Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (42 page)

Para concluir, es preciso recordar que el papel fundamental de la Revolución rusa y el comunismo en la Historia española de la época consistió en provocar un miedo que la existencia de una profunda agitación social y un terrorismo anarquista multiplicó de forma exponencial. Estuvo, en efecto, muy presente en la mentalidad de las clases dirigentes de la España del momento, incluido el Rey. Nos interesa de modo especial, no obstante, la actitud de los patronos, en especial de cara al mantenimiento del sistema parlamentario liberal. Hasta hace relativamente poco no se ha tomado en consideración (ni investigado) este importante factor en el conflicto social. Fue frecuente, en efecto, en la Europa de la época la aparición de una propuesta de corporativismo como vehículo para superar, mediante la asociación voluntaria o forzosa, la conflictividad social con la ayuda del Estado. En España algunos sectores patronales, principalmente la Federación Patronal de Barcelona, defendieron esa tesis, con sindicación forzosa de los trabajadores y a menudo con un talante político autoritario; actitudes parecidas es posible encontrarlas también en la Unión Comercial sevillana. Sin embargo, conviene no exagerar la importancia de estas actitudes, producto, sin duda, del temor a la revolución. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que aunque la afiliación patronal creció mucho en los años de la posguerra —se cita la cifra de 700.000 personas pero hay que tener en cuenta que en su mayoría eran pequeños propietarios rurales— ni la movilización fue absoluta ni tampoco única. Hubo un elevado pluralismo político de actitudes. En el campo, los intereses de agricultores y ganaderos se articularon a través de los partidos del turno, conservadores (Eza) o liberales (Gasset). Existió una patronal mesocrática —la Confederación Gremial Española— que mantuvo posiciones claramente liberales y aun republicanas moderadas en el caso de algunos de sus dirigentes. Las Cámaras de Comercio se mantuvieron también en el ámbito del régimen con parecida tónica. Incluso cabe preguntarse si el corporativismo no fue, en los sectores más radicales de los patronos, un fenómeno circunstancial y tan sólo reactivo, producto de la conflictividad. De cualquier modo, el corporativismo, en una manifestación templada, puede considerarse como un rasgo de época que apareció en las más diversas opciones, desde Maura a Romanones, y siempre dominó en él, de acuerdo con tesis krausistas y católicas, una clara preferencia por el sindicato libre, aun sometido a una instancia corporativa superior. Pero, al menos, la movilización de los intereses patronales contribuyó a debilitar la ya escasa representatividad de intereses del sistema de la Restauración. Así como la movilización sindical se produjo en contra o al margen del sistema político, la de los patronos fue también por idéntico camino, con el resultado de contribuir de forma poderosa a su destrucción.

El catolicismo social y político en la posguerra

P
oca o ninguna era la relación o el paralelismo que podía existir en la época entre el catolicismo y el movimiento sindical socialista o anarquista, pero tiene sentido aludir al primero en este momento porque, a fin de cuentas, se trataba también de uno de los elementos capacitados para movilizar la sociedad española, introduciendo en ella un componente modernizador. La mejor prueba de ello es que así sucedió en otras latitudes relativamente cercanas (por ejemplo, en Italia). Circunstancias objetivas como el miedo a la revolución, el temor a una política liberal identificada con el laicismo, la descomposición del parlamentarismo de la Restauración o el crecimiento de los grupos políticos radicales podían ser también otros tantos factores de importancia como acicate a la presencia de los católicos en la vida pública y social española. De hecho, como veremos, al menos una parte de esta movilización política se produjo en torno a los años de la Primera Guerra Mundial, aunque revistió una evidente modestia, al menos en comparación con lo acontecido en Italia y de cara a una modernización semejante a la de este país. Como ya se ha advertido, si la obra del jesuita padre Vicent podía considerarse en exceso paternalista, en torno a la segunda década del siglo XX habían ido apareciendo los gérmenes de un verdadero sindicalismo de inspiración católica. Ya se ha citado, páginas atrás, al también jesuita padre Palau, principal patrocinador de la Acción Social Popular, cuyo propósito eran tan obviamente imitativo de experiencias del catolicismo de otras latitudes que denominaba a su entidad el Volskcerein hispanoamericano y decía querer convertir a Cataluña en «una especie de Bélgica». En realidad no se trataba de una asociación política o sindical, sino religiosa, pero hubiera podido ser, con el transcurso del tiempo, lo uno y lo otro. La caracterizó una indudable modernidad en los medios propagandísticos y de prensa. Palau no puede ser descrito como una personalidad especialmente avanzada en el panorama del catolicismo social contemporáneo, pues, por ejemplo, seguía creyendo en la viabilidad de los sindicatos mixtos, pero probablemente fue quien llevó a cabo una labor de propaganda más persistente y activa. La desaparición de toda la obra de Palau en otoño de 1916 estuvo motivada por una creciente prevención en los medios vaticanos en contra del supuesto «modernismo» en el terreno social y político de parte de las obras sociales inspiradas por la Compañía de Jesús. Al jesuita catalán se le acusaba, además, de promover disputas públicas y de gastar en exceso en una obra de propaganda cuya utilidad decía no descubrirse. Pero las prevenciones en contra de Palau nacían de un temor absolutamente desproporcionado en torno a su heterodoxia. La paralización de su actividad arruinó gratuitamente uno de los posibles reductos de movilización del catolicismo español. Palau se trasladó a Argentina y las nuevas entidades que sustituyeron a las organizadas por él en Barcelona demostraron ser ficticias y carentes de apoyo popular. Testimonio de la real inocuidad de su posición nos lo proporciona el hecho de que, desde este país, se negara a colaborar con otro propagandista social católico, Arboleya, a quien reprochó su «vehemencia» y su afán polémico (de «sacar al sol ropa sucia»). Resulta probable que su condición de jesuita explique esa voluntad de plegarse de forma estricta a la más rígida de las disciplinas del Vaticano.

Más próximas al sindicalismo independiente respecto de los patronos fueron las asociaciones inspiradas por los dominicos Gerard y Gafo y por el citado canónigo ovetense Arboleya. Gerard, como sabemos, inició su labor en Jerez, en 1910, en plena agitación anticlerical y en contacto con alguna de las principales familias de la oligarquía local. Sin embargo, desde muy pronto su acción se caracterizó por un manifiesto tono reivindicativo que repudiaba una civilización no cristiana desde presupuestos tradicionalistas pero que concebía el sindicato como «un instrumento poderoso de mejora social». Su intervención en la Semana Social de Pamplona en 1912 ya motivó la prevención de los sectores más timoratos, entre ellos sus propios superiores. Esto, unido a la reticencia con respecto al uso de fondos sindicales por parte de sacerdotes, explica que durante algún tiempo, cuando los sindicatos por él inspirados alcanzaban ya 5.000 afiliados, fuera retirado de la acción social. A diferencia de los antiguos círculos católicos, los imaginados por Gerard eran independientes de los patronos y practicaban acciones reivindicativas que hubieran podido renovar al conjunto del catolicismo social; entre ellas defendieron siempre la huelga. Parecida actitud era la de las iniciativas sindicales surgidas de los medios en torno a Arboleya, que había fundado en Asturias una casa del pueblo y un sindicato obrero independiente, después de haber viajado por Europa, becado por la Junta de Ampliación de Estudios, para tomar ejemplo de la acción llevada a cabo allí por los católicos. Arboleya lamentaba que todavía hubiera círculos católicos cuyos locales pagaban las propias empresas y donde «algunas tardes bostezan y se aburren unos cuantos obreros dignos de la Laureada de San Fernando». Sin embargo, este tipo de entidades seguían teniendo el apoyo de la mayor parte de la jerarquía eclesiástica, estando además apoyadas por el catolicismo social español de rasgos más paternalistas. El marqués de Comillas y sus colaboradores, que contaban con la fortuna de una persona como él, uno de los capitalistas más destacados de la España de la época, consideraban la propiedad, en la práctica, como un derecho absoluto, pensaban que la resignación cristiana podía ser un medio para remediar la cuestión social y se negaban a aceptar la huelga como instrumento reivindicativo.

Hubo, sin embargo, un momento en que pudo existir la sensación de que aquella tendencia más modernizadora podía llegar a triunfar. En 1915 se reunió en Valladolid una asamblea de quienes hasta el momento habían desempeñado un papel importante en la acción social católica y se redactaron las bases para una unión. El propio primado, cardenal Guisasola, pareció apoyar este propósito, poniendo como ejemplo lo acontecido en Bélgica. Además, publicó una pastoral titulada Justicia y caridad, en la que se defendía la licitud del sindicalismo puro y la huelga, y contenía frases como las siguientes: «No hemos de ser nosotros, los católicos, quienes pongamos obstáculos a cualquier cambio, por radical que sea, si tiende a distribuir entre el mayor número posible los bienes de la tierra». Sin embargo, a fines de 1916 se produjo el súbito colapso de las iniciativas unitarias y la consideración como peligrosos de aquellos sectores más avanzados. Al mismo tiempo que desaparecía la labor de Palau en Barcelona se puso también sordina a la de Gerard y se impidió una acción unitaria, cuyos efectos podrían haber sido, sin duda, muy positivos. Los sectores más avanzados responsabilizaron a los jesuitas, al marqués de Comillas y a los patronos por lo ocurrido, pero parece que fue la propia influencia del Nuncio Ragonesi, así como el ambiente ya aludido de la fase final del pontificado de Pío X, los que explican lo sucedido. Las entidades ficticias creadas por Comillas y sus colaboradores siguieron siendo consideradas como las ortodoxas por excelencia aunque, en realidad, quien las patrocinaba era tan bienintencionado como ignorante en temas doctrinales social-católicos: hubiera querido suprimir las referencias a los sindicatos en Justicia y caridad y, según sus adversarios, carecía de otras capacidades para la tarea que desempeñaba que no fueran las nacidas de su fortuna.

En cierta forma la contienda entre estos dos sectores fue, en parte, una guerra entre órdenes religiosas, pues el sector más propiamente sindicalista logró apoyos entre dominicos y agustinos mientras que el «comillismo» lo tuvo entre los jesuitas. En general estos últimos mantenían, incluso a estas alturas, una actitud más reticente frente al sistema liberal de la Restauración respecto del cual eran más tolerantes los primeros, influidos por la renovación del «tomismo». En 1916 los sindicatos inspirados por Gerard crearon una federación que en 1918 celebró un segundo congreso y adoptó la denominación de sindicatos católicos libres. Otro dominico, Gafo, fue su principal inspirador desde una óptica que, no siendo nada revolucionaria, era claramente reivindicativa y poco tenía que ver con los patronos. Desaparecido Gerard en 1919 su sucesor consiguió asentar una influencia importante en la mitad norte del país, en especial en Navarra, País Vasco, Zaragoza y Palencia. Sin embargo, el «comillismo» siguió teniendo una influencia en la jerarquía eclesiástica que nada tenía que ver con la que podía alcanzar en los medios obreros. Un ejemplo puede ilustrarlo. Un jesuita nada innovador en la propaganda social, el padre Nevares, organizador de los sindicatos católicos en Valladolid, vio censurada por su propia orden un texto suyo en el que había defendido la tesis de que de que era necesario socorrer, bajo pena de pecado mortal, a quien estuviera en necesidad grave, tal como Francisco Suárez había defendido en el siglo XVII. La primera posguerra mundial, con la movilización generalizada de los sindicatos de todas las tendencias y el miedo entre las clases conservadoras a una oleada revolucionaria, hubiera podido favorecer el desarrollo de un importante sindicalismo de inspiración católica. Hay que tener en cuenta que en estos momentos, después de una etapa inicial en la segunda década del siglo, apareció, o alcanzó especial relevancia, una generación de pensadores católicos que se intitulaban «demócratas cristianos». En realidad, esta expresión no tenía para ellos un verdadero sentido político pero sí indicaba un deseo de llegar a las masas, de aceptar un reformismo social con contenidos precisos, aceptando procedimientos reivindicativos como la huelga y proponiendo fórmulas originales muy en contacto con experiencias de más allá de nuestras fronteras. Su labor tuvo un carácter fundamentalmente intelectual, ejerciéndose a través de las semanas sociales. En 1919 surgió el denominado Grupo de la Democracia Cristiana, que aglutinó a todos estos pensadores y propagandistas. Su obra literaria fue muy abundante, y muchos de ellos colaboraron en el Instituto de Reformas Sociales, pero, salvo contadas excepciones, apenas se tradujo en la práctica con la configuración de un potente movimiento social católico.

De todas las iniciativas surgidas en esta época en el campo social católico, sin duda la más importante fue la relativa al sindicalismo agrario. Como sabemos, fue la Ley de 1906 la que propició el surgimiento de estas entidades que, poco a poco, fueron extendiéndose por buena parte de la Península. La labor de crear entidades de mayor amplitud que las puramente provinciales se intentó en 1912 durante una asamblea celebrada en Palencia, verdadero centro del sindicalismo católico agrario, con la presencia de Ángel Herrera; ese mismo año el nuncio dictó unas normas sobre el sindicalismo católico y en 1915 se creó la Federación de Castilla la Vieja. Finalmente, en 1917 fue fundada la Confederación Nacional Católica Agraria (CONCA), que en 1920 se atribuía nada menos que 600.000 afiliados, un número muy superior a los de la UGT y sólo comparable a los de la CNT. Se debe tener en cuenta, sin embargo, que esta afiliación significaba cosas diferentes en unos sindicatos y otros. Los sindicatos católicos agrarios proporcionaban servicios crediticios, facilidades para comprar abonos, comercialización de ganado, cooperativas, asesoramiento técnico y apoyo a través, por ejemplo, de la creación de fábricas de harina o mataderos. Muchos de sus dirigentes no fueron proletarios o pequeños campesinos: en los sindicatos agrarios gallegos, por ejemplo, el 35 por 100 eran propietarios y otro 23 por 100 profesionales liberales o funcionarios. Por otro lado, no carecieron de algún tono reivindicativo. Monedero, su principal dirigente laico, era un gran propietario palentino, pero, cuando fue director general de Agricultura en el gabinete de Maura en 1919 propuso la reconstrucción de la propiedad comunal y la expropiación de las fincas de recreo. Para él era posible hacer la reforma «con los ricos», y también sin ellos, pero la protesta social podía tener como consecuencia que finalmente se hiciera contra ellos. De todos modos, el sindicalismo católico tenía fuerza y significación muy variadas según las zonas geográficas. En Castilla la Vieja, La Rioja, Aragón y parte de Levante tuvo un arraigo muy importante que luego se traduciría en el voto a la derecha católica durante los años treinta. En Andalucía, en cambio, con la excepción de determinadas poblaciones, como Montilla, el sindicalismo agrario fue ficticio y puramente reactivo frente al peligro revolucionario. De cualquier modo parece que el ápice de la afiliación sindical católica en el campo se produjo durante los años veinte, disminuyendo con posterioridad. Aun así no cabe poner en duda que debió tener repercusión en el mundo político durante los años treinta. En Asturias, por ejemplo, de los 300 sindicatos, 200 eran católicos y sólo 14 socialistas, lo que sin duda explica el voto rural de esta región. El aspecto menos positivo del sindicalismo católico durante esta época consistió en su incapacidad para el logro de la unidad en otros sectores que no fueran el agrario. A estas alturas la tendencia representada por el «comillismo» estaba ya totalmente superada por los acontecimientos; sólo «cosas ridículas, insubstanciales y ñoñas» podrían salir de este sector, al decir de uno de sus adversarios. Había ya, por tanto, la posibilidad de llegar a la constitución de una central sindical unitaria, destinada al trabajador no campesino, que mereciera verdaderamente ese título. En febrero de 1919 se iniciaron las gestiones para llegar a la unión de los sindicatos de inspiración católica. La base esencial consistió en una cierta aceptación del principio de confesionalidad, siempre que los sindicatos aceptaran su función reivindicativa. En abril se reunieron delegados de 235 sindicatos representando a 60.000 trabajadores. Sin embargo, la reunión no concluyó de forma positiva. «Se ha perdido todo y particularmente la mejor ocasión», pudo escribir Arboleya. A lo largo de los primeros años de la década de los veinte menudearon las polémicas acerca de la posible configuración del sindicalismo católico español. Mientras que los más avanzados acusaban a los más conservadores de querer resucitar los gremios, como quien quiere resucitar las «carabelas colombinas», o de que, «faltos de moros a los que combatir, lo hacen con los cristianos», los segundos llegaron a denunciar en Roma las presuntas heterodoxias del Grupo de la Democracia Cristiana. Si parece indudable que al sector más avanzado le correspondía la razón en lo que respecta a sus planteamientos fundamentales, al mismo tiempo debe tenerse en cuenta que, en un importante aspecto, cometió un grave error: la colaboración con el sindicalismo libre surgido en Barcelona a partir de 1919-Los sindicatos denominados «libres» surgieron en Barcelona a partir de octubre de 1919 en medios carlistas, idénticos a los que habían apoyado en otro tiempo a Palau. Hay que considerar que la influencia del carlismo en Cataluña fue muy grande hasta fecha muy avanzada, como lo demuestran la procedencia de algunos líderes catalanistas y los mismos resultados electorales. Todavía en 1900 tuvo lugar un ataque a Badalona de una partida carlista. En el medio urbano barcelonés existió un carlismo radical, muy áspero contra la burguesía y reivindicativo en lo social. Sus tesis, conservadoras en muchos aspectos, tenían también un componente verbal revolucionario que podía carecer de coherencia pero que resultó atractivo a una parte de la clase obrera catalana. De procedencia católica, el sindicalismo del Libre barcelonés no fue confesional ni estuvo dirigido por eclesiásticos y mantuvo una posición casi siempre violenta en contra de la CNT. Es probable que fuera la CNT quien iniciara la guerra intersindical pero el Libre respondió con entusiasmo, animado por un Martínez Anido que lo protegió sin ningún titubeo. En la lucha sindical diaria el Libre consiguió finalmente, por la violencia pero no sólo mediante ella, atraerse a una porción importante de la clase obrera barcelonesa. Lo logró porque el ideario de los dirigentes del Libre no se transmitía de forma necesaria a unos afiliados para los que lo esencial era la defensa de sus intereses concretos. Cuando desapareció el apoyo gubernamental esta aceptación de los Libres se desvaneció en buena medida. De la treintena de muertos que tuvo al menos un tercio pertenecía al requeté carlista y un quinto al somatén. El conservadurismo de sus planteamientos en terrenos distintos del social nos impide calificarlo de protofascista pero, al emplear la violencia, el Sindicato Libre rompió con la tradición del sindicalismo católico, aunque al mismo tiempo resultaba atractivo, por su éxito y por su ausencia de confesionalismo, a los sectores influidos por Gafo. Así se explica que hubiera a partir de 1921 una colaboración entre ambos aunque, de hecho, los sindicatos católicos libres llevaran una vida prácticamente independiente en las escasas zonas en que mantuvieron su influencia (País Vasco, Navarra, Palencia, Levante).

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