Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (29 page)

En otros aspectos, sin embargo, la generación finisecular representó una ruptura con respecto al pasado. En primer lugar, las circunstancias obligaron a los intelectuales de fin de siglo a cumplir con su tarea desde la radicalidad y la autenticidad y de ello puede haber derivado el hecho de que, a partir de ellos, se pueda considerar que comienza nuestro tiempo: siguen siendo, en mayor o menor medida, los puntos de referencia cultural por excelencia. Además, en segundo lugar, se trata de la primera generación de la Historia española que se sintió, como grupo, con una tarea colectiva a realizar, aunque ésta se concretara poco o consistiera en una serie de actos carentes de la necesaria continuidad. En este sentido puede decirse que fue la primera generación que se sintió «intelectual», es decir, como profesional de la cultura, con una misión que trascendía la dedicación a una parcela de la misma. El término intelectual empezó a utilizarse como denominación entonces en España, como reflejo del uso que se había hecho de él en Francia durante el affaire Dreyfus. Aquí esta cuestión fue debatida pero, además, se puede decir que la protesta de ciertos escritores por el trato dado a los anarquistas en Montjuich reviste una considerable semejanza con lo sucedido en Francia: Unamuno o Machado establecieron un paralelismo entre ambos o citaron elogiosamente «aquel nobilísimo y ardiente valor cívico», como diría el primero, mostrado en esa ocasión en el citado país. Luego añadió que «no somos más que los llamados… intelectuales y algunos hombres políticos los que hablamos ahora a cada paso de la regeneración de España». Pero cuando se produjo una auténtica ruptura en el mundo intelectual español, hasta el punto de enfrentar a dos bandos irreconciliables, fue en 1909, con ocasión de la actuación de Maura en Barcelona. Ese acontecimiento, que creó un auténtico «monte de odio» (Ortega), situó a los intelectuales en una responsabilidad fundamental que siempre mantendrían en adelante y que tiene muy difíciles paralelismos con lo sucedido en cualquier otra parte del mundo.

Pero, además, en tercer lugar, la generación finisecular suponía también una ruptura estética y temática con relación al pasado. Desde la música a la filosofía, pasando por la prosa y el gusto estético, todo cambió como consecuencia de «esta inquietud que se hace notar en la atmósfera moral del fin de siglo» (Baraja). Tomemos como ejemplo el caso de la narrativa. Aunque el naturalismo realista perdurara, la cuestión central de la narrativa de la época fue una peripecia vital convertida en símbolo de una situación (este es el caso de «La voluntad» de Azorín, «Camino de perfección» de Baraja o «Amor y pedagogía» de Unamuno). Desaparecía, por tanto, el didactismo realista (incluso en el teatro galdosiano se produjo en este momento una profunda transformación); en cambio, apareció una propensión por lo psicológico, lo emocional y lo íntimo. El estilo también cambió: la descripción minuciosa fue sustituida por los «fragmentos, sensaciones separadas» (Azorín) o la «técnica de puntillismo en pintura» (Valle-Inclán). La novela, como el ensayo, un género en gran medida nacido ahora, tuvo en adelante como misión promover «valores morales nuevos». Se rompieron los convencionalismos de la expresión literaria de modo que se pudo constatar «el finiquito y acabamiento de todas ellos» (Manuel Machado).

Nada de esto sucedió en España como por ensalmo sino que era el reflejo de lo que sucedía en otras latitudes europeas. Este paralelismo europeo no es casual porque no hay nada más falso que considerar a la generación finisecular como exclusivamente volcada a la introspección nacional. Éste fue un tipo de actitud frecuentísima en otras latitudes europeas, producto de la influencia de Taine y Renán, como la egolatría lo fue de una determinada interpretación de la influencia de Nietzsche o Schopenhauer. Incluso Unamuno, habitual rebelde en contra de la moral colectiva de una europeización modernizadora, pudo decir que «se había criado con el espíritu fuera de España y eso es lo que me ha hecho español». Por último, importa recordar que no sólo se produjo este cambio estético, sino también otro, paralelo, respecto de las condiciones sociales de la tarea literaria. La aparición de nuevas editoriales como Renacimiento, de series de publicaciones de difusión muy considerable como El Cuento Semanal (1907) o incluso fenómenos como la Extensión Universitaria demuestran que había un público más amplio que el existente en la primera etapa de la Restauración. Además, en estos años surgieron las primeras asociaciones destinadas a proteger a periodistas y compositores musicales. En el momento de su iniciación literaria los mal llamados noventayochistas tuvieron unos rasgos comunes de aprendizaje y procedencia. Todos eran de clase media provinciana y vinieron en su juventud a un Madrid bohemio en que pasaron sus primeros años en los medios de izquierda —republicana y ácrata, más que socialista— con la excepción de Unamuno. Fueron en realidad autodidactas, hombres de biblioteca y revista o periódico más que de puesto docente universitario (de nuevo en esto Unamuno es la excepción). De ahí que algunos convirtieran el artículo en forma de vida (Azorín, Maeztu) y otros necesitaran de él para completar sus parcos emolumentos (Unamuno), incluso publicando más allá del Atlántico. Alguno de ellos fue exclusivamente publicista (Maeztu) pero, en general, haciendo compatible el libro y el artículo, combinaron la calidad y la influencia. Sólo Baroja vivió del libro, con tiradas de unos 20.000 ejemplares. Lo que caracterizó a la generación finisecular fue, más que nada, una actitud crítica respecto de la España que les había tocado vivir: no en vano un hombre de la generación posterior, Azaña, afirmó que la protesta les daba sentido como grupo. «Nosotros, negar», escribió Baroja: «Otros vendrán que afirmen y, si no hay nada que afirmar, nada nos importa». Esta actitud iconoclasta fue especialmente visible en los primeros años de la trayectoria vital de todos estos intelectuales, que se presentaron muy a menudo como anarcoides y que parecían, en el fondo, voluntariamente marginales; por eso los héroes de sus novelas estaban condenados a la frustración y el fracaso. Además, si se repasan las actuaciones políticas de todos ellos la sensación predominante es de inconstancia, cuando no de inconsecuencia. Azorín, por ejemplo, afirmó que no había nada más abyecto que un político pero acabó siendo subsecretario; Ortega pudo quejarse, entonces, de los «cuatro años de mala vida» que había pasado identificado con la derecha. Muy a menudo dieron la sensación de carecer de un programa concreto o de una disciplina para realizarlo o, simplemente, para convencer a los demás. «Los tres» (es decir, Maeztu, Baroja y Azorín) actuaron conjuntamente en una acción que a veces tenía un componente político y en otras meramente estético: protestaron contra el homenaje a Echegaray y contra el Gobierno de Montero Ríos, contra las exposiciones nacionales y el clericalismo, mientras ensalzaban a El Greco o Larra. Sin embargo, en todo ello no cabe ver más que una voluntad de no aceptar el orden existente pero sin por ello mostrar aquel por el que querían sustituirlo. Sus incursiones en el terreno de la política práctica fueron efímeras y contradictorias. Baroja fue republicano radical entre 1909 y 1911 y, en diarios de esa significación, publicó su novela anti-caciquil, «César o nada», pero pronto se decepcionó. Maeztu postuló en torno a 1910 un partido socialista no constituido sólo por obreros sino también por intelectuales, pero quizá es más expresivo de su postura el libro «Hacia otra España», cuyo contenido es plena y casi exclusivamente regeneracionista, patrocinando exaltadamente, con entusiasmo casi místico, los valores materiales de una nueva civilización.

Por su parte, Unamuno mantuvo siempre una insobornable postura de independencia y un talante liberal y crítico respecto de la vida pública española, hasta el punto de convertirse en el arquetipo del intelectual disidente. Pero su trayectoria personal no estuvo exenta de contradicciones, como, por ejemplo, al no dudar en aceptar el periódico apoyo de los partidos del turno para mantener su rectorado de Salamanca, e incluso reclamarlo cuando se lo arrebataron. La misma contradicción encontramos entre su evidente condición de intelectual español muy al tanto de la cultura europea y su insistencia en la intrahistoria o el casticismo, que le llevaba a abominar de todo supuesto bastardeamiento de la esencia nacional. En definitiva, los intelectuales finiseculares, aun sintiéndose obligados a dirigirse hacia el pueblo y adoctrinarle, no crearon un programa o una moral colectiva sino que se instalaron en el conflicto o acabaron por ser en la práctica personas que practicaban la esquizofrenia de una crítica sin recambio. Quizá la única excepción, en este sentido, sea Cataluña, donde el sentimiento nacionalista creó esa conciencia de tarea colectiva que faltaba en otras latitudes y, además, el cambio en la clase política dirigente permitió que los intelectuales accedieran al poder. Pero en el conjunto de España no sucedió así. Ortega pudo decir que los intelectuales de la generación precedente a la suya habían sido una especie de «niños geniales»; a Unamuno lo describió como una especie de profeta o «morabito» que predicaba desde Salamanca pero con el que no se podía contar para una tarea más constructiva.

La mayor parte de la generación de fin de siglo mantuvo, al menos, un talante personal liberal, pero el irracionalismo finisecular condujo a no pocos de sus miembros hacia la derecha; en todo caso, fueron más liberales que demócratas. Como escribió Unamuno, que fue lo primero y no lo segundo, «Nietzsche mal introducido y peor entendido sólo sirvió para llevar jóvenes a Maura». Así, Baroja acabó en la desesperanza sarcástica de un conformista malhumorado. Azorín, antaño anarquista, se hizo «reaccionario por asco de la greña jacobina», aunque lo más característico de él más bien fue la suave sonrisa, poco comprometida, de quien se decía pequeño filósofo y veía en la sabiduría de los clásicos el signo de la inmutabilidad de las cosas. También Benavente y Maeztu, aunque con posterioridad a 1914, pasaron de su iconoclastia originaria a un claro conservadurismo (en el segundo caso reaccionarismo). El propio Unamuno tenía una visión esencialmente anti-progresista de la vida y de la Historia. Se pueden constatar, por tanto, rasgos colectivos de esta generación finisecular, pero no se debe olvidar que, en cuanto a fórmulas estéticas, la pluralidad fue también un rasgo característico y, además, admitido por cuantos formaban parte de ella. Unamuno aseguró que a ellos «sólo les había unido el tiempo y un común dolor», y Machado afirmó que, a partir de esta experiencia común, «cada cual el rumbo siguió de su locura». La labor periodística de Maeztu, guiada por obsesiones frecuentes, sólo se asemeja a la de Unamuno en su común condición de convertirse en mentores colectivos, pues este último transformó su obra narrativa en verdadera reflexión filosófica, a la que permaneció inmune, como no sea para escribir de política, el primero. La voluntad de recuperación del pasado literario de un Azorín o su sentimiento del paisaje poco tienen que ver con la novela histórica «barojiana», dirigida, al contrario que la «galdosiana», a demostrar lo absurdo del pasado y la falsedad de la política.

Ha sido frecuente distinguir en esta generación, desde un punto de vista literario, entre los preocupados de los aspectos puramente formales y quienes utilizaron la literatura para una reflexión doctrinal o filosófica: de acuerdo con esas tesis tradicionales resultarían antitéticos modernismo y generación del 98.

Sin embargo, lo cierto es que la preocupación por el ser de España se dio tanto en Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez como en Unamuno. La belleza sensorial y formal del primero parte de una sensibilidad, entre decadente y prerrafaelita, que no deja de tener sus paralelos, incluso cromáticos, con la prosa de Baroja, con ser ésta tan diferente. Además, con el transcurso del tiempo, Valle pasaría de la inmediatez sensorial del decadentismo al expresionismo social. Intimismo, renovación temática y evocación histórica aparecen en todos estos autores, sea cual sea su matización individual. El Machado modernista de las Soledades pasó por el descubrimiento del paisaje castellano para concluir en una prosa de aliento ético y crítico. No hubo, pues, dos mundos en conflicto sino modulaciones diferentes, siempre individualísimas, de la pertenencia a una misma generación. Por otro lado, no debe pensarse que el cambio generacional supusiera una radical ruptura con el inmediato pasado cultural. Así, por ejemplo, puede decirse que el naturalismo, en sus varias versiones posibles, perduró después del 98 e incluso se debe advertir que en él militaron quienes obtuvieron mayor éxito de público y ventas: un Felipe Trigo, novelista erótico y cuya obra no carece de interés político («Jarrapellejos», 1914, es una novela anti-caciquil más, como tantas otras de la época), ganaba anualmente casi veinte veces más que Ortega y Gasset. Pero si Trigo constituyó el caso más señalado de éxito literario en el interior de la Península, fuera de ella otro naturalista, Blasco Ibáñez, acabaría por convertirse en un novelista cosmopolita cuya temática desbordaba la que inicialmente había centrado su tarea creativa. En su Valencia agraria, donde tenía el feudo electoral, Blasco Ibáñez amplió la temática y los recursos estilísticos del naturalismo para presentar un panorama que si inducía a la reivindicación política era porque no se detenía en los planteamientos negativos de la escuela literaria a la que pertenecía sino que implicaba también una reivindicación de la acción contra los males denunciados.

Se puede considerar que con el cambio de siglo el naturalismo triunfó también en el teatro. En «El nido ajeno» (1894), Benavente había introducido el adulterio en un drama que no seguía el rumbo aparatosamente romántico, huero y efectista de Echegaray. Sin embargo, los grandes éxitos de quien sería el principal dramaturgo español hasta su muerte se lograrían a partir del cambio de siglo. En Benavente, el naturalismo se convirtió en naturalidad: frente a las grandes tragedias del inmediato pasado teatral él planteó un teatro discursivo y brillante, de interiores burgueses, hábilmente resuelto desde el punto de vista dramático y dotado de una suave voluntad de moralización, pero siempre sobre vicios y virtudes pequeños, sin una voluntad demasiado tajante de condenación. Su alternativa fue, no obstante, la de una moral racional que reivindicaba la unión libre de hombre y mujer. Si a veces el teatro de Benavente pecó de superficialidad cabe decir algo parecido, pero en superlativo, de la anécdota costumbrista de los Álvarez Quintero. En cambio, las «tragedias grotescas» de Arniches tenían una clara herencia regeneracionista y un ansia de poner remedio a los males políticos tradicionales de España desde una óptica de un humor en el fondo desgarrado e impotente. Marquina, en su teatro poético, prefirió una nostalgia que también encuentra puntos de contacto con el espíritu del 98.

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