fin, sino que la CNT tenía un propósito «esencialmente revolucionario». A pesar de que la organización prevista por los fundadores del sindicato tuviera semejanza con las Bolsas de Trabajo reformistas de más allá de los Pirineos, la CNT no abandonó la creencia anarquista de que el golpe final revolucionario que derribaría la sociedad burguesa sería violento. Quizá esto explica que su organización inicial no previera la creación de federaciones de industria. Con ser elemental esa fórmula organizativa, no pareció necesaria para cumplir el propósito revolucionario pero, al menos, consiguió entre las sociedades obreras preexistentes y no afiliadas un mayor éxito que las tácticas reglamentistas y sectarias de los socialistas. La vertiente revolucionaria de la CNT, más allá del estricto sindicalismo, se pudo apreciar en las resoluciones del nuevo sindicato con ocasión de su primer congreso celebrado en Barcelona en otoño de 1911. Entonces fue repudiada la eficacia del cambio político para dar satisfacción a las demandas de los trabajadores, pero, sobre todo, tuvo lugar una reunión secreta, posterior al congreso, en la que se preparó una huelga general revolucionaria con la que hubo de enfrentarse el Gobierno de Canalejas. Fue precisamente esta decisión la que tuvo como consecuencia convertir a la CNT en una organización clandestina desde 1911 hasta la guerra mundial. Sólo a mediados de 1913 se reorganizó la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña y, un año después, el sindicato nacional. De todas maneras, la ocasión definitiva para su relanzamiento fue la primavera de 1915. A estas alturas la CNT no era un movimiento de masas, pero había hecho irreversible la división del movimiento obrero español, y que Barcelona, la «rosa de fuego», como la denominaban los anarquistas, fuera una capital de esta tendencia y no socialista.

El socialismo: difusión y limitaciones

C
omo ya ha quedado indicado, fueron la permanencia de un republicanismo, muy popular entre el proletariado urbano, así como la flexibilidad con que se presentó un anarquismo, que por otro lado en estos momentos alcanzaba en toda Europa un papel dirigente sobre buena parte del sindicalismo, aparte del retraso de la movilización social en España, los factores que explican la debilidad de la implantación del socialismo. Sin embargo, las mismas características del socialismo no sólo explican esta realidad sino que testimonian hasta qué punto fue posible superarla a partir de comienzos de siglo.

Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de hablar del PSOE en el momento de iniciarse el nuevo siglo es que se trataba de un grupo extremadamente reducido, carente de influencia y de la posibilidad inmediata de tenerla. Fundado en 1879 por un grupo de tipógrafos, la aristocracia de la clase obrera, y de médicos (que resultaron, en su mayoría, «aves de paso»), sólo siete años después pudo hacer aparecer su diario, El Socialista, y su sindicato apenas rondaba los 4.000 afiliados al iniciarse la década final de siglo. Su fundador y animador principal, hasta la fecha de su muerte, con un liderazgo que nunca se dio en una persona en el anarquismo, fue Pablo Iglesias. Hombre de extracción social humilde, puntual y exacto en el cumplimiento de sus deberes de organizador del partido y cuidadoso guardián de su propia moralidad como dirigente obrero, Iglesias se convirtió en símbolo de su partido, al que evitó la demagogia colorista de muchos de los dirigentes republicanos y de los anarquistas, pero también las posibilidades de éxito de estos movimientos por su falta de imaginación y de habilidad estratégica. En efecto, si fue un símbolo, como tal tenía también sus obvias limitaciones: ni tuvo preocupaciones ideológicas ni formación para aportar mucho en este terreno y, además, demostró una inteligencia política limitada que le hizo ser poco flexible y claro en sus planteamientos de futuro. Ello derivaba en parte de su carácter seco y adusto, capaz del sacrificio, pero reglamentista y carente de otro motivo de atracción que la derivada de su condición de ejemplo moral. Al lado suyo el resto de los dirigentes nacionales del partido resultaban tan sólo una sombra y apenas se puede decir que tuvieran influencia. Tanto Mesa como García Quejido eran tipógrafos y parecen haber tenido una mayor capacidad para los problemas teóricos, como también el médico Jaime Vera. De todas maneras, en modo alguno cabe encontrar en ellos aportaciones originales a la evolución del socialismo europeo. El fundamento ideológico para la actuación socialista nacía a finales del XIX de la importación del marxismo a través de escritores (Lafargue, por ejemplo) o sindicalistas (Guesde) siempre franceses, que dominaron abrumadoramente en su prensa por lo menos hasta los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. El esquematismo de las interpretaciones de esa procedencia todavía se vio acentuado por la peculiaridad del carácter de Iglesias y por el carácter marginal del socialismo en el seno de la sociedad española. Para el PSOE de fines de siglo sólo dos clases, burguesía y proletariado, se enfrentaban en el mundo actual sin que hubiera forma de llegar a un acuerdo entre ambas. La revolución era inmediata y sólo cabía, en esas condiciones, esperar, con fuerte disciplina y una actuación básicamente política y no sindical, a que se produjera el colapso de la sociedad burguesa. Los anarquistas seguían «una política demoledora» y la huelga general era contraproducente mientras que no se atribuía a los republicanos otra cosa que «ceguera burguesa». Por eso resultaba imposible cualquier tipo de acuerdo con ellos. En la década final del siglo algo cambiaron las cosas pero, en general, puede decirse que el PSOE perdió la mayor parte de sus oportunidades con un bagaje intelectual tan modesto como el que queda descrito. El fin de siglo intelectual atrajo más allá de nuestras fronteras a muchos intelectuales hacia las filas del socialismo pero, en España, la rigidez del partido y su disciplina evitaron la militancia de pensadores y escritores. Unamuno, por ejemplo, no pagaba sus cuotas durante su militancia y sus preocupaciones religiosas poco o nada tenían que ver con las del partido. Interesado en el socialismo italiano, sus lecturas no podían influir en un mundo tan ajeno a estas preocupaciones como el del PSOE de la época y, además, su colaboración con revistas ácratas del estilo de La Revista Blanca parecía poco menos que una herejía. Por todo eso no tiene nada de extraño que su pertenencia al partido durara muy poco. Aunque algunos intelectuales escribieron artículos en El Socialista con ocasión de la fiesta del 1 de mayo esto no pasaba de indicar una genérica simpatía por el partido. Tampoco fue capaz el PSOE de aprovechar lo bastante el sentimiento de protesta ante la guerra colonial cuando ésta estalló: su reacción respecto a ella fue tardía y sus juicios acerca de los movimientos políticos que surgieron inmediatamente resultaron profundamente errados. Iglesias y sus seguidores malinterpretaron a Polavieja, al movimiento de las Cámaras de Comercio y a los nacionalismos periféricos, a los que no dudaron en calificar de «aberración». Por lo menos esa última década produjo cierto crecimiento de la UGT, que rondó ya los 30.000 afiliados, y el comienzo de una flexibilización ideológica y estratégica. A principios del siglo XX ya la revolución no se presentaba como tan inmediata, sino como la culminación de un proceso que era previamente reformista. Durante el resto de su trayectoria histórica hasta los años treinta el socialismo español mantuvo esta ambigüedad, en la práctica producto también principalmente de la debilidad y de las insuficiencias teóricas. El «pablismo» (es decir, las teorías de Iglesias) fue una especie de revolucionarismo reformista o reformismo revolucionario en el sentido de que nunca se consideraron incompatibles estas dos fórmulas. Por otro lado, el fin de siglo supuso igualmente un mayor acercamiento al republicanismo y una participación en los organismos destinados a la reforma social. Otro factor, a veces no valorado suficientemente, vino a facilitar la implantación del socialismo en nuestro país: el regeneracionismo. Los planteamientos que se dieron en los dirigentes del partido y también en quienes, desde fuera, lo apoyaban o admiraban, se basaron en la consideración del PSOE como instrumento de toma de conciencia de la clase obrera y en la moralización e independencia del comportamiento electoral del proletariado (por eso Ortega diría que los votos que llevaron a Iglesias al Parlamento eran otros tantos «actos de virtud»). El regeneracionismo, más que el marxismo, explica, por ejemplo, la postura inicial de Araquistain, uno de los intelectuales más vinculados con el PSOE. En la primera década del siglo XX el socialismo prosiguió su crecimiento, pero no sin dificultades y problemas. Eran los años en que la tesis ele la huelga general, de procedencia anarquista, había alcanzado una difusión y popularidad considerables y poco éxito podía tener un sindicalismo que pretendía una cuidadosa determinación de los medios ele protesta y no recurrir a la huelga sino después de tener organizada una caja de resistencia capaz de durar dos semanas y organizar previamente un referéndum entre los trabajadores. Los centros obreros locales, en los que se reunían las sociedades de resistencia de carácter independiente con las de UGT, eran también instrumentos destinados a la difusión de una cultura obrera, como si el propósito socialista fuera difundir ésta más que reivindicar ante el patrono. En Madrid, en 1908 —momento en que la mayor parte de la afiliación a la UGT estaba en la capital— se fundó una Casa del Pueblo creando un modelo que luego se extendió por toda España, hasta alcanzar unas cuatrocientas al estallido de la guerra civil.

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