Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (62 page)

El predominio de la actitud colaboracionista —«un pragmatismo casi ilimitado», la ha denominado un historiador— fue muy marcado hasta el momento de la convocatoria de la Asamblea Nacional e incluso duró más allá, para sólo modificarse radicalmente en los últimos meses de vida del régimen. Cuando el Instituto de Reformas Sociales se convirtió en Consejo de Trabajo los vocales obreros socialistas pasaron a él y, ampliado el Consejo de Estado con una representación del de Trabajo, se integró un vocal de representación obrera, Largo Caballero, elegido por los miembros de su partido que figuraban en aquél. Desde el punto de vista de los reglamentos internos de la UGT su actuación había sido ortodoxa, pues su elección provenía de los obreros de su propio sindicato y no del gobierno, pero Prieto y De los Ríos protestaron y el segundo dimitió de su puesto en la ejecutiva del partido socialista. Largo Caballero, como para marcar distancias, se limitó a tomar posesión de su puesto sin el chaqué habitual. Aparte de la elección por los propios obreros hubo otro requisito de los socialistas para su participación en organismos consultivos: la ausencia de los sindicatos que ellos consideraban como amarillos (católicos y libres) o de personalidades como la de Martínez Anido, que en las Cortes habían sido merecidamente atacadas por los diputados socialistas. Por eso los socialistas no estuvieron en el Consejo de Economía Nacional, la Conferencia de la Minería o la Junta Central de Abastos. En todo caso, esta actitud colaboracionista, nacida de una posición defensiva, no proporcionó al socialismo especiales ventajas. No es cierta la afirmación según la cual habría sido el único partido que mantuvo y acrecentó su organización durante la etapa dictatorial y que, gracias a ello, estuvo en unas condiciones especialmente buenas al final de la misma. El número de los afiliados a UGT pasó tan sólo de 210.000 a 223.000 en el periodo 19231927. El cambio más significativo en su procedencia puede ser una cierta disminución del número de campesinos, sector social en que se pasó del 31 al 24 por 100 del total, mientras que otras categorías crecían. El número de afiliados al PSOE permaneció estancado en torno a 8.000 hasta el momento de aproximarse la fase final del régimen. Un rasgo muy característico del socialismo durante esta etapa es el haber considerado como un elemento cardinal de su proyecto y estrategia la profundización educativa y cultural de sus afiliados. En esto su actitud fue relativamente semejante a la de los nacionalistas periféricos.

Cuando fue convocada la Asamblea Nacional se inició el despegue de los socialistas, que no aceptaron los puestos que les habían sido atribuidos en ella sin elección de su propio grupo político; hubo, sin embargo, un pequeño sector del partido dispuesto a hacerlo (Tritón Gómez, Saborit). En 1929, sin embargo, una drástica ruptura tuvo lugar cuando Primo de Rivera, ya en el declive de su dictadura, estuvo dispuesto a aceptar en la Asamblea a cinco representantes de la UGT, que en esta ocasión ya serían elegidos por ella misma. Ahora la propuesta no sólo no fue aceptada sino que, además, en el congreso del partido inmediatamente posterior, el PSOE se declaró a favor de la República. En estos últimos tiempos del régimen hubo también prácticas represivas en contra de sindicalistas socialistas. En este cambio del socialismo hay que atribuir un papel muy importante a Largo Caballero. La posición oportunista que siempre mantuvo le hacía tener muy en cuenta la evolución de los sectores obreros respecto del régimen. Si en un primer momento había sido relativamente pasiva ahora era mucho más beligerante en su contra y esto contribuyó a cambiar su actitud. La dinámica de la CNT durante el periodo dictatorial fue, por supuesto, muy diferente aunque no se debe pensar tampoco que en este caso hubiera una persecución a ultranza. Hay que partir de que, en buena medida, la CNT se había destruido a sí misma antes de que llegara al poder Primo de Rivera y que el sector terrorista se encontraba cada vez más distanciado de los sindicatos, ejerciendo un predominio que estaba destinado a desvanecerse con la instalación en el poder de un gobierno dispuesto a ejercer la autoridad aun mezclándola con la arbitrariedad. De hecho, la política de la Dictadura no fue en los inicios tan duramente persecutoria. Consistió en aumentar gradualmente la presión haciendo que los sindicatos cumplieran la legalidad vigente en lo que se refería a la publicidad del destino de sus cotizaciones, disposición aprobada meses antes del golpe de Estado. Además, el régimen hizo siempre una política muy discriminatoria procurando que los sectores más radicales de la CNT quedaran acéfalos o en la semiclandestinidad y que los más sindicalistas no sufrieran las trabas previsibles en un régimen dictatorial. Quizá más que la represión sufrida lo que caracterizó la vida de la CNT en estos años fue la demostración de que, frente a lo que pudiera pensarse por su trayectoria anterior, no era invencible en el caso de que se la persiguiera, pero el plazo relativamente corto en que fue sometida a este trato posibilitó que al final del régimen se produjera una reconstrucción muy rápida.

Con esa política la Dictadura logró agravar la discordia existente en su seno desde hacía tiempo entre quienes practicaban el terrorismo y quienes, sindicalistas, mantenían una posición cada vez más abierta al posibilismo. Esta actitud, adoptada por Peiró y, sobre todo, por Pestaña, llegó a propugnar la presencia en los comités paritarios e incluso la formación de un partido político. La polémica entre los dos sectores se llevó a cabo en unas condiciones peculiarísimas que parecían dar la razón a los maximalistas. Se puede pensar, en efecto, que de producirse la polémica a la luz pública el resultado hubiera sido diferente.

El primer momento en que se planteó la división entre los dirigentes del anarcosindicalismo fue poco después del golpe de Estado, cuando se decidió pasar a la clandestinidad, sin que todos aceptaran esta táctica. Meses después, el asesinato de un verdugo en Barcelona (mayo de 1924) tuvo como consecuencia que la persecución arreciara y que se prohibiera el principal periódico confederal, aunque otros perduraran. También la intentona —a fines de ese mismo año— de Vera de Bidasoa, en que tomaron parte jóvenes anarquistas supuso el incremento de la represión, la emigración de parte de los dirigentes y la actuación desde una clandestinidad que, de hecho, era cada vez más inocua para el régimen. En una situación como ésta el debate interno del movimiento anarquista se centró en lo que fue denominado como la «trabazón», es decir, la relación entre sindicato y la específica organización anarquista. La respuesta fue la creación, en julio de 1927, de la Federación Anarquista Ibérica, que se significó inmediatamente y, sobre todo, con posterioridad, por su posición insurreccionalista. Fue, en definitiva, el resultado de toda una evolución. Este sector resultó el mayoritario, habiéndose dividido también los posibilistas ante una situación cada vez más difícil para tratar de poner en práctica sus doctrinas entre quienes estaban dispuestos a fundar un partido, como Pestaña, y quienes se resistían todavía a hacerlo. En realidad, desde 1868 los anarquistas habían contado con organizaciones secretas destinadas a mantener la pureza doctrinal e impulsar a los sindicatos hacia la revolución. Ahora, además, la política dictatorial marginaba a quienes no estaban dispuestos a colaborar con las instituciones y perseguía a los revolucionarios impidiendo el cambio espontáneo hacia el sindicalismo. Desde 1928 el antiguo anarcosindicalismo había evolucionado en su totalidad hacia la conspiración, pero Pestaña, en la vertiente sindicalista propicia a la intervención en la política, lo hacía con los republicanos y los «faístas» prefirieron a algunos jóvenes oficiales del Ejército. Uno de ellos fue Fermín Galán, al que veremos reaparecer en la conspiración de Jaca, ya terminada la Dictadura.

Entre 1923 y 1930 el PCE siguió siendo un pequeño grupo de apenas cinco centenares de militantes que parecía querer compensar su ausencia de cuadros y de influencia con un extremado sectarismo. Aunque fue prohibido, alguno de sus periódicos siguió publicándose, mientras que la policía debía considerar al partido lo suficientemente poco peligroso como para pactar periódicamente con alguno de sus dirigentes el abandono de la militancia a cambio de la ausencia de persecución. Sus reuniones directivas se celebraban a menudo en el exterior y en ellas tuvo siempre un papel decisivo la representación de la III Internacional. Desde 1925 desempeñó el papel directivo José Bullejos, cuya estrategia consistió en una mezcla de empleo de procedimientos dictatoriales en el interior del PCE, contra Maurín y los dirigentes catalanes, y de posibilismo aparente, que le llevó a aceptar una participación en la Asamblea Nacional que nadie pensó en ofrecerle. Probablemente, el hecho más relevante de la trayectoria del PCE en estos años fue la incorporación de un núcleo de dirigentes sevillanos de procedencia anarquista que habrían de desempeñar un papel crucial durante la etapa republicana. Este hecho parece toda una paradoja, pero hay que tener en cuenta que los propios militantes anarquistas de la FAI venían a actuar como un grupo leninista en el seno de la organización sindical. En cuanto al sindicalismo libre y católico su situación durante estos años puede resumirse brevemente. Favorecidos por el apoyo gubernamental, los libres lograron dominar una parte considerable del sindicalismo barcelonés, aunque lo ficticio y circunstancial de esta situación, provocada por la represión y por el apoyo de Martínez Anido, se acabaría percibiendo con el transcurso del tiempo. No cabe la menor duda de que el segundo hombre del régimen consideraba a los «libres» como cosa propia, aunque en alguna ocasión tuvo tensiones con ellos. Con el sindicalismo católico sucedió algo muy peculiar. Por un lado, parte de sus dirigentes fueron atraídos hacia la colaboración con el régimen en puestos políticos pero, al mismo tiempo, sus quejas fueron frecuentes contra el supuesto colaboracionismo de Primo de Rivera con la UGT: se reprochó al dictador que en los comités paritarios no hubiera una representación proporcional, sino mayoritaria, lo que impedía la presencia de los sindicatos católicos, y que no tuviera en cuenta que los sindicatos agrícolas católicos eran organizaciones mixtas, formadas también por patronos, y, por tanto, poco adaptables a estos comités. En suma, el sindicalismo católico se sintió marginado a pesar del relevante papel que alguno de sus militantes tuvo en la UP. En una situación como ésta se produjo una vuelta a planteamientos de reconfesionalización que ya habían sido superados en muchos otros países. Uno de los dirigentes más importantes del catolicismo social, Maximiliano Arboleya, consideró que este periodo había sido una «ocasión perdida» más para el sindicalismo de esta significación.

En la oposición al régimen: la vieja política y los republicanos

L
os movimientos sindicalistas constituyeron tan sólo una parte de la oposición potencial contra Primo de Rivera y ya hemos visto que no siempre ejercieron como tales. En principio se podría pensar que mayor trascendencia que ellos hubieran podido tener los partidos de turno y los republicanos pero lo cierto es que el régimen apenas tenía enemigos peligrosos en torno a 1926 o 1927 y no dio la sensación de padecer una auténtica crisis sino en 1929. Entonces se descubriría que si la Dictadura fue el producto de una situación sin salida no hacía otra cosa que prolongarla sin encontrar solución alguna. La excepción de esta impresión general sería Cataluña, en donde la voluntad persistente del régimen de reducir la lengua catalana al mundo de lo privado, porque lo contrario, según las autoridades militares, equivalía a «separatismo manso», enajenó a la mayor parte de la opinión pública y provocó un rosario de pequeños incidentes. En 1927 reapareció en el escenario Cambó que, aunque mantuvo polémicas aparentemente corteses con el dictador acerca de varias materias, siempre fue considerado como un peligro por parte del régimen. Pero el caso catalán fue, como se ha dicho, una excepción.

Uno de los factores que explica el mantenimiento de la Dictadura es, por tanto, la impotencia de la oposición. No se debió ésta, en realidad, a los medios represivos utilizados en su contra: Primo de Rivera no prohibió ningún partido político, aunque periódicamente pusiera sordina a sus actuaciones o impidieron éstas de forma arbitraria. La propia censura no podía calificarse de férreamente persecutoria: el principal responsable de la misma escribió, luego, acerca de la «instintiva repulsión» que sentía por su tarea, que procuraba ejercer con benevolencia. Primo de Rivera podía ser arbitrario, incluso atrabiliario e injusto, pero no fue nunca cruel. Además, la propia condición temporal que atribuía su régimen hacía que las críticas más duras en su contra parecieran carentes de sentido. Sólo arreciaron en el momento en que la Dictadura trató de institucionalizarse de modo definitivo.

Resultaba lógico que, puesto que la Dictadura desplazó del poder a los partidos de turno, en ellos encontrara una oposición especialmente cerrada. Sin embargo, no fue así: el golpe de Estado se consideró como inevitable y los propios políticos que estaban en el poder mostraron una actitud de expectativa, como si estuvieran dispuestos a aceptar cualquier tipo de crítica genérica al sistema de turno, siempre que no les afectara a ellos directamente. Entre los conservadores, Sánchez Guerra mantuvo una posición de apartamiento digno que no excluía la comprensión del golpe de Estado. De los liberales, Santiago Alba, tratado con radical injusticia en las declaraciones del dictador, estaba mucho más interesado en la reivindicación propia que en la conspiración contra el régimen, mientras que Alcalá Zamora declaraba que el régimen podía realizar una «misión útil», y el conde de Romanones aseguraba que «no debe estropearse la labor de quienes vienen con programas de renovación». Es muy posible que la Dictadura, como afirmó este último, hubiera conseguido hacer olvidar su «pecado original» en el caso de haber durado poco y limitarse a solucionar el problema de Marruecos. Los primeros incidentes con los opositores tuvieron escasísima trascendencia: Ossorio y Gallardo fue detenido por hacerse eco de supuestas inmoralidades administrativas y cuando Melquíades Álvarez y Romanones acudieron a recordar al Monarca la necesidad de reunir las Cortes se encontraron en el vacío más absoluto ante la opinión pública. Con el paso del tiempo, la irritación de la llamada vieja política fue aumentando. Las acusaciones de inmoralidad colectiva a las que le sometía el dictador podían ser consideradas como un ataque no personal, siempre que no fueran demasiado tenaces. Como aseguró un político conservador, «los ataques, menosprecios e injurias (de Primo de Rivera) a los hombres públicos no tuvieron ni el límite de la justicia ni el de la medida». El propio sistema político del liberalismo oligárquico resultaba diferente y contrario a las normas de la ética democrática pero eso no quería decir que la mayor parte de los políticos fueran corruptos. En defensa del pasado constitucional el conde de Romanones escribió un libro titulado Las responsabilidades del Antiguo Régimen, cuya lectura proporciona un balance positivo de sus realizaciones. Primo de Rivera, por ejemplo, que había sido en el pasado un miembro más de la clase dirigente, exculpó a García Prieto con la misma arbitrariedad con la que acusaba a Alba. En toda su relación con aquellos a quienes había desplazado del poder Primo de Rivera resultó una muestra de intemperancia e impulsividad. Podía, en ocasiones, olvidar sus agravios regeneracionistas contra la clase política o incluso alabar a alguno de quienes formaron parte de ella pero no aceptaba las críticas contra la Unión Patriótica o el presunto pecado original de su régimen. Con ello demostraba que esos políticos eran su principal punto de referencia (porque él había sido un aspirante a convertirse en uno de ellos). Al mismo tiempo la actuación de la Dictadura con respecto al caciquismo pudo no tener una gran efectividad, especialmente en lo que se refiere a engendrar una vida política nueva, pero contribuyó a desorganizar los sistemas clientelísticos en los que se basaba la política del turno. Los antiguos jefes de partido se encontraron con que perdían sus cacicatos y que, con razón o sin ella, veían perseguidos a sus colaboradores. Es muy posible, por ejemplo, que la oposición de Sánchez Guerra o de Alcalá Zamora tuviera como motivo parcial la actuación de la Dictadura en Córdoba, donde tenían su fuerza política. En cambio, quienes colaboraron con el régimen conservaron su feudo, como fue el caso de De la Cierva en Murcia o de Bugallal en Galicia.

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