Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (53 page)

Como advierte Carlos Seco, Alfonso XIII no confundió el patriotismo (o la simple opinión pública) con la Constitución de 1876; sabía que el sistema político era más ficticio que real y que, de hecho, él debía interpretar una opinión pública que en realidad no existía más que muy limitadamente. Si había recurrido a informarse era porque no tenía la seguridad de que el Gobierno liberal pudiera, por sus propios medios, acabar con el golpe. Alfonso XIII, sin embargo, sabía lo que arriesgaba: como afirmó luego el propio Primo de Rivera, la primera crisis, «si no nace de nosotros, será de régimen y no de Gobierno». Por el momento mantuvo una apariencia de legalidad haciendo que un Primo de Rivera que venía a Barcelona dispuesto a formar un directorio militar bajo su exclusiva presidencia aceptara jurar como ministro único ante el ministro de Justicia anterior guardando unas apariencias de constitucionalidad. El propio general vencedor reconoció que el Rey «fue el primer sorprendido (por el golpe) y esto ¿quién mejor que yo puede saberlo?». El Rey mismo aseguró a los embajadores británico y francés que él no había tenido nada que ver con él.

Se ha afirmado, sin embargo, que el Monarca podría haber intentado la resistencia y de esta manera hubiera resultado ejemplar su actuación en una España que confusamente caminaba hacia un liberalismo más auténtico. Sin embargo, quien hace esta afirmación no tiene en cuenta hasta qué punto el golpe fue recibido con entusiasmo ni cómo llenó el vacío político causado por la inoperancia de los liberales. El duque de Maura, uno de los escasos opositores iniciales del nuevo régimen, admite que tuvo una fuerza de opinión como de la que rara vez dispusiera gobierno alguno en España. Era imposible pedir ejemplaridad al Monarca cuando ni siquiera los desplazados por el golpe se mostraron lo suficientemente opuestos a él como para condenarlo inmediatamente o ingresar en el republicanismo. Esto último no lo hizo nadie: hubo que esperar a los años treinta para que Alcalá Zamora figurara en las filas republicanas. En 1923 el ministro de la Guerra, general Aizpuru, contra quien se había alzado Primo de Rivera, fue enviado como alto comisario a Marruecos, uno de los principales puestos en el escalafón militar. Melquíades Álvarez se lamentó de la utilización de procedimientos de fuerza, cuando él —dijo— «hubiera podido hacer lo mismo sin recurrir a ellos». Alba abandonó, sin más, el poder, y Sánchez Guerra aceptó también el golpe. Un general que acabaría convirtiéndose en republicano, López de Ochoa, pensaba, por el momento, que del golpe se seguiría como fruto «el avance hacia Europa». Si se lee la prensa de los días inmediatamente posteriores al golpe se percibe esa sensación de popularidad de Primo de Rivera; tan sólo la republicana mostró reticencias, aunque parciales, y, aun así, expresó conmiseración y desprecio por los desplazados. En cuanto al movimiento obrero cabe decir que si el comunismo tenía escasa fuerza y el anarcosindicalismo había destruido la suya a través de la práctica del terrorismo, los socialistas mostraron un especial cuidado en aparecer «expectantes» sin apoyar a la clase política desplazada (los diplomáticos extranjeros emplearon este calificativo para definir su postura). Pero la prueba más definitiva de la popularidad del golpe se percibe con la sola descripción de la posición de aquel sector que, con el paso del tiempo, más claramente habría de destacarse por su oposición al régimen «primorriverista»: los intelectuales. En el seno de la intelectualidad española, tan sólo Unamuno, Pérez de Ayala y Azaña estuvieron, desde un principio y de forma inequívoca, contra el dictador, pero el último reconoció que su advenimiento había sido bien recibido porque el país estaba presidido por «la impotencia y la imbecilidad». Vistos los antecedentes, no puede sorprender que los católicos de El Debate recibieran bien el golpe, pero también lo hicieron con una benévola expectativa los intelectuales liberales que escribían en El Sol. En este diario, por ejemplo, se publicó una feroz sátira del gobierno caído, mientras que Ortega y Gasset se lanzó a una labor de adoctrinamiento de Primo de Rivera en la que tuvo muy poco éxito. En estas condiciones cabe pensar que si Alfonso XIII se hubiera opuesto al golpe hubiera hecho peligrar su trono. Lo más parecido al entusiasmo con que fue recibido el golpe fue la alegría experimentada, años después, por la proclamación de la República. La razón estriba en que la regeneración, ese objetivo ansiosamente perseguido en décadas anteriores, parecía hacerse ahora viable en la figura de un general recibido como un auténtico Mesías. En cambio, casi ninguno pensó que el gobierno liberal estuviera en condiciones de producir un cambio real. Cuestión diferente es si el golpe fue evitable. Sin duda hubiera podido serlo, principalmente por la desunión del Ejército, pero para ello hubiera sido necesaria una política civil respetada y decidida mucho tiempo antes.

La dictadura regeneracionista

A
lgunos historiadores han tratado de definir la Dictadura de Primo de Rivera atendiendo a una posible comparación con regímenes parecidos en otras latitudes. Sin embargo, la clave regeneracionista es fundamental para comprenderla y, por tanto, parece más adecuado tener en cuenta este ambiente de época (que tiene algún paralelo exterior, como hemos visto). El regeneracionismo explica que la Dictadura no se definiera como anti-liberal y sí, en cambio, como temporal; también se entiende, gracias a él, la incapacidad de institucionalización en sentido fascista y el abandono final del cargo por parte del dictador. Pero el regeneracionismo resulta especialmente patente en los primeros meses del nuevo régimen, hasta la primavera de 1924 o incluso durante buena parte de 1925, en que los proyectos de reforma política, aun pronto apaciguados, constituyeron el centro de sus preocupaciones. Toda dictadura es, en una proporción mayor o menor, la personalidad del dictador. Así pues, para entender la regeneración propuesta por Primo de Rivera, y los rasgos básicos de su dictadura, es preciso referirse a su persona. Lo primero que sorprende al respecto es que, pese a los propósitos rupturistas del golpe de Estado —en realidad el general se había alzado contra el sistema de la Restauración— estaba perfectamente integrado en ella. Nacido en Jerez en 1870, su familia y su título (marqués de Estella) procedían del mundo liberal, y su carrera la hizo al lado de los generales más insignes del régimen restaurado, su tío Fernando, y el mismo Martínez Campos, ligado por amistad con su pariente. Por supuesto, todo ello no quiere decir que careciera de virtudes militares: combatiente valeroso, participó en primera fila en las guerras de Cuba, Filipinas y Marruecos, fue general a los cuarenta y un años y había recibido la laureada a los veintitrés. Siempre tuvo una preocupación política manifiesta que se decantó, en un principio, hacia el partido conservador y, luego, hacia el liberal. Lo importante es que en ambos casos su talante se caracterizaba por un inequívoco regeneracionismo con no pocas dosis de arbitrismo: propuso la utilización de la bicicleta por el Ejército y la industrialización a través de empresas militares. La crisis del sistema de la Restauración lo lanzó todavía más a la vida pública aunque en dos ocasiones su actitud en ella afectó de modo grave a su carrera militar: en 1917 y 1921 perdió un importante puesto como consecuencia de estridentes declaraciones pidiendo el abandono de la posición de Marruecos. Desde 1919 su obsesión por el orden público le hizo reclamar medidas expeditivas y extralegales, equivalentes a la «ley de fugas». No era un personaje que pudiera concitar en torno suyo unanimidad en el Ejército, pero supo aprovechar las circunstancias para parecer más nutrido de apoyos que conflictivo. En realidad, la regeneración que predicó no era algo ajeno al sistema de la Restauración sino tan identificado con él y con la sociedad del tiempo, que todos, políticos e intelectuales, e incluso conspiradores militares de propósitos contrarios, se podían considerar identificados con ella. Un político civil que conspiró contra Primo de Rivera y consumió una parte considerable de su fortuna al hacerlo concluye el libro de memorias dedicado al particular asegurando que lo mejor de la Dictadura fue precisamente la persona del dictador. Ésta era simple y revestía características que podían favorecer su conexión con las masas populares. No se trata sólo de que fuera, como escribió su hijo, el futuro fundador de Falange, «bueno, sensible y sencillo», sino que tenía determinados rasgos que permitían tolerar sus defectos y ensalzar sus virtudes. Madariaga, que fue opositor suyo, lo describe como «espontáneo, intuitivo… irritable ante el obstáculo, imaginativo, intensamente patriota, dado a opiniones simplistas, a preferir la equidad a la justicia, el buen sentido al pensamiento». El duque de Maura, también opositor, alude en un libro a sus virtudes («el valor, la comprensión y la decisión rápidas, las dotes de mando, la generosidad, la simpatía andaluza») y sus defectos («la intemperancia verbal, la soberbia, los arrebatos, la indisciplina mental, la incapacidad para la colaboración»), para concluir que las primeras fueron muy populares entre los españoles mientras que los segundos por lo común se han disculpado. El historiador Jesús Pabón lo ha comparado con otros gobernantes peninsulares. Tenía la impetuosidad de Narváez, pero era menos explosivo. Era tan simpático como Serrano y, como el dictador portugués Sidonio País, confiaba plenamente en el apoyo popular y mostraba idéntica perplejidad respecto a cómo resolver los problemas fundamentales. A esta comparación se podría sumar otra obvia, con otro dictador español, el general Franco. Las diferencias en este caso son mayores que las similitudes: Primo de Rivera se caracterizó por poseer una cultura liberal, por su conciencia de temporalidad en el papel de dictador y por su acción brillante, aunque muy a menudo contradictoria. Los rasgos definitorios de Franco fueron estrictamente contrarios. El régimen de Primo castigó poco, perdonó mucho y resistió sugerencias a favor del endurecimiento, algo que no puede atribuirse al régimen de la posguerra.

Una descripción basada tan sólo en el carácter de Primo de Rivera no basta para justificar el hecho de que permaneciera en el poder mucho tiempo, incluso acompañado de un apoyo posiblemente mayoritario. Lo que explica la popularidad de Primo de Rivera es haber sido la expresión y, al mismo tiempo, el máximo definidor y representante de un vagoroso estado de espíritu regeneracionista que había nacido en el fin de siglo y se había ido extendiendo hasta convertirse en un tópico. Lo era tanto que se ha podido decir que Primo de Rivera, en realidad, no hacía otra cosa que elevar a categoría de principio de gobierno lo que los españoles de su tiempo hablaban en las charlas de café. Uno de sus colaboradores, José María Pemán, hizo una descripción que puede parecer simplemente humorística, pero que es veraz y, por tanto, utilizable por el historiador. A Primo de Rivera —afirma— le caracterizaba una locura patriótica y la ausencia de libros, pues todo lo que sabía lo había aprendido en un casino de Jerez llamado El Lebrero. Decía que sus propósitos no eran políticos pero que él venía a hacer una política verdadera y «con este galimatías de mayúsculas y minúsculas, de frecuentativos en »-eo" (sus enemigos hacían politiqueo) y de despectivos en "-on" (politicones habían sido los dirigentes españoles hasta entonces), más prefijos negativos y helenísticos en "-a" (él era apolítico) hacia don Miguel una definición indefinida de su tarea y propósitos indefinibles«. Por mucho que una política basada en tales principios pueda resultar superficial o contraproducente a medio plazo, de lo que no cabe duda es de su popularidad en 1923. Regeneracionismo y características personales de Primo de Rivera explican su régimen dictatorial. Una tentación obvia, pero superficial, consiste en considerar que, en efecto, tal como se dijo en la época, el dictador era Primo de Rivera »ma secondo di Mussolini«, es decir, que no era sino lo mismo en España que el fascismo en Italia. Sin duda, el dictador español fue un admirador personal del Duce, al que describió, en el comienzo de su mandato, como »el apóstol de la campaña dirigida contra la corrupción y la anarquía". Sin embargo, también Primo de Rivera estableció entonces diferencias entre él y Mussolini, a pesar de expresar siempre su admiración por éste: el Duce era más brillante, admitía modestamente, pero el gobierno de España era menos personal que el de Italia; también establecía otras diferencias relativas a la utilización de la violencia para combatir a los opositores.

Tenía razón: su dictadura, aunque a menudo arbitraria, careció casi siempre de auténtica crueldad. En el aprecio de Primo de Rivera por el fascismo y por Mussolini hubo siempre variaciones, debidas a las circunstancias. Sólo la consolidación del régimen y el aumento de las dificultades le indujeron a aproximarse algo más a él, pero siempre con timidez e indecisión en el momento más crucial. Por eso no resulta tampoco correcto afirmar que la Dictadura fuera fascismo desde arriba, como afirma Ben Ami, es decir, un régimen que pudo «fascistizarse», aunque no por completo, y que creó el mito del Nuevo Estado, engendró una nueva derecha antidemocrática y sirvió de modelo, luego, para el franquismo. La misma expresión «fascismo desde arriba» resulta contradictoria porque aquél tiene al menos parcialmente un contenido popular y posdemocrático, no siendo concebible la implantación del mismo por un puro golpe de Estado militar. Sólo tímidamente apuntó, durante la Dictadura, una nueva derecha antidemocrática que, además, ni siquiera era la tesis más ortodoxa de un régimen que nunca se consideró definitivo y que no tenía excesivas preocupaciones intelectuales. Cuando el franquismo imitó el proyecto nonato de Constitución dictatorial de 1929 estaba en una fase de apertura y, en definitiva, nunca llegó a ser tan liberal como el contenido de aquella otra dictadura. La semejanza mayor que cabe encontrar entre la Dictadura de Primo de Rivera y otro régimen es la que se dio con los regímenes autoritarios balcánicos de los años veinte, alejados del fascismo. Este, en uno y otro caso, sólo llegaría en los años treinta.

El problema fundamental para caracterizar la Dictadura reside en que es muy difícil entender retrospectivamente la mentalidad regeneracionista. Para los españoles de 1923 resultaba perfectamente posible criticar el liberalismo de la Restauración sin que el liberalismo en abstracto mereciera el mismo juicio; incluso creían viable que un hombre bueno y apolítico, que ejerciera una dictadura temporal y personificara al cirujano de hierro, aliviara los males del país. La Dictadura, por tanto, se concibió siempre como un régimen temporal: en un principio Primo de Rivera dijo que duraría dos días, tres semanas o noventa días y que, trabajando diez horas durante noventa días, eran 900 horas con las que se podría regenerar el país. Comentando estas palabras, Azaña aseguró que el régimen se había convertido en «una ofensa permanente contra el entendimiento, que no se amolda a las normas mentales de un teniente general». Temporal, la Dictadura habría de tener tales efectos mágicos que tampoco necesitaría ser cruel. En ocasiones Primo de Rivera rechazó para su régimen el carácter dictatorial, calificación exagerada, según él, pues no había existido nunca propiamente un poder personal, incluso llegó a bautizarlo, en un auténtico galimatías, como «democracia dictadora o dictadura democrática». En alguno de sus seguidores las expresiones resultaban más chocantes: «demofilia» (González Ruano) o «democratismo simpático» (Calvo Sotelo).

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