Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (58 page)

Si a España no le quedó otro remedio que aceptar esta situación, al mismo tiempo hizo todo lo posible para convertirla en inviable y esperar a una mejor ocasión. Cuando en 1926 estaba solucionado ya el problema de Marruecos y la Dictadura, como veremos, había derrotado a sus opositores, Primo de Rivera presentó de nuevo sus reivindicaciones que, en su más amplia expresión, representaban la pura y simple entrega de Tánger a España, aunque contenían también propuestas menos ambiciosas. La posición española fue presentada de forma intemperante e irritada de modo que el Foreign Office pudo calificarla casi como un chantaje, al estar mezclada con otra cuestión con la que no tenía nada que ver, como era la permanente presencia española en el Consejo de la Sociedad de Naciones. No se debe olvidar, además, que coincidió con el acercamiento a Italia al mismo tiempo que Alfonso XIII presentaba la Sociedad de Naciones, ante el embajador italiano como un organismo gobernado por la «masonería». Tras largas negociaciones Primo de Rivera aceptó moverse dentro de unos principios de prudencia y contemporización. Lo facilitó una propuesta de Gran Bretaña que propuso un previo acuerdo entre Francia y España a las que luego se sumaría ella e Italia. Esta última acabó por pensar que, en realidad, España padecía una «debilidad constitucional» que la inhabilitaba como aliado. Por su parte, los franceses acabaron por darse cuenta que con algunas cesiones conseguirían una colaboración española que permitiría superar la situación de ingobernabilidad. En agosto de 1928 se llegó a un nuevo acuerdo acerca de Tánger que no suponía otra ventaja que un cierto mayor control español sobre la policía de la ciudad. También Italia mejoró levemente su situación en la administración de la misma.

Como se ha señalado líneas atrás en el planteamiento de la política exterior española estuvo estrechísimamente relacionada la cuestión tangerina con la retirada de la Sociedad de Naciones. España tenía una posición importante en este organismo, como único país neutral en la guerra, y en la práctica se mantenía con carácter permanente en él gracias al apoyo de los países hispanoamericanos. La entrada de Alemania en 1922, con la concesión a esta potencia de un puesto de ese carácter, llevó a los dirigentes españoles a hacer una similar reclamación. En 1926 España rechazó la ampliación del número de puestos permanentes y, a fin de año, inició los trámites para desvincularse de la Sociedad de Naciones. Los dirigentes españoles no hicieron, sin embargo, ningún secreto de lo que, en la práctica, eran sus pretensiones. Querían una mejora de la situación internacional de España, ya fuera mediante concesiones en Tánger o en la Sociedad de Naciones. Para la diplomacia británica, la más decisiva en la Europa de la época, esa era «una sucia proposición» que, además, apenas ocultaba un complejo de inferioridad, puesto que nacía de un «gesto de autoafirmación». Como en el caso de Marruecos, Gran Bretaña actuó de mediadora entrevistándose Chamberlain, secretario del Foreign Office, con Primo de Rivera en aguas baleares durante el verano de 1927. La resolución del problema de Tánger tuvo como consecuencia que España volviera a la Sociedad de Naciones siendo reelegida para su Consejo, aunque sin lograr un puesto permanente. En realidad nuestro país no se había llegado a retirar por completo del organismo internacional sino que había expresado de manera estentórea su distanciamiento. En el verano de 1929 Primo de Rivera pudo satisfacer su afán por una mayor relevancia internacional al acoger en Madrid las sesiones de la Sociedad de Naciones. Sin embargo, a lo largo del desarrollo de estas dos cuestiones estrechamente entrelazadas se había mostrado ingenuo, imprudente, precipitado, desordenado y obsesivo, defectos todos ellos que hicieron muy poco por mejorar la imagen de España. Consecuencia de ello fue la dimisión del ministro Yanguas. En realidad, siendo elegido de forma sistemática, nuestro país tenía mayor prestigio en los foros internacionales que con la condición de miembro permanente del Consejo. Aunque, como queda dicho, lo esencial de la política exterior española estuvo durante estos años en la relación con Francia y Gran Bretaña, lo más novedoso fue el estrechamiento de las relaciones con Portugal e Hispanoamérica, aspectos ambos en que, si pudo haber algún componente ideológico derivado de las características políticas del régimen, también se cumplieron propósitos nacionales nacidos con el cambio de siglo. En esta materia la responsabilidad principal fue del propio Primo de Rivera y no de ninguno de sus colaboradores. Así como en materias estrictamente políticas la fase final del régimen proporciona una impresión de desconcierto, en las relaciones internacionales, por el contrario, lo predominante es la sensación de plenitud. Si en determinadas materias, como el intento de mejora de la imagen internacional por el procedimiento de comprar periódicos extranjeros o las presiones sobre el Vaticano contra la predicación en catalán, se tradujo a las claras cómo era el régimen, en otras cuestiones —el establecimiento de primeros contactos con Rusia— se demostró una notable flexibilidad.

Portugal había experimentado una profunda decepción cuando, después de haber participado en la guerra mundial, encontró que su relevancia internacional no había aumentado, su situación económica era pésima e incluso sus colonias eran ambicionadas por potencias menores, como Italia y la Unión Sudafricana. Unido todo esto al hecho de que persistiera la inestabilidad política, es lógico que los habituales temores lusos al peligro español se incrementaran hasta el extremo de pedir a los británicos una muy explícita defensa de su peculiar relación con Portugal y de plantear sus planes estratégicos frente a una posible invasión española. Lo cierto es, sin embargo, que en este momento no existió por parte de España el menor deseo de intervención en el vecino país. Con la estabilización de Portugal hacia 1922, la desconfianza lusa tendió a desvanecerse pero cuando se alcanzaron unas relaciones mejores que en cualquier otra época anterior al siglo XX fue con el establecimiento, en abril de 1926, de una dictadura portuguesa semejante a la española. Aunque la reticencia lusa no desapareció por completo, el general Carmona dijo profesar gran admiración por Primo de Rivera y visitó España en 1929. Los gobernantes españoles, por su parte, intentaron hacer desaparecer el menor resquicio de intervencionismo en asuntos portugueses mientras que prodigaban muestras de simpatía, como la declaración de Primo de Rivera de que la cordialidad se debía considerar como un insuficiente estado de las relaciones entre los dos países. Fueron, así, posibles acuerdos entre ambos, como, por ejemplo, el relativo al aprovechamiento hidroeléctrico del Duero (1927) y el de conciliación y arbitraje (1928).

El interés de Primo de Rivera en la política hispanoamericana se demuestra por la realización de la Exposición de 1929, pero, antes que nada, por la reorganización llevada a cabo en el servicio diplomático, demostrativa de un importante giro, aunque no se plasmara en ningún nuevo tratado y la función de España en aquellas latitudes no pasara de ser la habitual de potencia prestigiosa, con cierta vocación tutelar. La sección de política del Ministerio de Asuntos Exteriores se dividió en dos, una ele las cuales estuvo exclusivamente dedicada a Hispanoamérica: de ella dependió una Oficina de Relaciones Culturales, lo que es significativo de cuál era el propósito español. Se crearon, además, dos nuevas embajadas (Cuba y Chile) y la de Argentina, única existente hasta el momento, fue cubierta por una personalidad intelectual importante como fue Ramiro de Maeztu. Se fundaron cuatro nuevas legaciones (hasta entonces habían caree ido ele ella países como Ecuador, Bolivia y Paraguay) y una veintena de consulados. Sin embargo, no cabe la menor duda ele que las características dictatoriales del régimen coadyuvaron a que no todos los sectores de la sociedad hispanoamericana estuvieran en condiciones de ser receptivos ante la aproximación española. En cuanto a las exposiciones de 1929 —en Barcelona y en Sevilla— pretendían ser un acto de reafirmación internacional, realizado con el apoyo del Estado. La segunda había nacido de una iniciativa local pero el apoyo estatal tuvo como propósito convertir a la capital andaluza en una especie de puente entre España y América mientras que la catalana mantenía su carácter de motor económico y vía de relación fundamental con Europa.

El Directorio civil: intentos de constitucionalización

E
n el epígrafe anterior hemos avanzado hasta la época final de la Dictadura porque así era preciso, dada la estrecha relación entre la victoria en Marruecos y la política exterior del régimen. Ahora, sin embargo, es preciso referirse al impacto producido por Alhucemas, decisivo en el sentido de que proporcionó permanencia a una situación política a la que no podía dársela por descontada. En su manifiesto al país, el 13 de septiembre de 1923, Primo de Rivera había anunciado que la nación sería gobernada por militares o por civiles colocados bajo su patrocinio. En un principio se optó por la primera solución. Primo de Rivera juró el cargo ministerial como único responsable del ejecutivo, pero se rodeó de militares en los que descargó la tarea de gobierno. El Directorio militar estaba compuesto por un general de brigada por cada región militar y un contralmirante; en total nueve personas, ninguna de las cuales había sido consultada para su nombramiento, ni tampoco representaba, en realidad, a la zona militar de la que procedía. Un decreto, a fines de 1923, estableció que el presidente del Directorio «podía encomendar el estudio e informe de los asuntos que juzgue pertinentes, por separado, a uno o varios generales del Directorio». Esta división de competencias equivalía a la de departamentos ministeriales, aunque de una forma más confusa y cambiante. Así, por ejemplo, el general Vallespinosa asumió las competencias procedentes del Ministerio de Gracia y Justicia, pero también alguna de Gobernación; el general Hermosa tuvo las de Trabajo, pero también otras de Industria, compartiéndolas con Rodríguez y Pedré, al tiempo que se ocupaba también de una función no estatal como era la organización de la Unión Patriótica y los somatenes. Las cuestiones relacionadas con el antiguo Ministerio de la Guerra estuvieron en manos de Rodríguez y Pedré y Jordana, pero este último también se responsabilizó del catastro y la reforma administrativa. El Ministerio de Estado siguió dependiendo de un subsecretario, bajo la directa supervisión de Primo de Rivera. El contralmirante Magaz, que tenía las poco absorbentes competencias de Marina, asumió la condición de vicepresidente del Directorio en ausencia de quien estaba a su frente. Como se puede apreciar, la organización del Directorio ofrecía todas las características de la provisionalidad y difícilmente hubiera podido perdurar pasado algún tiempo. Durante los primeros meses de 1925, en un momento en que Marruecos no parecía una cuestión resuelta, arreciaron los rumores de que se iba a volver a la situación constitucional. Los «viejos políticos» la reivindicaron al mismo tiempo que la Dictadura, poco convencida de tener el absoluto apoyo del Rey, no tuvo el menor reparo en intentar una absoluta identificación con la Monarquía cuando se produjo una campaña del escritor republicano Blasco Ibáñez en su contra. Alhucemas tuvo como consecuencia que se considerara agotada la situación anterior y no sólo por su confuso funcionamiento. Los propios generales del Directorio participaron a Primo de Rivera su decisión de no seguir en las mismas condiciones, porque en ellas se ponía en peligro —según ellos— la imparcialidad política del Ejército. Pero si todos —y el Rey mismo— estaban de acuerdo en la vuelta a la Constitución de 1876, al mismo tiempo hubo importantes diferencias de matiz. A diferencia de Magaz y de otros generales, e incluso del Monarca, el dictador quería partir de la propia situación política que él mismo había engendrado. No tenía unas pretensiones de dictadura permanente pero sí de punto de partida distinto, siempre dentro de un regeneracionismo que no había perdido su componente liberal.

En diciembre de 1925, con el problema de Marruecos ya encauzado, el general imaginó un paso intermedio hacia la normalidad en forma de constitución de un Directorio civil. A sus futuros ministros les explicó que se trataba de formar un gabinete, «radical y expedito en el procedimiento», para, con él, mantener la situación dictatorial concluyendo la obra regeneracionista pero con el horizonte de una vuelta a la normalidad. El problema que en estas condiciones se le planteaba inevitablemente al dictador, era cómo volver a la normalidad constitucional que siempre señaló como su objetivo final. Este es un problema común a todas las dictaduras pero muy especialmente a aquellas, como la de Primo de Rivera, que se consideraron a sí mismas «como un paréntesis regenerador. Si hubiera abandonado el poder en el momento de haber logrado la solución del problema de Marruecos habría obtenido el apoyo de los sectores más diversos de la política nacional, pero, como escribió Pabón, »sí una dictadura pudiera irse no sería tan grave, pero no puede marcharse ni en el triunfo ni en el fracaso; en el fracaso, porque necesita triunfar, y en el triunfo, porque el abandono carece de motivos”. A esta incertidumbre respecto de la duración del régimen hay que añadir, además, la que se dio respecto del procedimiento para sustituirlo, que se fue haciendo cada vez más grave a partir de 1927.

En el gobierno de 1925 figuró como ministro de la Gobernación (y, en la práctica, vicepresidente) el general Martínez Anido, antiguo amigo del dictador, pero, como ya ha quedado señalado, la mayor parte de los ministros fueron civiles. Al seleccionar a los miembros de su gabinete Primo de Rivera hubo de recurrir a la única cantera en la España de entonces, los partidos de turno, aunque promocionó a quienes, por su juventud o por su carrera política, no habrían llegado tan rápidamente a dicho puesto. El conde de los Andes y Yanguas eran miembros del partido conservador. El primero fue, además, amigo personal de Primo de Rivera, y el segundo sólo ejerció su papel de ministro de Estado durante catorce meses, pasando luego esta responsabilidad al propio Primo de Rivera. Calvo Sotelo procedía del «maurismo» y había sido gobernador civil antes de la Dictadura, pero su ascenso se debió, sobre todo, a su papel como redactor de los Estatutos municipal y provincial. Fue el único ministro que propuso modificaciones al programa de gobierno de Primo de Rivera, siempre con un contenido liberal —como la desaparición de la censura— lo que contrasta con su evolución posterior. Aunós había sido secretario político de Cambó. Para las restantes figuras del gobierno vale, en general, la afirmación de que tenían un nivel inferior al medio de los gobiernos constitucionales, tal como escribió de ellas el duque de Majura. Este juicio vale especialmente para Ponte y Callejo, quienes proporcionaron al régimen conflictos gratuitos en Justicia e Instrucción. En cambio, no es así para Rafael Benjumea, conde de Guadalhorce, un ingeniero de sólido prestigio por su planteamiento y ejecución de obras públicas, a quien Primo de Rivera conoció en Málaga y que acrecentó con su ejecutoria su significación política hasta el punto de ser luego dirigente principal del partido político heredero de la Unión Patriótica, a pesar de que sus intereses nunca fueron primordialmente técnico-administrativos. Al haber formado un gobierno civil Primo de Rivera no había hecho otra cosa que afirmar su voluntad de permanencia en el poder pero, en cambio, no había indicado un camino cierto y preciso para salir del régimen dictatorial. Ya se ha indicado que el dictador no quería aceptar una pura y simple vuelta a 1923. Eso le hizo insistir en aquellos instrumentos de poder político de su régimen. Desde fines de 1925 se produjo un relanzamiento de la Unión Patriótica que, no obstante, siguió siendo un partido ficticio, mucho más instrumento para organizar actos de masas en apoyo propio que vehículo para la aparición de nuevos sectores políticos. En ella militaron, sobre todo, elementos marginales o de segunda fila del régimen anterior, aunque también apareció una parte de la derecha posterior. La aparición del diario oficial La Nación, financiado por capitalistas contrarios a los nacionalismos periféricos, fue otro medio de reafirmación del régimen. Pero Primo de Rivera no sólo perfeccionó los instrumentos políticos de apoyo a éste sino que, además, derrotó a sus adversarios. A quien podía ser su relevo al frente de un gobierno de transición, Magaz, lo envió como embajador al Vaticano. En junio de 1926 derrotó una conspiración militar —la llamada «Sanjuanada»— que pretendía un golpe de Estado «a lo Pavía» destinado a entregar el poder a militares liberales que condujeran de nuevo a la Constitución. A este intento la Policía sumó abigarradamente sectores del mundo de la cultura y el periodismo que nada tenían que ver, a los que el dictador describiría como «libero-intelectuales». En meses siguientes, además, impuso la disciplina en el cuerpo de artillería. La mejor prueba de hasta qué punto reafirmó todo ello su voluntad de permanencia en el poder nos la proporciona una carta a uno de sus colaboradores: se sentía con «salud como un toro y con un ánimo a cien atmósferas» para seguir al frente del país. Para acabar de redondear esta frase estando en el poder se dejó nombrar «doctor honoris causa» por la Universidad de Salamanca, cuando ya se había enfrentado con el conjunto de los intelectuales españoles.

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