Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (59 page)

Pasado algo más de medio año desde la constitución del nuevo gobierno, en un momento en que había ya superado esas primeras conspiraciones militares, Primo de Rivera optó por una vuelta a la normalidad, que presuponía el rompimiento con la legalidad constitucional existente hasta la fecha. En el tercer aniversario de su golpe de Estado convocó una especie de plebiscito informal que consistió en que los ciudadanos partidarios de la Dictadura firmaran en unos pliegos para testimoniar su adhesión a ella. Ni el plebiscito era una fórmula prevista en la Constitución de 1876, ni hubo garantías de que el voto se expresara con autenticidad, ni de él surgieron consecuencias inmediatas. Sin embargo, Primo de Rivera afirmó haber logrado entre seis y medio y siete millones de sufragios (lo frecuentes que fueron los resultados con las tres últimas cifras en cero testimonia su inverosimilitud). Si había convocado el plebiscito en parte había sido porque periódicamente necesitaba compaginar sus afirmaciones de autoritarismo con liturgias para-democráticas y también porque de esta manera pensaba, con razón, poder influir sobre la voluntad del Monarca. La Unión Patriótica consideró, en efecto, el plebiscito como «un voto de confianza» al régimen.

Precisamente desde finales de 1926 hasta un año después se dieron los peores momentos de la relación entre Alfonso XIII y Primo de Rivera, debido a una iniciativa de éste. Desde el verano de 1926 había venido anunciando la posible convocatoria de una asamblea cuyo papel sería facilitar el camino hacia la legalidad. Un tipo de asamblea como ésta le fue propuesta, de un modo u otro, a Primo de Rivera por personas tan distintas como Maura, Ortega y Mussolini. El Rey no puso dificultades a la habitual tarea de gobierno de la Dictadura pero una fórmula como ésta tenía el grave problema de su inconstitucionalidad manifiesta y para el Monarca suponía enajenarse de modo definitivo a los políticos de turno, que sólo consideraban aceptable la convocatoria de unas Cortes elegidas por el procedimiento tradicional. El político conservador Sánchez Guerra llegó a declarar que la convocatoria de la asamblea equivalía a la conspiración militar. Una prueba de la resistencia que la disposición creadora de la asamblea encontraba en el Monarca radica en el hecho de que la cuestión quedara aplazada. Sin embargo, al dictador no parece habérsele ocurrido otro procedimiento que éste para llegar a una transición hacia la normalidad, porque un año después del plebiscito, en septiembre de 1927, convocó la citada Asamblea Nacional consultiva demostrando con ello haberse impuesto a los temores y a la propia voluntad del Rey tras toda una serie de actos públicos destinados a presionarle. Como ya había hecho antes, presentó la asamblea como un procedimiento para la vuelta a la normalidad aunque se atribuía a sí mismo determinar un plazo para llegar a ella. En un momento inicial parece haber pensado el dictador en la posibilidad de una asamblea específicamente dedicada a poner en marcha una reforma constitucional, elegida por procedimientos corporativos. La resistencia del Rey a ello le otorgó un mero carácter consultivo y gubernativo, al mismo tiempo que la dotaba de la presencia de alguna figura de la política anterior.

La asamblea aprobada definitivamente debería, en efecto, «preparar y presentar escalonadamente al Gobierno, en un plazo de tres años y con carácter de anteproyecto, una legislación general y completa que a su hora ha de someterse a un sincero contraste de opinión pública y, en la parte que proceda, a la real sanción». Como se ve por estas palabras quedaba implícita una posibilidad de que la reforma de la Constitución fuera preparada por la obra de una asamblea no nacida de la voluntad popular, mientras que, al aludirse al futuro contraste con la voluntad popular, se indicaba que ésta no tendría carácter constituyente. La resistencia del Monarca a aceptar la convocatoria de la asamblea se debió quebrar por no ver otra salida al régimen y por las presiones mencionadas. Las consecuencias fueron muy graves para él pues así se produjo una ruptura con la antigua clase política de la Monarquía constitucional. El dirigente del partido conservador, José Sánchez Guerra, se convirtió de forma inmediata en un exiliado. La Asamblea consultiva se reunió en febrero de 1928, compuesta por algo menos de 400 miembros, de los que alrededor de 150 representaban a las provincias (a través de Ayuntamientos, Diputaciones y la Unión Patriótica); unos 120, a las actividades de la vida nacional (enseñanza, actividades económicas, asociaciones, etc.), mientras que entre 50 y 60 miembros eran asambleístas por derecho propio o representantes del Estado. Dada esa composición no puede extrañar que inmediatamente la oposición afirmara que la asamblea se asemejaba a la reunida por Napoleón en 1808 para preparar el Estatuto de Bayona. La inmensa mayoría de sus miembros ocupaba el puesto de asambleísta merced a un nombramiento gubernamental y muchos de quienes procedían de elección por parte de una entidad autónoma se negaron a ocupar su puesto o se dedicaron a defender intereses corporativos sin aceptar identificarse con la labor preconstituyente para la que la asamblea había sido convocada de forma primordial. La asamblea, en fin, contó con una participación relativamente significativa de los elementos procedentes de la clase política anterior: unos 60 de sus miembros habían sido antes parlamentarios o ministros. Una cifra semejante procedía de la Unión Patriótica. El número de patronos o representantes de entidades económicas fue superior y sobre estas materias versaron la mayor parte de las interpelaciones que fomentaron la propensión corporativista de la economía española.

El nuevo organismo tenía una doble función: fiscalizar al gobierno, dentro de obvios límites que derivaban de su condición consultiva, y engendrar una nueva legalidad. La primera parte la practicó a través de debates e interpelaciones: pocas semanas después de iniciadas tuvo Primo de Rivera un enfrentamiento con un asambleísta del mundo de la cultura, Sainz Rodríguez, que llevó a éste a abandonar su puesto. Se puede calcular que el contenido de la tarea fiscalizadora no resultó incómodo al dictador, pues, como dijo Martínez Anido, el nombramiento de los asambleístas no había sido impuesto pero sí «encauzado» en los casos de elección. El propio carácter de Primo de Rivera era poco compatible con las asambleas consultivas, aun siendo dóciles. El duque de Maura, que fue asambleísta, lo describió como «todavía menos asesorable aún de lo poquísimo que suelen serlo sus congéneres, los hombres de acción». Los asambleístas gozaban de bastante libertad para la crítica al gobierno pero también alguna vez que lo hicieron el propio dictador les respondió con dureza. En la primera sesión Primo de Rivera acabó reconociendo que había respondido con excesiva violencia a un interpelante; en otra ocasión se quejó del tono insidioso y el efectismo estéril de que hacía gala un asambleísta, por supuesto nombrado por él mismo, que había tomado la palabra y, en un tercer caso, debió salvar de un inminente naufragio a una persona, el ministro de Instrucción, que había estado desafortunado en sus réplicas. Todo ello sucedió en una asamblea cuya labor se desarrollaba fundamentalmente a través de secciones y no en plenarios. De esas secciones sólo aquella dedicada a Leyes Constituyentes mantuvo un programa de trabajo continuado dirigido a la elaboración de un nuevo texto constitucional y de sus leyes complementarias. Formaron parte de ella cinco antiguos conservadores (Yanguas, Gabriel Maura, De la Cierva…) a los que se sumó el tradicionalista Pradera, dos personalidades que habían aparecido en la vida política como consecuencia de la Dictadura (Maeztu y Pemán) y un grupo de especialistas en Derecho Político; en general en esta materia hubo mayor continuidad en la composición de la sección que en la propia asamblea. Lo cierto es que, al margen de una clara propensión autoritaria, en ningún momento hubo una comunidad de criterio entre los miembros de la sección respecto del futuro régimen constitucional del país. Había en el seno de la misma quienes querían, como De la Cierva, una simple modificación de la Constitución de 1876, mientras que otros deseaban una nueva legalidad. Pradera defendía la soberanía del Rey y la representación absolutamente corporativa, en lo que discrepaba del resto; Maeztu fue el otro opositor del sufragio universal. En general, los más próximos a la Dictadura propusieron limitaciones al sufragio y al papel de los partidos pero esta no fue la opinión de todos. El propio Primo de Rivera no puede ser considerado como el principal artífice e inspirador del anteproyecto finalmente elaborado, aunque participó en las reuniones y en aspectos como la existencia de una Cámara única fue taxativo. En todo caso, esta perplejidad de los componentes de la sección encuentra su razón de ser en el hecho de que todos ellos eran miembros de una derecha conservadora que buscaba caminos de autoritarismo pero sin haberlos encontrado aún de forma clara. Gabriel Maura, después de haber propuesto que el presidente del Consejo fuera elegido directamente por el pueblo, acabó renunciando a este planteamiento. A la altura de 1929 Primo de Rivera podía presentarse como un liberal desencantado pero todavía confeso de tal doctrina. El anteproyecto finalmente redactado contuvo limitaciones al ejercicio de los derechos, como correspondía a una Constitución autoritaria, pero, al tratar de articular una fórmula organizativa que también lo fuera, multiplicó, en la práctica, los poderes del Rey en contra de la opinión del propio Primo de Rivera. Al Monarca le correspondería el poder ejecutivo asesorado por un Consejo del Reino, que sólo en parte sería electivo. La representación nacional se hubiera realizado a través de una Cámara única, de extraña factura, en la que la mitad de los diputados serían de elección corporativa o nombramiento real en función de su cargo, resultando el resto elegidos por sufragio universal. No puede extrañar, por tanto, que el dictador mismo acabara sintiéndose decepcionado por esta fórmula que sometió a consulta a Mussolini para encontrarse que éste, aunque respondió afectuosamente, de hecho la juzgó muy distinta de los propósitos que a él mismo le habían guiado en Italia. Primo de Rivera, que trataba al fascismo con distancia pero cierta admiración, recibió de Mussolini un juicio no tan discrepante: se quedaba «a medio camino» de realizar un auténtico cambio constitucional. De esa insatisfacción del dictador participaron sus colaboradores por lo que una vez más quedó planteado el problema de cómo conseguir que el régimen se plasmara en una nueva legalidad. A fin de cuentas éste habría de ser el problema que dio al traste con el régimen dictatorial.

La política económica: la industrialización en los años veinte

A
pesar de que algunos han afirmado que el golpe de Estado de septiembre de 1923 estuvo motivado por la crisis económica del capitalismo en la primera posguerra mundial, parece cierto que ya en 1922 se había empezado a producir una recuperación de la coyuntura que la evolución de la economía internacional contribuyó a confirmar plenamente en los años siguientes. La década fue, en efecto, la de los «happy twenties», los felices años veinte, y, por tanto, a diferencia de lo que les sucedió a los gobernantes precedentes y quienes le siguieron, Primo de Rivera se vio ampliamente beneficiado por la fase ascendente del ciclo económico, común a todas las latitudes y que él mismo no había contribuido a crear. Como en tantos otros aspectos, la labor del dictador fue sometida a controversia. Desde el punto de vista liberal-conservador el duque de Maura se quejó de su «incongruencia y megalomanía», constituyendo una especie de reedición del despotismo ilustrado «sin más aditamento que algún que otro perfil entre fascista y soviético»; algo parecido debieron pensar los responsables de materias económicas del gobierno de Berenguer. En la misma época, sin embargo, la Dictadura centró su propaganda precisamente en sus realizaciones económicas y para muchos éstas, junto con la solución dada al problema de Marruecos, constituyeron el aspecto más positivo de su haber. Por si fuera poco, en la historiografía económica del periodo dictatorial ha habido una tendencia a valorar tan positivamente la obra de Primo de Rivera que ésta se ha considerado un esfuerzo, aunque contradictorio, por aumentar la renta nacional y mejorar su distribución a base del incremento en los gastos reproductivos de carácter público. Se ha llegado a decir, incluso, que el régimen dictatorial fue un precedente directo de la política económica que, inspirada en Keynes, serviría a muchos de los países de Europa occidental para combatir la crisis de los años treinta (Velarde). Lo cierto es, como veremos, que la obra dictatorial tiene sus luces y sombras sin merecer juicios tan entusiastas como los mencionados, que se explican por factores ideológicos.

De lo que no cabe la menor duda es de que el fundamento de la política económica de Primo de Rivera estuvo siempre estrechamente conectado con el nacionalismo regeneracionista que también caracterizó el resto de su ejecutoria. Hay numerosísimas pruebas de ello: en el decreto por el que se crearon las Confederaciones Hidrográficas se decía, por ejemplo, que dicha disposición tenía especial sentido en la cuenca del Ebro «donde predicó el apóstol de estas ideas con las que fraguó un credo político ajeno a toda pretensión de partido y bandería, un credo que llegó a ser punto de coincidencia de las ansias regeneradoras de los españoles». Tan clara referencia a Costa se sumaba al hecho de que, mientras que a éste se atribuía el haber cumplido con la tarea de apostolado, ahora el gobierno aseguraba que había llegado el momento de las realizaciones. Los intentos de reforma de la fiscalidad fueron presentados, con talante también regeneracionista, como un proyecto de llevar «un soplo de veracidad al tributo». No sólo en este terreno, sino en muchos otros, la Dictadura fue heredera de un pasado inmediato en que, si se habían apuntado muchas soluciones, el parlamentarismo inestable del momento había sido incapaz de plasmarlas en realidades. De manera singular los gestores económicos «primorriveristas» fueron herederos de una tendencia nacionalista, intervencionista y corporativista que se remontaba a la primera década del siglo y que había venido siendo acentuada por la crisis de la primera posguerra mundial. Así como, en lo político, muchas afirmaciones de Primo de Rivera recordaban a Maura, lo mismo sucedió en el terreno de la política económica. Pero el dictador radicalizó considerablemente estas actitudes. El nacionalismo, de propensiones autárquicas, había sido una tendencia de la economía nacional a la que Primo de Rivera dio alas y trató de llevar a la práctica de manera directa e inmediata. Así, por ejemplo, en ocasiones daba la sensación de ser partidario de una planificación económica, «que responda a los intereses nacionales y tenga en cuenta las posibilidades de producción que al servicio de las mismas ofrezca la industria española». Sin embargo, el fondo ideológico de su pensamiento en temas económicos era muy simple: se basaba en el nacionalismo elemental de un militar preocupado de que en los banquetes públicos se bebieran vinos franceses o que la gente se vistiera de paño inglés. «Fortalecer el trabajo nacional es enriquecer a la Patria», decía un matasellos de correos de la época. «Pagar en dólares o en liras, comerciante, tú deliras», fue otra de las divisas. Según cuenta Calvo Sotelo, el intervencionismo del general nació incidentalmente en una ocasión en que, enterado del propósito de abrir una fábrica de azúcar en Sevilla, «no es que denegara la autorización para abrirla, es que impidió que la abriesen» por el puro y simple arbitrio gubernativo. Este tipo de actitud tenía un componente de despotismo más o menos ilustrado que en ocasiones podía caer en la absoluta arbitrariedad.

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