Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (51 page)

Es posible encontrar actitudes no idénticas pero sí paralelas o de contenidos similares en otros miembros de esta generación. Azaña no llegó a tener verdadera relevancia política hasta los años de la República pero también hizo de su preocupación acerca de la realidad nacional uno de los ejes básicos de su literatura. Para él el liberalismo debía alimentarse de una nueva «intransigencia» frente al pactismo de quienes lo habían protagonizado durante la Restauración. Su decepción más dolorosa durante esta época la provocó el Partido Reformista, del que fue candidato electoral, pero al que pronto vio encerrado en un «callejón sin salida». Aunque fundamentalmente novelista, en «Política y toros» Pérez de Ayala diagnosticó como supremo mal nacional el «divorcio de la inteligencia». El caso de Eugenio d'Ors es peculiar, como en general lo es el de Cataluña en el contexto de la España contemporánea. A diferencia de los intelectuales del resto del país los catalanes pertenecientes a esta generación llegaron al poder y eso les permitió, en el caso de D'Ors, ejercer una auténtica función de mentor espiritual en el terreno cultural e, incluso artístico, a través de la promoción de un cierto clasicismo mediterráneo vinculado a la catalanidad. La aparición de un Glossari, en 1906, que vino a ser el instrumento perenne de expresión adoctrinadora de D'Ors, coincide con el primer Congreso de Cultura Catalana y con la aparición de la Solidaridad Catalana. La «glosa» fue una especie de breve ensayo siempre con voluntad de ejercer como mentor. D'Ors utilizó el clasicismo con un sentido político, como una doctrina capaz de establecer el orden en una Cataluña confusa. Su ideario tenía mucho que ver con el autoritarismo derechista del francés Maurras. Al comienzo de la década de los veinte, cuando en una pirueta doctrinal a pareció alineado con la CNT, hubo de sufrir una decepción al ser marginado de los importantes cargos que había venido ocupando en la Generalitat, lo que le hizo reiniciar su camino hacia la derecha autoritaria en Madrid. Su vertiente ensoñadora, su despegue de la política y su altura explican su influencia a pesar de esa trayectoria política.

Si, como parece evidente, la preocupación por la vida pública nacional estaba en el eje cardinal del pensamiento de esta generación y también de la precedente, habrá que concluir que a estas alturas una y otra tenían muchas más razones para la desconfianza y el despego que para la satisfacción respecto de la clase política del régimen de turno. Esta es la razón de la indignada radicalización de gran parte de los intelectuales a comienzos de los años veinte. Valle-Inclán, que afirmaba por estos tiempos que era una «canallada» pretender hacer sólo arte, hizo decir a uno de los personajes de «Luces de bohemia» que Alfonso XIII era el primer humorista español al haber hecho ministro a García Prieto, el presidente del Consejo de Ministros de la Concentración liberal. Unamuno, sometido a tres procesos por injurias al Rey, calificaba a éste como «el primer anarquista» de España. El habitualmente tan ponderado Antonio Machado, hablando de los liberales, abominaba de «estas repugnantes zurdas españolas siempre con la escudilla a la puerta del Palacio». Actitudes semejantes, pero en tono irónico, es posible encontrar en los intelectuales más jóvenes. En suma, en el campo intelectual nadie estaba al lado del gobierno de Concentración liberal cuando se sublevó Primo de Rivera.

De todos modos, hasta el momento hemos visto a la generación de 1914 desde la óptica del ensayo, pero no fue ésta, por supuesto, su única vocación literaria, aunque actitudes relativamente semejantes aparecen respecto de la vida colectiva en quienes no cultivaron ese género o no lo hicieron exclusivamente. Pérez de Ayala lo hizo y tiene en su trayectoria biográfica importantes puntos de contacto con un Ortega o un Azaña en la formación en un colegio religioso, de la que surgió su reacción anticlerical; también estuvo al lado de otros hombres de su generación cuando eligieron la senda de la actuación política. En su propia novelística, conectada con la europea de la época, tiene aspectos que no se pueden desvincular del ambiente en que vivió su generación. Sus narraciones corresponden a lo que se ha denominado la «novela de cultura», alejada del realismo: se basan en una crisis individual del protagonista que, a través del valor literario de la experiencia erótica es capaz de engendrar una sensibilidad vuelta a lo social, a esa España de entonces en la que dominaba la mezquindad y, sobre todo, una irrefrenable tendencia a la incivilidad. Espectáculo semejante fue el descrito por personas tan distintas como Machado (esa Castilla «madre en otro tiempo fecunda en capitanes, madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes») o el dramaturgo Carlos Arniches, cuyo teatro quiere encontrar en las raíces de lo popular un elemento de regeneración política y moral. La propia prosa neo-modernista de Gabriel Miró eligió como temática en " El obispo leproso«, el espectáculo de la transformación social de un medio tradicional descrita de modo a la vez impávido e implacable. Es, por supuesto, mucho menos fácil encontrar el exacto punto de identidad entre la poesía de Juan Ramón Jiménez y el espíritu de la generación a la que perteneció, pero su admiración por Ortega la denota de entrada. Además, en Platero y yo se ha visto una clave krausista en lo que tiene de descubrimiento del paisaje y lo popular. Su apelación a la »inmensa minoría" encierra no tanto elitismo como una voluntad de «no disfrazarse ante su pueblo» y, por tanto, «no faltarle el respeto». En su estética, en fin, no falta nunca un elemento pedagógico, de refinamiento de conciencia acerca de lo propio.

Si la generación de 1914 se caracterizó por su voluntad europeísta no tiene nada de extraño que la progresiva apertura a influencias ultra pirenaicas facilitara el nacimiento de una vanguardia en el terreno literario y artístico. Desde el primer punto de vista el inicio del vanguardismo cabe fecharse en 1909, cuando Ramón Gómez de la Serna publicó en castellano el Manifiesto futurista de Marinetti, muy poco después de que apareciera en París. Luego el escritor italiano hizo un manifiesto dedicado específicamente a España en que, con su habitual tono subversivo, propuso destruir «las preciosas blondas pétreas de vuestras Alhambras». La fórmula inicial del vanguardismo literario fue la «greguería ramoniana», mezcla de metáfora y humorismo, pero sobre todo demostración subversiva de la incoherencia del mundo y de la necesidad sentida de destruir las categorías lógicas y estéticas.

De todos modos, la verdadera eclosión, con plena fuerza, de la vanguardia fue posterior a la Primera Guerra Mundial. Dos movimientos poéticos, ultraísmo y creacionismo, repudiaron con decisión los cánones hasta entonces realistas de la lírica. Probablemente, sin embargo, a ambos movimientos cabe atribuirles, ante todo y sobre todo, una actitud premonitoria respecto de lo que sería el inmediato futuro en lo que tenía de descubrimiento de un mundo nuevo, ligado a la velocidad, el deporte y el cine. El ultraísmo, de más parentesco con el futurismo, tuvo sobre todo un efecto destructivo, mientras que al creacionismo cabe atribuirle una función más constructiva. Sin embargo, entre ambos contribuyeron a hacer posible una estética que Fernando Vela describiría, en las páginas de la Revista de Occidente, como «el arte al cubo», es decir, aquel que creaba un universo propio, de referencias culturales y de perpetua voluntad innovadora. Ese género de vanguardia fue el descrito (mucho más que postulado) luego, ya en los años de la Dictadura, por el propio Ortega en su ensayo sobre «La deshumanización del arte». Fue esta ruptura formal y temática la que permitió la eclosión lírica de la generación de 1927. Pero no era la única fórmula posible de vanguardia literaria; aparte de las «greguerías» de Gómez de la Serna y el teatro humorístico, basado en el absurdo, de Jardiel Poncela, vanguardia fue también el esperpento de Valle-Inclán. Testimonio de una evidente radicalización política, el «esperpento» significa también una ruptura con las pautas formales habituales en el teatro de la época. La mejor definición del género y de su contenido político la dio el propio autor al afirmar que «España es una deformación grotesca de la civilización europea». El mundo del esperpento es telúrico, elemental, casi animal, transitado por figuras pululantes y grotescas que mueven a la compasión o al desprecio y que son reflejo del repudio de todo un mundo, identificado en el pasado pero que sigue viviendo en el presente inmediato.

Sin duda, resultaría injusto y desorientador pretender juzgar la influencia real de la vanguardia artística en España aludiendo a sus figuras emblemáticas (Picasso, Juan Gris, Miró y Dalí) que encontrarían una ubicación mucho más lógica en una Historia Universal del Arte. Picasso, que estuvo en París en el fin de siglo, durante su etapa modernista se inició en la senda del cubismo gracias a determinadas influencias a las que cabe atribuir una raíz hispánica, pero que no pueden ser desvinculadas de la evolución de la vanguardia parisina del momento. Juan Gris, después de unos orígenes como ilustrador de revistas españolas, se entroncó con un cubismo analítico Más adelante se incorporaron a la bohemia parisina Miró, a partir de 1919, y Dalí, una década después; ambos partieron de un neo-cubismo para experimentar luego la decisiva influencia del surrealismo, del que fueron dos de sus más caracterizados representantes en el arte universal. Estos cuatro pintores fueron los más conocidos de entre los españoles presentes en París durante estos años, pero había desde luego muchos más, porque desde el comienzo del siglo la capital francesa, más que Roma, era el centro de formación de las jóvenes generaciones de pintores. Fueron artistas formados en París los que contribuyeron a modificar el panorama de las artes en España e introducir la vanguardia en ella.

De todas maneras, y pese a La presencia periódica de cada una de estas tres figuras entre nosotros, el panorama de la vanguardia española no resulta comparable a esa vertiginosa sucesión de tendencias que se produjo en Francia. En España, por el contrario, lo que realmente hubo fue un «conjunto de fogonazos, una serie de fugaces interrupciones en el panorama cultural, carentes de continuidad y con una vida muy corta». Además, las fórmulas estéticas en que se concretó el vanguardismo fueron las más templadas en el arte de la época, es decir, un cierto «cezannismo» o un cierto «fauvismo». Este hecho es especialmente visible en Cataluña donde el llamado «noucentisme», reacción clásica ante un impresionismo al que D'Ors, su principal teórico, atribuía una función liberadora que ahora debía ser superada, se convirtió en la teoría artística del nacionalismo en el poder. En un momento en que todavía el modernismo arquitectónico producía alguno de sus mejores ejemplos, como La Pedrera (1906-1910) de Gaudí o el Palau de la Música Catalana (1905-1908) de Domenech i Muntaner, esta vuelta al neoclasicismo y la mediterraneidad consideró el modernismo como «una sublime anormalidad», en palabras de D'Ors, y acabó propiciando el triunfo, en los primeros años de la segunda década del siglo, de pintores como Sunyer o el primer Torres García y de escultores como Ciará. Identificado estrechamente con el catalanismo, el «noucentisme» se convirtió en un estilo muy duradero en el panorama catalán.

En otras latitudes la penetración de la vanguardia, aun en la fórmula tibia mencionada, fue mucho más lenta. En Madrid los artistas que obtenían premios y distinciones en las exposiciones nacionales, aparte de los catalanes, que en un determinado momento se podía considerar que habían pasado por la primera línea de fuego de la renovación (Rusiñol o Mir), eran representantes del regionalismo pictórico, como Zubiaurre, o artistas que muy pronto se adecuaron a un cierto academicismo como López Mezquita o Carlos Vázquez. Tan sólo en Bilbao hubo una apertura a los aires provenientes de Francia semejantes a los que se dieron en Barcelona: la creación de la Asociación de Artistas Vascos y las exposiciones internacionales de la primera posguerra mundial contribuyeron a hacer posible esta realidad que, por otro lado, desembocó muy a menudo en un arte de sabor fundamentalmente regionalista.

En los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial debe fecharse la aparición propiamente dicha del vanguardismo artístico. En 1912 tuvo lugar en la barcelonesa Galería Dalmau la primera exposición cubista, que Gómez de la Serna llevó a cabo en Madrid unos años después. Por esos mismos años aparecieron también por Barcelona Barradas, un pintor uruguayo, y Celso Lagar, que trajeron las últimas novedades de París, pero la mayor influencia de estos medios se produjo en el mismo periodo bélico, durante el cual se refugiaron en España una buena parte de los artistas de la vanguardia residentes en París, como por ejemplo los Delaunay o Picabia. De los años de la inmediata posguerra data la aparición en Madrid de Daniel Vázquez Díaz, cuyos retratos y paisajes, en los que aplicaba la construcción volumétrica del cubismo, fueron el máximo de vanguardia que podía ser aceptado en España y aun así con considerable escándalo. Una mayor presencia de la vanguardia no se produjo hasta la década de los veinte y, sobre todo, a partir de la exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos (1925), de la que se tratará en el siguiente capítulo. En ella hubo una muy marcada pluralidad de propósitos e intenciones, pero lo significativo es que las nuevas generaciones se decantaron marcadamente a favor de una renovación de los modos artísticos, aunque muy a menudo dieran la sensación de que primaba en ellos, sobre todo, la desorientación. Ya en 1928 aparecían en Barcelona los primeros manifiestos subversivos de tono surrealista, uno de cuyos inevitables firmantes era siempre Dalí. La apertura a las corrientes europeas, tan característica de este momento de la vida nacional, había dado también sus frutos en este aspecto. Pero se mantuvieron también trayectorias individuales muy marcadas que habían tenido un origen en la tradición cultural autóctona y que, sin embargo, conectaban asimismo con la vanguardia ultra pirenaica. En los últimos tiempos se ha atribuido una creciente importancia a la versión española del vanguardismo en el terreno de las artes plásticas. No se debe olvidar, en fin, que un pintor como José Gutiérrez Solana, que tiene poco que ver con el vanguardismo (como heredero que es de una estética de la «España negra» a lo Zuloaga y Regoyos elevada a la enésima potencia), conecta con un cierto expresionismo que es también una fórmula de vanguardia.

La dictadura de Primo de Rivera y el fin de la monarquía

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