Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (8 page)

Los intelectuales críticos con respecto al mundo de la Restauración jugaron en España un papel muy semejante al que tuvieron también escritores y artistas, en una última década de siglo presidida por la inquietud y el desasosiego en otros países europeos. El comienzo de esta actitud crítica no tuvo que ver directamente con la pérdida de las colonias sino que fue muy anterior: los escritores «regeneracionistas» empezaron a proliferar en torno a 1885 y abundaron mucho en la década final de siglo. En el caso español personas como Almirall, Picavea, Isern, Mallada, Ganivet o Costa constituyeron una curiosa mezcla de aparente pesimismo radical y propensión hacia el arbitrismo semejante a la que se produjo en el siglo XVII. Muy a menudo exhibieron un lenguaje inmoderado y una actitud dramática pero ambos, en realidad, testimoniaban voluntad de transformar el entorno. Mallada, por ejemplo, se indignaba en contra de las descripciones entusiásticas respecto de la riqueza natural de España, sustituyéndolas por la deplorable descripción de sus deficiencias físicas. De formación científica, en cierto modo se pueden considerar epígonos del positivismo: enumeraron de forma tan meticulosa los males nacionales que uno de ellos llegó a asegurar que eran 22 (no 21o 24, por ejemplo).

Del grupo de escritores regeneracionistas el más representativo, y también quien habría de resultar más influyente con el transcurso del tiempo, fue Joaquín Costa. De humilde procedencia social, él mismo definió su vida como «un tejido de pesares y de lágrimas». Siempre agobiado por la enfermedad y la miseria y por un trabajo descomunal que le llevó a escribir 42 libros acerca de las cuestiones más dispares, Joaquín Costa habría merecido la consideración de fracasado de no ser porque tuvo una influencia incomparable por lo menos hasta la proclamación de la II República. Con razón un especialista (Fernández Clemente) ha dicho de Costa que resultó «extraordinariamente revulsivo». Autor de la descripción más aguda y cruel de lo que era el sistema caciquil fue quien mejor expresó las ansias de transformación, con todas sus contradicciones, que se dieron en España en esos años finiseculares. Por supuesto, su lenguaje fue a menudo desaforado hasta el extremo de que un especialista, López Morillas, ha podido escribir que en ocasiones alcanza «un filo de exaltación rayano en la histeria». En una ocasión afirmó que España era un Estado formado por 18.000.000 de mujeres y tan sólo cuatro años más tarde prefirió asegurar que se trataba más bien de una nación sin sexo. Los intelectuales de generaciones posteriores muy a menudo se irritaron contra este género de manifestaciones y arrebatos. Azaña decía, sin razón, que su actitud era más entusiasta que analítica y Ortega maldijo su «incontinencia enfermiza» y lo describió como una especie de búfalo herido mugiendo mientras se revolcaba en un lodazal. En realidad, era su carácter y su deseo de movilizar a los españoles lo que le impulsaba a adoptar posturas drásticas e incluso teatrales, que solían ser ajenas a cualquier tipo de pragmatismo político. Cuando, en efecto, se lanzó a la arena partidista pareció tratar de movilizar a los elementos no pertenecientes a los partidos pero, como le reprochó Clarín, «llamar a republicanos y monárquicos para que vengan a formar un partido que no tiene más política que la de no ser políticos es todo un galimatías». Pero, aun así, para él, que presenció la derrota colonial en el momento en que ya tenía cincuenta años, aquélla no podía ser sino la culminación definitiva de una decadencia arrastrada durante siglos. Pronto se decepcionó y consideró que los suyos habían sido derrotados por «un Napoleón de doce años» (el futuro Alfonso XIII). Tras pasar por el republicanismo su carácter se agrió al ritmo en que su salud se deterioraba.

Pero ese tono no puede justificar la consideración de Costa como un prefascista, ni tan siquiera como un autoritario consistente, tal como se le ha visto a menudo. En la crisis finisecular se dio en toda Europa una derivación de ese tipo, pero no cabe atribuírsela a quien, como Costa, no sólo fue demócrata y liberal siempre, sino que tuvo sus principales contactos intelectuales en medios relacionados con la Institución Libre de Enseñanza. Es cierto que criticó el parlamentarismo español de la época y que en 1895 propuso una especie de tutela jurídica de los pueblos en caso de minoría de edad pero lo hizo para mejorar el liberalismo, no para sustituirlo. Cuando pidió un cirujano de hierro lo hizo advirtiendo que mantendría la independencia del poder judicial, la democracia municipal e incluso el Parlamento. No estaba contra la herencia de 1868, sino a favor de que llegara a convertirse en realidad. El arbitrismo de los regeneracionistas llevó en algún caso a rechazar el mundo moderno (Ganivet) o, más frecuentemente, a simplificaciones de tertulia provinciana, en las que también cayó el propio Costa. Pero, como les sucedió a los arbitristas siglos atrás, no erraron al denunciar situaciones inaceptables. A diferencia de aquéllos Costa acertó en lo fundamental. Cuando, en 1901, esbozó un definitivo programa para España, puso como los dos primeros y principales objetivos la enseñanza y la producción, es decir, la escuela y la despensa. Una y otra eran requisitos imprescindibles para la modernización que, además, en la óptica de Costa, no tenía que producir un resultado político antiliberal, como pensaron no pocos de sus contemporáneos. La paradoja del caso español es que, al ser tan inauténtico el sistema liberal, los intelectuales finiseculares lo criticaron precisamente por ello y no en su esencia.

A comienzos del siglo XX, por tanto, en España el mundo de la cultura estaba vinculado a la más importante tradición intelectual que, en realidad, había tenido el país a lo largo del XIX, el liberalismo. Con el tradicionalismo había compartido la beligerancia en el terreno de la política, aunque este último siempre tuvo menor respetabilidad intelectual; habría luego una tradición autoritaria, pero todavía tardaría en aparecer. Por supuesto, en el seno de un común liberalismo había modulaciones muy importantes, pero no se traducían en divergencias verdaderamente radicales. Lo que nos importa ahora es señalar hasta qué punto el final del siglo XIX trajo novedades decisivas. La existencia del pensamiento crítico de contenido regeneracionista nos revela que es así pero en muchos otros campos nos encontramos con una ruptura respecto del mundo precedente.

El fin de siglo, en efecto, trajo en todos los terrenos un cambio de actitud global, especialmente perceptible en el mundo de la cultura. Durante la década de los noventa desapareció, con la muerte de algunos de sus principales cultivadores, el positivismo filosófico que había acompañado a un entusiasmo desbordante por las ciencias de la naturaleza. Ahora la intuición o la revelación parecieron formas de acceso al conocimiento tan legítimas como la ciencia. En los mismos años el impresionismo pictórico —a fin de cuentas, por su teoría acerca de los colores, muy relacionado con el positivismo— dejó de ser una novedad, mientras que en la música Wagner representó una ruptura con el pasado (y lograba un amplio éxito en Barcelona). Apareció la filosofía irracionalista y entre los jóvenes escritores se pusieron de moda Schopenhauer y Nietzsche. Pasó ya el tiempo de la novela realista e incluso quienes la habían cultivado (Pardo Bazán, por ejemplo) buscaron su inspiración en la autores rusos. Esos años presenciaron también una profunda preocupación por cuestiones sociales, perceptible en autores tan diferentes como el Pérez Galdós de Fortunata y Jacinta y el Picasso de La ciencia y la caridad (1897). Una nueva religiosidad, fundamentada en un cristianismo de inmediatas raíces evangélicas y en la preeminencia de la caridad, parecía influir a no pocos contemporáneos. Los años finiseculares presenciaron, en fin, una cierta actitud reticente respecto del liberalismo parlamentario, con alguna propensión hacia fórmulas autoritarias aunque éstas, cuando se propusieron como programa, fueron siempre más bien temporales y limitadas. Pero, sobre todo, el fin de siglo fue una época caracterizada por una profunda sensación de malestar, de crisis de valores aceptados y de incertidumbre sobre valores nuevos. De ahí la impresión angustiosa de decadencia, descomposición o degeneración del mundo precedente. Degeneración se titulaba un libro de Max Nordau, traducido en 1902, que leyeron con entusiasmo todos los jóvenes escritores de la época. A fin de cuentas, el interés por la antropología criminal está muy relacionado con este ambiente. Frente a la «degeneración» no es extraño que apareciera como alternativa el término regeneración. Al igual que en Francia tras la derrota de 1870, también en España se pensó que la recuperación de la identidad propia constituía el principio de superación de todos los males. Como comprobaremos más adelante, la época finisecular dejaría una profunda herencia cultural identificada con el nacionalismo, aunque fuera de muy distinto signo.

Este ambiente cultural que tuvo vigencia en toda Europa adquirió también, como es lógico, una influencia muy directa en España, si bien es preciso advertir que el impacto de estas novedades varió mucho de acuerdo con el ámbito de creación de que se trataba. En arquitectura, por ejemplo, el clima del cambio de siglo tuvo una repercusión tardía. En la década de los noventa un cierto eclecticismo había triunfado en todo el mundo y la construcción de edificios públicos en Madrid se ciñó a este estilo: tal fue el caso, por ejemplo, del Ministerio de Fomento (1897). De todos modos, el ambiente nacionalista del momento se pudo percibir en la aparición de una arquitectura que elegía en el neo-plateresco el punto de referencia en el pasado propio mientras que, como más adelante se podrá comprobar, en Barcelona el modernismo se convertía en una especie de identificación política del nacionalismo.

De igual manera en pintura los efectos del cambio de mentalidad, como por otro lado resultaba lógico, se pudieron percibir de forma más directa e inmediata. Pérez Galdós aseguraba por estos años que los españoles se sentían «asediados por las cotas de malla», aludiendo así a la relevancia adquirida por la pintura histórica de enormes cuadros destinados a reflejar los momentos cruciales del pasado con destino a los edificios oficiales de reciente inauguración. Este tipo de pintura exigía una formación erudita y una técnica académica que los pintores más conocidos acostumbraron a aprender durante su estancia en la Academia de Roma, fundada por Castelar en 1873. La consagración a través de un premio en las Exposiciones Nacionales gracias a un cuadro de este género permitía dedicarse a otros como el retrato. Pero el fin de siglo trajo como moda temporal la vida cotidiana y el aliento social. «Marinos tristes, pescadores melancólicos, chulos filosóficos», como escribió un crítico, sustituyeron a los grandes personajes de la Historia de España, aunque sin cambios importantes en el formato o en el estilo. Llama la atención el hecho de que en 1899 se exigiera como temática para ser aceptado en la Academia de Roma un cuadro titulado ha familia del anarquista el día de la ejecución. Pero también Pérez Galdós llamó la atención sobre el hecho de que otra pintura parecía la más apropiada para los tiempos modernos. En los nuevos tiempos tanto la temática social como la histórica dejarían de tener la relevancia de la etapa precedente. En música el nacionalismo fue definido como opción preferente por un catalán como Felipe Pedrell en la década final del siglo. Derivación de estas doctrinas fue la obra de Isaac Albéniz y Enrique Granados. También encontramos, por tanto, una sintonía en este aspecto de la creación y el espíritu del tiempo. Alguna mención debe hacerse también a la prensa, vehículo imprescindible de difusión de las ideas y testimonio tanto del ambiente cultural como de su procedencia. En Madrid podía haber a fines de siglo hasta unos cincuenta diarios políticos, normalmente caracterizados más por una absoluta dependencia del político, a quien seguían porque éste le prestaba ayuda económica, que a cualquier tipo de ideas. Pero empezaban a surgir ya testimonios de un cambio tendente a la configuración de la prensa como poder político autónomo. El Imparcial, principal diario español de la época, tiraba 130.000 ejemplares y representaba una emergente prensa independiente. En el fondo no distaba demasiado de esta postura, aunque más matizado hacia el conservadurismo, el ABC original que apareció durante los años del cambio de siglo. Muy característico del momento fue el surgimiento de una prensa cuya connotación era tan liberal que se situaba en la frontera misma entre la Monarquía y la República: tal el caso de los diarios de la capital El Liberal y Heraldo de Madrid. También merece la pena citar las grandes revistas intelectuales, como La España moderna y la Revista contemporánea, en las que aparecieron las firmas de algunos de los más importantes literatos españoles de la época. Ambas ratifican una actitud de liberalismo político y testimonian que España estaba al día de la evolución del pensamiento europeo, principalmente francés.

Con las limitaciones impuestas por la influencia del clima ambiental del momento se puede decir que quienes escribieron en este género de revistas permanecieron vinculados, en su clara mayoría, al mundo del liberalismo político. En estos años apareció un género de escritor que, al margen de su labor de creación en ficción o ensayo, pretendía tener una influencia directa en los acontecimientos políticos y sociales. Para este tipo humano se llegó a inventar como denominación —antes era sólo un calificativo— el término «intelectual». Los intelectuales, un producto característicamente finisecular y de origen francés, aparecieron en España como consecuencia de los procesos militares de los acusados por haber practicado el terrorismo anarquista que acabaron encarcelados en Montjuich. Luego la pérdida de las colonias y muchos otros motivos de la vida pública justificaron su beligerancia en terrenos extra-literarios. Haciendo autocrítica de esta afanosa imbricación en un propósito de transformación que se convirtió en un rasgo característico del mundo cultural español, Maeztu, uno de ellos, lamentó que no fueran capaces de escribir otra cosa que esbozos de libros, rellenados con larvas de ideas". Pero, en realidad, la bohemia que parece identificarse con esta actitud (en la que vivieron buena parte de sus primeros años de dedicación literaria los compañeros de la generación del autor citado) fue un producto característico de una etapa anterior que concluyó con la muerte de su más conocido representante, Alejandro Sawa, a comienzos del nuevo siglo.

Una parte de la cultura es también la diversión popular, un elemento para conocer el pasado que despierta un interés creciente entre los historiadores como procedimiento para revelar las peculiaridades más íntimas de una sociedad en la vida cotidiana de sus gentes normales. A ella debemos aludir brevemente, entre otros motivos, porque revela tanto la perduración de mentalidades heredadas del pasado como los cambios que el nuevo siglo traería consigo.

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