Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (54 page)

La bondad natural, carencia de formación y condición de cirujano de hierro de Primo de Rivera lo abocaban a un paternalismo que se traducía a menudo en manifestaciones pintorescas, como desempeñar objetos del Monte de Piedad en un momento en que el presupuesto alcanzó superávit, ocuparse personalmente del caso de un carbonero desahuciado o recomendar un régimen dietético a los españoles. No tuvo inconveniente en rectificar su criterio en más de una ocasión porque lo contrario sería exceso de «amor propio». A pesar de ser dictador, Primo de Rivera no rehuyó el contacto periódico con las masas populares. Escribía notas oficiosas sobre todo lo divino y humano, «restando —según declaró— horas al sueño tan necesario después de un día de ruda labor que habré de reemprender dentro de cuatro horas». En ocasiones recomendó la cría del gusano de seda o hacer gimnasia; en otras alegó en su favor que «alegres jóvenes y seductoras modistillas» le consideraran salvador de la Patria. Cuando se tomó unas vacaciones aprovechó la ocasión para redactar un catecismo del ciudadano en donde se recordaba la obligación de emitir el voto cuando, por supuesto, no había elecciones. Madariaga escribió que Primo de Rivera, en definitiva, parecía mucho más un bondadoso déspota oriental que un Mussolini. Siendo su bagaje mental popular, pero endeble, no tiene que extrañar que sus partidarios elaboraran una verdadera doctrina del «intuicionismo» para explicar las decisiones gubernamentales: para ellos, un patriota entusiasta, aunque carente de programa, podía ser más beneficioso al país que la corrupta clase política. Una de las primeras declaraciones de Primo consistió en advertir que no tenía experiencia de gobierno y que sus medios eran tan sencillos como ingenuos, y en su primera rueda de prensa se olvidó de dar los nombres de los generales que con él formaron el Directorio militar. Según él, bastaba la sinceridad, la bondad, la laboriosidad y la experiencia de la vida para enfrentarse con los problemas del país. Las consecuencias de esta actitud fueron, en primer lugar, la milagrería, es decir, la creencia de que en muy poco tiempo y con soluciones muy simples todo lo que de malo hubiera en España desaparecería porque, en el fondo, los españoles eran buenos; el arbitrismo, herencia de una tradición española que se remontaba al siglo XVII y que se mostraba fuertemente proclive a mezclar confusamente la moral con la política para acabar por no solucionar efectivamente casi nada, y la incertidumbre, característica de la combinación entre la ausencia de formación y la imprevisión de las consecuencias de los propios actos. Pero, al mismo tiempo, no puede decirse que Primo de Rivera careciera de capacidades políticas. Supo desembarazarse de quienes habían colaborado con él en la conspiración contra el gobierno legítimo, provocar a la oposición para reafirmarse en el poder y presionar al Rey con el mismo objeto. Cierto es que lo hizo sin prensa libre ni posible crítica en el Parlamento, pero ello no obsta para que deban reconocérsele estas capacidades, semejantes a las de los políticos a quienes dijo haber desplazado.

Aunque a Primo de Rivera el Rey le atribuyó hacerse cargo de la «gobernación del país» de manera genérica, desde el principio tuvo estrechos colaboradores. No fueron los generales que con él habían conspirado y que fueron de inmediato marginados sino otros ocho, uno por cada región militar, y un almirante. Ninguno de ellos había tenido actuación política hasta el momento, aunque dos de ellos —Jordana y Magaz— la tuvieron a partir de la guerra civil. Tampoco se habían significado por jugar un papel de primera importancia en la victoria del golpe. Su perfil se explica por el deseo de Primo de unificar a la familia militar detrás de él. Por eso, probablemente, dirigió sus peores invectivas en contra de Alba, muy impopular entre los militares, y no tuvo inconveniente en que el ministro de la Guerra saliente ocupara un puesto de gran importancia, alto comisario en Marruecos.

En la trayectoria de la Dictadura un primer cambio de rumbo se produjo en los últimos días de 1923 y primeros de 1924. El 12 de noviembre los presidentes del Congreso y el Senado, Álvarez y Romanones, visitaron al Rey para pedirle que convocara las Cortes, tal como preveía la Constitución. El Monarca no lo hizo y tuvo una actitud airada con respecto al segundo, que había sido un íntimo y estrecho colaborador suyo. Aunque los dos presidentes se sintieron en «completa soledad», a partir de este momento el Monarca se había situado, de forma clara, fuera de la Constitución. Si no fue el autor de la conspiración ni hizo otra cosa que reconocer al vencedor, él también vivió el ambiente de regeneración milagrera por el que pasó España durante estos años. No era consciente, por el momento, de los inconvenientes de la bicefalia, pero, en cambio, sabía ya que había puesto en peligro su corona. El cambio más importante fue, sin embargo, aquel del que fue protagonista el propio dictador. Con ocasión del viaje que hizo con el Monarca a Italia rectificó su rumbo en el sentido de considerar que no podía solucionar los problemas nacionales en el plazo de tres meses. A su vuelta lo dejó claro en declaraciones públicas y reorganizó el Directorio, que actuó ya como los Consejos de Ministros anteriores. Una de sus medidas fue la reaparición de los subsecretarios, de los que el de Gobernación, Martínez Anido, amigo suyo, acabaría desempeñando un papel de primera importancia en su régimen a partir de 1925.

Los efectos de la «regeneración» política

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omo queda explicado, la regeneración política fue, sin duda, la cuestión que más claramente apareció entre los propósitos del dictador, tal como expresó en su manifiesto. No tiene, pues, nada de particular que fuera también una de las primeras en ser abordada por Primo de Rivera. Sus primeros meses de estancia en el poder se dedicó casi íntegramente a una persecución febril, desde presupuestos regeneracionistas, contra el caciquismo, hasta el punto de que reconoció dormir poco y mal como consecuencia de esta tarea, realizada con sinceridad y simpleza, acompañadas ambas de una indudable popularidad. Más adelante, creyese o no que había solucionado el problema, su atención se dirigió hacia otros objetivos. Para acabar con el sistema oligárquico y caciquil cabían dos procedimientos: el de la intervención gubernamental a nivel local o el de la legislación de carácter nacional que hiciera desaparecer sus lacras. Ambos fueron empleados por el dictador, aunque el primero fue el que tuvo una apariencia más espectacular, mientras que el segundo apenas se puede decir que alcanzara relevancia práctica. Sin embargo, este modo posible de actuación demuestra bien a las claras que las intenciones de Primo de Rivera eran netamente liberales. Así, por ejemplo, el dictador parece haber pensado seriamente en la posibilidad de llevar a cabo una reforma electoral: durante los primeros meses de la Dictadura se habló en repetidas ocasiones de una inminente convocatoria ante las urnas. De haberse llevado a cabo la reforma habría consistido en el establecimiento de un sistema de representación proporcional, que en épocas anteriores había sido solicitado por aquellos sectores políticos que representaban fuerzas reales en el seno de la sociedad española, católicos y socialistas. También se habrían adoptado otras reformas como una elaboración más depurada del censo, la admisión del voto de la mujer, medida que tenía un carácter muy democrático y que Francia, por ejemplo, no aplicaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial, el establecimiento de un carné electoral, etc. También debió pensar Primo en la posibilidad de reformar el Senado, lo que era relativamente fácil (no suponía una transformación de la Constitución de 1876) y había sido solicitado por sectores importantes del pensamiento liberal. De acuerdo con el proyecto de Primo de Rivera, en la Cámara Alta se debería recortar la representación de la grandeza española y limitar, con el paso del tiempo, la antigua representación vitalicia, mientras que, en cambio, se daría una importancia mayor a la corporativa, en la que figurarían los representantes de la clase obrera organizada. Estos dos proyectos no pasaron de tales pero sí se llegó a cumplir otra parte esencial del programa del regeneracionismo político: la elaboración de un Estatuto Municipal, en un sentido marcadamente autonomista y descentralizador. Calvo Sotelo, que fue su promotor como director general de Administración Local, consiguió convencer a Primo de Rivera (que, en este aspecto, resultaba fácilmente influenciable porque la reforma de la Administración local era una parte esencial de cualquier programa regeneracionista y él tenía amigos en las filas del «maurismo») de la bondad de los proyectos de Maura y Canalejas. Sin embargo, el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo fue de carácter más democrático y autonomista que cualquier proyecto anterior: baste con decir que su preámbulo se iniciaba con esta frase: «El Estado, para ser democrático, ha de apoyarse en municipios libres», lo que no deja de ser una afirmación sorprendente para una disposición legal de una etapa dictatorial. No tiene, por ello, nada de particular que cuando fue discutido el proyecto en el Consejo de Ministros, surgiera una oposición decidida a alguno de sus aspectos más liberales, como el voto femenino o la elección democrática de los alcaldes El proyecto se aprobó y acabó no siendo aplicado en lo que tenía de más esencial. Durante siglos el Estado había intervenido en el medio rural a través del nombramiento de los alcaldes y ahora, lejos de interrumpirse esa tradición, fueron elegidos en si totalidad por el Ejecutivo. El propósito regeneracionista quedaba, de esta manera, por completo incumplido, aunque desde el punto de vista de las Haciendas locales la aprobación del estatuto supusiera un aumento espectacular de las posibilidades de gasto y, por tanto, también de mejoras en la infraestructura municipal. Lo más espectacular de la gestión dictatorial en lo que se refiere a la destrucción de la oligarquía y el caciquismo fue, como queda dicho, la actuación a nivel local. En efecto, los escalones superiores de la clase política se vieron afectados tan sólo por un decreto de incompatibilidades que vedaba a quienes habían ocupado cargos relevantes la presencia en los consejos de administración. Durante los meses que transcurrieron entre septiembre de 1923 y abril de 1924 se quiso poner en marcha lo que Joaquín Costa había denominado política quirúrgica. Consistió ésta en una serie de medidas ingenuas, como prohibir las recomendaciones o recordar la obligación de que los funcionarios cumplieran sus horarios, pero sobre todo en perseguir a los caciques pueblerinos. Todos los Ayuntamientos y las Diputaciones provinciales fueron disueltos y sustituidos por los vocales asociados, y los gobernadores civiles (que ahora en un porcentaje de un tercio eran, en realidad, militares) emprendieron una labor de investigación en los pequeños municipios, que dio los resultados que se esperaban. La persecución y, en general, el ambiente mesianista y regenerador que se vivía, empujaron al suicidio a no pocos secretarios de Ayuntamiento y concejales.

Prácticamente en todos los municipios se descubrieron episodios de inmoralidad (incluyendo el de Madrid) y todavía fueron más numerosos los casos de denuncias anónimas que no fueron probadas porque no se correspondían con la verdad o porque era muy difícil llegar a la demostración del delito. Más adelante, la labor inspectora de los Ayuntamientos fue encargada a unos delegados gubernativos en cada partido judicial. La idea básica a que respondía esta institución estaba también muy enraizada en el espíritu de la época: en César o nada, de Pío Baroja, o en Los caciques, de Arniches, nos encontramos la figura de un protagonista que es una especie de cirujano de hierro a nivel local que acaba con el caciquismo. El propio Azaña pensaba en algo parecido cuando afirmó que para destruir el caciquismo era preciso utilizar la «lanceta acerada del Estado». En esencia, se trataba, por tanto, de que estos delegados hicieran a nivel más reducido lo que Primo de Rivera hacía para toda España. Si las instrucciones que les dio éste eran del más desenfrenado e ingenuo de los arbitrismos (les recomendó que procurasen fomentar la cría del conejo y les anunció que recibirían unos llamativos cartelones con propaganda relativa a máximas higiénicas y de propaganda de la gimnasia), se puede calcular cuál sería la efectividad de su actuación. Resultó ésta bienintencionada, pero mayoritariamente superficial. Los militares, que ahora eran utilizados como medio de dominación política, no estaban exentos de los mismos defectos que el resto de los españoles y se dieron algunos casos de corrupción o de conversión de los delegados en verdaderos sustitutos de los caciques. Calvo Sotelo siempre fue opuesto a su actuación y, en efecto, con el paso del tiempo ésta perdió la trascendencia que en un momento parecía destinada a tener.

Los impedimentos que los delegados gubernativos encontraron con frecuencia entre las autoridades judiciales locales y la propensión a la arbitrariedad característica de Primo de Rivera tuvieron como consecuencia un enfrentamiento del dictador con la totalidad del poder judicial. Es cierto que en muchas ocasiones los jueces municipales eran los representantes más caracterizados del caciquismo, pero también los colaboradores de Primo de Rivera, a través del Consejo Judicial y la Junta inspectora y organizadora del Poder judicial, actuaron en un sentido marcadamente partidista sin poder ser moderados por una prensa libre. Aunque ya antes del año 1928 el dictador se había enfrentado de forma directa con varios jueces (entre ellos, alguno del Tribunal Supremo), sólo a partir de esta fecha, cuando la Dictadura se encontraba en su fase descendente de popularidad, el choque adquirió caracteres de gravedad. Primo de Rivera suspendió, entonces, las disposiciones vigentes en materia de traslados del personal judicial, y creó un juzgado especial para perseguir los delitos de conspiración. De esta manera se contradecían ya claramente los propósitos reiteradamente proclamados de desvincular de la política la administración de la justicia.

Colaboradores de la Dictadura: la Unión Patriótica

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esde el punto de vista de la mentalidad regeneracionista la labor del cirujano de hierro no podía limitarse a la persecución de la política corrupta, sino que debía tener como objetivo fundamental y complemento necesario la promoción de una política nueva. La labor quirúrgica, de persecución del caciquismo, no duró más que unos meses, los primeros de la vida del régimen. Por otro lado, al adentrarnos en la tarea positiva de promoción de una nueva política, avanzamos también en el conocimiento de lo que el régimen fue durante la mayor parte de su duración. Esa tarea fundamental le correspondió, en teoría, a la Unión Patriótica. Como veremos, distó mucho de cumplirla y una parte considerable de la culpa cabe atribuírsela al dictador que si, en general, se caracterizaba por lo vago y contradictorio de sus propuestas, en lo que respecta a la Unión Patriótica se superó a sí mismo testimoniando, por un lado, incertidumbre y, por otro, la perduración de una cierta conciencia liberal. En realidad, la Unión Patriótica surgió espontáneamente en los círculos de catolicismo político que veían en la desaparición del parlamentarismo caciquil una ocasión óptima para llevar a cabo su versión peculiar de la regeneración. Puede decirse, por tanto, que los puntos de mayor implantación de la Unión Patriótica originaria coincidieron con zonas de influencia de los seguidores de Ángel Herrera en el medio urbano: las organizaciones seudo o para-fascistas (como la barcelonesa La Traza) eran insignificantes y, aunque hubieran tenido esos propósitos, no pudieron cumplirlos. Cualquier intento de regeneración del liberalismo debiera haber partido de la máxima amplitud y libertad para este tipo de iniciativa, pero Primo de Rivera fue siempre muy consciente de que un tipo de organización como la mencionada podía suponer un recorte de su poder. En consecuencia, en abril de 1924 decidió oficializar la Unión Patriótica convirtiéndola en una organización de apoyo a su régimen. Para tal fin fue encargado de gestionarla uno de los generales del Directorio militar, Hermosa, pasando a estar promovida y controlada por los gobernadores civiles.

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