Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (36 page)

En cuanto al programa hacendístico de Alba se trataba de un conjunto articulado de medidas que pretendía equilibrar el presupuesto, realizar una reforma fiscal y, al mismo tiempo, promover un gasto público basado en un presupuesto extraordinario. Este carácter plural era lo que lo diferenciaba del llevado a cabo por Villaverde, tan sólo nivelador de ingresos y gastos. Alba quería eliminar el déficit recortando principalmente los gastos de Marruecos y sin tocar los educativos. La reforma fiscal que pretendía recaería en la propiedad urbana y en la rústica desaprovechada, en los derechos reales, los rendimientos del trabajo personal y en la ampliación de los monopolios a explosivos y alcoholes. Además, propuso un presupuesto extraordinario, financiado a través de deuda pública, por un total de 2.134 millones de pesetas en diez años, de los que la mitad estarían dedicados a programas de contenido regeneracionista como los riegos, las comunicaciones o la instrucción pública. Por otro lado, de forma indirecta, Alba proponía una reforma agraria a través de la fiscalidad y la introducción de un impuesto personal por medio de los beneficios extraordinarios. El programa era muy ambicioso y podría, en efecto, haber tenido efectos positivos dadas las óptimas circunstancias que el país vivía desde un punto de vista económico, pero desde un principio tuvo graves problemas. La mayor parte de los especialistas se alinean, en efecto, a favor de las consecuencias positivas que pudiera haber tenido un proyecto como éste, no sólo por las mejoras en infraestructura y por su función social sino como procedimiento para reducir la inflación y permitir cubrir el déficit presupuestario habitual. Pero una pieza imprescindible del mismo estaba constituida por un impuesto a los beneficios extraordinarios obtenidos durante el periodo bélico y, en relación con él, se produjo la cerrada oposición de la totalidad de los sectores empresariales del país, desde el partido conservador hasta los catalanistas, pasando por los nacionalistas vascos. La oposición de Cambó fue, sin embargo, especialmente combativa. Los historiadores de la economía que han estudiado esta cuestión concluyen dictaminando la ceguera de los sectores conservadores, pero las razones de la oposición no carecen, en realidad, de coherencia. Decía el político catalanista que un Estado que hasta entonces se había negado a plantear, y menos aún a resolver, los problemas económicos que la guerra mundial había puesto en claro, carecía por completo de derecho para reclamar sacrificios a quienes se habían beneficiado de ella. Cambó, además, no se oponía cerradamente a los proyectos de Alba sino que los dividía en «tolerables, modificables e inaceptables». Su mayor oposición a los mismos derivaba del hecho de que el peso de la contribución sobre beneficios extraordinarios recayera sobre todo en industriales y comerciantes mientras que las medidas de desarrollo favorecerían especialmente a las zonas del interior y, entre ellas, las del cacicato «albista». Otros protestaron que el impuesto fuera retroactivo, de que acudiera a criterios dudosos para determinar la ganancia «normal» y que pretendiera ser llevado a cabo por una administración que no estaba preparada para ello. Los proyectos de Alba no contaron con el apoyo decidido de Romanones y esta es la razón fundamental que puede explicar su fracaso y el que, como en tantas otras ocasiones durante la Restauración, ésta fuera una cuestión más que, planteada con la premura de lo absolutamente vital, acabara relegada. Otros sucesos más apremiantes centraron la atención predominante de Romanones. El primero de ellos se refirió a la política exterior, que, como ya sabemos, fue la que provocó su abandono del poder, pero también se había planteado ya la cuestión militar que con el transcurso del tiempo fue adquiriendo una mayor trascendencia.

A la caída de Romanones le relevó en el poder García Prieto. Se trataba de un puro cambio de personas que carecía de entidad ideológica y por ello Fernández Flórez, irónico comentarista de la realidad política, pudo decir que las diferencias entre los dos dirigentes liberales «no llegaron a ser divulgadas, ni eran, en verdad, excesivamente precisas». Durante su periodo gubernamental quedó planteada con carácter acuciante la cuestión social y a ella se sumó la de las Juntas Militares de Defensa, organismo corporativo de la oficialidad. Como en la época de Moret, la actitud de los dirigentes liberales fue dubitativa y blanda respecto de la posición del sector del Ejército que se había organizado en las Juntas. En un principio éstas fueron toleradas, pero luego Romanones, consciente de las dificultades que podrían originar con el transcurso del tiempo, ordenó su disolución que, sin embargo, estuvo lejos de llevarse a cabo, lo que no dejaría de suceder en repetidas ocasiones. Gobernando ya García Prieto, su ministro de la Guerra, el general Aguilera, en un aparente acto de energía, ordenó de nuevo la disolución de las Juntas y la detención de sus miembros. La reacción de los militares junteras fue, entonces, decidida y acabó en victoria. Incluso el Rey, que originariamente parece haber sido contrario a la existencia de estos organismos, acabó por sugerir una negociación con las mismas. A comienzos de junio de 1917 las Juntas quisieron imponer a García Prieto un reconocimiento de su existencia, pero no estando dispuesto éste a admitirla con claridad, acabó dimitiendo. Una vez más, el Ejército hacía patente su presencia en el escenario público español y, una vez más también, los liberales se mostraron incapaces de enfrentarse con él y, sobre todo, de vencerlo. La vuelta de Eduardo Dato a la Presidencia del Gobierno fue el testimonio de este hecho, al que había que sumar toda una agitación social en el trasfondo de los acontecimientos. A estos dos factores habrá que dedicar unas líneas, pues de ellos derivó, en última instancia, el planteamiento de la llamada «revolución» del verano de 1917.

Los sucesos de agosto de 1917

L
a trascendencia del verano de 1917 exige una previa explicación de los factores que llevaron a esa situación, una coyuntura crítica para el sistema de la Restauración de la que si, por un lado, sobrevivió, por otro sólo lo logró con muchas dificultades y de una manera que alteró profundamente lo que habían sido hasta entonces algunos de sus rasgos más característicos. Puesto que, aparte de la dinámica política, la protesta social y la situación del Ejército contribuyen a explicar lo ocurrido en aquella ocasión, será necesario hacer una referencia previa a estos dos factores.

La protesta sindical y social experimentó un cambio importante a partir de 1910 y, más concretamente, desde el momento del estallido de la Primera Guerra Mundial. Ya se ha señalado que antes de esa fecha una parte muy considerable del proletariado organizado español estaba vinculada al republicanismo, especialmente en su versión más populista —el radicalismo de Lerroux, por ejemplo—. Además, los sindicatos tenían una implantación escasa, que no pasaba más allá del 5 por 100 de la clase obrera española y limitada, no existiendo en la práctica verdaderas huelgas de carácter general, ni relativas a una profesión ni a la totalidad de la nación, por mucho que fuera ésta la principal divisa esgrimida por el movimiento obrero. La situación cambió en la fecha indicada. La UGT, de la que existen datos más fiables, parece haber triplicado sus efectivos en el periodo 1910-1912, pasando de 40.000 afiliados a unos 130.000. Aunque en los años siguientes se produjo un cierto estancamiento, ya en los momentos cercanos al estallido del conflicto mundial su cifra de cotizantes rondaba los 150.000. Además, la existencia de una nueva generación de dirigentes libró en buena medida al partido de la estrechez de miras a la que lo habían condenado las limitaciones de Pablo Iglesias. La presencia en el seno del partido de personas como Julián Besteiro (un testimonio de que el socialismo empezaba a tener influencia en los medios intelectuales) explica que, en estos momentos, fuera ya habitual una actuación mucho más explícitamente política que sindical en el partido, a la que, por otro lado, se veía obligado por el hecho de que su principal dirigente fuera ya diputado. Por otra parte, esta nueva generación de dirigentes (en la que también debe ser citado Francisco Largo Caballero, un sindicalista tenaz aunque limitado) controlaba de manera estricta y manifiesta el aparato sindical y político socialista. En 1916, de los once miembros del Consejo Nacional de la UGT, seis formaban parte al mismo tiempo de la directiva del PSOE. Si éste experimentó cambios importantes algo muy parecido cabe decir en este momento de la Confederación Nacional del Trabajo que, fundada en 1910, sólo comenzó a tener una verdadera existencia estable a partir del estallido de la guerra mundial. Su implantación era fundamentalmente catalana, pues en esa región se localizaban hasta tres cuartas partes de sus efectivos. Era también manifiesta su ambigüedad desde el punto de vista programático pues si, por un lado, se identificaba con un lema de clara raigambre anarquista como era la huelga general, al mismo tiempo proclamaba la necesidad de utilizar «con tino» esa arma.

Las nuevas perspectivas en que se encontraban los movimientos obreros contribuyen a explicar el incremento de la agitación social que tuvo inmediata trascendencia en el terreno político. Pero, además, hay que tener en cuenta, como trasfondo de esta agitación, la realidad de un fuerte incremento de los precios que afectó especialmente a los productos de primera necesidad; los salarios crecieron también pero en general, salvo determinadas profesiones, fueron siempre a la zaga de los precios. El incremento de éstos resulta significativamente paralelo a la agitación social puesto que si el alza fue relativamente moderada hasta 1916 se convirtió en vertiginosa a partir de esta fecha aumentando además la distancia con respecto a los salarios. En 1916 se alcanzó la cota de casi dos millones y medio de jornadas perdidas como consecuencia de las huelgas y hasta el final de la guerra no bajó del millón y medio. Merece la pena señalar que la modificación cuantitativa del fenómeno huelguístico venía acompañada también de un cambio cualitativo pues en este momento los conflictos tuvieron cada vez un carácter menos local, aparte de que a menudo venían motivados por factores como el reconocimiento de los sindicatos. En un principio la protesta social tuvo un carácter más bien espontáneo, pero a partir de 1916 las centrales sindicales se decidieron a canalizarla y lo hicieron por un procedimiento que ni en el pasado ni en el futuro les habría de resultar fácil, la colaboración entre ellas mismas. En julio de 1916 se celebró una reunión conjunta CNT-UGT en Zaragoza y en diciembre de ese mismo año fue decidida una huelga de la que Pestaña afirmó haber sido la más seguida en la Historia de España hasta el momento. Lo cierto es, sin embargo, que en los meses iniciales de 1917 todavía no se percibía en los medios oficiales un auténtico peligro revolucionario. En marzo CNT y UGT redactaron ya un manifiesto conjunto en que amenazaban con la eventualidad de un movimiento huelguístico generalizado caso de no resolverse el problema de las subsistencias.

Con ser grave este problema de la protesta social para el sistema político de la Restauración lo fue infinitamente más la situación militar. Ya conocemos el relevante papel del Ejército en el Estado de la Restauración, sobre el que no es necesario insistir aquí. Conviene recordar que, gracias al papel atribuido por la propia Constitución al Monarca, así como a la especie de turno en el Ministerio de la Guerra por parte de los generales más prestigiosos, se evitó la directa intervención del Ejército en la política. Como sabemos, sin embargo, la guerra del 98 y la aparición del catalanismo político motivaron una vuelta de la oficialidad al escenario público, pero el sistema político de la Restauración consiguió, en su momento, controlar la situación por el procedimiento de situar en el Ministerio de la Guerra al general Luque, que se había solidarizado con la guarnición barcelonesa. Protestas como ésta menudearon, por ejemplo, respecto del sistema de ascensos por méritos de guerra a finales de 1909. Todas ellas solieron ir acompañadas por cesiones por parte del poder (como ya había ocurrido en 1905 con la Ley de Jurisdicciones). Con ser eso importante, más lo resulta todavía que la extremada debilidad del régimen de la Restauración hiciera inviable una reforma militar angustiosamente necesitada, dadas las circunstancias bélicas que vivió el mundo a partir de 1914.

En esta fecha el Ejército español necesitaba tan perentoriamente una reforma como después de 1898: para 80.000 soldados tenía 16.000 oficiales mientras que en Francia había 29.000 oficiales para 540.000 soldados y en Alemania las cifras eran, respectivamente, 42.000 y 820.000. Una oficialidad tan nutrida, que suponía del orden del 60 por 100 del presupuesto militar, tenía como correlato la ausencia de material así como de tropas convenientemente preparadas. Si lo referido resultaba grave en una situación como la europea de 1914 lo era también por otras circunstancias peculiares del Ejército español y del momento. En España no había un solo Ejército sino varios: los intereses de la oficialidad de Marruecos y de la peninsular acerca de los ascensos por méritos de guerra eran antitéticos y también solían serlo los de las armas técnicas, como la Artillería frente a la Infantería. La primera, gracias a su solidaridad interna, había evitado los ascensos por méritos de guerra y mantenía una actitud elitista, a menudo envidiada por el resto de las armas, que habían acabado por copiar su sistema de tribunales de honor. El impacto del alza de precios resultó un agravante complementario para una profesión tan mal pagada que a los jóvenes tenientes se les negaba el permiso para casarse si carecían de medios de fortuna para sostener una familia. Teniendo en cuenta el entusiasmo despertado en medios regeneracionistas y de izquierdas por las Juntas de Defensa resulta sorprendente el origen de esta protesta militar. Cuando estalló la guerra mundial los sucesivos ministros de la Guerra (Echagüe con los conservadores y Luque con los liberales) trataron de promover reformas que, amortizando las plazas de oficiales, permitieran el sostenimiento de un Ejército más numeroso. El propósito no podía ser más lógico pues ni tan siquiera existían en plantilla destinos suficientes para los oficiales que recibían sus sueldos.

Fue, sin embargo, suficiente para que de este intento derivara una protesta organizada en la guarnición de Barcelona. Lo más característico de ella fue que adoptó un procedimiento que parecía haber obtenido éxito en la Artillería, como era la organización de una junta de oficiales que excluyó por completo de su seno a los generales olvidando la disciplina y rompiendo, por tanto, con la fórmula tradicional de control por parte del sistema político de la protesta militar. La Junta de Defensa barcelonesa protestaba genéricamente contra el favoritismo y contra la deficiente situación económica de la oficialidad pero, al reclamar la necesidad de conseguir «la satisfacción interna» de la oficialidad, revelaba unos propósitos corporativistas que eludían el imprescindible reconocimiento de la supremacía civil. Su dirigente principal era un grueso coronel llamado Benito Márquez, bienintencionado e ingenuo, pero carente de formación, con propósitos confusos (que le llevaron a dirigirse a todo tipo de políticos o a proponer gabinetes imposibles) al que su posición durante unos meses le llevó a una injustificada megalomanía. El comienzo de la protesta juntera se produjo en el otoño de 1916, pero alcanzó su máxima expresión en el verano siguiente cuando se intentaron llevar a cabo unos ejercicios físicos imprescindibles, de acuerdo con una disposición de Luque, para conseguir el ascenso en el seno de la oficialidad. Los sucesivos ministerios liberales (Romanones y Luque, primero, y García Prieto y Aguilera, después) optaron por una apariencia de firmeza que pretendía lograr la disolución de las Juntas o su reducción a un carácter menos explícitamente político mediante la negociación, para luego acabar abandonando el poder. Los capitanes generales de Barcelona (Alfau y Marina, sucesivamente) actuaron a la vez como representantes del poder central y como emisarios de las Juntas, mientras que Alfonso XIII, consciente del peligro que corría el sistema político, después de propiciar la disolución de las Juntas acabó teniendo contactos con ellas por persona interpuesta. En realidad era su propio papel, de rey soldado, el que aparecía cuestionado como consecuencia de la actuación de aquéllas. A la altura de junio de 1917 los liberales habían demostrado con creces su incapacidad para enfrentarse con la protesta militar mientras que ésta había obtenido unos apoyos en principio inesperados. Los militares junteros habían demostrado que no se doblegaban ante los intentos del poder central por disolverlos pero, sobre todo, habían ocultado unas reivindicaciones sectoriales con declaraciones regeneracionistas que daban la sensación de que lo que buscaban era fundamentalmente una renovación política. Quienes tenían reivindicaciones respecto del Estado empezaron a organizarse de idéntica manera a como lo habían hecho los junteros, mientras que las personas o grupos que habían ansiado la renovación vieron en los militares el instrumento o la palanca para producir la ansiada regeneración. «¡Ay de España», dijo Cambó, «si el pleito militar se resuelve sin que sea seguido de una renovación política y queda reducido a una aspiración de clase!». En sus memorias el político catalanista afirma haber pensado sacar a España del punto muerto en que se encontraba por el procedimiento de encarrilar la protesta militar que, de otro modo, podría concluir en la pura anarquía. Por su parte Ortega, que había escrito que los partidos de turno «carecían de una mínima dignidad y compostura literaria que son síntoma de una mente sana y atenta» admitió que los manifiestos de las Juntas hollaban la Constitución, pero añadió que «el poder civil hollado no era tal poder civil» y reclamó unas Cortes Constituyentes. En su opinión las Juntas, «el golpe de la espada», había cortado «el último cíngulo de autoridad moral que ceñía el cuerpo español».

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