Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (47 page)

En nuestro país se mantuvo un régimen que, en sus líneas generales, seguía siendo de liberalismo oligárquico, pero que se veía crecientemente deteriorado ante una opinión pública urbana e intelectual que, por sí misma era, sin embargo, pese a sus deseos, incapaz de transformar el sistema. La emergencia de esta última explica, en definitiva, un sistema dictatorial de regeneracionismo liberal. Lo que en 1923 había en España no era una democracia en crisis, ni tan siquiera el alborear de un sistema político nuevo, sino una creciente sensación de vacío.

Pérez de Ayala resumió muy bien la situación cuando dijo que en 1923 «existía entre el Estado oficial y la nación una anchurosa solución de continuidad que la audacia de Primo de Rivera aprovechó para infiltrarse y atrincherarse en ella sólidamente». En la actualidad algún historiador —Arranz— ha venido a decir lo mismo empleando la expresión «bloqueo de legitimidades»: ni la oposición ni el propio régimen serían capaces de cambiar la situación. A la sensación de vacío habría que sumar la de parálisis y fragmentación para tener una panorámica más completa de la realidad.

En primer lugar, se debe tener en cuenta la propia crisis en la eficacia del Estado. Este había incrementado su campo de acción —en el terreno económico, por ejemplo— e incluso sus recursos. Las cifras de funcionarios prueban esto último pero proporcionan también la sensación de que el avance en este terreno fue más rápido a comienzos de siglo que en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial. En estos años, por ejemplo, se reguló el ascenso en la carrera judicial por antigüedad (1915) o la función pública en general (1918) pero el número de jueces permaneció estable y el de maestros apenas pasó en 1900-1923 de 22.000 a 28.000. No vamos a hacer mención aquí, sin embargo, de los resultados de la acción del Estado en materia social, de lo que se tratará en el próximo tomo de esta obra. Basta, sin embargo, con aludir a sus problemas fiscales. El gasto del Estado creció de forma considerable a partir de 1914, a un ritmo de un 10 por 100 anual. Apenas podía dedicar algo más de un 20 por 100 a Fomento y con los ingresos existentes no se llegó a cubrir dos tercios del gasto. Los proyectos de reforma fiscal fueron abundantes, pero los ministros de Hacienda resultaron por completo incapaces de llevarlos a efecto. Mal pagados por un Estado pobre, cuyos ingresos eran insuficientes y rígidos, los cuerpos de la Administración sostuvieron un pugilato incesante por mantener sus ingresos, lo que aceleró la sensación de ineficacia del Estado y la sensación de «invertebración» del conjunto de una sociedad en la que cada grupo luchaba en exclusiva por sus intereses propios.

El intelectual autor de esa tesis sobre la «España invertebrada», Ortega, escribió por esta misma época que «durante los últimos quince años España ha mejorado algo, mientras que la política era cada vez peor». En realidad no era exactamente así: la política había cambiado algo, pero no en lo sustancial, mientras que la impaciencia por la permanencia de la situación había hecho aumentar el número de los protestatarios.

Los cambios empiezan por ser apreciables en las elecciones. A estas alturas el «encasillado» resultaba cada vez más complicado en su elaboración, aunque a nadie se le pudo ocurrir nunca que desapareciera como mecanismo fundamental para hacer las elecciones. La proliferación de grupos personalistas en el seno de cada uno de los dos partidos de turno hacía complicadísimas las negociaciones preelectorales y el hecho de que los gobiernos fueran de concentración obligaba a satisfacer intereses muy divergentes. Por otro lado, el «encasillado» parecía elaborarse a la luz pública y eso contribuía a deteriorar la imagen del sistema; en otro tiempo hubiera sido considerado normal, pero ahora las críticas constituían el testimonio de un importante cambio de sensibilidad moral en la opinión pública. Por otro lado, los resultados del encasillado no eran ni mucho menos tan satisfactorios para quienes ocupaban el poder como antes del cambio de siglo. Ahora ya no eran posibles las grandes mayorías estables de otros tiempos: en 1918 y 1919 el gobierno no ganó las elecciones y tampoco se puede considerar que lo hiciera en 1920 y 1923, si tenemos en cuenta el elevado número de sectores en que se descomponía el vencedor. Por otra parte, los distritos electorales se habían hecho cada vez menos manejables desde el Ministerio de la Gobernación, porque era cada vez más habitual que existieran cacicatos estables que no variaban al ritmo de los cambios gubernamentales. El político seguía siendo el notable, pero cada vez había más «profesionales» de la vida pública que no tenían una orientación ideológica y trabajaban como gestores de los intereses colectivos ante los poderes públicos. Este género de políticos fue muy característico de una cierta adaptación del sistema caciquil a la realidad española del momento, aunque eso no proporcionaba un mayor apoyo popular al sistema. Habían desaparecido también las formas más hirientes de presión sobre el elector, como podía ser el empleo de la violencia. En las ciudades, pero también en ciertas zonas rurales, se había extendido la compra de votos, bien individual o bien colectiva. Esto era ya un cambio importante: Ortega escribió que «prefería mil veces que el censo se venda a que se regale», porque lo primero denotaba al menos un cierto aprecio del voto, pero demostraba lo limitado del cambio producido.

En ese medio urbano los casos más espectaculares de caciquismo eran denunciados y movían a la protesta pública: el mismo Ortega, en un artículo titulado «Boabdil La Chica» se refirió al cacique liberal granadino de este nombre que provocó una airada reacción popular en su contra. En Sevilla este tipo de insurrección en contra de los caciques se concretó en la aparición de una candidatura de carácter patronal denominada Unión Comercial.

Un recorrido por la geografía del comportamiento político español revela una mezcla de pasividad caciquil, readaptación del mismo a las nuevas circunstancias y movilización política insuficiente y fragmentaria. Hay que tener en cuenta, ante todo, que en gran parte de España los cambios fueron inexistentes o nulos. «Si aspiras a diputado/busca un distrito en La Mancha/que aquí, no siendo manchego/segura tienes el acta», decía un diario de esta región. Durante los últimos tiempos la única novedad en ella consistió en que ricos vascos «compraban» distritos a cambio de cantidades de dinero. En Castilla-León una estadística de los diputados electos revela la inanidad de la oposición: durante el reinado de Alfonso XIII fueron elegidos 148 conservadores, 187 liberales, 28 «mauristas» y tan sólo 10 reformistas o republicanos. La oposición limitó su área de influencia geográfica a Valladolid, León y Béjar. En este último distrito el elegido era Filiberto Villalobos, un reformista cuya influencia política era descrita como la de un «patriarca», con lo que cabe asegurar que no era tan distinto a un cacique. En toda esta región los únicos indicios de cambio real consistieron en la aparición de candidatos «agrarios» que no lograron triunfar. En la etapa republicana hasta cinco candidaturas provinciales de la derecha estuvieron presididas por caciques de la época de Alfonso XIII.

Debe tenerse en cuenta también la enorme versatilidad y capacidad de adaptación del caciquismo, que en realidad no pasaba de ser un procedimiento de mantener en minoría de edad política a los ciudadanos. Hubo provincias en que el predominio de la oligarquía permaneció sin cambios o sólo los presenció en apariencia. En Huelva, por ejemplo, de los veinte primeros contribuyentes provinciales quince tenían filiación y protagonismo políticos bien conocidos y en Cádiz el hombre fuerte de la política provincial, Carranza, era un tipo de cacique nuevo cuyos argumentos residían en la gestión administrativa (y un lenguaje regeneracionista). Pero en otros sitios los cambios fueron mayores y, sin embargo, no concluyeron en una transformación sustancial del sistema político. Mallorca había estado sometida a un régimen de caciquismo deferente protagonizado por los grandes propietarios rurales, en gran parte nobles. Juan March, a partir de la Primera Guerra Mundial, hizo una gran fortuna a base de parcelar esa propiedad y venderla a crédito a los campesinos, así como con la exportación y el contrabando. Originariamente «datista», en 1917, tras desbancar al general Weyler de la jefatura de los liberales, los afilió a la Izquierda Liberal de Alba a quien financió el diario madrileño La Libertad. Completó su hegemonía absoluta en la isla construyendo a los socialistas la casa del pueblo y contribuyendo al sostenimiento de un periódico en que escribían los intelectuales más conocidos de la misma. Nada de esto hubiera sido imaginable en tiempos de Cánovas o Sagasta, pero no se puede decir que todo ese cambio hubiera concluido en una situación democrática.

Nos quedan tan sólo las regiones más movilizadas. Respecto de ellas lo primero que es preciso advertir es que suponían una parte reducida de la geografía nacional: Cataluña, el País Vasco y Navarra. En Guipúzcoa, por ejemplo, 75 de los 92 diputados provinciales elegidos desde 1907 a 1923 eran de derechas, católicos o integristas, pero eso no pasaba de ser una excepción sin consecuencias. Además, también hubo fenómenos de fragmentación partidista o de adaptación caciquil en regiones con una política en que las masas tenían protagonismo propio y autónomo. Una diputación como la de Vizcaya era un ejemplo de lo primero. Desde 1890 tuvo 22 carlistas, 32 nacionalistas vascos, 100 dinásticos de diversas significaciones, 12 republicanos o socialistas y 9 católicos. Esa misma pluralidad impedía el sentido unívoco de una posible protesta. El caso de los carlistas de Estella, movilizadores y anticaciquiles pero capaces de pactar con los «romanonistas», es un buen ejemplo de adaptación a los procedimientos no ideológicos del caciquismo. Nos queda Cataluña. Es cierto que en ella el 68 por 100 de los escaños pertenecía en 1923 a partidos al margen del turno pero éstos tuvieron todavía en 1918-1923 el 37 por 100 de los escaños de Lérida y el 47 por 100 de los de Tarragona.

Otros signos de cambio, pero también de la insuficiencia del mismo, eran perceptibles hacia 1923 en el Parlamento y el ejecutivo. La reforma del reglamento parlamentario fue positiva al convertir en más expeditivo el procedimiento, evitando las enmiendas de obstrucción y propiciando el trabajo en comisiones; además, en 1921 se introdujeron las dietas que permitieron subsistir en el ejercicio de su profesión como parlamentarios a quienes no tenían medios de fortuna. Por otro lado, los diputados y senadores no carecían de información respecto de innovaciones políticas producidas en otras latitudes: tanto el voto de censura constructivo como la reforma proporcional de la ley electoral aparecieron como posibles medidas a aplicar en España. Pero, al mismo tiempo, el Parlamento cada vez se reunía y legislaba menos. El embajador británico calculó que, si en 1918 lo hizo 110 días, el año anterior lo había hecho sólo 22; en 1919 y 1920 lo hizo 20 y 42 días respectivamente. Desde 1914 no llegó a aprobarse ningún presupuesto. Los parlamentarios eran relativamente jóvenes, pero este dato no podía ser interpretado como signo de renovación sino de endogamia: al menos un tercio pertenecía a clientelas familiares. No tiene nada de extraño que no pudieran esperarse de ellos grandes propósitos reformistas. Sin embargo, tendían más a la pasividad que a blindarse tras una legislación que pudiera facilitar su desplazamiento. La razón era que ni siquiera veían un peligro real en las oposiciones. Como veremos tenían razón en pensar así. Cualquier tipo de juicio negativo acerca de la clase política de la época ha de tener en cuenta que los componentes de renovación del sistema eran todavía escasos y poco prometedores. Los políticos españoles de la época no fueron tan reformistas con Giolitti en Italia, pero hay que tener en cuenta que allí la propia sociedad demandaba más cambios que en España, donde el liberalismo oligárquico seguía teniendo un fuerte apoyo en la desmovilización política generalizada. Los gobiernos habían dejado ya de ser de un solo partido para adquirir una heterogeneidad considerable: a veces reunían a todos los sectores en los que había quedado fragmentado uno de los partidos del turno, pero en otras sumaban —para un propósito concreto que solía ser, crecientemente, sobrevivir ante una situación inesperada y grave— a componentes tan heterogéneos que ello impedía la formulación de un programa global como el que habían enunciado, al comienzo de su etapa gubernamental, un Maura o un Canalejas. De esta manera, además, el sistema político parecía esencialmente ineficaz: la política de la Restauración consistió, sobre todo, en la declaración de unas intenciones que luego no se llevaban a cabo. Basta con recordar lo sucedido con la Administración local o con la «política hidráulica», temas ambos muy caros al regeneracionismo: no se modificó la legislación sobre el primer aspecto, mientras que de la política de regadíos sólo llegó a realizarse el 10 por 100 de los proyectos previstos. A la ineficacia, en fin, había que sumar la irritante inestabilidad, mucho mayor que la que padeció la Italia premussoliniana o la Alemania de Weimar: entre 1917 y 1923 hubo 23 crisis totales. No tiene nada de particular que los contemporáneos juzgaran que el Estado iba a la deriva en manos de partidos, al decir de Pérez de Ayala, «arcaicamente reaccionarios que se llaman conservadores» o «futilmente oportunistas», denominación atribuible a los liberales.

Nos interesa también hacer mención del papel que en el sistema político estaban desempeñando dos factores tan esenciales como el Monarca y el Ejército. Alfonso XIII siempre tuvo una propensión a la intervención en la política partidista que, aunque la Constitución le permitiera, no siempre fue prudente. Ortega escribió que al Rey «se le había ido un poco la mano en el menester de moderar y, si no se quiere ver en ello una fácil impertinencia, yo diría que ha moderado inmoderadamente». Nunca como en esta fase final de la Restauración existió una tendencia por parte de todos los sectores políticos a reclamar una intervención real en favor de la posición propia y en contra de los demás. La división de los partidos de turno le obligaba a intentar la recomposición, o a cumplir un papel subsidiario de componedor de las tensiones que a la larga debía poner en peligro su imagen: «Se veía forzado —escribió un contemporáneo— a intervenir personalmente con objeto de evitar choques, suavizar asperezas, hilvanar descosidos, zurcir rotos, estimular abnegaciones, aunar voluntades». Si el Rey solía ser imprudente, los verdaderos problemas de la política española residían mucho más en su proceso de modernización que en la actitud de Alfonso XIII. El Monarca estaba insatisfecho de la política vigente, pero este era un juicio que compartía la opinión pública y manifestaban incluso los propios dirigentes de los partidos. Su discurso en Córdoba en 1922 no contiene afirmaciones que fueran infrecuentes en la época, a pesar de que se le ha atribuido un carácter anticonstitucional. Había sido acusado por la izquierda de haber contribuido con su comportamiento al desastre de Annual, pero la acusación se había limitado a Prieto. Las responsabilidades no le amenazaban a él directamente, por lo que no tenía motivo alguno para propiciar un golpe de Estado. Si alguna vez pensó en un golpe de fuerza, siempre temporal e institucional más que partidista, fue por el pésimo funcionamiento del sistema. Para completar su pensamiento en este momento hay que tener en cuenta que también tomó en consideración la posibilidad de abdicar. La actitud del Ejército era, en primer lugar y ante todo, dolorida. Había intervenido en la política contra los movimientos nacionalistas y regionalistas y para defender un orden social cuya protección se atribuía a sí mismo. Ya este hecho le inducía a tener una opinión detestable de la clase política dirigente y lo sucedido en Marruecos no hizo sino aumentarla de modo considerable. Los oficiales se veían ridiculizados por unos indígenas mal armados que describían los países europeos con los que tenían mayor contacto con las siguientes palabras, testimonio de la impotencia española: «Inglaterra paga y pega. Francia pega pero no paga. España ni pega ni paga». Como el Ejército carecía de recursos y veía inconsistencia en la labor gubernamental respecto a Marruecos, no tiene nada de particular que criticara la política de los partidos de turno. A partir del restablecimiento de la situación bélica en Marruecos los motivos de protesta militares no sólo no disminuyeron sino que aumentaron: tanto los conservadores, primero, como la Concentración liberal pidieron a los mandos que se mantuvieran en África pero sin combatir porque ello podía ser mortal para el Gobierno, dada la impopularidad de la guerra. Marruecos había convertido al Ejército, como advirtió Ortega, en un puño cerrado capaz de golpear a las instituciones. Pero para ello le era preciso tener una unidad de la que careció hasta bastante avanzado 1923. El desastre reprodujo los enfrentamientos internos en el seno de la milicia. Los africanistas se quejaron de que las recompensas se hubieran convertido en tan sólo méritos al honor y de que Berenguer fuera procesado. Detrás de este hecho estaba el Consejo Supremo de Justicia Militar y el Ejército de la Península, que si había visto desaparecer las Juntas, no había aceptado que se borrara lo más importante, es decir, el espíritu de las mismas. Para que el Ejército tuviera una intervención decidida en la política nacional era imprescindible que apareciera un factor de unión, así como un dirigente lo suficientemente ambiguo como para ser aceptado por todos. Lo primero lo tuvo en la oposición radical a la clase política y lo segundo en Primo de Rivera. Frente a éste no hubo, en el momento decisivo, ninguna fuerza política capaz de contraponérsele.

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