Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (15 page)

Hasta entonces el catalanismo había mezclado en sus propósitos los afanes culturales y los intereses políticos de un modo poco práctico. En los años del fin de siglo se configuró como nacionalismo, es decir, con una visión propia del pasado y del futuro. En los medios catalanistas empezaron a aparecer expresiones diferenciadoras taxativas como la de preferirse «antes chino que español» o tan contradictorias como para definir la catalanidad como una «raza histórica». El poeta Joan Maragall presentó a Castilla como «la muerta» pero eso no implicaba separatismo sino la afirmación de que era preciso que se diera cuenta de que había concluido su misión directora y configuradora de España. En esos años los catalanistas —gente de orden, profesionales y escritores muy jóvenes— crearon los símbolos nacionales de Cataluña: una danza comarcal de Gerona —la sardana— se convirtió en baile nacional y el himno catalán nació de la confluencia de una letra ya conocida y la música de una canción de siega de contenido obsceno. El modernismo artístico fue la expresión estética de este nacionalismo y también la demostración de que se pensaba no sólo en el pasado sino en el futuro.

A partir de esta realidad de fondo se pudo crear un organismo político para defenderla y promoverla. El catalanismo fue obra de pluralidad —había prensa catalanista que parecía integrista y otra semejante a la anarquista—, de continuidad —un hijo de Duran i Bas fue dirigente principal de la Lliga— y de posibilismo porque, si en un principio el modelo fue el independentismo irlandés, acabó por aceptar el modelo de la monarquía austro-húngara. Una vez perdida la esperanza en el Gobierno de Madrid logró, además, un instrumento muy eficiente para la vida pública. La Lliga Regionalista, creada en 1901, cobijó a los antiguos polaviejistas, pero en ella jugó un papel más decisivo otro sector que había llevado el nombre de Centre Nacional Catalá y que estaba formado por intelectuales procedentes del Ateneo, profesionales respetados y, sobre todo, miembros de una generación juvenil cuya formación era inequívocamente nacionalista (y de ahí el nombre de su agrupación), pero que, al mismo tiempo, pronto se significaron por una postura pragmática, capaz de conformarse con el regionalismo siempre que éste permitiera dar satisfacción y cauce a las reivindicaciones de Cataluña. Este sector había patrocinado la creación del diario La Veu de Catalunya, que desde 1899 fue el órgano fundamental del catalanismo político.

A este sector juvenil le correspondió un papel fundamental en la dirección de la política catalanista, en la que obtuvo señalados éxitos. El primero fue la victoria en las elecciones generales de 1901 en las que, a pesar de contar con una proporción todavía pequeña del electorado, el catalanismo derrotó en Barcelona al sistema de encasillado, habitual en la España de la Restauración. En adelante, la capital catalana, y luego toda la región, no seguiría ya las sugerencias de Madrid respecto de sus resultados electorales. Se había cumplido el deseo de Prat de la Riba cuando había recomendado «hacer lo que se hace en estos casos en los países civilizados: votar». Los primeros diputados catalanistas se encontraron, sin embargo, con un ambiente muy poco comprensivo en Madrid, donde su movimiento era calificado de artificioso y provinciano. Además, en los años sucesivos, la muerte de Robert y el encarcelamiento de Prat de la Riba por unos artículos de prensa pudieron dar la sensación de que el catalanismo pasaba por una etapa crítica que quizá concluyera con su desaparición. La evitó, sin embargo, la habilidad estratégica de sus dirigentes, conscientes de que muchas veces, como le había reprochado Colell a Almirall, «quien todo lo quiere, todo lo pierde». El catalanismo no tuvo inconveniente en pactar con sectores de la política catalana sobre los que podía ejercer una hegemonía doctrinal y práctica. Lo hizo primero con los carlistas, que allí coincidían en una voluntad descentralizadora, como lo haría luego con unos monárquicos que admitían también esa tesis. No desaprovechó, además, la ocasión para afirmar una actitud realista: en 1901 la visita al Rey de una parte de los dirigentes catalanistas trajo como consecuencia una escisión de quienes se sentían republicanos pero, al mismo tiempo, se consolidó la imagen posibilista del movimiento.

En 1905 la Lliga fue capaz de percibir hasta qué punto le podía ser beneficiosa la protesta generalizada contra el asalto del Cu-Cut. En las elecciones de 1907, Solidaridad Catalana, que agrupó contra el sistema de turno a todos los partidos de implantación regional, desde los carlistas a los republicanos, logró un triunfo aplastante en todos los distritos electorales catalanes, con excepción de dos (en otros dos no se presentó). A partir de este momento, el catalanismo no fue sólo un hecho político barcelonés, sino catalán, y los partidos de turno desaparecieron en la región. Aquello fue, como escribiría el poeta Joan Maragall, no una abigarrada y heterogénea protesta ele quienes no tenían nada en común (el «montón», que había dicho Maura), sino un verdadero alzamiento de una región consciente de sí misma y de sus capacidades. Aunque la victoria de Solidaridad Catalana no pueda atribuirse exclusivamente a los regionalistas, consiguieron, en la práctica, una situación preponderante que no perdieron hasta el momento, a partir de 1918, en que pareció arruinada su posibilidad de intervenir en la política española con resultados eficaces. Siempre sus victorias electorales estuvieron amenazadas por la existencia de un republicanismo radical y un catalanismo de izquierdas, pero su capacidad de asimilación de las organizaciones locales de los partidos de turno les dio una creciente supremacía en los distritos rurales, primero en Gerona, y luego, parcialmente, en Lérida y Tarragona.

Gran parte de las victorias de la Lliga fueron consecuencia de la existencia de un equipo dirigente compacto y eficaz. Enrique Prat de la Riba fue el ideólogo y el hombre prudente y poco brillante que, en las instituciones regionales, procuraba estar abierto a la posibilidad de colaboración de personas con las que mantenía discrepancias doctrinales importantes. Su obra Nacionalitat Catalana, publicada en 1906, era expresión de la herencia del romanticismo, pero también del contenido regeneracionista del nacionalismo catalán respecto del Estado español y de la capacidad de estar muy al día del pensamiento europeo. Poco original, el libro vino a ser una especie de doctrina nacionalista que el autor redactó con una inmediata finalidad política. Prat de la Riba, en efecto, no puede ser entendido sin tener en cuenta no sólo su vertiente de ideólogo —nunca en exclusiva, como Arana en el País Vasco— sino también su condición de arquitecto del catalanismo e impulsor de una acción política decididamente moderna. Todos los dirigentes de la Lliga se identificaron por su capacidad de trabajo y por su carácter práctico. Cambó, el principal de ellos, fue el dinámico y brillante profesional de la política capaz de apreciar el preciso valor de una decisión arriesgada en un momento determinado y de intervenir en la política nacional española transformando sus presupuestos esenciales. Fue descrito por Madariaga como «el genio político mejor dotado de su época», y constituyó el paradigma de algo relativamente infrecuente en la España de su tiempo: un conservador verdaderamente merecedor de este calificativo. El escritor Josep Pla dijo de él, con razón, que podía tener posiciones a veces discutibles pero que nunca eran indiferentes: sabía dominar en tal grado las situaciones políticas que el resto de los que participaban en ellas parecían a su lado aficionados. El elenco de personalidades relevantes de la Lliga se completó con Puig i Cadafalch, que se ocupó principalmente de las instituciones culturales de la región, y Duran i Ventosa, responsable de la actuación de los concejales de la Lliga en el Ayuntamiento barcelonés. Quizá fue el propio Cambó quien dio una mejor definición de esta élite dirigente contraponiéndola a los intelectuales de la izquierda catalanista, «principalmente hombres de tertulia y de crítica»: ellos —los de la Lliga— eran, por el contrario, «hombres de pensamiento y acción con una intensa necesidad de eficacia». El bagaje doctrinal de la Lliga fue conservador, en especial desde el punto de vista social, pero, como admitieron incluso quienes en Cataluña estuvieron en contra suya (Hurtado, Ametlla), la Lliga no era en el panorama de la política española un grupo reaccionario sino un partido de centroderecha que, además, por sus fórmulas organizativas y manera de actuar, representaba una verdadera modernización de la vida pública española. El contenido de su programa tenía facetas antiparlamentarias y corporativistas, en la expresión del mismo que hizo Prat de la Riba, pero, de hecho, la Lliga aceptaba plenamente el liberalismo parlamentario y la democracia política y, además, contribuyó a hacerlos posibles mediante un proceso de movilización, al menos parcial, del elector. No fue un partido de masas pero sí bastante más que una tertulia de caciques, como eran el partido liberal y el conservador. Todos los restantes grupos políticos que se dijeron a sí mismos regeneradores desaparecieron en un corto espacio de tiempo, pero la Lliga perduró y constituyó todo un ejemplo del cambio que se hubiera producido en la política española de haber sido más consistente el regeneracionismo que todos predicaban.

La Lliga tuvo, no obstante, sus limitaciones, la más importante de las cuales fue no integrar en su seno a la totalidad del catalanismo político. Las memorias de Cambó insisten a cada paso en las insuficiencias del catalanismo de izquierdas, indisciplinado, poco constructivo, proclive a la desunión y, en no pocas ocasiones, incapaz de darse cuenta de la necesidad de actuar también desde Madrid. Todas estas críticas pueden tener parte de verdad, pero no evitan pensar, por otro lado, que la Lliga resultó incapaz de atraerse a los medios obreros catalanes y que incluso sus repetidos triunfos electorales en Barcelona los logró con menos de una cuarta parte del electorado. En el catalanismo de izquierdas hubo no sólo una voluntad de acercamiento al mundo proletario sino también una atracción hacia los intelectuales que la Lliga, interesada sobre todo en integrar al resto de los partidos de turno y satisfacer los intereses burgueses, nunca consiguió de manera completa, aunque Prat y Cambó tuvieron sensibilidad hacia esos medios. La escisión de la izquierda catalanista provocada por la visita al Monarca con ocasión de su estancia en Barcelona en 1904, supuso la aparición de El Poblé Cátala. En 1906 esa misma izquierda catalanista, nutrida por los sectores procedentes del Ateneo barcelonés, creó el Centre Nacionalista República, y, en 1910, la Unió Federal Nacionalista Republicana, cuya principal figura fue Corominas. El mismo hecho de que un intelectual tan conocido figurara al frente de una organización política es revelador de una de las debilidades del catalanismo de izquierdas. Careció éste de un equipo de dirección política mínimamente semejante al de la Lliga. Estaba, además, sometido a tensiones que lo condenaban a una permanente incertidumbre estratégica al contar con sectores más catalanistas (Lluhí) y otros más proclives a las preocupaciones sociales (Layret). Para acabar de complicar el panorama, la permanencia de un republicanismo no catalanista, dirigido por Lerroux, invitaba a una posible colaboración; la UFNR la practicó en 1914, con funestos resultados electorales. Sin embargo, en estos medios catalanistas de izquierdas nació y se desarrolló un sindicalismo catalanista. En 1903 se fundó el CADCI (Centro Autonomista de Dependientes de la Industria y el Comercio) que en los años veinte había alcanzado más de 10.000 afiliados.

Un aspecto característico del catalanismo, imprescindible para comprenderlo, fue su temprana voluntad de actuar en el seno de la política española con una decidida voluntad de transformarla. Fue la consecuencia de su fuerza política y de su confianza en sí mismo pero también de la conciencia de que sólo actuando así podría llegar a cumplir sus propósitos. A este intervencionismo Prat de la Riba lo denominó «imperialismo», pero no tenía ningún propósito económico sino que era de carácter exclusivamente político. Años después, en 1937, en plena guerra civil, Cambó ratificó en su dietario la actitud en que se fundamentaba. Creía entonces que la desaparición del Imperio Austro-húngaro había tenido unas perniciosas consecuencias y se preguntaba por la posible contradicción entre su nacionalismo y esa idea. Recordó, sin embargo, que él mismo nunca había defendido la tesis de que a cada Nación le debía corresponder un Estado porque «este principio irreprochable en teoría, perfecto para una tesis académica, es insostenible en su forma radical y primaria como doctrina política». Ese intervencionismo, inseparable del nacionalismo, no fue, a menudo, entendido y constituyó uno de los problemas de Cambó en la política española.

Sin embargo, no puede decirse en absoluto que fuera una actitud meramente política sino que obedecía también a aspectos de fondo de la realidad catalana. Desde fines del XIX Barcelona adquirió la condición de capital cultural autónoma respecto de Madrid, directamente enlazada con los grandes centros creadores, como París. A partir de ese momento hubo también un permanente diálogo, no exento de conflicto, pero también fecundo y creativo, entre Madrid y Barcelona. La contraposición entre las actitudes de Unamuno y Maragall no puede resultar más significativa. Ambos contribuyeron a imaginar un patriotismo plural pero difirieron, en ocasiones, en puntos esenciales. Unamuno pensaba que el catalán era un arma de expresión superada e ineficaz (una «espingarda», decía) mientras que el castellano le parecía «un máuser». Pero para el catalanismo la lengua era la expresión misma de la conciencia nacional propia. De todos modos, el hecho de que esos dos nacionalismos se pudieran tratar, en cierto modo, de igual a igual revela el papel de Cataluña en el conjunto de España.

El nacionalismo vasco y el gallego

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omo en Cataluña, también en el País Vasco se daba en el fin de siglo un sustrato cultural capaz de alimentar un sentimiento nacionalista. En este caso, además, hasta 1876 se había mantenido una peculiaridad en su organización política que perduró en el terreno económico a través de los conciertos. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que la guerra del 98 fue la primera en que los jóvenes vascos tuvieron que defender los colores de la bandera española. El paralelismo con Cataluña se repite si consideramos las transformaciones sociales acaecidas en el País Vasco durante la Restauración. Fueron éstas incluso más significativas que las que tuvieron lugar en Cataluña, hasta el punto de que la ría de Bilbao casi decuplicó el número de sus habitantes como consecuencia de la exportación de mineral de hierro a Gran Bretaña. A pesar de la nostalgia rural del nacionalismo vasco su origen geográfico fue vizcaíno o, más concretamente, de Bilbao. Establecidas estas semejanzas, es necesario, sin embargo, referirse también a las diferencias que contribuyen a explicar la peculiaridad del nacionalismo vasco. En primer lugar, el renacimiento cultural se produjo en el País Vasco más tardíamente que en Cataluña, coincidiendo con el político incluso en las personas de los protagonistas de ambos (Campión y Arana tuvieron, en efecto, esa doble faceta en cuanto que fueron, a la vez, políticos y literatos). Como resultaba previsible, el euskera, que estaba en permanente retroceso desde el siglo XVI, tuvo muchas mayores dificultades que el catalán para asimilar a las masas inmigrantes que acudían atraídas por el despegue económico de la zona y quizá ello contribuya a explicar el mayor radicalismo de los nacionalistas vascos que, en no pocas ocasiones, se sintieron como una cultura en trance de extinción. También puede ser un factor importante, en la explicación del mayor radicalismo de los nacionalistas vascos, la perduración de una cultura de poso católico integrista que explica la práctica independización electoral del País Vasco respecto del encasillado promovido por Madrid en cada elección. En efecto, en especial cuando gobernaban los liberales, se debía tener muy en cuenta en Madrid que en esta región había que adecuarse a una realidad que no permitía, por ejemplo, obtener más que la mitad de los escaños, quedando el resto en manos de carlistas, católicos e integristas. En Bilbao los carlistas tenían una cuarta parte de los concejales pero superaban con creces la mitad del total en Vitoria y, más aún, en Pamplona. Sin duda, esa interpretación religiosa de la vida política, que había sido, en definitiva, la que había hecho posibles las guerras carlistas, contribuía al maximalismo. De todas las maneras conviene no presentar al nacionalismo vasco como un grupo minúsculo y sectario. Es cierto que lo fue en su momento inicial pero, precisamente en el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, como veremos, consiguió superar de forma clara esta situación, así como su implantación vizcaína. Con el paso del tiempo se descubrió que la sociedad vasca era esencialmente plural y que en ella convivían monárquicos, republicanos y socialistas con nacionalistas. En 1909 había en Bilbao, por ejemplo, 11 concejales carlistas, otros tantos nacionalistas, 7 socialistas, 9 republicanos y 3 liberales. Existía una general coincidencia en la necesidad de dotar al País Vasco de unas instituciones propias y peculiares que permitieran el desarrollo de su idiosincrasia política y cultural pero la diferencia esencial con respecto a Cataluña fue que, mientras en ésta existía una parecida pluralidad, aunque no tan profunda, hubo también, con la hegemonía de la Lliga, una voluntad de colaboración que en el País Vasco nunca pudo darse, por la menor influencia del nacionalismo, pero quizá también por su falta de posibilismo o de habilidad. De todas maneras, como veremos, hubo también en el nacionalismo vasco un sector burgués, liberal y moderado que nunca impuso por completo sus criterios y disentía de lo que Alzóla llamó «los cándidos idilios pastoriles» de Arana, el fundador y profeta del nacionalismo. En realidad, la mayor parte de la alta burguesía vasca constituyó la apoyatura social fundamental del españolismo en el País Vasco. En este sentido se puede decir que Ramón de la Sota, un gran capitalista, exportador de mineral y constructor naval luego, fue la excepción y no la regla. No puede, por tanto, establecerse una comparación con el papel de Cambó en el nacionalismo catalán. Culto y cosmopolita, el capitalista vasco fomentó en sus empresas la presencia del sindicalismo nacionalista, siendo partidario de una estrategia contemporizadora respecto de las instituciones (fue amigo personal de Alfonso XIII).

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