Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (17 page)

Ni en Rosalía de Castro, ni en Curros Enríquez u otros escritores del XIX es posible detectar un galleguismo propiamente dicho. En realidad el nacionalismo o el regionalismo aparecieron en los años finales del siglo: en 1889 publicaron sendos libros sobre el regionalismo dos escritores que representaban otras tantas vertientes de este movimiento regeneracionista. Murguía, procedente del liberalismo progresista, defendió un programa en el que se incluía la redención de los foros y que ha sido descrito como «protonacionalista». Brañas, carlista, idealizó el pasado patriarcal o el Antiguo Régimen y defendió la representación corporativa. La tercera vertiente del nacionalismo estuvo representada por Aureliano Pereira, un federal lucense que, desde esa doctrina, evolucionó, como Almirall, hacia la defensa de tesis nacionalistas. Anticlerical, su sector fue sin duda el menos influyente dentro del galleguismo hasta el punto de que no tardó en desaparecer. De todos modos, aun siendo triple esa procedencia del nacionalismo, eso no indica que existiera un partido político ni, menos aún, que éste fuera fuerte y estable. La Junta de Defensa de Galicia, surgida en 1893, tuvo como origen una reivindicación administrativa para que La Coruña mantuviera su capitanía general. El periódico La Patria Gallega, auspiciado por la Asociación Regionalista Gallega, tuvo una significación más intelectual que propiamente política. En 1897 surgieron diferentes «Ligas Gallegas» localizadas en toda la geografía de la región, pero ese movimiento, que pidió un grado semejante de descentralización administrativa al que podía lograr Cuba, careció de una mínima unidad. El grupo nacionalista de Santiago (Brañas) y el de La Coruña (Murguía) eran tan antitéticos como la fisonomía de las dos capitales gallegas. Además, los partidos de turno consiguieron atraer hacia sus filas a quienes se iniciaron en la política en las filas regionalistas: González Besada, antiguo regionalista, se convirtió en conservador y Pereira en liberal, mientras que el popular periodista Lamas perteneció sucesivamente a ambos partidos. En vez de sustituir a los partidos de turno los galleguistas, dada la fisonomía política de la región, fueron capturados por ellos. De esta manera los únicos triunfos que se suelen citar a favor del nacionalismo durante la primera década del siglo XX fueron exclusivamente de carácter cultural, como, por ejemplo, la creación de la Academia Gallega.

De todos modos, los historiadores gallegos han advertido un cambio a partir de 1898, hasta el punto de poder hablar de un «segundo regionalismo», influido por el ambiente regeneracionista y contando con la colaboración republicana. La situación cambió especialmente a partir de 1907. En este año apareció la primera revista nacionalista, titulada «A Nosa Terra», y, sobre todo, se inició una amplia agitación campesina. Los protagonistas fueron propagandistas agrarios, como el sacerdote Basilio Álvarez, el periodista gallego más famoso de su época, que fundaría en 1910 Acción Gallega. La trayectoria ambigua y confusa de Álvarez, que acabó en el radicalismo, es expresiva de la conmoción experimentada por el campo gallego en aquel momento. Solidaridad Gallega, fundada en 1907, tuvo, como en el caso catalán, un carácter plural, desde el carlismo de Vázquez de Mella hasta la izquierda, pasando por algunos sectores del liberalismo, pero, en realidad, obedeció a motivos muy distintos a los de los nacionalismos políticos pues en ella los elementos de esta significación tuvieron un papel menor mientras que las reivindicaciones sociales agrarias fueron primordiales. Solidaridad Gallega llegó a estar organizada en cuatro juntas y celebró hasta tres asambleas agrarias en Monforte de Lemos. Sus propagandistas llegaron a atribuirle la capacidad de movilizar adecenas de miles de campesinos: en 1909 agrupaba a unas 250 sociedades agrarias que en 1911 se habían reducido a tan sólo un tercio. Además, no llegó a configurarse como un verdadero partido ni concurrió a las elecciones con la pretensión de sustituir a los de turno, limitándose a conseguir concejales en algunos ayuntamientos. En 1909 había unos 130 concejales solidarios en Galicia pero en 1910 fracasó el único candidato a diputado. Con idéntica rapidez a aquella con la que había surgido se desvaneció en 1912 sin haber contribuido a alumbrar un movimiento nacionalista propiamente dicho.

En cuanto al valencianismo, desde el punto de vista político, debe ser considerado como una versión más tardía aún de nacionalismo o regionalismo. Desde el comienzo de la Restauración existía un valencianismo cultural alimentado por la sociedad «Lo Rat Penat». Como en el caso catalán y gallego, en el valencianismo político hubo una vertiente conservadora (Llórente) y otra izquierdista (Llompart). A comienzos del siglo XX pareció producirse una transición desde el regionalismo de carácter cultural al político, protagonizada por Barbera. El primer proyecto de organización de la autonomía valenciana en el seno de un Estado español data de 1903 y fue promovido por el partido federal. Por estas mismas fechas nacieron las primeras agrupaciones específicamente valencianistas: Valencia Nova (1904), transformada más tarde (1909) en el Centre Regionalista y la Joventut Valencianista (1908), de carácter más radical. Este valencianismo político germinal concluyó hacia 1910, pues, aunque también hubo una «Solidaridad Valenciana», inspirada en la catalana, no logró, ni mucho menos, el enraizamiento social y político alcanzado en esta región. Se celebró entonces una asamblea regionalista en la que se propuso un programa autonómico y bilingüista, pero, en realidad, a esa Asamblea sólo acudieron los elementos de Valencia Nova y los republicanos que seguían a Rodrigo Soriano, que finalmente acabaron por retraerse. Tanto los partidos de turno como la derecha clásica y los republicanos de Blasco Ibáñez, con repetidas declaraciones de amor a la región, consiguieron matizar levemente su propio ideario que, por tanto, no era ni primordial ni exclusivamente regionalista y evitaron que apareciera un valencianismo propiamente dicho. En este caso, como en el gallego, y también, en cierto sentido, en el vasco, hubo que esperar hasta la primera posguerra mundial para que se produjera una nueva oleada nacionalista que, de todos modos, permaneció en un nivel de desarrollo y de implantación electoral inferior al del catalanismo.

El republicanismo como partido y como forma de vida

A
diferencia de los nacionalismos periféricos, el republicanismo era ya una fuerza política en los comienzos de la Restauración. Heredero del periodo revolucionario de 1868, el republicanismo tenía tras de sí un inequívoco apoyo popular en una parte de España, la urbana. En Cataluña, por ejemplo, la mitad de las actas de diputado fueron siempre republicanas y, en Madrid, en el año 1889 se pudieron celebrar dos mítines rivales simultáneos de otras tantas tendencias republicanas, cada uno de ellos con unos 15.000 asistentes. De hecho, el mundo societario y sindical español de la época estuvo más cercano al republicanismo que a cualquier otra tendencia hasta la Primera Guerra Mundial. Más que un programa el republicanismo era una visión del mundo, basada en una esencial creencia en el progreso y en una antítesis de la España tradicional, a menudo identificada con la Iglesia. Patriotismo, voluntad de modernización y europeización e idealización mesiánica del «pueblo» formaban parte de su bagaje. Podía tener, no obstante, interpretaciones muy diversas que iban desde la plena realización del liberalismo democrático hasta un jacobinismo que no dudaba en utilizar procedimientos subversivos, incluso con ayuda de militares.

Siendo el regeneracionismo mucho más el resultado de un ambiente que un programa, no cabe atribuirle un contenido preciso y, por tanto, no es posible darle una connotación concreta sobre el régimen. Sin embargo, sobre el republicanismo el ambiente regeneracionista tuvo un efecto galvanizador, aunque sólo temporal. En el cambio de siglo algunos importantes intelectuales se vincularon con el movimiento republicano. Los más significados fueron el propio Costa y Benito Pérez Galdós, mientras que en los núcleos urbanos las votaciones republicanas siguieron siendo nutridas, hasta dar incluso la sensación de poner en peligro las instituciones monárquicas. Sin embargo, de hecho, estas esperanzas acabarían frustrándose a partir de la Primera Guerra Mundial: mientras que el republicanismo pareció encasillarse en posiciones que, a fuerza de ser posibilistas, resultaban demasiado conservadoras e incapaces de conectar con el ambiente de la posguerra, el sistema político de la Restauración no perdió, en cambio, una capacidad de atracción sobre los dirigentes republicanos.

A finales del siglo XIX el republicanismo fue descrito por el propio Pérez Galdós, que no tardaría en militar en sus filas, como una re-edición de la Torre de Babel. No se trataba de que hubiera tendencias distintas sino que, en realidad, se daban ideologías contrapuestas, mínimamente coincidentes y que incluso parecían más distantes entre sí que de algunas de las restantes fuerzas políticas. En la izquierda del republicanismo, el partido federal gozaba de la reputación intelectual de Pi i Margall y de una indudable sintonía con el movimiento obrero, en especial con el de significación anarquista, aunque las doctrinas «pimargalianas» fueran, según Pérez Galdós, «un logogrifo indescifrable para los ilusos que las defienden». Ese carácter social del federalismo sería lo que más perduraría de él. Lo que podríamos considerar como el centro republicano estaba representado por el republicanismo unitario de Ruiz Zorrilla, cuyo componente revolucionario derivaba exclusivamente de la confianza en los pronunciamientos militares para derrocar a la Monarquía. Eso le daba un carácter arcaico pero explica que algunos dirigentes extremistas del futuro se formaran en sus filas. La derecha era partidaria de la actuación exclusivamente legal: su ideario era la herencia de la revolución de 1868, y, si ya a la altura del final de siglo había perdido a la mayor parte de los seguidores de Castelar, entonces integrados en las filas del partido liberal monárquico, ahora contaba, aparte del apoyo de los sectores intelectuales, con un nuevo jefe, Salmerón, una figura importante del mundo cultural, que había salido de las filas del progresismo «ruizorrillista» y cuyo talante acerca de los problemas españoles se puede parangonar al de Giner.

El 98 tuvo, por lo menos, el efecto de provocar entre los republicanos la conciencia de la necesidad de unirse. Precisamente en ese año se inició, por parte de los sectores moderados que siempre tuvieron el protagonismo en la gestación de coaliciones, un intento de «concentración democrática republicana» que, aunque tuvo unos inicios poco brillantes, habría de resultar el organismo unitario más importante de todo el periodo. En marzo de 1900 la concentración acabó por convertirse en Unión Nacional Republicana. Con tal fórmula, el republicanismo obtuvo unos excelentes resultados electorales en las consultas de 1901 y 1903: en este último caso llegó a 36 escaños, obtenidos, sobre todo, en las grandes ciudades. En esta última fecha se convirtió en definitiva la jefatura de Salmerón sobre el movimiento republicano pero, como resultó habitual en el republicanismo español, esta jefatura fue disputada. En 1905 los sectores más izquierdistas le reprocharon actitudes dictatoriales y personalistas, mientras que los federales permanecieron al margen de cualquier tipo de colaboración con los restantes grupos, según su táctica habitual basada en su programa político.

A partir de 1906 la emergencia de los nacionalismos jugó un papel decisivo en la vida del republicanismo español, pero esta realidad, que podía haber sido un factor de renovación y de ampliación de su clientela electoral, contribuyó también a la desunión. Hay que tener en cuenta que no sólo el federalismo era uno de los componentes ideológicos decisivos de uno de los sectores del republicanismo, sino que en el pasado, en plena I República, había sido ya un elemento de desunión, y que, además, era en regiones como Cataluña, en las que se planteaban las reivindicaciones nacionalistas, donde el republicanismo obtenía sus mejores resultados electorales. El caso más evidente fue el del federalismo catalán: en 1901 murió Pi i Margall, en un momento en que ya los federales de esta región consideraban a los regionalistas como sus aliados naturales. Desde tiempo antes las concepciones federales habían llevado, por ejemplo, a un Valentín Almirall a la defensa del catalanismo. A partir de 1905 el federalismo catalán, sólidamente enraizado en Barcelona y Gerona, llevó en la práctica una vida independiente. Pero si era lógico que el impacto de los movimientos nacionalistas y regionalistas sobre el federalismo fuera tan acusado, algo muy parecido acabó por producirse respecto del republicanismo en general. Solidaridad Catalana agrupó, en una protesta general de toda Cataluña, a republicanos de esta región con los nacionalistas e incluso la extrema derecha. Quien resultó beneficiado de esta alianza, al menos a corto plazo, fue el catalanismo, mientras que en las filas republicanas surgieron pronto las protestas entre los sectores izquierdistas o simplemente proclives al unitarismo. Los resultados en las elecciones de 1907 fueron buenos pero muy pronto se demostró que los mismos diputados electos en las listas de la Solidaridad Catalana resultaban poco menos que incompatibles en el Parlamento. La jefatura de Salmerón fue de nuevo controvertida, por lo que se vio obligado a dimitir siendo sustituido por un directorio presidido por Azcárate, quien renunció en 1908, muestra definitiva de la incapacidad de los republicanos para un liderazgo estable. En esta última fecha, con la desaparición de Salmerón, podemos considerar concluida la etapa en que el republicanismo aparecía como una herencia de 1873. A mediados de la primera década del siglo el republicanismo se había convertido, como nunca, en un mosaico no ya de grupos políticos, sino de actitudes y concepciones de la vida. Esto que, en teoría, hubiera podido proporcionarle una ampliación de sus apoyaturas sociológicas tradicionales, tuvo, sin embargo, el inconveniente de condenarle a un camino de perplejidades que lo condujo a la esterilidad. Había, por ejemplo, un republicanismo regeneracionista nacido de la pluma de algunos de los periodistas más conocidos en la época. Un ejemplo puede ser Luis Moróte, uno de los promotores del Instituto de Reformas Sociales y autor de un libro importante en el cambio de siglo, La moral de la derrota, y que, con el paso del tiempo, habría de escribir también una de las obras más conocidas de la polémica clerical, Los frailes en España (1904). Moróte fue elegido repetidas veces diputado pero, por oportunismo o porque aceptara que en la Monarquía podía ver cumplidos los principios ideológicos que hasta el momento le habían movido, en la época de Canalejas ya figuró como diputado liberal. También existía un republicanismo urbano que si, por un lado, propuso como solución para la España de la época una democracia liberal interclasista y reformista en lo social, con el paso del tiempo acabó por aceptar la realidad del encasillado de la Restauración, se dividió o se corrompió.

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