Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (65 page)

En realidad, este mundo de la vanguardia no tuvo una significación política precisa hasta los años treinta: su rebelión era puramente formal y cuando personificaban en los «putrefactos» a los representantes de un mundo pretérito no hacían ninguna metáfora política. Lo que les atraía a los jóvenes escritores o pintores era únicamente la novedad: como escribió uno de ellos, Alberti, «los ismos se infiltraban por todas partes, se sucedían en oleadas súbitas, como temblores sísmicos». La llamada generación de 1927 si por algo se caracterizó fue precisamente por su voluntad de eludir cualquier tipo de compromiso social o político. En la época esto le fue reprochado ásperamente por Unamuno y Valle-Inclán y luego sería rememorado por Alberti: «Mi locura por el vocablo bello llegó a su paroxismo en el año del centenario de Góngora cuando, con »Cal y canto«, la belleza formal se apoderó de mí hasta casi petrificarme el sentimiento». El homenaje a Góngora en la fecha indicada pareció una exaltación de un poeta culto, libre de cualquier interpretación comprometida. El propio García Lorca, cuando escribió sobre un tema tan politizable como era la heroína liberal Mariana Pineda, lo trató como una evocación lírica y no como una metáfora política de la situación existente. Es cierto que el órgano principal de la vanguardia, La Gaceta Literaria, aparecida en 1927, estuvo dirigido por un personaje, Ernesto Giménez Caballero, que se convertiría luego en fascista. Sin embargo, cuando inició esta evolución fue al final de la década de los veinte; en ese momento, además, lejos de mostrarse de acuerdo con el régimen vigente, lo criticó como en exceso prosaico y tradicional. Las doctrinas estéticas que alimentaron a la vanguardia en su momento inicial se basaron en una lectura de las tesis de Ortega sobre «el arte deshumanizado», producto lúdico sin pretensión trascendente que tenía, además, un acusado componente de impopularidad, opinión que era mucho más una descripción que una teoría estética, aunque fuera vista como lo segundo. Precisamente en estos años la vanguardia pictórica consiguió un cierto reconocimiento. Esto fue lo que se produjo en la exposición celebrada en Madrid por la Sociedad de Artistas Ibéricos (1925), donde el cubismo, aunque en versiones edulcoradas, recibió una cierta consagración. El contacto de los jóvenes artistas de esta generación —Palencia, Bores, Dalí…— con el centro de creación de novedades que seguía siendo París, fue no sólo estrecho sino muy inmediato. Además, a diferencia de lo sucedido en épocas anteriores, los artistas no tuvieron que someterse a los imperativos creados por un mercado convencional e incluso tuvieron mayores facilidades para permanecer en la capital francesa.

Sin embargo, en los propios años veinte, en especial a partir de 1928, hubo una reacción en contra de esta actitud. La representaron, sobre todo, jóvenes novelistas influidos por la narrativa soviética, difundida a través de editoriales como Oriente, que proclamaron la doctrina de un «nuevo romanticismo», precisamente todo lo contrario de la pureza a la que aspiraban los poetas que se habían identificado con Góngora en 1927. Esta politización anunciaba la que se produciría en España y en todo el mundo en los años treinta y tuvo como expresión literaria la protesta contra la guerra y el patrioterismo (visible, por ejemplo, en Imán, de Sender) o una temática basada en las experiencias de esos jóvenes escritores inconformistas. Esta evolución coincidió, además, con la creciente influencia del surrealismo por estas mismas fechas. El nuevo movimiento se presentó con una decidida voluntad subversiva, proponiendo no sólo una ruptura con el pasado cultural sino también una revolución política identificada con el comunismo. Ésa fue, por ejemplo, la postura del Dalí de estos años.

El desarrollo de este tipo de literatura y pintura coincidió con la conversión de la ya generalizada protesta intelectual en un fenómeno de relevancia pública a través de la protesta de los estudiantes, ya en la fase final del régimen. En realidad, los primeros conflictos estudiantiles habían tenido lugar entre 1925-1926. De ellos fue uno de los principales protagonistas Antonio María Sbert, que luego habría de ser principal dirigente sindical de los universitarios. A comienzos de 1927 nació la Federación Universitaria Española, con carácter originariamente profesional, pero que pronto se convirtió en política, a lo que colaboró de modo importante la propia actitud del dictador respecto de la Universidad. En efecto, los problemas del régimen con los estudiantes tuvieron como origen fundamental una iniciativa de Primo de Rivera y sus colaboradores. Lo que un historiador ha definido como mal entendida amistad de los círculos gubernamentales con las órdenes religiosas hizo que en el Estatuto Universitario de marzo de 1928 se incluyera un artículo por el que los centros universitarios no oficiales con más de veinte años de existencia podrían realizar sus exámenes mediante tribunales compuestos por dos miembros del centro en cuestión y uno de la Universidad estatal. La disposición sólo afectaba a los agustinos de El Escorial y a los jesuitas. Resulta dudoso que la iniciativa hubiera surgido de estos círculos, puesto que incluso los primeros renunciaron a ese derecho. Además, en el seno del propio régimen hubo protestas sobre la disposición, convertidas en públicas en la Asamblea Consultiva. Mayor fue, sin embargo, la protesta en los medios universitarios, que podían no ser contrarios a la enseñanza libre en abstracto, pero sí lo eran a esta aplicación de la misma siguiendo criterios de favoritismo. A los profesores universitarios se sumaron los estudiantes en un momento en que la situación del régimen era difícil, por las conspiraciones militares y por la propia incertidumbre política de Primo de Rivera.

En marzo de 1929 graves incidentes estudiantiles motivaron el cierre de la mayor parte de las universidades españolas. La reacción de Primo de Rivera fue especialmente inhábil porque en un primer momento galvanizó a los estudiantes por el procedimiento de proporcionarles un símbolo (Sbert fue detenido) y luego trató de superar el desorden mediante medidas que eran excesivamente rigurosas (la pérdida de matrícula) o mostrando una voluntad de intervención en el gobierno de la Universidad, contraproducente incluso para la propia institución monárquica (se crearon unas comisarías regias para sustituir a los rectores de las universidades más importantes). Los estudiantes, entre quienes eran ya frecuentes las mujeres, se politizaron rápidamente en sentido republicano llegando a colocar en el Palacio Real un cartel en el que se decía «Se alquila». Tenían una procedencia social burguesa, que hubiera podido propiciar un apoyo al régimen pero, ahora, con su protesta, daban superior relevancia a la del elemento intelectual y éste, a su vez, acabó por decantarse beligerantemente contra la Dictadura, dada la absoluta carencia de tacto de Primo de Rivera, que parece haber querido enfrentarse con este problema como en el pasado lo hizo con el de los artilleros. En una de sus notas oficiosas afirmó seriamente que «sobran médicos y abogados» y describió el ambiente universitario de una manera que difícilmente hubiera podido resultar aceptable a quienes allí convivían: «En estos intangibles centros de cultura, que alegan tantos fueros y merecimientos, sabe el país sobradamente y lo dicen de boca en boca todos los ciudadanos y el Gobierno no tiene por qué ocultarlo, lo difícil que es a un estudiante serio y aplicado llegar a su formación sólidamente porque un régimen de clases numerosas, frecuentes faltas de puntualidad y asistencia de los catedráticos o delegación de sus funciones, charlas pintorescas o incoherentes, largas vacaciones, escarceos políticos y otras amenidades de nuestra nacional idiosincrasia, no es como para que el país se ponga de luto por la suspensión, por vía de regeneración, de esta actividad nacional». Con declaraciones como ésta Primo de Rivera no sólo provocaba el temor sino que alimentaba el propio ridículo y, por tanto, la beligerancia de estudiantes y profesores. Lo que él denominaba «chiquillería» remitió con el fin de curso, pero siguieron sus manifestaciones en los meses siguientes hasta la proclamación de la República. Pero, además, declaraciones como la citada tuvieron como consecuencia la beligerancia final de los intelectuales: Sainz Rodríguez, que había aceptado un puesto en la Asamblea Nacional, la abandonó, y Azorín escribió contra la ofensiva del dictador respecto a la Universidad. Ortega dimitió de su cátedra y lo mismo hicieron prestigiosas figuras como Sánchez Román o García Valdecasas. Algunos de los intelectuales más politizados (Jiménez de Asúa o Marañón) evolucionaron ya hacia el socialismo, aunque el segundo no llegaría a adscribirse definitivamente a él. Se daban, pues, todas las condiciones para que los intelectuales jugaran un papel decisivo en un cambio de régimen.

El colapso del régimen dictatorial

E
n la dictadura, ha escrito Pabón, «el hombre (el dictador) es casi todo. Los trabajos, las contrariedades, la enfermedad, consumían ahora las fuerzas de Primo de Rivera». Esta frase constituye una buena explicación de la fase final del régimen, que inició su declive en 1928 pero que se acentuó sobre todo desde comienzos de 1929. Ya en el primer año indicado, después de enfrentarse con la Justicia, e incluso con el ministro titular de esa cartera, que se resistía a someter por la fuerza a los jueces, se declaró «agobiado por la impotencia» y pensó en dimitir. En 1929 los éxitos de la Dictadura estaban ya lejanos y a la decadencia física de Primo de Rivera, enfermo de diabetes, había que añadir la incertidumbre a la hora de imaginar la articulación política de un nuevo régimen o la transición hacia la normalidad. Es muy posible que en 1929 los deseos de abandonar el poder de Primo de Rivera se hicieran ya apremiantes. A los embajadores extranjeros les dijo que no podía ya «mantener España en el extremo de su mano». Las mismas características del régimen con él identificado vedaban que pudiera ser considerado como una solución estable: España podía aceptar durante meses o años a un dictador ingenuo y regeneracionista pero a la larga era difícil mantener un sistema como el suyo. Al mismo tiempo, las propias características de la Dictadura la hacían especialmente vulnerables al estado de salud y ánimo de quien la encarnaba. La murmuración contra el arbitrismo y la sensación de ridículo hicieron más en contra del régimen que las propias conspiraciones. El dictador, durante su última etapa, mostró no sólo desorientación sino también irritabilidad y propensión a decisiones bruscas y airadas. Si en ocasiones parecía dispuesto a abandonar el poder de forma inmediata, en otras, que coincidían con momentos en que arreciaba la oposición, se imponía el «nuevo sacrificio» de permanecer en el poder. El Rey hubiera querido un plan coherente de vuelta a la normalidad pero no se le ofreció ni era en absoluto fácil de imaginar.

Las conspiraciones arreciaron en el año 1929 e impusieron el calendario político al régimen. A finales de enero de 1929 estalló una que tuvo como epicentro Valencia. Su protagonista principal fue Sánchez Guerra y, como cabía esperar, la conspiración se mantuvo dentro del clásico tono del pronunciamiento, con la explícita voluntad de evitar que se alterara el orden social: desde el punto de vista político se trataba de conseguir un retorno al sistema liberal anterior a septiembre de 1923. El manifiesto incluía una condenación de la Monarquía absoluta y apelaba a una «España con honra» que recordaba el destronamiento de Isabel II. Al parecer, el dirigente conservador jugó con la posibilidad de suprimir el calificativo y expresarse, por tanto, en sentido republicano, pero finalmente se utilizó la fórmula indicada. Como solía suceder con los pronunciamientos del siglo XIX, también en este caso los conspiradores se encontraron con que el apoyo que tenían resultaba muy inferior al esperado. El general Castro Girona, que parecía haberse comprometido con los conjurados, acabó echándose atrás, lo que supuso el fracaso de la intentona, reducida a partir de este momento a lo que pudieran hacer algunos Regimientos de Artillería. En Ciudad Real el golpe consiguió un triunfo inicial, sin que las autoridades ni las organizaciones del régimen parecieran capaces de ofrecer resistencia. Las tropas leales tardaron mucho tiempo en llegar para restablecer la situación.

Aunque el golpe fracasara, el mero hecho de que fuera intentado demostraba la falta de seguridad del régimen en sí mismo, la división del Ejército y la incertidumbre del futuro. Las explicaciones de Primo de Rivera acerca de lo sucedido fueron anecdóticas y peregrinas: aseguró que en realidad los valencianos no tenían otro motivo de preocupación que el papel que pudiera hacer su representante en un concurso de belleza femenina. Cuando fue juzgado Sánchez Guerra se convirtió de acusado en acusador; además resultó inocente, con lo que indirectamente quedaba ratificado el derecho de acudir al pronunciamiento para derribar la Dictadura.

La primera reacción de Primo de Rivera ante el aumento de dificultades de su régimen consistió en tratar de endurecerlo, pero siempre con la conciencia de que no había de ser sino una solución provisional. Después de la sublevación afirmó que «nada de fijación de plazos al régimen y, por el momento, un alto en el camino hacia la normalidad» y aseguró que aquella sería la última sublevación de los artilleros porque disolvería el arma. Esas palabras ya resultaban muy significativas: no se trataba de que se pretendiera estabilizar un sistema de dictadura permanente, a pesar de que se exigió a la Unión Patriótica un comportamiento parapolicial, llevando un registro de desafectos para perseguirlos. Tampoco se intentó una movilización política desde el poder y en beneficio del mismo: los miembros de la UP, en su mayoría conservadores, no fueron más que oportunistas con la única innovación de alguna presencia femenina en los cargos políticos municipales. El régimen fue incapaz de aplicar con perseverancia medidas represivas o de politización a su favor. A pesar de que algunos historiadores así lo han defendido, en realidad los propósitos de convertir al partido oficioso en fascista, o no se intentaron seriamente o duraron muy poco. La utilización de militares para propaganda política gubernamental no tuvo éxito porque el Ejército ya estaba dividido, aparte de que los oficiales nunca consideraron que debieran identificarse con un gobierno, y las instrucciones a los cuarteles para que insistieran en la disciplina tampoco podían ser cumplidas cuando siete generales declararon inocente a Sánchez Guerra en mayo de 1929. Aunque se pretendió que la prensa dedicara una parte considerable de su contenido a la información oficial, de hecho, de manera más o menos evidente, no hizo otra cosa que mostrar su creciente reticencia.

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