Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (64 page)

El movimiento artillero no tuvo éxito fuera del arma porque la causa defendida era demasiado particular como para entusiasmar a los españoles, pero rompió las cordiales relaciones del dictador con el Ejército y le proporcionó un enemigo tenaz. Pero hubo algo peor que, además, afectó no sólo al régimen, sino a la institución monárquica. Como solía hacer en caso de conflicto militar, el Rey trató de intervenir en el ejercicio de su función mediadora, pero Primo de Rivera amenazó con dimitir. El Rey cedió y para la Artillería (o, al menos, una buena parte de ella) esa actitud se juzgó evidenciadora de la connivencia entre los dos personajes. En adelante los jóvenes oficiales artilleros nutrirían la conspiración militar republicana: como advirtió Sánchez Guerra al Monarca, parecían estar más en su contra que en la de Primo de Rivera. Si los políticos del régimen constitucional se sorprendieron por el hecho de que el Rey se comprometiera demasiado con Primo de Rivera, los oficiales calificaron a éste de «valido» y al Rey de «déspota». El dictador fue provocador y desleal en su planteamiento del conflicto pero no le faltaba razón: su modelo de Ejército era unitarista y no corporativista y decimonónico como el de los artilleros. La creación de la Academia General Militar en Zaragoza está, desde luego, en estrecha relación con la voluntad homogeneizadora que el dictador quiso imponer en el Ejército pero también con su creciente cercanía a los africanistas. Puesta en marcha en febrero de 1927, de ella se hizo responsable, a partir de 1928, el general Franco, ya definitivamente reconciliado con Primo de Rivera. Otros dos africanistas, formados en la Legión o los Regulares, formaron parte de la comisión organizadora de la entidad en cuyo decreto de creación se indicaba que «el espíritu militar ha de ser común a todas las especialidades». Franco nutrió el profesorado con africanistas y, además, dio un claro predominio a quienes habían actuado en el campo de batalla, mucho más que al sector más intelectual de la milicia. Empecinado en homogeneizar el Ejército, Primo de Rivera parece haber olvidado que sus necesidades de reforma se referían también a otros aspectos. En este sentido parece aceptable la opinión del duque de Maura según el cual «parecía el régimen querer aplicarse a la descongestión del Ejército, pero actuaba con tal parsimonia y con timidez tan insólita que ni aun alcanzando longevidad bíblica conseguiría lograr su intento». En este sentido, más que a la insinceridad de su intento cabe atribuir el fracaso de sus reformas al deseo de no multiplicar el número de sus enemigos. Como es sabido, la reducción de la oficialidad fue el eje de la obra reformista de Azaña durante la II República: Primo de Rivera sólo consiguió en este aspecto una disminución mínima, aunque en el número de soldados fue mayor (un tercio) y también muy significativa en el número de cadetes (se pasó de unos 1.200 a tan sólo una sexta parte en el periodo 1922-1929). En total hacia 1930 había 117.000 soldados y 12.600 oficiales de los que sobraban unos 4.500. A pesar de una reducción del 35 al 24 por 100 en 1924-1929, el peso del Ministerio de la Guerra en los presupuestos seguía siendo desmesurado por culpa de los gastos de personal. El propio Calvo Sotelo, ministro de Hacienda, cuenta en sus memorias que, por esas razones presupuestarias, «con el Ministerio de la Guerra solía vivir en ella».

En realidad el impacto de la Dictadura sobre el Ejército fue menor del que podría haberse pensado. El régimen nunca fue exclusivamente militar y el nombramiento de oficiales para desempeñar cargos civiles —como delegados gubernativos, por ejemplo— fue consecuencia de la influencia del recuerdo de las Juntas y del regeneracionismo más que de un deseo de monopolio. La mayor parte de la oficialidad siguió siendo liberal, aunque atacara a la clase política anterior. El Ejército, al final del régimen, siguió dividido como en 1923 pero ahora sin enemigo interior —los políticos— y sin un problema irresoluble, como Marruecos. El propio Primo de Rivera era un factor de división después de haber tenido a casi todos los militares tras de él. Al final sólo le quedó el apoyo de un sector ultraderechista.

La Dictadura y el mundo de la cultura

C
on el transcurso del tiempo, Primo de Rivera acabaría también enfrentándose con un sector social cuyo peso numérico podía ser escaso pero cuya relevancia sobre la opinión pública se demostró muy importante durante los años veinte: la intelectualidad. En parte esta relevancia se debe atribuir a la propia modernización creciente de la sociedad española, que en la Dictadura no sólo no se detuvo sino que continuó a buen ritmo. Hay que tener en cuenta que si el programa regeneracionista a partir de la difusión de las tesis de Costa tenía un componente basado en la despensa no menos crucial era lo que aquél había denominado la «escuela», es decir, el desarrollo de la educación. En el periodo entre 1923 y 1927 se crearon 4.000 nuevas escuelas, así como 25 institutos y el número de maestros pasó de unos 29.000 a unos 34.000; el presupuesto en Instrucción creció en casi un tercio. En esta España mucho más atenta al mundo de la cultura nada tiene de extraño que la postura política de los intelectuales tuviera una especial relevancia social. Pero, además, el propio carácter del dictador necesariamente provocaba a los intelectuales. Su formación era escasa y esto hacía que con frecuencia se sintiera mucho más atraído por supuestos portentos que luego resultaban puros productores de supercherías que por prestigios sólidos; populista, no tenía inconveniente en enfrentarse, públicamente y ante la opinión, con escritores a los que no entendía ni respetaba, denominándolos «autointelectuales» o «liberointelectuales». Liberal superficial y poco riguroso, no tenía inconveniente en presentarse como una persona que quería conseguir por medios expeditivos lo que los políticos profesionales habían sido incapaces de hacer, y, en fin, ingenuo y poco propicio al consejo, era difícil que pudiera darse cuenta de la necesidad de vertebrar en torno a un cuerpo doctrinal un régimen político, siempre titubeante entre el autoritarismo y la visión puramente temporal de la Dictadura. Era esta insolvencia la que irritaba a su hijo José Antonio, cuyas preocupaciones intelectuales le distinguieron de su padre. Nada cruel, el dictador no era lo suficientemente temido como para evitar los ataques contra su persona mientras que sus propias declaraciones tendían a incrementar el número de sus opositores. Así, por ejemplo, cuando se le discutió la procedencia de mantener la censura llegó a decir que solamente se hacían desaparecer aquellas noticias que, por ser erróneas, luego habrían de ser necesariamente rectificadas.

De todos modos, no debe pensarse que desde un primer momento hubiera un enfrentamiento durísimo entre la totalidad del mundo intelectual y el régimen dictatorial. Primo de Rivera y los intelectuales tenían, por lo menos, un punto de coincidencia importante basado en el común regeneracionismo; por eso Azorín y Ortega y Gasset (y su diario El Sol) mostraron una indudable benevolencia respecto del golpe militar y el segundo intentó, por lo menos hasta 1928, influir sobre Primo para conseguir de él un rumbo político que en el pasado había tratado de imponer a otros protagonistas para acabar por completo decepcionado. Claro está que hubo también decididos opositores, como Unamuno, Pérez de Ayala, Araquistain o Azaña, pero también había quienes, como D'Ors o Maeztu, habían evolucionado desde sus posturas originariamente liberales a otras de un creciente autoritarismo. El primer enfrentamiento significativo del dictador con el mundo intelectual tuvo lugar a comienzos de 1924 y supuso la consagración de Unamuno como el representante más caracterizado de la protesta en los medios culturales. Desde hacía tiempo el catedrático de Salamanca mostraba una actitud muy crítica hacia la Monarquía. Ahora, después de la «coz de Estado», como denominó el golpe, expresó en una carta privada juicios muy duros acerca del nuevo régimen y, además, trató de darles publicidad a través del Ateneo. En la postura del filósofo había, por supuesto, un eco de su posición liberal pero también un enfrentamiento casi personal con el dictador y con el Monarca, producto de una angustiada radicalización en la que jugaban un papel importante factores no sólo políticos sino también religiosos. Junto con el periodista republicano Rodrigo Soriano, Unamuno fue confinado en la isla de Fuerteventura, de donde escapó en el preciso momento en que llegaba la noticia de que la Dictadura había decidido levantar la sanción con la que le había castigado.

El resto de la etapa dictatorial estuvo Unamuno en París, donde experimentó una angustiosa sensación de aislamiento que explica el contenido de su Agonía del cristianismo. Más tarde, ansioso de estar próximo a España, se trasladó a la frontera vasco-francesa. Superado lo peor de su crisis personal, Unamuno se dedicó al libelo político, en especial a través de las «Hojas Libres» que editó en colaboración con Eduardo Ortega y Gasset. Los juicios de Unamuno acerca de la Dictadura de Primo de Rivera eran durísimos, aunque no siempre justos. En realidad su permanencia en Francia no se debió a la crueldad de la Dictadura, porque hubiera podido regresar a España si lo hubiera deseado; para él, sin embargo, el ambiente que se vivía allí era de una opresión irrespirable. De Primo de Rivera decía Unamuno que era «un tonto entontecido por su propia tontería» o «un bufón grotesco… que tenía algo de inhumano» y al Rey le consideraba un Habsburgo por la mezcla de lo político y lo religioso que le atribuía. Lo que respondía el dictador era semejante en dureza: para él el catedrático no hacía más que «piruetas de payaso», era «notoriamente incorregible» y, en definitiva, «un poco de cultura helénica no da derecho a meterse con todo lo humano y lo divino». Cuando Unamuno se lanzó a sus propagandas políticas antidictatoriales Primo de Rivera comentó que «nace la duda de si éstas se escriben para españoles o para cantoneses».

Convertido en símbolo y corresponsal de los intelectuales protestatarios que residían en el interior de España, Unamuno logró, en especial, que se identificaran con él los miembros de la generación más vieja. Machado lo consideraba como el ejemplo de resistencia política y moral; Blasco Ibáñez, de quien tanto difería, le hizo partícipe de sus ilusiones antimonárquicas y colaboró con él en empresas antidictatoriales. Valle-Inclán, quien, en «Luces de bohemia», había iniciado una radicalización política que, como la de Unamuno, era anterior a Primo de Rivera, convirtió en esperpento la política y la sociedad española a través de la alusión a los años finales del reinado de Isabel II, con la idea de presagiar los de su nieto. Todavía fue más explícitamente antidictatorial y antimonárquica su obra La hija del capitán, que fue retirada y que mereció el comentario de Primo de Rivera de que su autor era «tan eximio escritor como extravagante ciudadano».

Aunque al final todos los intelectuales cerrarían filas en contra del dictador, no fue ésta su postura inicial que, por tanto, resultó significativamente distinta de la «unamuniana». Hubo, por ejemplo, un sector, aunque reducido, del mundo intelectual que evolucionó hacia el autoritarismo. La obra de D'Ors se convirtió en una metáfora literaria de su proclividad hacia una Monarquía autoritaria muy en contacto con el pensamiento francés. Más crispada fue la postura de Maeztu, que pasó, mediada la Dictadura, del diario liberal por excelencia, El Sol, al órgano periodístico del régimen dictatorial, La Nación; sus tesis políticas se combinaban con un interés por el desarrollo económico capitalista que le hacía considerar el mundo hispanoamericano como inferior respecto del anglosajón y con un temor muy palpable ante la subversión comunista. Uno y otro sirvieron a Primo de Rivera en puestos diplomáticos en el exterior, pero el dictador no parece haber estado en condiciones de apreciar realmente su evolución intelectual y, menos aún, aprovecharse de ella.

Estos dos casos fueron, sin embargo, excepcionales porque la mayor parte de los intelectuales españoles siguieron alineados en el liberalismo. Como en ocasiones anteriores, durante la mayor parte de la Dictadura los sectores intelectuales oscilaron entre la postura de Unamuno y la de Ortega y Gasset. Este último trató, a lo largo de los años veinte, de establecer una clara distinción entre el mundo de lo estrictamente político y la reflexión intelectual, que quería desvincular de la situación española. A lo segundo respondió la creación de la Revista de Occidente y su antítesis entre el político y el intelectual, visible en su Mirabeau. Pero Ortega y Gasset también reflexionó en términos políticos: más que estar a favor de la Dictadura lo que hizo fue manifestar su repudio al régimen desaparecido y su confianza en la posibilidad de que una dictadura regeneracionista se hiciera eco de algunas de sus propuestas, como, por ejemplo, las expresadas en «La redención de las provincias». Al final, sin embargo, renunció a esta posibilidad cuando se censuraron sus artículos y el dictador pareció inasequible a cualquier tipo de consejo. Mientras tanto, de manera sucesiva y con creciente acritud, se fueron produciendo conflictos entre el régimen y el mundo intelectual. La persecución de la lengua catalana, la censura, el inicio del curso 1924 con una conferencia del catedrático Sainz Rodríguez, en que se atacó a Costa e indirectamente a las ideas regeneracionistas del directorio, el homenaje a Ganivet, considerado como símbolo de resistencia cuando podía serlo también de antiliberalismo… etc., fueron otras tantas ocasiones en las que los intelectuales tuvieron la oportunidad de mostrar su discrepancia frente a Primo de Rivera. Quizá entre las figuras más destacadas de esa oposición intelectual merezcan especial mención De los Ríos, Jiménez de Asúa y Gregorio Marañón: los dos primeros fueron procesados y el tercero encarcelado en el verano de 1926. En este año tuvo lugar lo que con justicia puede ser definido como un enfrentamiento dramático entre el régimen y los medios culturales. Como en el caso del conflicto artillero, la beligerancia de Primo de Rivera contra este mundo se puede explicar por el éxito conseguido en Marruecos, que lo llevaba a una peligrosísima euforia. Ese año aceptó un doctorado «honoris causa» de la Universidad de Salamanca, cuya cátedra de griego ya había perdido Unamuno, y argumentó su derecho a recibirlo diciendo ser «doctor en la ciencia de la vida». Excepto los casos peculiares mencionados con anterioridad, a partir de este momento no pudo haber ya tolerancia del mundo intelectual respecto su persona. Incluso Benavente, que lo había apoyado en un primer momento, se vio perseguido por la censura, y Azorín, en quien había pensado para dirigir el diario oficial del régimen, se convirtió en republicano al final de la Dictadura. A la hora de tratar del mundo intelectual también es preciso hacerlo de los más jóvenes que en este momento iniciaron su trayectoria. El panorama del mundo intelectual no quedaría completo sin la mención de la generación que alcanzó la mayoría de edad —y el impacto en la vida social— precisamente a mediados de esta década de los años veinte. Se ha de tener en cuenta que aunque el gobierno modificara en un sentido conservador la Junta de Ampliación de Estudios en realidad no tuvo una política cultural marcadamente reaccionaria. Por eso, a título de ejemplo, la Residencia de Estudiantes pudo tener alojados a quienes en ningún momento se identificaron con el régimen y luego acabarían siendo opositores. Fue entre los jóvenes pertenecientes a la clase burguesa de la provincia donde se recibieron las novedades de la vanguardia artística y literaria provenientes de más allá de nuestras fronteras, que ya disponían en buena parte de la geografía urbana española de círculos de recepción entusiasta, aunque muy minoritaria. Buñuel, Lorca y Dalí estuvieron, por ejemplo, alojados en la Residencia, y su trayectoria no puede entenderse sin el entrecruzamiento de experiencias comunes. En ellos tres existió una vinculación con una tradición cultural fecundada por un contacto muy estrecho con la modernidad vanguardista, proveniente de París. Precisamente en los años finales de la década, cuando ya empezaba a difundirse el surrealismo, Buñuel y Dalí fueron autores de una obra cinematográfica, Un perro andaluz, de enorme trascendencia en la cultura universal.

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