Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (44 page)

Uno de quienes padeció las consecuencias fue el propio Eduardo Dato. En diciembre de 1920 se habían celebrado elecciones, las únicas presididas durante la Restauración por un gobierno de significación política semejante a la del anterior. En ellas Dato no logró la mayoría pero redujo el papel de los «mauristas» a unos veinte escaños. En esas condiciones era posible, de no evitarlo posturas maximalistas como las de La Cierva y parte de los «mauristas», una reconstrucción del partido conservador, quizá bajo la presidencia de un Maura del que todos aceptaban su superioridad, pero con una menor influencia de sus seguidores de la que podía deducirse de los resultados electorales de 1919. El asesinato de Dato en marzo de 1921 opuso dificultades inmensas a esta hipotética posibilidad pues sólo él hubiera sido capaz de hacer que los conservadores aceptaran de nuevo el liderazgo del político mallorquín. De nuevo a partir de este momento la política española pareció hundirse en el marasmo de los interinatos sucesivos: tras un brevísimo paréntesis presidido por Bugallal subió al poder el anodino Allendesalazar, que presidió el gobierno hasta agosto de 1921, momento en que tuvo lugar la entrada devastadora de Marruecos en la política española.

A lo largo de estos dos años el partido conservador había sido incapaz de volver a la unidad y, sobre todo, de ofrecer una política única y coherente. Es cierto que los conservadores de Dato eran beneficiarios principales del sistema caciquil y que su política fue, a menudo, carente de visión y cerradamente opuesta a todo tipo de cambio, pero igualmente resulta difícil también ser benevolentes con Maura y sus seguidores. Estos últimos carecieron de una política única y derivaron a menudo hacia el anti-parlamentarismo y, por si fuera poco, su jefe osciló entre las fórmulas gubernamentales de concentración, la extrema derecha y la retirada orgullosa al Olimpo de la crítica de cuanto hacían el resto de las fuerzas políticas. Sus prédicas acerca de los males del sistema se habían convertido en habituales, pero no era menos real la ausencia de activos deseos por superarlos.

Rifeños y españoles

E
n el verano de 1921 el problema marroquí hizo una irrupción súbita en la política española. Ya en otras ocasiones, singularmente en 1893 y 1909, había sucedido así, pero los efectos ahora resultaron mucho más perdurables. De todas maneras, el desastre de Annual fue posible por unas condiciones que existían antes y eran explicables por los antecedentes de la presencia española en Marruecos, siempre condenada a una especie de «temor del débil» (Salas) no sólo a Francia sino a la posible ineficacia militar propia y a las consecuencias que podría tener en la política interna. Una explicación fragmentaria que hiciera alusión tan sólo a la gestión de cada uno de los gobiernos respecto de Marruecos tendría el grave inconveniente de no permitir apreciar el verdadero sentido de lo acontecido en aquella fecha y no permitiría fijar las causas. Establecidos ya, en otro epígrafe, los pasos previos históricos de la acción española en Marruecos, es necesario referirse ahora desde una perspectiva no cronológica a las características de la zona de protectorado español en territorio marroquí, así como a la actitud de los diferentes sectores de la vida española respecto de la presencia española más allá del Estrecho. Tras los sucesivos acuerdos con Francia el protectorado español había quedado reducido a tan sólo una vigésima parte del perteneciente al vecino país: de un total de cerca de nueve millones de habitantes que tendría Marruecos a comienzos de siglo tan sólo entre 600.000 o 700.000 dependían de las autoridades españolas. Se trataba, además, de una región de escaso valor económico, carente de una hidrografía suficiente que hiciera posible una agricultura rica. En consecuencia, sus habitantes, que sufrían cada dos años una sequía, debían emigrar periódicamente a las regiones agrícolas controladas por los franceses para participar en la recolección, momento que aprovechaban para dotarse de armas. Tenían también un procedimiento complementario: desde finales del siglo XIX los indígenas comerciaban en aquellos únicos lugares de acceso al Mediterráneo que eran los ocupados por los españoles. Desde el punto de vista militar lo más grave para España en relación con la zona de protectorado que le correspondía era la complicada orografía de la misma. Se dijo que en el reparto marroquí le había correspondido a nuestro país «el hueso de la Yebala y la espina del Rif. Este último constituía, en expresión del general Goded, un verdadero »caos montañoso", carente de núcleos de población importantes e incluso de aprovisionamiento seguro de agua. Tanto la Yebala como el Rif estaban prácticamente vírgenes de penetración española a comienzos de 1919.

La razón estribaba no sólo en la orografía sino también en el modo de vida de los habitantes de estas dos regiones, que les hacía obligadamente insumisos. Tanto la Yebala como el Rif estaban poblados por bereberes que alcanzaban la mayor pureza racial en el caso de los Beni Urriaguel, la tribu de Abd-elKrim, junto a la bahía de Alhucemas. La unidad social por excelencia, que superaba en mucho la significación de una dependencia más o menos ficticia respecto del sultán, era la tribu, regida por la «yemaa» o asamblea de notables. La tribu —sólo en el Rif existía una veintena— estaba formada por clanes en cuya forma de vida la violencia y la guerra jugaban un papel decisivo. Clanes y familias estaban unidos entre sí por una especie de pacto de sangre denominado Rif que preveía la venganza obligada en caso de ofensa; el adulterio tenía la misma pena y, en general, las prácticas violentas formaban parte de los ritos de iniciación a la pubertad. El general Martínez Campos cuenta haber detenido a un niño que combatía con los mayores de su tribu con el solo propósito de «aprender»: a partir de una determinada edad el logro del botín frente a un adversario europeo, normalmente descuidado, formaba parte del modo de vida habitual de los rifeños. Desde el final del siglo XIX todos los indígenas contaban con fusiles pero su capacidad para el combate se multiplicó de forma exponencial cuando fueron de fabricación moderna (y no unas espingardas que apenas permitían apuntar). Esa belicosidad innata establecía una diferencia absoluta respecto de los reclutas españoles. El propio Martínez Campos lo escribió así: «Hombres acostumbrados a carreteras, a caminos o, cuando menos, a senderos de montaña; hombres, además, recién llegados de un ambiente en que la guerra se miraba como algo intolerable; hombres, finalmente, que nunca habían luchado y, al otro lado, gentes no sólo acostumbradas a pelear sino para quienes la guerra estaba conectada con el pan de cada día».

La combinación entre este modo de vida y la orografía de la Yebala y, sobre todo del Rif, explica el tipo de guerra que fue la de Marruecos, antitética de la que pudieran conocer los europeos de la época (en ese sentido se volvía a reproducir lo sucedido en la guerra del 98). El modo de combate se basaba en un estrecho conocimiento del terreno, como sabemos muy enrevesado. Característica típica también de la guerra del Rif fue la periódica y muy brusca alteración del ánimo de los indígenas, que pasaban de la sumisión a la insurrección con enorme facilidad. La forma de vida de los indígenas contribuía a ello pero también había otros factores como, por ejemplo, la existencia de santones o «morabitos» que predicaban periódicamente la guerra santa contra los españoles, o el conocimiento de la debilidad del adversario, por lo que la guerra tenía aspectos psicológicos impensables en otros conflictos coloniales. A pesar de lo ya dicho, los rifeños, en general, estaban mal armados: sus fusiles procedían del Ejército español o de un contrabando en el que solían salir malparados y la munición a menudo era rellenada para ser utilizada de nuevo. Pero otros factores configuraban unas características muy peculiares. El general Berenguer escribió que la guerra marroquí se basaba siempre en una «extraordinaria movilidad». Venía ésta motivada por los ataques por sorpresa de los indígenas, que no solían ser masivos sino que consistían en pequeñas emboscadas, ataques seguidos de bruscas retiradas y el famoso «paqueo». Consistía este último en una especie de hostigamiento permanente por parte de un enemigo rifeño bien oculto que disparaba desde posiciones inaccesibles; esto era, según Berenguer, «lo más engorroso y lo que costaba más bajas». Si el «paqueo» era la forma de combate del adversario rifeño, los españoles estaban condenados a mantener posiciones defensivas en fortines o «blocaos» y a acudir mediante patrullas a la imprescindible aguada durante los tórridos veranos. En suma, como escribió Martínez Campos, para este tipo de combate lo más lógico hubiera sido utilizar los procedimientos de los guerrilleros españoles de 1808-1812 más que las enseñanzas de la Primera Guerra Mundial. Sólo con el tiempo los españoles lo aprendieron y, aun así, lo hicieron sobre todo las fuerzas profesionales y no los simples reclutas.

Descrita la situación en el Rifes preciso ahora pasar a considerar la actitud de la opinión pública española. Lo primero que hay que decir al respecto es que, a diferencia de lo sucedido en otros países europeos, en España el vigor del africanismo fue relativamente reducido y poco influyente. De tradición «costista», el africanismo español mantuvo a comienzos de siglo una actitud muy optimista. A partir de 1904 se abrieron centros comerciales y desde 1907 hubo, además, congresos; la revista «España» en Marruecos llegó a decir que «España necesita un ideal y éste debe ser Marruecos». Sin embargo, precisamente en el momento en que se iniciaba la efectiva penetración de España en la zona se descubrió que Marruecos, como dijo Gabriel Maura, no podía ser «la colonia cómoda y barata» que muchos deseaban. El caso español fue el de una potencia de segundo orden que se sentía obligada a una presencia en el norte de África por razones de prestigio internacional, pero que no obtenía de ella una rentabilidad económica significativa. Un periodista francés afirmó, con razón, que «las posesiones africanas son la única carta de presentación que le queda a España en el concierto europeo». Lo que costó (ha sido evaluado en unos 6.600 millones de pesetas de entonces) hubiera podido ser mucho mejor empleado en obras de infraestructura en España y así lo dijeron muchos personajes públicos del momento, desde intelectuales a militares pasando por políticos. El presupuesto español, que había conseguido equilibrarse después de las reformas fiscales de fin de siglo, experimentó de nuevo una situación de déficit a partir de 1909-Los gastos fueron fundamental e incluso exclusivamente militares: en 1915, de 124 millones de presupuesto marroquí, 110 tenían ese carácter. Casi siempre el comercio, bastante reducido, siguió a la penetración militar y no al contrario. La excepción fue la explotación minera, con las lamentables consecuencias que ya han sido señaladas.

Podría reargüirse que los intereses económicos de grupos capitalistas, ya que no de la nación española, explicaban la penetración en territorio hostil. Sin embargo, parece que esos intereses desempeñaron un papel de cierta importancia pero sólo durante un periodo reducido e inicial. En la primera década de siglo había tres compañías mineras en el Rif en las que hubo inversiones de conocidos políticos, como el conservador García Alix o el liberal conde de Romanones. No obstante, el volumen total de la inversión española en Marruecos en términos relativos fue reducido: era, por ejemplo, inferior al volumen del comercio exterior de un año. El mineral de hierro extraído, y de una gran calidad, que fue casi exclusivamente exportado fuera de España, no llegó a alcanzar el millón de toneladas anuales hasta bien entrada la década de los veinte. Además, la reacción de la Bolsa ante las noticias de Marruecos fue siempre la de quien se muestra reticente ante la posibilidad de que se pusiera en peligro el sistema político y social, y no la de quien desea una decidida ocupación política que facilitara la explotación económica. Pero, ¿y las clases políticas dirigentes? En realidad, las declaraciones más tajantes acerca de la necesidad de que España mantuviera una firme posición en Marruecos fueron anteriores al momento mismo de la creación del protectorado. Cánovas dijo que quien domina una orilla del Estrecho acabará por dominar las dos y para Costa la línea de fortalezas del Atlas era tan vital para España como aquella que iba desde Pamplona a Montjuich. Éstas, sin embargo, eran afirmaciones retóricas que perdieron sentido en cuanto se comprobó que las ventajas que podían obtenerse en Marruecos eran muy reducidas. A partir de este momento, los políticos españoles se sintieron obligados a la permanencia en el norte de África por motivos de prestigio exterior pero, conscientes de la impopularidad de la empresa, trataron al mismo tiempo de que les causara los mínimos conflictos posibles. En definitiva, la guerra marroquí no respondió a ningún proyecto del gobierno ni del Parlamento ni, por supuesto, de las masas populares. Fatalmente, se inició y continuó siguiendo el ritmo de la resistencia de los indígenas, sin dirección precisa ni propósito firme y estable. Dominada por la carencia de convencimiento y por el titubeo, esos dos mismos rasgos alimentaban la multiplicación de las dificultades. Como guerra colonial fue la expresión misma de un sistema político incapaz de enfrentarse con los problemas más graves y, sobre todo, de darles solución.

No es posible establecer una verdadera diferencia entre los partidos de turno respecto de la cuestión marroquí. En general la clase política se mostraba resignada a la presencia en Marruecos y tan sólo Romanones durante algún tiempo, o voluntaristas patrioteros como La Cierva, propusieron una acción decidida. Persona vinculada a los medios del capitalismo español de la época como Cambó no pasaba de considerar como «valor de intercambio» a Marruecos. Los disidentes de los partidos utilizaron siempre la cuestión marroquí para atacar a quienes estaban en el poder por la impopularidad de la empresa: en el partido conservador así lo hizo, por ejemplo, Sánchez de Toca contra Maura, para luego hacerlo este último contra Dato. Entre los propios republicanos y los intelectuales predominó la actitud de resignada aceptación ante la obligada presencia en Marruecos. Sólo el republicanismo extremista y los grupos obreros se convirtieron en defensores del abandono del norte de África.

La campaña de los socialistas, con el expresivo eslogan «O todos o nadie», relativo a la manera de cumplir el servicio militar, llegó a reunir más de 400.000 firmas. De la impopularidad de la empresa da cuenta el hecho de que el número de desertores se acercó a una cuarta parte de los mozos en los años anteriores a la guerra mundial. Razones tenían para hacerlo: las condiciones de vida en el ejército africano eran tan penosas que producía más bajas la enfermedad que el enemigo.

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