Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (40 page)

En estos momentos parece poco dudoso el hecho de que fue en medios anarcosindicalistas donde surgió la iniciativa de los atentados en torno a 1917. Si la violencia se había diluido un tanto pareció recrudecer al final de la guerra mundial. Los datos que conocemos dejan claro quiénes fueron principalmente culpables de lo sucedido. Hubo unos 250 atentados hasta 1918 y en ellos las víctimas de filiación conocida fueron 35 patronos, 17 capataces o encargados y 156 obreros sin filiación frente a 9 cenetistas. Parece, pues, evidente, que el crecimiento de la CNT se hizo en un clima de violencia que revelan las propias denuncias de la UGT.

Esto no quiere decir que todos los sindicatos barceloneses o sus líderes apoyaran el terrorismo aunque, como veremos más adelante, buena parte de los dirigentes mantuvieron una posición al menos ambigua respecto de él. Su rápida eliminación a partir de la implantación de la Dictadura de Primo de Rivera parece demostrar su falta de arraigo real. Lo que convirtió estos procedimientos en habituales fue una mezcla de seguridad en la revolución, aspereza de la lucha social, tolerancia de la dirección sindicalista y existencia de personas dispuestas a ofrecerse para la comisión de atentados. Ángel Pestaña cuenta en uno de sus libros cómo recibió la propuesta de dos jóvenes de realizar atentados a cambio de que se cubrieran sus gastos y los de sus familiares. Este tipo de ofertas debieron ser habituales: como casi siempre ha sucedido, los atentados fueron pensados y ejecutados por grupúsculos de jóvenes que tenían poco de sindicalistas y que enlazaban directamente con la tradición anarquista actuando a través de «grupos de afinidad», lo que les hacía difíciles de perseguir por la policía. Durruti dirigía uno de ellos, llamado El Crisol, mientras que García Oliver era el jefe de otro denominado Los Solidarios. A ninguno de los más importantes dirigentes de los sindicatos cabe culparles de la comisión de atentados, pero sí de tolerancia respecto de ellos y de falta de capacidad de reacción frente a una táctica que hubiera debido descubrirse como suicida. Las condenas fueran posteriores, pero entonces resultaron tajantes. Buenacasa escribió más tarde que «todos nos vimos envueltos en el sucio torbellino e imposibilitados de reaccionar contra la ola gigantesca de matones y vividores», y Pestaña admitió que la CNT perdió, a la vez, el «control de sí misma» y el «crédito moral» que tenía. Sólo en 1920 hubo un intento de rectificación, tímido en exceso y que acabó en nada.

El resultado de esta desembocadura de la agitación social en terrorismo convirtió a Barcelona en escenario de una sangrienta batalla campal. El momento álgido de la misma fueron los años 1920 y 1921, en que hubo del orden de trescientos atentados en cada uno de ellos, que concluyeron en una cincuentena de muertos en el primer caso y casi un centenar en el segundo. No sólo la capital catalana padeció esta lacra pues proporcionalmente la violencia, que apenas estuvo presente en Madrid, jugó un papel más importante en Bilbao, donde tenían preponderancia los comunistas, y en Zaragoza, cuya significación mayoritaria era también anarquista. Sin embargo, la mayor relevancia política del fenómeno se dio, sin duda, en Barcelona. Allí padecieron la violencia política y social patronos y abogados de sindicalistas (Layret o Ulled) pero, sobre todo, obreros, en parte porque el pistolerismo cenetista utilizaba la violencia para presionar a los posibles indisciplinados, pero también porque, como respuesta a él, surgió un sindicalismo libre, que empleó idéntica violencia y del que más adelante se tratará. En efecto, más que de una lucha entre patronos y obreros se trató de un enfrentamiento violento entre dos sindicatos, uno de los cuales tuvo, a veces, pero no siempre, protección oficial. Los dirigentes de los sindicatos libres procedían de los únicos, a pesar de que tenían significación derechista y católica. De la «defensa armada» y el colaboracionismo con los patronos acabaron pasando a una estrategia reivindicativa a partir de 1921. Con el transcurso del tiempo el sistema de violencia fue perfeccionándose y agravándose la situación: desde 1921 aparecieron los atracos, que convirtieron la violencia en un negocio, y ya en 1923 el pistolerismo se había profesionalizado hasta tal extremo que la mitad de los atentados concluían con víctimas mortales. Ante esta situación hubo, desde luego, una reacción patronal que padeció de parecidos vicios y desmesuras que la sindical. Empresarios de la construcción y del metal, principalmente medianos y pequeños, crearon una combativa federación patronal, mucho más activa y expeditiva que el Fomento del Trabajo Nacional, dirigido principalmente por «los propietarios de abolengo». Un futuro ministro de Franco, Gual Villalbí, explica esta movilización como consecuencia de «un febril estado motivado por el miedo» y deseoso de una reacción, cualquiera que fuera. Si en marzo de 1919 los sindicatos se habían lanzado a una reivindicación imprudente, a fines de ese mismo año se produjo un «lockout» patronal. Las primeras amenazas revolucionarias contribuyeron, además, a la creación del Somatén, es decir, una especie de milicia cívica, armada de fusiles, que llegó a tener 65.000 afiliados en Cataluña, triplicando las cifras de antes de la guerra, y que representaba y trataba de guardar el orden social. Por supuesto esta milicia era burguesa y conservadora pero, situada bajo el control de la autoridad militar, no tuvo realmente parecido con las bandas fascistas de Italia. Existieron grupos mínimos imitadores del fascismo, pero su influencia resultó casi nula. Como sabemos, ese sector patronal contribuyó también a financiar bandas irregulares.

Fue el Estado —en la práctica, la autoridad militar— quien se enfrentó fundamentalmente al terrorismo y lo hizo de una manera que resulta, desde varios puntos de vista, muy criticable. En primer lugar se caracterizó, como era habitual en la Restauración, por una variabilidad e inestabilidad entre dureza y afán conciliatorio que no llegó a dar ningún resultado, agotando ambas posibilidades en un plazo demasiado corto de tiempo. Las etapas de conciliación fueron demasiado breves como para que en ellas se pudiera consolidar un sindicalismo reformista y en las de represión se emplearon procedimientos al margen de cualquier legalidad sin por ello obtener mejores resultados. Representantes del primer tipo de política fueron los gobernadores Amado y Bas, y de la segunda el conde de Salvatierra y, sobre todo, Martínez Anido. Este, a partir de fines de 1920, intentó «dar la batalla» al sindicalismo con sus propios métodos, lo que incluía la eliminación de los detenidos mediante la llamada «Ley de Fugas», fórmula que ya otros militares habían sugerido. De todos modos este procedimiento tan sólo se utilizó poco más de una docena de veces a comienzos de enero de 1921. Brutal, e incapaz de darse cuenta de que una cosa era el terrorismo y otra el sindicalismo, Martínez Anido, lejos de mejorar la situación, la empeoró a corto plazo, y en los veinte primeros días de su actuación como gobernador se produjeron nada menos que 22 atentados. No se preocupó de ocultar sus procedimientos: dijo que «apenas hablaba con el Gobierno» y admitió haber recomendado a los «libres» liquidar diez adversarios por cada militante que perdieran. En un año de responsabilidad sobre el orden público en Barcelona hubo casi 400 víctimas de atentados e incluso llegó a acusar a las víctimas de fingir que sus asesinatos habían sido cometidos por obra de los guardianes del orden. Durante meses, las clases dirigentes del país simularon no darse por enteradas de tamaños procedimientos. A lo sumo Cambó lamentó que no se cambiara la ley de orden público en vez de seguir con un terrorismo blanco que admitía como habitual. La Lliga, que nutrió las filas del Somatén, juzgó que mientras que existiera el terrorismo sindicalista no había conflicto social que pudiera tener solución normal en Barcelona. Pero si esa política de dureza y brutalidad no resolvió el problema terrorista tampoco lo hizo la política más templada seguida a partir de 1922, aunque entonces hubo menos violencia. A partir de fines de este año rebrotó ésta y lo peor fue que ahora se sumó a la preexistente, dando la sensación de no concluir nunca favoreciendo, en definitiva, el advenimiento del régimen dictatorial. De todos modos, no debe pensarse que la política estatal fuera únicamente represiva. Durante la primera posguerra mundial hubo importantes medidas reformistas en el terreno social de las que pueden citarse, a título de ejemplo, la creación del Ministerio del Trabajo en mayo de 1920 o la Ley de Accidentes de trabajo en enero de 1922. Gran parte de estas medidas fueron auspiciadas por Eduardo Dato, quien murió en 1921 como consecuencia de un atentado que, al decir de Bueso, un dirigente sindical, fue «consentido» por los dirigentes de la CNT y financiado por las «cajas sindicales». Si la inestabilidad caracterizó a la política estatal, lo mismo cabe decir de la trayectoria cenetista, por su propia incertidumbre y por las condiciones a las que se vio sometida. Desde comienzos de 1920 la CNT llevó una vida peculiar, sin verdaderas reuniones colectivas en que su dirección pudiera decidir una trayectoria, acosada por la persecución indiscriminada y proclive a entregarse a un fútil violencia individual. De ahí los bandazos que experimentaron sus planteamientos. Después de haber decidido no pactar con la UGT, en el verano de 1920 lo hizo con un criterio defensivo que no fraguó al negarse la segunda central sindical a ir a la huelga cuando se produjo, en noviembre del citado año, el asesinato de Layret. También fue preciso rectificar la actitud de identificación con la Internacional Comunista. Si esta decisión se tomó en una fecha muy tardía, verano de 1922, fue debido a que la persecución policial entregó la dirección del sindicalismo a dirigentes de escasa experiencia y de significación totalmente ajena al anarquismo. Tanto Nin como Maurin procedían del socialismo y sólo les unía a la CNT un cierto sentido de urgencia revolucionaria; ellos fueron los principales dirigentes de la CNT durante el año 1921 y los que la mantuvieron en la práctica más vinculada al comunismo que a cualquier otra opción. A comienzos de 1922 la situación cambió con la salida de los dirigentes sindicales de las cárceles en donde estaban. En junio de 1922 el congreso de Zaragoza no sólo supuso la ruptura con el comunismo sino también la adopción de una línea, patrocinada por Salvador Seguí, que volvía a ser más sindicalista que anarquista. El congreso incluso llegó a aprobar una vaga «resolución política» que demostraba la preocupación de la CNT por los problemas generales del país. Sin embargo, esta senda, que señalaba el inequívoco camino de la moderación, no duró mucho. Los sectores más radicales se lanzaron inmediatamente a la subversión insurreccional y a comienzos de 1923 el propio Seguí fue asesinado, quizá por ellos mismos. La pérdida de Seguí resultó ya irreparable: Bueso afirma que la CNT «quedó sin capitán» y también «sin rumbo seguro». Aunque Pestaña mantenía una posición semejante, carecía de su prestigio y de su influencia. Entre 1917 y 1923 el terrorismo causó en Barcelona un millar de víctimas, de las que un 35 por 100, al menos, lo fueron por atentados provocados por los anarcosindicalistas que padecieron un 21 por 100, siendo el resto difícil de determinar. En estas condiciones, la CNT fue hundiéndose a sí misma en la impotencia y el descrédito: no cesaban ni la agitación ni los atentados pero, a la altura de septiembre de 1923 y ya desde 1922, sus sindicatos tenían una fuerza muy relativa. No sería la última ocasión en que el ejercicio de la gimnasia revolucionaria tuviera como consecuencia impedir la reforma y el propio régimen liberal.

El socialismo y el nacimiento del comunismo

C
omo sucedió en el caso de la CNT, aunque en menor grado, también el sindicalismo y el partido socialista experimentaron un fuerte crecimiento inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. En su caso, sin embargo, tal fenómeno era la continuación de un proceso cuyos orígenes hay que remontar a la creación de la conjunción republicano-socialista. En la última década de siglo el PSOE apenas alcanzaba 5.000 votos mientras que el SPD alemán se acercaba al millón y medio pero, sin que se produjera un cambio esencial, la situación mejoró considerablemente para el socialismo español en los años de la Conjunción. En el momento del estallido de la guerra disponía ya de unos 40.000 votos, 14.000 afiliados y unos 150.000 miembros de la UGT. Gracias a la Conjunción había conseguido empezar a arrebatar al republicanismo —demasiado lejano ya a cualquier tradición popular o revolucionaria y en exceso pactista con los monárquicos— los apoyos sociales que éste había tenido hasta el momento en los medios urbanos y proletarios, medios donde el socialismo empezó a construirse una situación predominante. Había una minoría del partido, más radical, que criticaba la colaboración con los republicanos, que se quejaba del personalismo en la dirección o que se sentía irritada por el mantenimiento de una permanente posición de espera revolucionaria, pero carecía de verdadera influencia en la toma de decisiones fundamentales.

En estas condiciones debe entenderse la posición del PSOE ante la guerra mundial, factor imprescindible a su vez para comprender el posterior impacto sobre él de la Revolución rusa. En un primer momento el PSOE mostró una evidente desorientación ante el conflicto, para luego pasar de una aliado-filia latente a otra postura más radical que consideraba «criminales» a las potencias centrales, favorecía la intervención norteamericana en el conflicto y afirmaba que, «en puro idealismo», el partido debía ser intervencionista. Esta actitud chocó decididamente con la del anarquismo, que se manifestó contrario a los dos beligerantes y que incluso propició en 1915 la celebración en El Ferrol de un congreso pacifista; el número de los anarquistas aliadófilos fue mínimo, en comparación con los del PSOE. También lo fue el de aquellos socialistas minoritarios que asimilaban a los dos bandos en una común condena del «imperialismo». Aunque algunos viejos dirigentes, como Acevedo, o intelectuales, como Verdes y Núñez de Arenas, optaron por este tipo de postura, tan sólo los jóvenes socialistas madrileños se identificaron con las posiciones pacifistas y antimperialistas de las que en el resto del Occidente europeo surgirían luego los partidos comunistas.

Si todos estos antecedentes son por completo imprescindibles para llegar a comprender la escasa implantación inicial del comunismo en España hay que referirse de nuevo al crecimiento del partido y del sindicato socialista para poder tener una visión completa acerca de la situación de ambos cuando llegó la noticia de la Revolución rusa. En los años de la posguerra mundial el socialismo vio acrecentarse sus efectivos en todos los frentes. En 1918 la elección de los cuatro dirigentes de la huelga de 1917 permitió la existencia de una movida actividad parlamentaria, no reducida tan sólo a Iglesias. Sin embargo, en 1920 los sufragios socialistas se reducirían a la mitad, disminuyendo también el número de diputados; con todo, el PSOE tenía ya influencia en algunas ciudades como, por ejemplo, Madrid, donde conquistó, ese mismo año, siete concejalías (tenía casi 600 en toda España). Pero, con todo, son más expresivas las cifras de afiliación. En la primera posguerra mundial el número de afiliados al PSOE llegó a superar los 50.000, cuadruplicando sus efectivos, mientras que los de la UGT rondaban los 250.000. Resulta de especial importancia el medio geográfico y social donde se produjo este crecimiento; tres cuartas partes de los nuevos efectivos procedían de Andalucía, Extremadura y Levante, es decir, zonas de nueva implantación del partido en un mundo para él infrecuente, es decir, el rural. En efecto, el PSOE había comenzado a preocuparse de la política agraria que hasta el momento constituía un aspecto inédito de su programa. Tan sólo Unamuno, un socialista heterodoxo, lo había hecho hasta que a comienzos de la segunda década de siglo se ocupó de esta cuestión Fabra Ribas, quien redactó un programa reformista que sería adoptado por el partido en 1918 y que coincidía con los programas agrarios puestos en práctica en la Europa de la época. De esta manera el socialismo español empezó a experimentar una implantación creciente en comarcas en las que no había penetrado hasta el momento: en Málaga, por ejemplo, la significación anarquista de la serranía de Ronda fue compensada por la socialista en Vélez Málaga y en el valle del Guadalhorce.

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