Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (13 page)

Para comprender el fenómeno del anticlericalismo es preciso tener en cuenta dos tiempos históricos y dos formas muy distintas de aparecer como factor determinante de la acción de las masas. Hubo un anticlericalismo culto, por así llamarlo, expresión del repudio de una sociedad laica ante lo que veía como un afán invasor del mundo clerical. En este sentido hay que recordar que los años entre 1892 y 1910 presenciaron la aparición de una amplia serie de obras literarias que tuvieron este tema: desde La araña negra de Blasco Ibáñez (1892) hasta A.M.D.G., de Pérez de Ayala (1910) pasando por Electra de Pérez Galdós (1901). En este ambiente se planteó la cuestión clerical pero no hay que olvidar que el anticlericalismo tenía también una larga tradición y amplia popularidad. Lo verdaderamente específico de este momento fue tan sólo la utilización en sentido político —para la movilización en sentido contradictorio, clerical-anticlerical— de esta temática. La prensa sirvió de elemento de conexión entre el anticlericalismo que procedía del fondo de los siglos y el presente. El diario republicano El País proclamaba, por ejemplo, la necesidad de «extirpar lo que de frailuno» había en la sociedad española. Ese anticlericalismo venía a ser una forma de subversión del orden social, uno de cuyos principales fundamentos era el clero. Frente a lo que pueda parecer desde un punto de vista actual, el anticlericalismo no fue un subterfugio sino un sentimiento profundamente enraizado y a menudo capaz de producir mucha mayor pasión que las reivindicaciones económicas. Se fundamentaba, como en tiempos medievales o en el comienzo de la época moderna, en una exigencia purista respecto de quienes habían traicionado los principios sacrosantos. Se alimentaba, también, de un deseo subversivo respecto de la sexualidad o de una situación de religiosidad diferencial de acuerdo con el género. Incluso en los grandes escritores es perceptible esta última realidad. Un personaje de San Manuel Bueno mártir (1930), de Unamuno, la describía con los siguientes términos: «En esta España de calzonazos los curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres». Ya en La Regenta de Clarín, obra que abunda en referencias a esta cuestión, don Alvaro Mesía, un personaje de vida licenciosa, envidia y teme a los sacerdotes que le disputan el alma de sus amantes y Pérez Galdós describe un mundo femenino de «devociones exageradas» y melosas frente al desvío religioso masculino. Lo más incomprensible, desde una óptica actual, es la violencia anticlerical con sacrificio de bienes y personas. En realidad tenía mucho, a la vez, de herencia de un pasado de guerra religiosa e inquisitorial y de manifestación pararreligiosa destinada a hacer desaparecer los símbolos, los escenarios y los oficiantes de la religión contraria que mantenía un orden establecido inaceptable para el anticlerical. En este sentido, Companys, durante la guerra civil, cuando este tipo de violencia se desarrolló al máximo, pudo hablar de la «inmensa necesidad de venganza» que había animado a los asesinos de sacerdotes o incendiarios de iglesias. Incluso los incidentes de orden público de contenido anticlerical tenían mucho de liturgia, de ceremonia pública convertida en teatral y representada de acuerdo con unas pautas previsibles. La lejanía de este mundo contribuye a que la polémica clerical-anticlerical resulte hoy difícil de comprender pero, de cualquier modo, es correcta la descripción que de ella ha hecho un historiador presentándola como un ejemplo de pobreza, zafiedad e irreductibilidad por parte de ambos contendientes, lo que contribuyó a prolongarla hasta la guerra civil. Pero, hecha esta necesaria digresión, es preciso volver a la política de comienzos de siglo. La cuestión clerical se centró, pues, en los problemas educativos —principalmente en la posible limitación de los efectivos de las órdenes religiosas— y estuvo presente en toda la lucha política en la etapa anterior a la Primera Guerra Mundial. En ambos partidos de turno hubo sectores deseosos de centrar en ella la capacidad de movilización de la opinión pública y los argumentos contra el adversario. El primer lustro del siglo supuso la intensificación de la lucha, cuando se produjo la repatriación de las órdenes religiosas desde las colonias (algunas de ellas habían tenido una ejecutoria muy discutible, sobre todo en Filipinas) y tuvo lugar la oleada anticlerical en Francia. Hubo liberales que repudiaron cualquier tipo de influencia de las doctrinas religiosas en la vida pública, pero existía, sobre todo, en personas como Canalejas, católico él mismo, la sensación de que «hay un problema de absorción de la vida del Estado, de la vida laica y social, por elementos clericales». En el partido conservador, Pidal llegó a afirmar que el Gobierno liberal significaba nada menos que el imperio de la masonería, el triunfo del espiritismo y el himno de Satán. A Maura se le atribuyó una posición clerical, aunque en realidad no hizo más que aceptar la situación legal existente, pero bien es verdad que esta misma constituía una modificación de la legalidad concordada. Respecto del partido liberal, Montero Ríos dijo que en su seno cohabitaban los jacobinos y los regalistas, es decir, quienes eran partidarios de una política religiosa que pretendía recalcar la supremacía del Estado y los que estaban dispuestos a lograr la limitación de las órdenes pactando con el Vaticano. Los primeros (Romanones y, sobre todo, Canalejas) utilizaron también esta cuestión clerical como procedimiento de ascenso en el seno de su partido. Los dirigentes más tradicionales hubieran deseado, en cambio, que la cuestión no se planteara, evitando que se convirtiera en eje de la política propia, en parte por ese deseo, tan típico de la Restauración, de evitar que hubiera cuestiones que rompieran el pacto de los partidos de turno, y en parte, también, porque eran conscientes de las pocas posibilidades de que obtuviera verdaderas ventajas el liberalismo. Así, la cuestión clerical resultó un conflicto que envenenó la política de la época sin llegarse a una situación que permitiera la colaboración sincera entre el Estado y la Iglesia en materias como las educativas, desarrollándose una suma de pequeños incidentes y en medio de fuerte polémica. Así, por ejemplo, Sagasta promovió la inscripción de las órdenes en un registro, hecho suficiente como para motivar una dura protesta de los sectores clericales. También en los primeros años de siglo se planteó la cuestión de la exigencia de titulación y de inspección de la enseñanza no oficial por el Estado.

Toda la cuestión clerical se entrelazó, como ya se ha señalado, con la lucha por la jefatura del partido liberal. Fracasado un intento de lograr una aceptable por todos sus jefes, ocupó en primer lugar el poder Montero Ríos, quien tenía tras de sí una larga trayectoria política y una considerable sapiencia jurídica pero que, con setenta y tres años, estaba enfermo y representaba, inevitablemente, una política caduca. Así lo demuestra su afirmación, recogida por Azorín en su Parlamentarismo español, de que había formado su Gobierno «por riguroso orden de antigüedad». Ni Moret ni Canalejas aceptaron colaborar con él, lo que ya desde un principio implicaba una latente división. Pero, por si todo ello no bastara, a estas dificultades se unieron otras que no eran imaginables en un primer momento. El Ejército español no sólo había sido derrotado en la guerra colonial sino que de ella había salido en una situación que necesitaba pronto remedio. Aunque a la hora de encontrar culpables concretos las responsabilidades se desvanecieron en la imprecisión (apenas dos generales y un almirante se retiraron prematuramente y «tribunales de honor» obligaron a hacer algo semejante a algún oficial acusado de corrupción), algunos políticos, como el conde de las Almenas, hicieron acusaciones contra sus principales mandos que contribuyeron a crear una hipersensibilidad contra los políticos, todavía acrecentada por los males objetivos que el Ejército padecía y que la guerra colonial había multiplicado. Un periódico militar de estos tiempos llegó a afirmar que «la lista de los hombres públicos se recorre casi con más asco que la de mujeres públicas» y Mola, futuro organizador de la conspiración de julio de 1936, tituló un capítulo de sus memorias, relativo a esta época, «La Milicia, víctima de las oligarquías gobernantes». El propio Silvela había llegado a decir que en España «no hay que fingir arsenales y astilleros donde sólo hay edificio y plantillas de personal que nada guardan ni nada construyen ni citar como ejércitos meras agregaciones de mozos sorteables». Como sabemos, el regeneracionismo militar de Polavieja muy pronto se quedó en nada.

Las dificultades del Ejército empezaban por ser materiales: sólo una de cada veinticinco bajas en Cuba lo fue en combate, siendo el resto debidas a enfermedades. El uniforme era todavía el tejido de rayadillo que hacía fácilmente visibles a los soldados. La preparación era tan deplorable que, con bastantes menos hombres que los que España tuvo en Cuba, Gran Bretaña controlaba en los años veinte nada menos que India, todo un continente. En los primeros años del siglo XX se hizo un esfuerzo en dotar de artillería al Ejército pero el nivel al que se llegó fue la mitad del Ejército francés y un tercio del alemán; trece años después de la Primera Guerra Mundial los soldados españoles carecían de cascos de acero. En una intervención en el Parlamento, Weyler, uno de los prestigiosos militares que ocupó la cartera de Guerra en estos años, aseguró que tan sólo la mitad de los soldados podrían gozar de asistencia sanitaria, uno de cada cuatro podría usar carabina y no existiría para la mayoría la posibilidad de proporcionarle un fusil de recambio.

Todas esas deficiencias tenían como origen la existencia de un número de oficiales desmesurado para los efectivos existentes. Mientras que Italia sólo gastaba un sexto del presupuesto militar en el pago de oficiales y Francia un séptimo, en España se empleaba bastante más de la mitad. Había 500 generales y 25.000 oficiales para unos efectivos teóricos de unos 80-100.000 hombres. Esto suponía, sencillamente, que con la disminución de puestos provocada por la desaparición de las colonias una buena parte de esos oficiales no tendrían nunca dónde ejercer su función, puesto que las plantillas sólo señalaban 1.000 destinos. Además, si hasta entonces la existencia de la guerra había abierto un portillo para ascensos rápidos, que fueron aprovechados por los miembros de las dinastías militares de la Restauración, ahora esta posibilidad parecía haberse desvanecido. A comienzos de siglo en España había capitanes con cincuenta y seis años, la edad con la que se retiraban en Alemania los generales. A todos estos problemas, un Estado débil, como el de la Restauración, les dio, como casi siempre, una respuesta titubeante y lentísima. En el periodo 1898-1909 hubo veinte cambios ministeriales en la cartera de Guerra, que fue cubierta por un total de once personas: a cada ministro le correspondieron apenas siete meses de ejercicio del poder, aunque hubo algunos que repitieron (Luque, Weyler, Linares). Las carencias presupuestarias obligaron a una disminución de los recursos, sólo corregida cuando se produjeron incidentes en Marruecos. Al final del periodo indicado la disminución del porcentaje de oficiales había sido muy limitada: tan sólo el 15 por 100 de la escala activa, aunque también el 79 por 100 de la reserva retribuida (que era, al principio, de 8.000 oficiales). Todos estos datos dejan bien claro que no hubo posibilidades de que las deficiencias de orden material pudieran ser solucionadas o tan siquiera mínimamente encauzadas. El Ejército mismo —y la prensa militar que le servía de portavoz—, sensibles a la hora de responder a la crítica, no lo fueron para proponer reformas. En una situación como ésta, en que había motivos abundantes para la crítica pero una práctica imposibilidad de soluciones, no es de extrañar que se produjera una parcial vuelta del Ejército a la política. Esta expresión, sin embargo, debe ser inmediatamente aclarada. El Ejército de la Restauración nunca había permanecido al margen del escenario político por la sencilla razón de que él mismo había engendrado aquel sistema político. Además, sus intervenciones se hicieron más frecuentes cuando empezó a desarrollarse una importante conflictividad social. En la España de entonces, como dijo Juan de la Cierva, la policía era «un conglomerado peligroso e infecto de agentes nombrados y separados por el capricho del gobernador y del ministro», que, además, carecía de medios personales y materiales para enfrentarse con una alteración grave del orden público. Como consecuencia, cualquier conflicto huelguístico solía acabar en una declaración del estado de guerra y éste era, con frecuencia, el procedimiento menos luctuoso para solucionar los conflictos sociales en que a menudo las autoridades militares actuaban como árbitros aceptados por las dos partes. Esta constante presencia del Ejército (y la que siguió a partir de 1906) no quería decir que éste se atribuyera a sí mismo un programa político preciso en sentido nacionalista o antirrevolucionario. A pesar de lo que dijo Cánovas, Cuba y Filipinas no habían sido para España lo que Alsacia y Lorena para Francia, ni tampoco en España existía un peligro de revolución social como durante esta época pudo haber en Alemania o en Rusia. Los centros militares invitaban a personas de todas las orientaciones políticas, y la mejor prueba de que el Ejército no determinaba el curso de la vida política reside en que los presupuestos militares fueron decrecientes en un país que, por habitante, gastaba en esta materia la sexta parte que Gran Bretaña o un tercio que Francia. Como sucedería en ocasiones posteriores, y había sucedido anteriormente, la intervención del Ejército en la política fue fundamentalmente de carácter reactivo. En los nacionalismos periféricos, que por estos momentos surgían en la política española, el Ejército, como colectivo, vio la reproducción del independentismo cubano o filipino, respondida ahora con lenidad por los poderes públicos civiles. Ya en el comienzo de siglo hubo un asalto a un diario bilbaíno por parte de un grupo de oficiales y la existencia de una activa prensa militar madrileña, así como la imprudencia de los nacionalistas, fuesen vascos o catalanes, facilitó una situación potencialmente explosiva. El periódico catalanista Cu-Cuthabía dirigido al menos una veintena de ataques chocarreros a los militares, como, por ejemplo, presentar en un chiste a un niño con una escuadra rota y atribuirle condiciones para ser marino español. Cuando, en noviembre de 1905, apareció en sus páginas un artículo no excesivamente hilarante en el que se comentaba la celebración de un banquete de la Victoria (se refería a la de los catalanistas en las elecciones), afirmando que «sería de civiles», fue inmediatamente asaltado por un grupo de oficiales que destrozaron su redacción y obtuvieron el inmediato apoyo de otras guarniciones, e incluso el de altos cargos militares, sin que, por otro lado, se produjera una reacción por parte de la autoridad militar más alta, encarnada por el ministro de la Guerra. Montero Ríos quiso entonces, como «mal menor», según dijo, acudir a la declaración del estado de guerra pero a esto se negaron sus adversarios en el partido liberal. Fue imposible, porque no existía unanimidad en la clase política dirigente, enfrentarse a los militares en este punto, e incluso los guardias civiles del Congreso parecían dispuestos, caso de producirse un golpe, a plegarse a él. Siguió entonces el presidente del Gobierno la tendencia natural de dimitir, debido a sus achaques.

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