Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (24 page)

El pontificado de Pío X marcó con un sello indeleble al catolicismo español de la época porque, en un momento en que parecían ya superadas las tensiones creadas por el integrismo, tuvo un carácter temeroso respecto de supuestas heterodoxias, lo que trajo consigo inmediatos efectos inhibitorios. En España no hubo, en realidad, ningún ejemplo, ni tan siquiera mínimo, de modernismo religioso. Es cierto que el liberalismo de raíz krausista tenía una innegable sensibilidad religiosa y que ésta pudo hacer que algunos de los intelectuales de la nueva generación, como Ortega, sintieran renacer la emoción católica en el momento de leer alguno de los autores modernistas como, por ejemplo, Fogazzaro, pero la realidad es que el propio Unamuno, interesado en estas cuestiones, reconocía que el modernismo no despertó ningún interés en España e incluso él mismo se encontraba en mayor proximidad del protestantismo liberal que del modernismo católico. Algunos teólogos o filósofos, principalmente agustinos, dominicos o capuchinos, como González Arintero o Miquel d'Esplugues, parecen haber tenido dificultades con la jerarquía o verse obligados a ocultar sus posturas respecto de cuestiones como el evolucionismo debido al temor de ser acusados de modernistas, pero este movimiento no tuvo verdadera repercusión, a no ser que se tome por tal la utilización por algún antiguo sacerdote de argumentaciones nacidas en este medio. Todo ello era una muestra de ortodoxia pero también de aislamiento y de limitación de la cultura religiosa. Precisamente, ese era, según Canalejas, el inconveniente del clero español, el «escaso nivel cultural», porque en los seminarios se enseñaba «poco y mal». Tal juicio, que se ajusta a la realidad, chocaba con el hecho de que la Iglesia dominaba en la segunda enseñanza y luchaba celosamente por evitar que desapareciera la enseñanza del catecismo. Incluso los innovadores en la pedagogía católica, como Andrés Manjón, abominaban de la enseñanza neutral o laica. En los medios intelectuales españoles existió, desde comienzos de siglo, un profundo abismo respecto del nivel cultural del catolicismo español de la época. Valle-Inclán, a través del Max Estrella de «Luces de bohemia», se quejaba de su «chabacana sensibilidad para los enigmas de la vida y de la muerte» y llegaba a la conclusión de que «España, en materia religiosa, es una tribu de África» porque «este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras». Estas limitaciones del mundo cultural católico aparecen incluso en las iniciativas objetivamente más brillantes de la época. La que estaba destinada a tener más aliento fue la Asociación Católica de Jóvenes Propagandistas, fundada en 1908 por el jesuita padre Ayala, pero en la que el papel de animador fundamental recayó en Ángel Herrera, su primer presidente. Bautizada luego como Asociación Católica Nacional de Propagandistas, se trataba de un grupo reducido de personas caracterizadas por un nivel profesional elevado, que se dedicaron a popularizar los principios sociales y políticos del catolicismo. No se trataba, sin embargo, de un grupo de reflexión doctrinal, sino que fundamentaba su activismo, su razón fundamental de ser, en las doctrinas católicas tradicionales. Más que estar formada por intelectuales lo estuvo por funcionarios y profesionales. Aunque dio un papel relevante a la Universidad, en la ACNP no tuvo un papel muy importante la preocupación estrictamente cultural. El sometimiento al poder establecido, la distinción entre el gobierno y la legislación concreta o la defensa de los intereses católicos en todos los terrenos fueron los principios esenciales de la actuación de la Asociación. Adusto y duro, pero también tolerante respecto del adversario y con gran capacidad organizativa, Ángel Herrera partía de un diagnóstico muy realista de lo que era el catolicismo español de la época, caracterizado por la falta de obediencia a los obispos, falta de unidad entre los católicos y la mezcla abigarrada entre lo religioso y lo político. El aspecto más moderno de Ángel Herrera y de su acción a través de la ACNP no residió en sus doctrinas, que siguieron teniendo un contenido tradicional, carente de audacia u originalidad, sino en el modo de actuar. Fue durante toda su vida «un fundador impenitente» con todo su «aire de seminarista europeo». Prácticamente no hubo iniciativa en el catolicismo español hasta el estallido de la guerra civil en que no participara la ACNP y muy a menudo fue el único germen de las más importantes.

Antes de la Primera Guerra Mundial Herrera y sus seguidores habían limitado su influencia a la prensa, pero en ella ya habían adquirido un papel de primera importancia, que todavía habría de ampliarse en el futuro. Su acción en este terreno se enmarca en un proceso cuyo comienzo se produjo en la última década del siglo XIX: hasta 1890 no había otra prensa católica, en la práctica, que los respectivos boletines de las diócesis. Pero ocho años después se creó una Asociación de la Buena Prensa que celebró periódicas asambleas nacionales de promoción de la prensa católica y en 1910 se fundó una agencia de noticias confesional. En años sucesivos la prensa católica fue alcanzando una notable difusión, teniendo prácticamente cada provincia un diario de esta significación, aunque los contenidos variaran desde el puro clericalismo hasta actitudes más modernas. Muy a menudo el diario católico estaba relacionado con otras actividades de idéntico signo confesional: la Liga Católica sevillana fue precedida, por ejemplo, por la aparición de un diario, El Correo de Andalucía. En 1911, con capital vasco, procedente de La Gaceta del Norte, pero con la labor de animación representada por los propagandistas católicos, Herrera creó El Debate, que mantuvo siempre una línea doctrinal muy precisa y constante, convirtiéndose en el inspirador decisivo de la presencia católica en la vida política y social. Muy de acuerdo con el diagnóstico de Herrera, se dejó a los obispos la posibilidad de intervenir en la marcha del diario aunque éste fuera redactado por los jóvenes propagandistas.

Crecimiento económico y movilidad de la población

E
n términos generales la década final del siglo XIX puede considerarse, desde el punto de vista económico, como de crisis generalizada, en especial en el terreno agrícola, al entrar en competencia los productores tradicionales con las nuevas potencias cuyos precios eran mucho más baratos. La crisis agrícola tuvo también inmediatas repercusiones en el mundo comercial e industrial. En España, concretamente, se produjo, a partir de 1892, una grave disminución de las exportaciones de vino, minerales (principalmente, hierro) y un descenso de las importaciones de algodón; al mismo tiempo tuvo lugar una depreciación de la moneda provocada por una Hacienda en continuo déficit. En general, ante esta situación, con la sola excepción de Gran Bretaña, las naciones europeas reaccionaron con el abandono de la política librecambista y el reforzamiento de los mecanismos de protección existentes. Los efectos de esta política variaron mucho de unas latitudes a otras pero, en el caso español, tuvieron unas repercusiones notables que se puede decir perduraron al menos hasta los años treinta y perfilaron un tipo de crecimiento económico muy peculiar.

El impacto de esta crisis económica finisecular fue, por tanto, mucho más decisivo para España que el llamado Desastre del 98. Las circunstancias de la guerra colonial indujeron a una política monetaria que, dadas las circunstancias, resultó positiva. En la década final del siglo la política de expansión del gasto público y de aumento de la circulación fiduciaria resultó oportuna en una coyuntura económica internacional en baja. Luego, en la primera década y media del siglo, la política gubernamental cambió considerablemente pero la política restrictiva, patrocinada por Villaverde, no produjo un estancamiento porque había tenido lugar un nuevo ciclo al alza de carácter internacional con directa repercusión en España. Por otro lado, como ya sabemos, las consecuencias económicas de la pérdida de las colonias fueron paradójicamente positivas, por la repatriación de capitales y porque supuso asimismo la incorporación a la economía española de unos empresarios innovadores que habían utilizado procedimientos de gestión modernos. Por si fuera poco, España no sólo no dejó de ser considerada como un lugar apropiado para las inversiones de otros países, sino que la afluencia de capital extranjero se duplicó en la primera década de siglo. El mantenimiento de la cotización de la peseta fue un importante factor coadyuvante. Ahora, en vez de dirigirse a la Deuda y los ferrocarriles, los capitales extranjeros optaron por inversiones de carácter más productivo: las empresas bancarias, químicas, eléctricas y de servicios. El resultado de esta situación fue que, en los tres primeros lustros del siglo, se establecieron las condiciones previas para que durante la Primera Guerra Mundial y en los años veinte se produjera el primer periodo de la industrialización española que elevó el porcentaje de la industria en el producto interior bruto desde el 20 al 31 por 100. Un siglo que acababa con la pérdida de las colonias tuvo desde el punto de vista interno un comienzo muy distinto.

Si no hubo un 98 en el terreno económico, en cambio la crisis finisecular tuvo repercusiones muy importantes por lo que se refiere a la configuración de una economía nacional fuertemente protegida. Cánovas del Castillo ya había formulado en los años noventa lo que podríamos denominar como la «metafísica de la autarquía», pero sus declaraciones coincidían con formulaciones doctrinales procedentes de áreas ideológicas muy distintas como, por ejemplo, el krausismo y, sobre todo, con intereses que prontamente se organizaron. De comienzos de siglo data, por ejemplo, la Liga Marítima Española (1900) o la Hullera Nacional (1906); sólo con la guerra mundial se llegaría a vertebrar este tipo de doctrinas económicas en una revista doctrinal y unos congresos periódicos, significativamente calificados de nacionales. En realidad, las tesis del nacionalismo económico acostumbraron a ser tan solemnes en la expresión como endebles en sus fundamentos lógicos. Se llegó a considerar que el ideal era la «protección integral», como si se pudiera proteger en la misma medida a todos los sectores o como si la protección de un sector no se hiciera en detrimento de otros. De ahí que Flores de Lemus, el más importante de los economistas del reinado de Alfonso XIII, repudiara ese «nombre bárbaro, que más parece anuncio de botica o tienda de ultramarinos». Pero si llevada al extremo la tesis nacionalista en economía era intelectualmente inconsistente, en cambio logró el apoyo sucesivo y acumulado de todos los sectores productivos. En parte se explica por las dificultades estructurales de la economía española pero, además, tuvo en general unas consecuencias positivas. Todas las naciones europeas hicieron lo mismo y la política seguida en nuestro país contribuyó a favorecer un indudable crecimiento económico, principalmente en el mundo industrial. Pero el techo de ese crecimiento a medio plazo resultó también evidente: la economía española quedó caracterizada, en adelante, por una agricultura mayoritariamente poco rentable (el trigo valía casi el 30 por 100 más que en Italia) y por una industria en gran medida dependiente de ella pero, además, localizada en zonas muy determinadas y dependiente de patentes y materias primas extranjeras, cuando no de la propia iniciativa foránea.

Lo característico de España no fue la existencia de protección, sino lo elevado de la misma y la «férrea concatenación» existente entre sus diferentes aspectos. El proteccionismo no tuvo una expresión puramente arancelaria, aunque no hay faceta más expresiva del mismo que ésta. Ya en 1891 y 1896 los aranceles españoles habían experimentado un alza significativa, pero la consagración de la tendencia se produjo con la reforma de 1906 que creó «las barreras aduaneras más elevadas de Europa». Se ha atribuido un papel decisivo en su redacción a Alzóla, representante de los intereses de la minería y siderurgia vascas, pero el nuevo arancel fue inmediatamente alabado por la industria textil catalana. Desde un punto de vista crítico se ha recordado que la protección arancelaria era habitualmente del 50 por 100 y los derechos debían ser pagados en oro. Pero no hay que olvidar tampoco los efectos positivos que el proteccionismo tuvo, sobre todo en el campo industrial y en la segunda remodelación de los aranceles. El arancel de Cánovas elevó la protección de la industria española frente a los productos franceses con la intención de rebajarla si se dejaba paso a la exportación española por excelencia, es decir, el vino. Las tarifas en aquella ocasión fueron, además, «de aluvión» mientras que en 1906 fueron plenamente conscientes de la protección de la industria, aun manteniendo la de los cereales. Los buenos resultados, perceptibles en el crecimiento industrial, parecieron dar la razón a quienes habían redactado el arancel. Por otra parte, ya desde esta etapa y fundamentalmente desde el momento en que llegó al poder Maura en 1907, se optó por una política económica de medidas de estímulo directo a la producción industrial: los ejemplos más significativos serían la ley de construcción de la escuadra (1907) y la de protección de las industrias y comunicaciones marítimas (1909). En la primera de las fechas citadas se aprobó, además, una disposición por la cual, en los contratos por cuenta del Estado no podrían ser utilizados más que productos de fabricación exclusivamente nacional. Es evidente el componente nacionalista de esta política. Todas estas medidas presagiaban lo que luego tuvo lugar durante la Dictadura de Primo de Rivera e incluso puede encontrarse un precedente de la tendencia de esa época en la organización de un número infinito de comités reguladores de la producción. En los primeros años del siglo, como consecuencia de esta evolución, se produjo un incremento del papel del Estado en la vida económica llegando el Ministerio de Fomento a alcanzar el 15 por 100 del presupuesto. Sólo a partir de 1914 se hizo patente que una Hacienda pobre tenía obvias limitaciones como estimulante de la producción nacional. Pero, de momento, el efecto había sido positivo: la industria de construcción naval fue creada gracias a los encargos del Estado y a la altura del estallido de la Primera Guerra Mundial tres cuartas partes del material ferroviario —carriles, por ejemplo— era construido en España. Señalados los rasgos fundamentales de la política económica seguida por los gobiernos de Alfonso XIII —entre los que no hubo diferencias verdaderamente sustanciales—, es preciso pasar a examinar de una manera más detallada los diversos sectores productivos. En agricultura, con el cambio de siglo, se produjo el comienzo de un conjunto de transformaciones que seguirían luego, pero que pueden ser tratadas aquí. En general, cabe atribuir al desarrollo agrícola de la época un ritmo considerablemente más elevado que el de la época inmediatamente anterior: así como en la etapa final del XIX el crecimiento de este sector puede situarse alrededor del 0,8 por 100 anual, en la primera década y media del XX la cifra fue ya del 1,5 por 100. La razón de este incremento radica en la introducción de una serie de técnicas y cultivos que supusieron, al menos, una novedad relativa respecto del pasado inmediato. En 1900-1914 la partida de las importaciones que más creció fue la de maquinaria y parte de ella era agrícola, aunque en no pocas ocasiones fuera tan simple como el arado de vertedera. También, no obstante, empezó a introducirse maquinaria más sofisticada, aunque sólo en zonas latifundistas que podían permitirse esas inversiones: en el periodo que ahora examinamos la importación se multiplicó por 10 en este apartado concreto. Al mismo tiempo se triplicó la importación de abonos, pero lo más importante, a este respecto, es que si a principios de siglo no existía una producción nacional de estos productos (e incluso a finales del precedente había quebrado alguna fábrica que quiso servir para elaborarlos), en 1914 la producción nacional fue ya superior a la importación. A finales del primer tercio de siglo la producción autóctona de abonos llegaba a 1.000.000 de toneladas. Por otra parte, el regadío constituyó una faceta más del programa regeneracionista. Sin embargo, los sucesivos programas (desde el de Gasset en 1902 a los de 1916 y 1919) distaron mucho de cumplirse en un porcentaje suficiente. A la altura de la década de los veinte se puede calcular que había en España alrededor de 1.500.000 hectáreas de regadío, de las que menos de la mitad habían nacido de la iniciativa pública. En efecto, fue sobre todo la iniciativa individual en determinadas zonas, como Valencia, la que produjo la difusión del regadío, alimentada por la confianza en obtener unos rendimientos importantes en un plazo corto de tiempo. Los regadíos promovidos por el Estado tardaron, en cambio, en jugar un papel decisivo en la producción agrícola. Pero no debe desdeñarse el papel desempeñado por la Administración en este terreno. Entre 1904 y 1907 la crisis vitícola alcanzó fondo. La reconstrucción del viñedo, principalmente en Cataluña, pudo hacerse en gran medida gracias a las Diputaciones, el Servicio Agronómico y la creación de estaciones enológicas, aunque intervinieran también las cooperativas o los sindicatos agrícolas. De este modo, además, pudo mejorar la calidad del vino producido.

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