Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (60 page)

Para evitarla, con el paso del tiempo, se creó una multiplicidad de órganos consultivos a la cabeza de los cuales estaba el Consejo de Economía Nacional, constituido en 1924, del que dependía el comité regulador de la producción industrial, sin cuyo permiso no podía instalarse ninguna industria. Como es lógico, eso reducía la política económica al puro expediente administrativo sin que los factores económicos propiamente dichos jugaran el papel primordial que les correspondía. La estructura consultiva creada fue farragosa y complicada (llegó a existir un comité regulador de la importación de pieles de conejo) y acentuó la tendencia a pensar en términos políticos nacionalistas y no en los estrictamente económicos. Con el paso del tiempo se demostró que si el modelo político del dictador tenía sus limitaciones, algo parecido le pasaba al económico.

El proyecto de Primo de Rivera debe ser enmarcado, en primer lugar, en el intento de combatir la crisis económica heredada de la Primera Guerra Mundial, acentuando una tendencia surgida a partir de 1918. Esa estructura consultiva de carácter corporativo favoreció el proteccionismo frente al exterior y la restricción de la competencia. En abril de 1924 una ley determinó los auxilios concedidos para favorecer la producción industrial. En cuanto a la protección arancelaria era ya muy fuerte después del arancel Cambó de 1922 y no fue necesario (ni tampoco posible) aumentarla. Dicho arancel había servido no sólo como barrera comercial sino también para negociar algunos tratados comerciales bilaterales mutuamente beneficiosos que fueron suscritos en los primeros años del gobierno de Primo de Rivera: aunque el Consejo de Economía Nacional recomendara un proteccionismo «integral», eso no era posible ya que hubiera supuesto represalias en los precios de productos que España inevitablemente necesitaba. El comercio español tuvo una evolución negativa por las importaciones destinadas a la política de obras públicas; las exportaciones de productos alimenticios aumentaron mientras que disminuyeron las de minerales. El intervencionismo en materia económica tuvo su máxima expresión con la creación, a fines de 1926, de un «Comité regulador de la Producción industrial», cuyo resultado real fue promover la limitación de la competencia.

Quizá aquel aspecto en que, de modo más patente, se demostró el nacionalismo de Primo de Rivera fue en la creación del Monopolio de Petróleos. En realidad este proyecto se remontaba a 1917 y en todos los países, con muchos matices, se siguió en este terreno, durante los años veinte, una política intervencionista por parte del Estado. En teoría, CAMPSA, creada en junio de 1927, debía ocuparse de la adquisición de yacimientos, transporte y refino, pero su finalidad primordial, y casi única en los años veinte, fue proporcionar un alivio a las necesidades fiscales. En sus memorias Calvo Sotelo se refiere a las presiones que tanto él como Primo de Rivera sufrieron por parte de las grandes compañías petrolíferas internacionales como consecuencia de la nacionalización, pero lo cierto es que, aunque Deterding, uno de los magnates mundiales, visitara a ambos y el mercado español fuera mayoritariamente controlado por la Standard y la Shell, su importancia era relativamente pequeña y a las empresas petrolíferas les preocupaba, sobre todo, que el ejemplo español fuera seguido por otros países de mayor peso específico en el mercado mundial. El bloqueo de las compañías internacionales tuvo como consecuencia que, al principio, CAMPSA debiera recurrir a las importaciones de petróleo ruso, que ya habían sido iniciadas por March, dueño de la principal compañía de refino española. En definitiva, el monopolio tuvo una amplia repercusión en la historia de la economía nacional; probablemente mejoró el servicio y alivió las dificultades presupuestarias, pero queda pendiente la resolución del interrogante de hasta qué punto no habría resultado más oportuna una intervención estatal en vez de la nacionalización, tal como hicieron muchos otros países europeos. Hay que tener en cuenta, en fin, que hubo otro terreno en que la Dictadura se mostró muy ajena a esa fiebre nacionalizadora. En agosto de 1924 la empresa norteamericana ITT logró la concesión del servicio de telefonía. Meses antes se había producido la constitución de la Compañía Telefónica; la empresa norteamericana fue su primera accionista y, además, era entonces la única capaz de proporcionarle los recursos tecnológicos necesarios. Esta última razón parece haber sido el factor decisivo para que Primo de Rivera aceptara hacer una excepción en su habitual defensa del nacionalismo económico. Así testimonió no sólo exceso de voluntarismo sino también tendencia a caer en la contradicción.

Todos estos aspectos de la política económica pueden ser considerados, en su mayor parte, como dirigidos a combatir los efectos de la crisis pero hubo también un componente más positivo, apreciable en la labor de reactivación económica que, como cabía esperar, se fundamentó de nuevo en el programa del regeneracionismo. Allí donde fue más visible —la política hidráulica— el dictador, como en tanto otros aspectos, se basó en proyectos anteriores. El ingeniero aragonés Lorenzo Pardo propugnó la creación de Confederaciones Hidrográficas, destinadas al aprovechamiento integral (energético, de riegos y de transporte) de las cuencas fluviales; con ello pretendía asegurar los riegos existentes y triplicarlos a medio plazo. Durante la Dictadura se puso en marcha la Confederación del Ebro, gracias a la cual mejoraron 100.000 hectáreas de riego y se crearon 70.000 nuevas. Pardo siempre dejó clara su inspiración: Costa «abrió y cerró el ciclo de apostolado» acerca del riego y ahora se trataba de llevarlo a la práctica. A partir de 1927 las Confederaciones se extendieron por el resto del territorio peninsular, aunque no llegaron a tener un papel de tanta relevancia como originariamente estaba previsto. En teoría dichos organismos debían tener una organización interna democrática pero, como en otras ocasiones, esa vertiente del regeneracionismo fue pronto olvidada. Las Confederaciones, de un modo parecido a otras iniciativas de la Dictadura, se financiaron como cajas autónomas capaces de emitir empréstitos con el aval del Estado. Otro aspecto importante de la política de reactivación económica impulsada por el régimen se refirió a las vías de comunicación. Obra de Guadalhorce (propulsor, también, de la política hidráulica) fue la creación en 1926 del Circuito Nacional de Firmes Especiales que, administrado por un patronato, gestionaba unos 7.000 kilómetros de carreteras que también el Estado contribuyó directamente a construir. En total pueden haberse puesto en uso unos 2.800 kilómetros nuevos de carreteras. La creación de este patronato parece haber estado motivada, en parte, por el deseo de atraer el turismo y por ello tiene su lógica que se hiciera una gran propaganda de las carreteras españolas en el exterior, en especial en Gran Bretaña. Tanto el automóvil como el turismo aparecieron en España en estos tiempos como fenómeno social y síntoma de modernización pero en lo que respecta al segundo lo que se produjo, como en tantas ocasiones durante la Dictadura, fue una estatalización de una iniciativa que tenía, en el pasado, un carácter autónomo. En los ferrocarriles se inició el camino del intervencionismo mediante el Estatuto de julio de 1924, que tenía sus antecedentes en disposiciones pensadas, pero no puestas en práctica, en el periodo constitucional. El Estatuto iniciaba el camino que, con el transcurso del tiempo, inevitablemente debería llevar a la nacionalización, pero por el momento significaba la racionalización, aunque a costa de que el Estado asumiera como competencia la renovación de la red.

Como en el caso de la política hidráulica, también la de transportes fue financiada a base de cajas autónomas. Este hecho nos pone en contacto con uno de los aspectos más discutibles de la intervención del Estado en la política económica: la financiación del gasto. Éste se logró mediante «una compleja y confusa maraña de empréstitos» con aval del Estado atribuidos a organismos autónomos y remitidos a un presupuesto extraordinario para que el ordinario resultara equilibrado. En cambio, pese a lo que afirme Calvo Sotelo en sus memorias, la realidad es que el incremento de la recaudación sólo alcanzó cotas discretas, pasando de unos 2.600 a 3.700 millones. La razón estriba en que no se produjo una reforma fiscal que podría haber tenido unos efectos muy positivos, tanto desde el punto de vista social como desde el económico. Al convertirse Calvo Sotelo en ministro de Hacienda enunció un plan de altos vuelos que suponía convertir los impuestos del producto en impuestos sobre la renta, aumentar los relativos a las rentas no ganadas con el trabajo, crear otros sobre las tierras incultas, etc. Su labor, sin embargo, debió limitarse finalmente a tan sólo «un leve retoque» sin que los principales problemas, según sus propias declaraciones, fueran «abordados a fondo». Primo de Rivera y Calvo Sotelo estaban dotados de buenas intenciones (también de arbitrismo, porque el primero llegó a pensar en la posibilidad de crear un impuesto único evaluado por juntas ciudadanas) pero sus propósitos se encontraron con una oposición aguda, virulenta y nerviosa de los sectores conservadores que les apoyaban. Las medidas para perseguir el fraude fracasaron y un intento modesto de introducir el impuesto sobre la renta (noviembre de 1926) debió ser prontamente abandonado. Como tantas veces le sucedía a la política regeneracionista una primera manifestación taxativa —se previo incluso la expropiación de propiedad agraria en caso de falsedad— acabó sustituida por el puro mantenimiento de la situación. En suma, fue la Deuda el gran motor de la expansión industrial: contando con la de carácter local, la cifra total alcanzó los 5.600 millones. Para quienes defendían una política presupuestaria ortodoxa esta cifra era un testimonio de exceso y despilfarro y ese juicio quizá resulta válido para determinadas manifestaciones, como las Exposiciones Universales de 1929. Calvo Sotelo, sin embargo, aseguró que el endeudamiento del Estado seguía sin ser excesivo y argumentaba que él mismo había llevado a cabo una importante consolidación de la Deuda. A corto plazo, con todo, el efecto de la política económica de Primo de Rivera sobre la producción industrial fue muy positivo. Durante el periodo dictatorial se pasó del índice 84 al 141 y los incrementos fueron especialmente sensibles en hulla, cemento, electricidad, industrias químicas y siderometalúrgicas; en otros apartados industriales, como la industria textil, el crecimiento fue menor. El gran beneficiario de este desarrollo industrial fue, sin duda, el sector más pudiente de la sociedad española. De los años veinte data, en efecto, la conversión de la banca española (fundamentalmente la madrileña, el Hispano y el Español de Crédito) en una banca nacional. La banca contribuyó indirectamente a propiciar la emisión de deuda y sus cinco primeras entidades quintuplicaron sus operaciones. También de estos años es la consolidación de la banca oficial (Crédito local e industrial) así como de las Cajas de Ahorro. Todo ello contrasta, sin duda, con la modestia de las transformaciones sociales: tan sólo unos 4.000 colonos habían sido asentados en 21.000 hectáreas previamente adquiridas cuando precisamente el problema agrario habría de ser de primordialísima importancia durante la II República.

Obviamente, la ausencia de transformación social podía poner en peligro la posibilidad de desarrollo de la industria textil, pero, además, al final de la década eran patentes otras limitaciones del modelo económico «primorriverista». El déficit presupuestario pudo ser enmascarado y, en todo caso, no era algo infrecuente en la historia de la Hacienda española pero, además, en este momento el desequilibrio de la balanza de pagos se agravó, al aumentar las importaciones y disminuir las remesas de los emigrantes. La prueba evidente, pero no comprendida por el general dictador, fue la crisis de la peseta en los últimos años del régimen. Primo de Rivera a quien, según dijo, había «alegrado el ánimo» la alta cotización de nuestra moneda vio, en definitiva, que si no había sido capaz de poner en marcha un modelo político nuevo, el económico se le había agotado ya en 1929. Mezcla de simplismo arbitrista, excesos intervencionistas, propensión al monopolio y al recorte de la competencia, ese sistema no supo afrontar la crisis de la peseta.

Política social

E
l programa de Costa y de todos los apóstoles del regeneracionismo político había tenido una serie de facetas sociales que Primo de Rivera no podía olvidar. En este terreno las opiniones del dictador fueron tan convencionales como paternalistas y, desde luego, nunca pretendió una radical transformación social, como hemos podido constatar al tratar de la distribución de la propiedad agraria. El latifundio «sobre el que tanto y con tanta ignorancia se ha hablado —dijo— es sitio para la explotación racional y científica de grandes extensiones y el modo más adecuado de producir con mayor economía». Pero, a pesar de ello, y del hecho de que las fuerzas patronales desde un primer momento mostraron su satisfacción por el golpe de Estado, al mismo tiempo Primo de Rivera prometió ante los sectores obreros una actitud de intervención estatal que de hecho había puesto en práctica en repetidas ocasiones. El calificativo «paternalista» resulta el más propio porque, en efecto, si existió un rasgo que pueda caracterizar la posición del régimen dictatorial fue su voluntad tutelar.

Esos rasgos se dieron antes de que el ministro Eduardo Aunós ocupara la cartera de Trabajo y vertebrara teóricamente lo que pretendía hacer el régimen dictatorial. De acuerdo con la habitual tendencia en el régimen, en abril de 1924 se creó un alto órgano consultivo, el Consejo Nacional de Trabajo, Comercio e Industria. Poco tiempo después, siguiendo una marcada propensión intervencionista, el Instituto de Reformas Sociales que, con autonomía y participación de sectores muy diversos, había impulsado la legislación social así como la inspección de las condiciones laborales, quedó integrado en la estructura administrativa del Ministerio de Trabajo. El Código de Trabajo, aparecido en agosto de 1926, pretendía ser el primer elemento de una nueva codificación social más vasta, que no llegó a realizarse por completo: no acogió en su seno la totalidad de la legislación laboral sino tan sólo la relativa a cuatro cuestiones fundamentales (el contrato de trabajo, de aprendizaje, la regulación sobre accidentes laborales y los tribunales industriales). La opinión de los especialistas resulta favorable a este tipo de disposiciones. Por otro lado, la Dictadura no se limitó a recopilar disposiciones anteriores sino que promulgó otras nuevas, partiendo de ese criterio tutelar. De ahí, por ejemplo, la creación, en 1926, de la Medalla del Trabajo; en la disposición legal por la que tuvo origen se afirmaba, con lenguaje muy característico, que «irradia del trabajo una profunda espiritualidad». Dentro de esta concepción adquiere su sentido la creación por Real Orden, en julio de 1925, de una comisión interministerial para proponer la adopción de medidas legislativas o de estímulo a los esfuerzos privados para combatir el alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas o la práctica de los juegos de azar.

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