Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (19 page)

¿Qué había sucedido? En realidad, ya antes de 1914 el reformismo había demostrado que si el régimen de la Restauración tenía para domesticar a los demagogos el procedimiento de la corrupción, con los posibilistas podía usar otros motivos de atracción. El principal de ellos era, sencillamente, que la apatía y la desmovilización del electorado español contribuían a hacer inviable cualquier tipo de programa y que, además, los movimientos renovadores acaban haciendo propios los procedimientos habituales en los grupos políticos de turno. Aunque acabó por demostrarse definitivamente después de este periodo, ya en la primera posguerra mundial el grupo encabezado por Melquíades Álvarez adquirió casi todos los rasgos propios de los sectores personalistas en que se dividía el partido liberal. Muy pronto su zona de influencia electoral se circunscribió a Asturias, donde era elegido Álvarez usando de los mismos procedimientos habituales en otros sectores políticos y cacicatos personalistas. Los intelectuales que habían figurado en sus filas sintieron una amarga decepción: cuando apareció la aproximación hacia Romanones, Ortega y Gasset diagnosticó que el partido «había entrado en la boca del zorro». Por su parte, Azaña, autor del programa del partido en relación con la cuestión militar, acabó afirmando que Melquíades Álvarez, se había corrompido «de tanto ir al casino». Por tanto, resulta indudable que, a la altura de 1914, las posibilidades de los republicanos, que parecían importantes a comienzos de siglo, se habían ido desvaneciendo un tanto, lo que se hizo todavía más evidente con posterioridad a la Primera Guerra Mundial.

El regeneracionismo desde el turno: El trienio de Maura

L
a necesidad de aludir a los nacionalismos y regionalismos periféricos y a la evolución del republicanismo ha hecho que prescindamos, por el momento, en nuestra narración, del criterio cronológico con que se desarrollaba. Si volvemos la vista atrás, a las alternativas gubernamentales, recordaremos que nos habíamos detenido en 1907, momento en que, patente ya la división de los liberales, accedió al poder, en el mes de enero, el partido conservador, cuyo liderazgo estaba ya sólidamente en manos de Antonio Maura. Aparte de ser, con toda probabilidad, el dirigente más valioso del mismo, las muertes de Romero Robledo y Fernández Villaverde contribuyeron a facilitarle la llegada al poder. Si algo caracterizó su etapa de Gobierno desde 1907 a 1909 fue precisamente la solidez de la mayoría que lo apoyaba. Eso —y su generosidad al contar como ministros con antiguos «villaverdistas»— facilitó la estabilidad política del periodo.

Con la llegada al gobierno de Maura se abre el lustro del renegeracionismo desde el poder, primero de acuerdo con la fórmula conservadora y luego con la liberal. Como ha advertido Carlos Seco, existen algunos paralelismos entre el político conservador y Canalejas, su sucesor. Nacidos en parecida fecha (el liberal en 1851 y Maura en 1853) ambos habían sido disidentes en sus respectivos partidos. Paradójicamente, sin embargo, el lenguaje —y no el programa— de Maura fue más virulento, casi revolucionario, en la denuncia de los males del sistema, mientras que Canalejas era, de forma inequívoca, un hombre de la Restauración. Pero, al mismo tiempo, el político liberal fue mucho más moderno en su enfoque de otros problemas, como, por ejemplo, los de carácter social.

Mallorquín de nacimiento, Maura inició su trayectoria profesional y política en torno a la figura de Germán Gamazo, uno de los principales dirigentes del partido liberal con especial influencia en Castilla la Vieja. Al tiempo que diputado fue también pasante en el despacho de abogado de su jefe, con una de cuyas hijas se casó. Desde el momento en que apareció en la vida política y más aún, cuando, siguiendo a su grupo, se incorporó al partido conservador, se pudo apreciar que Maura estaba por encima de la media de la política española del momento. Como decía Azorín, Maura parecía haberse tomado la política en serio pero más sorprendente es encontrar el mismo tipo de juicios en personas que siempre fueron muy lejanas a lo que Maura podía representar. El propio Lerroux llegó a decir en una ocasión que todos los diputados estaban en condiciones de igualdad, con la excepción de Maura, cuya primacía quedaba así reconocida. Ortega, quien con frecuencia emitió duros juicios acerca de su persona, no tuvo, sin embargo, inconveniente en admitir que era «el único político español que ha sentido una honda repugnancia ante la realidad política de España»; «en su persona» —añadió— «parecía un momento que iba a romperse el compás de ruin danza cómica que desde siempre había caracterizado a la política de la Restauración». Gran orador y patriota indudable, capaz de trascender los intereses de su partido ante los nacionales, Maura accedió al poder, hecho infrecuente en la España de su época, con un programa que trató con insistencia de llevar a la práctica. Veremos más adelante sus limitaciones y los errores que cometió al tratar de cumplirlo, pero ya de entrada es preciso aludir a un rasgo de su carácter que jugó un papel de importancia en su trayectoria política. Cambó, en sus Memorias, afirma de Maura que frecuentemente su propia superioridad sobre la media de los protagonistas de la política española de la época le hacía dar batallas frontales, a menudo con exceso de gallardía y falta de sentido de la medida.

«La habilidad, la amabilidad y la seducción —explica Cambó— pueden ser armas de mucha mayor eficacia que la audacia y la elocuencia». Pero eso no era fácil de admitir para Maura, como tampoco nada que le separara de dos rasgos esenciales de su concepción de la vida, el catolicismo profundo (por completo compatible con el liberalismo) y la formación jurídica. Azcárate aseguraba que Maura no había leído «más que dos libros en su vida, el código civil y el catecismo».

Antes de tratar de su gestión como gobernante es preciso referirse al bagaje programático con el que acudió a la gobernación del país, que puede ser definido como un perfecto paradigma del regeneracionismo conservador, semejante al que en otro momento había caracterizado a Silvela. Partía Maura de la conciencia de que el sistema político de la Restauración carecía de verdadero apoyo popular:

«La inmensa mayoría del pueblo español —decía— está vuelta de espaldas, no interviene para nada en la vida pública». Tal descripción era veraz; lo sorprendente era que un miembro tan relevante de la clase política de la Restauración no tuviera empacho en admitir esa situación. Es más, Maura afirmaba que las elecciones eran «saturnales» en que «un enjambre de altos y bajos agentes del gobierno cae sobre pueblos y ciudades y despliega todo el repertorio de los atropellos, ejercita todas las artes del abuso, realiza los más desenfadados escamoteos y manipulaciones y pone en juego las más ingeniosas burlas y trapacerías». Frente a esta situación la misión del partido conservador había de ser, según Maura, «llenar de vida las instituciones establecidas», apelando a lo que denominaba, con terminología típicamente «costista», como la «masa neutra»: «Uno de los primeros y más importantes orígenes del mal que aqueja a la patria consiste en el indiferentismo de la masa neutra. Yo no sé si su egoísmo es legítimo, aunque sí sobran causas para explicarlo. Lo que digo es que no se ha hecho un ensayo para llamarlos con obras». Con lenguaje actual una historiadora ha definido este programa como «la socialización conservadora». Este propósito era profundamente liberal, como correspondía a los orígenes políticos de Maura, y en ello radicaba, al menos, una diferencia de matiz respecto de Silvela. Este no hubiera dicho, como Maura, que «la libertad se ha hecho conservadora», quizá porque era mucho más escéptico respecto de la capacidad política de los españoles. «El liberal aquí soy yo», aseguraba, en cambio, Maura a sus contradictores; «es evidente, evidentísimo: soy de los últimos que quedan». Todas estas afirmaciones, unidas a las capacidades de Maura, explican la buena fama historiográfica que ha tenido durante mucho tiempo el dirigente conservador, a lo que ha coadyuvado el predominio de la derecha en España durante nuestro siglo XX. De entrada, sin embargo, cabe llamar la atención acerca de lo contradictorio de que quien afirmara esto acerca de las elecciones no introdujera novedad alguna relevante en la forma de llevarlas a cabo cuando llegó al poder.

Durante su estancia en él, como queda dicho, Maura, a pesar de emplear con su partido un tono exigente («somos incompatibles con digestiones sosegadas», dijo) lo mantuvo plenamente disciplinado: en treinta y tres meses de Gobierno —duración muy infrecuente en los de la Restauración— hubo tan sólo dos crisis ministeriales en Hacienda y otras tantas en Guerra, debidas a motivos de salud. El tono derechista del gabinete se pudo percibir en la presencia de Rodríguez Sampedra, que había firmado en 1904 el acuerdo con el Vaticano, y del marqués de Figueroa, autor de un libro, escrito en el cambio de siglo, de tono marcadamente anti-liberal. Pero la figura que, con el transcurso del tiempo, estaba destinada a quedar más caracterizadamente como representante del ala derecha del conservadurismo fue Juan de la Cierva. Voluntarioso y dotado de gran capacidad de trabajo (Azorín, diputado y subsecretario con él, aludió a «los bienes que al país podría reportar diez, quince años de su labor persistente»), De la Cierva era también poco hábil y tendía a multiplicar la tendencia a la confrontación que siempre caracterizó a Maura, empeorándola a base de rudeza y olvidando el marco de coincidencia al que le obligaba el propio sistema de la Restauración. Quiso ser la expresión del principio de autoridad pero a menudo cayó en la arbitrariedad. Otra prueba, en fin, del carácter derechista del Gobierno de Maura fueron las relaciones de compenetración, aunque no de alianza explícita, con los medios clericales.

En condiciones normales, un gobierno de estas características podía haber tenido una clara oposición de los liberales, pero no fue éste el caso, sencillamente por la debilidad de carácter de Moret y la escisión de su partido, del que se desgajó una rama democrática que tuvo como principales dirigentes a López Domínguez y Canalejas. Un primer intento de oponerse al Gobierno, al que se atribuyó una presión desmesurada en el momento de las elecciones de 1907, quedó en nada, y, en general, hasta la etapa final de Maura, el liberalismo no fue verdaderamente una oposición peligrosa para los gobernantes conservadores. Por su parte, Alfonso XIII no mantuvo el intervencionismo en la vida política que le había caracterizado antes. Fuera porque tendiera a plegarse a una interpretación más liberal de la Constitución o, sencillamente, porque hubiera experimentado los inconvenientes de actuaciones previas, el hecho es que sus relaciones con el presidente fueron buenas. A esto ayudaba el que Maura se hiciera respetar pero evitara ahora tratar al Rey como a un aprendiz. Alfonso XIII, por su parte, tampoco dejó periódicamente de lanzar frases malintencionadas respecto de su Gobierno: le dijo, por ejemplo, que en las elecciones no había dejado que llegaran a las Cortes más que sus amigos (los del presidente) y sus enemigos (los de la Monarquía). Después de haber utilizado los procedimientos de presión habituales, Maura tuvo que conformarse con una derrota parcial en los medios urbanos y en Cataluña. La mayoría que logró, y el hecho de que permaneciera sólidamente a su lado durante todo el periodo, explican, sin embargo, que esta etapa tenga una fisonomía peculiar en el reinado ele Alfonso XIII. Como el Gobierno de Sagasta durante la regencia de su madre, fue éste un periodo de gran producción legislativa cuya influencia resultaría perdurable: en 1909 habían sido aprobadas por las dos Cámaras 261 disposiciones, aunque sólo la mitad de manera completa.

En primer lugar, un papel muy importante le correspondió a las disposiciones de carácter económico y social que, muy de acuerdo con lo que había sido la evolución de los antiguos «gamacistas» desde el liberalismo al conservadurismo, supusieron un marcado giro no sólo hacia el proteccionismo sino también hacia el nacionalismo económico. En el año 1907 fue dictada la ley de protección a la industria nacional y ese mismo año, consciente de que «la eficacia de nuestra defensa había de radicar sobre todo en la fuerza naval», Maura hizo aprobar un plan de acuerdo con el cual se construiría un elevado número de nuevas unidades. Lo importante de una disposición como ésta era que estimulaba la industria nacional, aunque lo hiciera en el terreno militar y no mediante el fomento de las obras hidráulicas, por ejemplo. Para completar el panorama, en 1909 se aprobó una ley de fomento de las industrias y comunicaciones marítimas, que también revestía el mismo carácter de estímulo a la siderurgia. Las medidas de desgravación del vino o de regulación del mercado del azúcar tenían el mismo propósito nacionalista. También se inició una vía corporativista reuniendo en consejos o juntas a los sectores interesados. Hubo, además, medidas de carácter social que tenían como antecedente la obra conservadora en los gobiernos de fin de siglo; parte de la propiciada por Maura quedó en la expresión de las buenas intenciones, pero otra habría de tener una importante repercusión. La ley de colonización interior fue un buen ejemplo de lo primero, pero las de emigración, sindicatos agrícolas, creación del Instituto Nacional de Previsión, tribunales industriales, descanso dominical, persecución de la usura, inamovilidad de funcionarios, etc., tuvieron un carácter netamente modernizador, aun dentro de la ideología conservadora que las justificaba.

Pero lo que daba sentido a la presencia de Maura en el poder y animaba el núcleo central de su programa era su propósito regeneracionista y éste no sólo consistía en una transformación del funcionamiento de la Administración, sino también en ponerla en contacto con esa masa neutra, cuya presencia en la vida pública Maura tenía la intención de promover. Como ministro de la Gobernación, De la Cierva reorganizó la policía (cuya situación era tan deplorable que ella misma participaba en los atentados), persiguió el bandolerismo, todavía endémico en zonas del sur de España, y dictó diversas disposiciones moralizantes que motivaron ironías por parte de Ortega. De mucha mayor importancia que estas medidas fueron otras de carácter más específicamente político. La reforma electoral de 1907 fue, en realidad, la única medida de este tipo, desde la introducción del sufragio universal, hasta la dictadura de Primo de Rivera, cuando, si verdaderamente se deseaba una transformación profunda del sistema político español, la modificación del sistema electoral era sencillamente inevitable. La nueva legislación introdujo importantes novedades como el voto obligatorio, la regulación de la composición de las juntas del Censo Electoral para que actuaran imparcialmente, la determinación de la validez de las actas con intervención del Tribunal Supremo y la proclamación automática del candidato que careciera de contrincante. Todas estas medidas eran bienintencionadas, pero insuficientes y, en ocasiones, tuvieron un efecto contraproducente; tan sólo la composición de las Juntas Electorales tuvo un efecto netamente positivo, pues la intervención del Tribunal Supremo acabó convirtiéndose en un elemento de deterioro sin constituir, por otro lado, una absoluta garantía de imparcialidad. Sólo una ley de representación proporcional hubiera podido combatir eficazmente el caciquismo, pero esta legislación apenas existía en la Europa de la época. Si esta nueva disposición mostró el componente liberal de los propósitos de Maura, su proyecto de ley de terrorismo manifestó su vertiente autoritaria: hubiera permitido la supresión de centros o diarios anarquistas y la expulsión de quienes defendieran estas doctrinas. Visto lo que sucedió con posterioridad a la Semana Trágica, ya se puede prever que el resultado de medidas como éstas hubiera sido lamentable, en especial de dejar la interpretación de las mismas en manos de De la Cierva. Maura renunció a la aprobación de esta ley, que levantó inmediatas suspicacias en los liberales, porque para él resultaba mucho más decisiva la aprobación de una nueva ley de Administración local. Con esto último el presidente no hacía sino ratificar una tendencia de la política de su tiempo: tan sólo en el espacio transcurrido del siglo XX había habido tres proyectos liberales y uno conservador con este propósito. Pero nadie insistió tanto como Maura en el carácter absolutamente perentorio de la aprobación de una disposición como ésta. «Yo no conozco —dijo— asunto de mayor gravedad y trascendencia que el de la reforma de nuestra Administración local. Para mí éste es el problema capital de nuestra política palpitante, el centro, la parte más viva de toda preocupación con que un hombre público español ha de mirar el porvenir… Se elevará el pensamiento con magnificencias oratorias y grandes resonancias doctrinales a las más altas concepciones científicas: se hablará de organizaciones nuevas de los poderes públicos: llegarán los legisladores a mejores aciertos, pero el pueblo no obtendrá ni gozará sino aquello que consienta el estado de la Administración local». En definitiva, la tesis de Maura, típicamente regeneracionista, consistía en afirmar que el despertar de la masa neutra debía empezar por el municipio: sólo evitando la intervención excesiva de la Administración central se lograría la regeneración del sistema político. El contenido de la reforma consistía, en estas condiciones, en una considerable ampliación de la autonomía municipal, aunque tuviera también otros aspectos. Muy de acuerdo con la mentalidad de la época, sobre todo en los ambientes conservadores, se introducían fórmulas de representación corporativa al mismo tiempo que se propiciaban fórmulas de organización regional a través de las mancomunidades provinciales. El carácter excesivamente detallado de la ley (según advierte Cambó, hubiera sido posible y más prudente presentar una simple ley de bases) y estos últimos aspectos fueron los que motivaron la mayor parte de las intervenciones de la oposición.

Other books

Learning to Waltz by Reid, Kerryn
The Gunsmith 387 by J. R. Roberts
Acoustic Shadows by Patrick Kendrick
Motor City Wolf by Cindy Spencer Pape
Armadillos & Old Lace by Kinky Friedman
The Fall of the Stone City by Kadare, Ismail
Pie and Pastry Bible by Rose Levy Beranbaum