Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (22 page)

Con respecto a la cuestión religiosa cabe decir, ante todo, que Canalejas fue visto en su época como la personificación del furibundo anticlerical cuando era, como casi la totalidad de los políticos del turno, católico practicante e, incluso, con preocupaciones intelectuales que nacían de una religiosidad muy auténtica. Su posición en este terreno, consistente en separar Iglesia y Estado, de haberse llevado a la práctica hubiera resultado beneficiosa para ambos. Preocupado por la formación intelectual del clero, juzgaba que el Concordato era responsable de la situación de la Iglesia española porque «el tener que recibir del Gobierno sus sueldos hacía a los clérigos generalmente indolentes y, además, o protestatarios por sistema o bien serviles, cuando no eran todo a la vez». En definitiva, el objetivo final de Canalejas era una separación amistosa a la que quería llegar a través de negociaciones llevadas lo más discretamente posible.

El problema para lograrlo fue que el Vaticano —por aquellos años obsesionado con la condena del modernismo y en una creciente actitud de cerrazón— tendió, como era habitual, a emplear una estrategia dilatoria que partía del mantenimiento del «statu quo», de acuerdo con el convenio firmado con los conservadores en 1904. En estas condiciones se llegó prácticamente a una ruptura de las relaciones entre los dos poderes, especialmente grave para el Estado en cuanto que, dada la inestabilidad gubernamental, era poco imaginable una política única en esta materia. No obstante, cuando se votó la llamada «ley del candado» en el Senado estaban presentes los obispos, lo que induce a pensar que, de haber existido un plazo de tiempo más amplio, quizá podría haberse llegado a un acuerdo. Las medidas adoptadas por Canalejas fueron, en realidad, poco efectivas. En junio de 1910 se puso en marcha contra él una gran campaña en los medios clericales por el mero hecho de que hubiera autorizado que en los templos de otras confesiones distintas de la católica pudiera haber signos externos demostrativos de su condición. En diciembre de ese mismo año fue aprobada la llamada «ley del candado», que no era más que una disposición provisional y temporal destinada a impedir, durante dos años, el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sin autorización previa. Su eficacia, según cuenta Romanones en sus memorias, se vio desvanecida al aceptarse una enmienda de acuerdo con la cual la ley perdería su vigencia si, al término de esos dos años, no se hubiera aprobado otra en la que definitivamente quedara resuelta la cuestión. Esta ley fue presentada a las Cortes: contenía limitaciones a la presencia de frailes extranjeros y a la posesión de bienes inmuebles pero no llegó a aprobarse y con ello la cuestión clerical, después de haber sido protagonista principal de la vida política de la época, no encontró una solución por parte del Estado. No obstante, con posterioridad, Romanones logró, de hecho, prolongar la aplicación de la ley del candado perdiendo vigencia esta cuestión porque, con el paso del tiempo, desapareció la sensación, característica del fin de siglo, de que las órdenes religiosas practicaban una auténtica invasión del espacio que correspondía a la sociedad civil.

La labor de gobierno de Canalejas concluyó trágicamente cuando, en noviembre de 1912, fue asesinado en la Puerta del Sol mientras contemplaba el escaparate de una librería. Ni aquél era un lugar frecuentado por el político liberal ni el anarquista que cometió el atentado tenía el propósito de atentar contra su vida, sino contra la del Rey, pero el hecho tuvo una grave repercusión en la política española. Con la desaparición de Canalejas se truncaba un liderazgo sólido del partido liberal que no reaparecería en el resto del reinado de Alfonso XIII. Es cierto que había dado la sensación de ceder en exceso ante una realidad que acababa por considerarse como inmodificable. Para las izquierdas, había sido una decepción: los socialistas organizaban suscripciones a favor de las «víctimas de la represión canalejista». Azcárate, uno de los republicanos más reconocidos por todos, concluyó que la primera etapa de gobierno del señor Maura fue «incomparablemente mejor que la suya». Sin embargo, para él era mucho más aplicable lo que Moret dijo de sí mismo a la hora de aprobar la ley de jurisdicciones. La había presentado como «un zigzag» para luego conseguir la aprobación de un programa auténticamente liberal. Moret no lo hizo mientras que Canalejas dio solución parcial a muchos de los problemas que tenía planteados la España de la época. Se ha atribuido en exclusiva a Maura la capacidad de tener un proyecto global de Estado, pero esto no es cierto. La vía propuesta por Canalejas, aun más lenta y enarbolada con menos apasionamiento, tenía más posibilidades de resultar efectiva. Por eso hay que coincidir con el juicio de Madariaga cuando afirma que se trató del único gran gobernante que tuvo el partido liberal.

Hacia el fin de la «revolución desde arriba»

E
l periodo que transcurre desde la muerte de Canalejas hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial adquiere todo su sentido teniendo en cuenta que en él se produjo el desvanecimiento de las posibilidades de lo que Maura denominó la «revolución desde arriba», que había sido un programa político desde Costa y sólo reaparecería como posibilidad en unas condiciones muy distintas con Primo de Rivera. En el fondo, con muchos matices, Maura y Canalejas tenían un propósito común, aunque se tradujera en programas diferentes. Se trataba de que el sistema político fuera transformado desde su cúspide por quienes desempeñaban la jefatura del partido liberal o del conservador. A la altura de 1914, sin embargo, esta esperanza se podía considerar como desvanecida por un conjunto de circunstancias que iban desde el cambio en la dirección de cada uno de los partidos hasta el propio planteamiento errado de los programas regeneracionistas desde el poder. «Con la muerte de Canalejas y la inutilización de Maura —ha escrito Amadeu Hurtado, un inteligente catalanista— acababa un periodo en que se había actuado con la manía de pensar seriamente y querer resolver problemas de interés nacional o de principios doctrinales». En adelante fue más veraz descripción la hecha por otro catalanista, Cambó: «la política dio la sensación de convertirse en la lucha por el poder de simples jefes de banda sometidos a unas circunstancias cada vez más difíciles». Contribuyen a explicar esta situación tanto las características de los herederos de Canalejas como la fragmentación que inmediatamente se produjo en el partido conservador. El liberal siempre se había caracterizado por basarse en la convivencia, a menudo difícil, de clientelas. En un momento en que del programa parecía haberse desvanecido cualquier capacidad imaginativa, el contenido reformador del partido se hizo cada vez más tenue, como se pudo percibir en sus nuevos líderes. García Prieto fue el sustituto inicial de Canalejas, aunque tan sólo por unas horas, imponiéndose al final el conde de Romanones, mucho más hábil y dotado de una clientela política sólida mientras que García Prieto debía heredarla de su suegro, Montero Ríos. Moret, por su parte, había quemado todas sus posibilidades. Pero, de momento, la verdadera cuestión consistía en saber hasta qué punto debía restablecerse el turno mediante un nuevo acceso de los conservadores al poder. El Rey había mantenido, de momento, a los liberales, atendiendo a que este partido parecía unido tras un programa que era el mismo esbozado por Canalejas. Poco antes de que muriera Canalejas, Maura le había escrito diciéndole que «el partido conservador traicionaría la causa que representa si aceptase el encargo de gobernar para reincidir en los miramientos con que hasta octubre de 1909 le retuvieron». El dirigente conservador había permanecido tres años en hosco silencio previendo males revolucionarios y tan desconfiado de la capacidad reactiva de la masa neutra como de la política de Canalejas. Con una afirmación como la citada quedaba rota la solidaridad de turno que hasta entonces había implicado que el partido en la oposición no destruía por completo la obra de quien había estado en el poder por el solo hecho de sustituirle. Pero Maura reaccionó con violencia ante el Rey y los liberales cuando no se le permitió el acceso al poder. En su manifiesto de 1913 interpretó la situación política en un sentido distante del sistema de la Restauración. Ante todo, dio la sensación de no admitir la función moderadora y arbitral del Monarca, al reprocharle una intervención cuyo resultado había sido que «los uniformes ministeriales se confundieran con las casacas muy honrosas, pero muy distintas, de la servidumbre palatina». Además, se negó a turnar con los liberales, al menos si éstos seguían siendo solidarios con lo ocurrido tras los sucesos de 1909. Lo más grave era que exigía una rectificación de la política al propio Monarca pues, de lo contrario, habría que crear otro partido conservador, «idóneo», decía en sentido despectivo, para turnar con el liberal. Probablemente, el político conservador no consideraba viable esta posibilidad por creer que su dirección del conservadurismo resultaba incuestionable.

Esa toma de posición de Maura no tuvo otra consecuencia que la de hacer arreciar contra él la opinión liberal. Melquíades Álvarez aseguró que Maura, de hecho, pedía la dictadura para sí y que «un partido que pide una dictadura para llegar al poder es un partido que involuntariamente se incapacita». El juicio de Ortega todavía fue más duro: con afirmaciones como ésas Maura no hacía otra cosa que dirigirse a la Corona, y no al pueblo español o a la masa neutra a la que antes había apelado. Además, lo hacía exhibiendo un verdadero «desierto de ideas», como si no fuera capaz de esbozar otro programa que el de vengarse de los liberales. No puede extrañar, al mismo tiempo, que muchos conservadores empezaran a sentirse incómodos con la jefatura de Maura. Ya en 1911 Dato había marcado distancias con respecto a él; no eran pocos los que le escribían para quejarse de que Maura hubiera «reventado» el partido al ejercer el papel del «perro del hortelano», ni gobernando ni permitiendo que lo hicieran otros. Pero la división definitiva del partido conservador tuvo lugar tras la del liberal, que obedeció a motivos mucho más prosaicos. Romanones ha quedado en la Historia de España como el ejemplo del político profesional, corto de vista para todo lo que no fuera más que la pequeña política habilidosa de la maniobra y la zancadilla al adversario. De hecho, en su primera etapa de gobierno no pasó de ser el deslucido ejecutor de una apariencia de programa «canalejista». Si Ortega empezó a considerar la postura conservadora identificada con Maura como «un peligro nacional», a los liberales los juzgó como «un estorbo nacional». Pero Romanones, que había sido protagonista de la política educativa liberal y en 1913 quiso dispensar de la enseñanza del catecismo a los no católicos también supo atraer a los intelectuales hacia la Monarquía y quien la desempeñaba, sin conseguir nada más que Cossío, Cajal y Azcárate visitaran a Alfonso XIII. Le faltó, sobre todo, la fuerza y la autoridad de Canalejas en su propio partido porque, a diferencia de él, le interesaba mucho más llegar a la presidencia que ejercerla. Prolongó la ley del candado pero su acuerdo con el Vaticano para no legislar sobre la materia sin acuerdo previo cerraba toda posibilidad efectiva de que el Estado pudiera decidir por sí mismo la presencia de las órdenes religiosas en España. Presentó el proyecto relativo a la creación de mancomunidades provinciales en el Senado, porque esta disposición formaba parte de la herencia de Canalejas, pero su defensa del mismo en la Cámara alta fue tan desangelada que hasta un tercio de los votos contrarios al proyecto procedían de su partido. Durante el verano de 1913 la escisión del partido quedó consumada cuando García Prieto y Montero Ríos crearon el partido liberal-demócrata, que arrastró tras de sí a un número importante de parlamentarios, algo mayor que el de los que se mantuvieron fieles a Romanones. Éste, en octubre de 1913, dimitió después de una votación parlamentaria adversa. Con ello resultaba inevitable el advenimiento al poder del partido conservador y la consiguiente posibilidad de que se dividiera, al no estar claro quién había de asumir la presidencia. Maura, sin embargo, había perdido la autoridad que en el pasado había tenido en su partido. Siempre existió un sector que le había juzgado un advenedizo, pero, además, ahora se habían sumado a éste los que no querían que el conservadurismo se identificara con De la Cierva, los que deseaban volver al poder o los que no deseaban que se pusiera en peligro el sistema de la Restauración. Como admitió Gabriel Maura, se había «llegado al límite de la paciencia del partido». En estas circunstancias, en octubre de 1913 el Rey llamó a la Presidencia a Eduardo Dato, cuya actitud respecto a Maura había sido siempre respetuosa; este último fue quien sugirió su nombre a Alfonso XIII, por lo que no cabe ver ninguna maniobra en lo sucedido. La clara mayoría del partido conservador aceptó a Dato como jefe, lo que se hubiera producido incluso de no haber llegado a la Presidencia.

A Maura apenas le quedaron unos cuantos seguidores, tan sólo dos o tres docenas de parlamentarios. Resulta curioso el papel al que se vio reducido, dentro de la política española, en los años siguientes. Nadie dudaba de su moralidad, de su capacidad oratoria o de su autoridad como gobernante. Eso es lo que obligó a recurrir a él cuando fue necesario que alguien presidiera un gobierno nacional. Pero este respeto no quería decir que se estuviera de acuerdo con otras posturas suyas sobre la crisis de 1909, la de 1913 o cualquier otra cuestión. En realidad, venía a ser una especie de Jeremías que repetía constantemente los males del sistema parlamentario de la Restauración, pero que no había roto claramente con ellos ni estaba claro con qué los quería sustituir. Como escribió Ortega, se había convertido en «un eco de sí mismo», una persona que «en general dice hoy que ya dijo ayer lo que hoy va a decir». Nunca estuvo en contra de la institución que Alfonso XIII personificaba, pero siempre (y, sobre todo, en 1913) expresó sus críticas contra la actuación del Rey. No le faltaba la razón a un Lerroux cada vez más moderado cuando decía que «a los republicanos les hubiera bastado con derrocar a la Monarquía, mientras que los monárquicos la denigran cuando no les sirve».

Hay otro aspecto de lo que a partir de este momento se denominó «maurismo» que merece la pena mencionar. A lo largo de su gobierno, Maura se había atraído a sectores católicos y el partido conservador adoptó en ocasiones un tono claramente confesional. Luego, en 1913, consiguió cierta movilización en los medios urbanos, principalmente en los medios juveniles acomodados. Pero no hay que exagerar la fuerza y la influencia del llamado «maurismo callejero». A diferencia del resto de los grupos políticos de turno, era capaz de tener unas juventudes activas, una propaganda ideológica de tono católico e incluso unos círculos obreros confesionales. Aun así el «maurismo» no pasó de ser un «ismo» más de la política española, personalista y basado en una serie de cacicatos electorales que en nada se distinguían de los habituales en la política del momento. El propio Maura, que tronaba contra el liberalismo oligárquico, siguió comportándose de acuerdo con las pautas habituales en él. Como afirmó Ortega, siempre fue débil en lo fundamental y eso incluía el deseo (o incluso la capacidad) para crear un partido moderno o proseguir de forma infatigable su propaganda movilizadora. En realidad la masa neutra a la que quería apelar Maura estaba constituida tan sólo por los sectores conservadores y católicos, pero ni siquiera consiguió modernizarlos, entre otros motivos porque no lo intentó seriamente. No obstante, como luego veremos, su influencia fue lo bastante relevante como para que resultara el caldo de cultivo de todas las fórmulas de derecha presentes en la España de los años treinta.

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