Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (41 page)

Existe otro rasgo importante en esta nueva afiliación al PSOE: el carácter colectivo que tenía, hasta el punto de que en Andalucía la afiliación colectiva duplicaba a la individual. Este hecho plantea la posibilidad de que en la agitación social de la posguerra hubiera una politización intensa de muchas sociedades obreras, lo que las llevaba a una vinculación con un partido cuyos principios no conocían suficientemente y cuya estrategia gradualista podían no comprender en absoluto. De hecho, en el PSOE hubo una mayor receptividad hacia el comunismo que en la UGT. Hay indicios, por otro lado, de que esta interpretación es la correcta si tenemos en cuenta, por ejemplo, la volatilidad de la adscripción al socialismo de esos nuevos afiliados: mientras que la UGT estabilizó su afiliación en una cifra superior a los 200.000 (1923), los miembros del PSOE eran ya sólo 9.000. En Andalucía, por ejemplo, en el periodo 1921-1923 el número de socialistas pasó de 22.000 a tan sólo 1.300. En Granada fue elegido en 1919 como candidato socialista Fernando de los Ríos, pero cuando tuvo lugar una nueva consulta electoral al año siguiente, los sindicatos locales afirmaron que el «sufragio era embustero e inmoral». Todos estos antecedentes son imprescindibles para comprender el impacto de la Revolución rusa en España, pero todavía es necesario alguno más. El rasgo decisivo del PSOE en la época era una mezcla, aparentemente contradictoria, entre unos principios revolucionarios y una práctica habitual reformista. Lo que se ha denominado «pablismo» venía a ser efecto de la situación de un partido que sentía la obligación de seguir mostrándose revolucionario (entre otros motivos podía hacerlo por su escasa relevancia política), pero cuya praxis era, de hecho, reformista. Al mismo tiempo, su debilidad teórica le hacía identificarse con una visión empobrecida del «guesdismo» que, a su vez, era una caricatura del marxismo. Así se explica que los dirigentes socialistas no escatimaran en estos momentos declaraciones que habrían sido impensables en medios socialdemócratas: el propio Besteiro se identificó con la dictadura del proletariado como camino hacia la «verdadera democracia socialista» y De los Ríos afirmó que «el sistema bolchevista ha fracasado pero la Revolución no ha podido fracasar porque todavía está desarrollándose». Esta «tenacidad revolucionaria» de quienes ejercieron la dirección del PSOE, y que siguieron manteniendo después de la escisión comunista, tenía, sin embargo, muy poco que ver con el contenido de las decisiones de los congresos del partido. En el celebrado a fines de 1918 se revisó el contenido del programa mínimo del partido y se propuso la abolición de la monarquía, del Senado tal como existía hasta entonces y del presupuesto de culto y clero, todo lo cual podía ser suscrito por cualquier republicano. Se mantuvo, además, la Conjunción republicano-socialista siendo el único rasgo de radicalismo, siguiendo una propuesta de Besteiro, la decisión de que los socialistas no colaborarían en ningún gobierno «burgués» a pesar de que, caso de existir uno de izquierdas, pretendieran mantener «una influencia decisiva», pero «desde fuera». En plena discusión, en el seno del partido, de la posibilidad de afiliarse a la III Internacional (la comunista), durante 1920 se elaboró un nuevo programa cuyo contenido reviste los mismos rasgos reformistas ya mencionados: creación de consejos técnico-económicos, incremento de escuelas primarias, establecimiento del seguro contra el paro y salario mínimo…, etc. En esta actitud revolucionario-reformista no había verdadera diferencia entre los principales dirigentes del PSOE y de la UGT, Besteiro e Iglesias, a pesar de que sus discrepancias personales aparecieran en ocasiones sobre cuestiones tácticas o estratégicas. En definitiva, uno y otro actuaban como si Berstein tuviera razón, pero pensaban como Kautsky.

Todo cuanto antecede contribuye a explicar el impacto de la Revolución soviética en España en lo que atañe a los socialistas. En un primer momento, porque la actitud del PSOE era manifiestamente aliadófila, recibió con muchas reticencias la noticia de lo sucedido en Rusia. «Con amargura» se refirió al tema El Socialista, calificando a la revolución de «inoportuna y acaso funesta» y, sobre todo, deseando que fuera «poco duradera». En estos tiempos la identificación de los socialistas con Wilson era tan grande que Araquistain le llamaba «poeta». Paradójicamente, en cambio, la primera recepción de los acontecimientos en los medios anarquistas fue mucho más positiva. Triunfante ya el nuevo régimen comunista, la agitación social de la posguerra y el revolucionarismo teórico de los socialistas les llevaron a «saludar con entusiasmo» la victoria de los bolcheviques. Desde finales de 1918 empezaron a aparecer publicaciones filo-bolcheviques en los medios juveniles e intelectuales de la izquierda socialista. La Palabra, La Batalla y La Internacional fueron las más importantes; en la última escribían, por ejemplo, García Quejido y Núñez de Arenas, quizá las personalidades más conocidas entre los partidarios de la Revolución de 1917. Publicaciones de contenido semejante surgieron también en los medios anarquistas con denominaciones como «El Bolchevista» o «El Maximalista».

Durante bastantes meses la posición de estas publicaciones de escasa difusión pareció poder triunfar en el seno del socialismo. En diciembre de 1919 un primer Congreso del PSOE trató de la cuestión de la posible afiliación a la III Internacional. Por vez primera el sector situado más a la izquierda en el seno del partido consiguió una victoria significativa, consistente en la ruptura de la conjunción republicano-socialista. Ahora se intentaría «buscar el triunfo sobre la burguesía en la adhesión de los núcleos obreros que todavía no practican la lucha política», pero la candidatura izquierdista a la dirección del partido apenas obtuvo el 4 por 100 de los votos en el congreso. En cambio no cabe la menor duda de que si hubiera habido un referéndum acerca de la Revolución rusa el triunfo abrumador le hubiera correspondido a la postura favorable. Hubo tres propuestas al respecto: la primera, redactada por Núñez de Arenas, postulaba la pura y simple afiliación a la Internacional comunista; una segunda, auspiciada por Pérez Solís, pedía que se mantuviera la vinculación con la II Internacional pero que, en su seno, se intentara la fusión con la comunista, y la tercera, patrocinada por los delegados asturianos, que triunfó definitivamente, implicaba el ingreso en la III Internacional en caso de que no hubiera acuerdo definitivo entre ella y la II. Por su parte, los anarco-sindicalistas, que realizaban en aquellos mismos momentos su congreso, parecieron ver sólo los aspectos libertarios de la Revolución. Entre ellos había pocos bolcheviques pero, en cambio, muchos filo-bolcheviques en función del activismo revolucionario que se atribuía a esa posición.

Medio año después, en junio de 1920, durante un nuevo Congreso, la situación parecía seguir siendo propicia a los partidarios de la Revolución rusa puesto que apenas hubo oradores favorables a la Internacional socialista mientras que la decisión adoptada se identificaba, aun con significativos distintos, con la Revolución acontecida en el otro extremo de Europa. La moción triunfante fue redactada por personas tan diferentes como De los Ríos y Acevedo y suponía la autonomía táctica del PSOE, que además revisaría las doctrinas de la III Internacional en sus Congresos aunque se uniera a ella y, de acuerdo con lo propuesto por Iglesias, seguiría participando en las consultas electorales en España. De todos modos, la decisión definitiva se remitía a la celebración de un viaje de Anguiano y De los Ríos a Rusia. Significativo fue también que la UGT, que no tenía urgencia en adoptar una posición taxativa porque todavía no se había constituido una central sindical comunista que pudiera competir con ella, se pronunciara, de la mano de Largo Caballero, en sentido favorable a la permanencia en la II Internacional. A estas alturas existía ya en España un pequeño partido comunista. En realidad Lenin no tenía ningún interés especial en España, lo que explica que cuando apareció en ella un emisario de la III Internacional, Borodin, en enero de 1920, fue por casualidad y el viaje duró tan sólo dos semanas. El apoyo que logró fue, además, escaso: lo tuvo entre las Juventudes Socialistas, algunos de cuyos dirigentes dieron una especie de golpe de mano en el seno de la directiva y convirtieron el semanario oficial de ese organismo en El Comunista. La característica de este primer partido comunista fue una actitud ultra-izquierdista y antiparlamentaria, la voluntad de actuar como grupo de presión sobre los sindicatos obreros y una imposibilidad efectiva de hacerlo, en parte por lo reducido de sus efectivos (unos centenares de militantes) y también por la condición no obrera de los dirigentes. En estas condiciones, durante las primeras semanas de 1921 tres delegaciones de dirigentes sindicalistas españoles fueron a Moscú para entrevistarse con los supremos responsables de la Internacional comunista. La primera estaba formada por Merino, principal dirigente del PC, que, como es lógico, obtuvo todo el apoyo de los directivos de la Internacional comunista. Más complicado era el panorama para las otras delegaciones y, consiguientemente, también resultó su viaje más azaroso y más divergente la imagen que trajeron de la Revolución rusa. Ángel Pestaña fue el emisario de la CNT y tuvo la oportunidad de hacer gala en Rusia de un izquierdismo ácrata que aparentemente se contradecía con su posición posibilista en el seno del sindicalismo. Como el resto de los delegados de procedencia anarquista, criticó con dureza la centralización sindical y la tesis de que el partido comunista era la única posibilidad revolucionaria. Como además viajó durante un mes por Rusia y encontró dificultades para que se aceptara la libre expresión de sus puntos de vista, su juicio resultó plenamente condenatorio: el supuesto carácter libertario de la Revolución a sus ojos se había desvanecido, pero no pudo transmitir su opinión de inmediato, sino mucho tiempo después, debido a las peripecias de su regreso a España, lo que explica que la CNT siguiera afiliada a la Komintern nada menos que durante un año y medio más. La perplejidad inicial de los socialistas fue mayor y por eso habían enviado a dos emisarios: De los Ríos, que representaba la posición más opuesta a la Internacional comunista, y Anguiano, la más favorable. De todos modos, lo ya decidido por el PSOE era una adhesión, aunque condicional, al nuevo internacionalismo comunista. Ya en Berlín, sin embargo, descubrieron las veintiuna condiciones impuestas por Lenin, entre las que figuraba la sumisión sin réplica a las directrices de Moscú y el rechazo de la legalidad burguesa. En Rusia, De los Ríos sorprendió a Zinoviev al declararse reformista, pero todavía quedó más perplejo él mismo cuando Lenin le preguntó: «La libertad ¿para qué?». En España, cuando fueron conocidas las condiciones de admisión, motivaron un repudio generalizado. «A mí no me dirigen desde Moscú», aseguró Prieto. Con todo, la cuestión no estaba ni mucho menos resuelta, dada la inicial victoria de aquella a la que se denominaba posición «tercerista» o «moscutera». A la habitual afirmación revolucionaria de la mayor parte de los dirigentes socialistas hubo que sumar la incorporación al comunismo de algunos antiguos líderes como Acevedo, o de otros más jóvenes, como Pérez Solís. En estas condiciones sólo el hecho de que los dirigentes más importantes del PSOE se lanzaran en contra de la opción comunista explica la derrota de ésta. Incluso se ha llegado a afirmar que si hubiera muerto Pablo Iglesias es probable que el PSOE hubiera concluido en la III Internacional, pero no fue así sino que pudo dirigirse al congreso del partido en un sentido claramente anti-tercerista. De los Ríos empleó los argumentos relacionados con la libertad asegurando que en Rusia se vivía «como en un presidio», Largo Caballero aseguró que la adopción de una posición comunista podía concluir con la separación de la UGT que él dirigía y Besteiro, con dureza, presentó la situación como producto de un «motín de oficiales contra lo que creen el generalato». En definitiva el PSOE, aun declarándose partidario de la Revolución rusa, se negó a ingresar en la III Internacional.

Tras haber resuelto tan peliaguda cuestión, el socialismo español salió de ella decepcionado y dividido. En este último congreso sólo estuvieron representados una cuarta parte de los afiliados y, además, trajo consigo una nueva escisión pues una parte de los derrotados formó el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Compuesto por antiguos dirigentes del sindicalismo socialista, de mayor edad que los miembros del primer partido comunista, pero de condición obrera, el PCOE tuvo su enemigo más evidente en quienes le habían precedido en la senda comunista. La diferencia esencial era de talante y no pudo ser superada ni siquiera por el procedimiento de conceder una cierta supremacía al primero de los partidos comunistas que hubo en España. A fines de 1921 tuvo lugar la fusión de las dos organizaciones, creando un directorio formado por seis miembros del PCOE y nueve del PC, pero la unión definitiva sólo tuvo lugar en marzo de 1922. En esta última fecha había ya perdido la última oportunidad para conseguir un amplio apoyo en España, al ser desplazados de la dirección de la CNT los sindicalistas de tendencia pro-comunista que hasta el momento habían estado en su dirección y volver al poder en dicha organización los que, como Pestaña, repudiaban cualquier tipo de concomitancia con el comunismo. Por si fuera poco, la estrategia seguida por los dirigentes del movimiento comunista fue radicalmente subversiva, en especial después del desastre de Annual, y la duplicidad de procedencias de los militantes tuvo como consecuencia inevitable el faccionalismo. A fines de 1922 los comunistas, cuyo empleo de la violencia se había hecho habitual en algunas de las zonas en que tenían mayor implantación, como Bilbao, fueron acusados de provocar una muerte en el congreso de la UGT y perdieron, ya definitivamente, la posibilidad de ejercer una influencia de cierta importancia en el sindicalismo español. A la altura de 1927 un país como España, que durante meses se había visto poderosamente agitado por el impacto de la Revolución soviética, tenía un PCE poco unido y extremadamente sectario, con tan sólo unos 500 militantes.

La razón de esta paradoja estriba en que para la Komintern España no fue tan importante: estaba demasiado lejana y poco podía influir en los acontecimientos mundiales. Además, el comunismo español tardó en nacer y eso minó sus posibilidades. Pero existe todavía una razón complementaria que resulta más decisiva. En toda Europa los partidos comunistas surgieron en los sectores más radicales del movimiento obrero que habían evolucionado hacia la socialdemocracia o hacia el puro sindicalismo abandonando originarias posiciones ácratas, pero en España tal evolución no era posible por la sencilla razón de que ni la CNT perdió su componente ácrata ni tampoco el PSOE podía caracterizarse por un reformismo que lo hubiera integrado en las instituciones liberales. El radicalismo de los dos movimientos cerraba el camino a cualquier eventual influencia comunista.

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