Historia de Roma (34 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Otra acusación que se le dirigió fue la de crueldad para con Livia. A Livia, ciertamente, le debía el trono. Mas no debía ser fácil vivir con ella, que pretendía poner el visto bueno a los decretos imperiales, en todo momento le recordaba que, sin su ayuda, se habría quedado en un simple ciudadano emigrado en Rodas y, sobre todo, que en casa se consideraba como dueña negándose a darle las llaves cuando salía. Finalmente, Tiberio se fue a vivir por su lado, en una vivienda modesta y melancólica, donde nadie le calentara los cascos. Mas tuvo que habérselas con Agripnia, que se jactaba a su vez de tener una cuenta con él: la vida de Germánico.

Además de sobrina por el matrimonio con el hijo de su hermano Druso, esta Agripina era también su hijastra, pues se la había traído en dote Julia, del matrimonio que la unió a Agripa; una mujer quejicosa y codiciosa con todos los vicios de su madre y ninguna de sus cualidades: la simpatía, el ingenio, la generosidad. Había tenido un hijo de Germánico: un tal Nerón que, según ella, debía ser ahora designado sucesor al puesto del difunto padre. Tiberio aguantaba sus ataques con resignada paciencia. «¿Te sientes verdaderamente defraudada de no ser emperatriz?», le decía. También él tenía un hijo, que le diera la virtuosa y querida Vipsania. Pero era un inútil, lleno de vicios, y le había repudiado. Buscaba, en efecto, un sucesor, pero Nerón tampoco le convencía.

Una serie de conjuras se tramaron contra él. Seyano, comandante de los pretorianos de Palacio, le trajo las pruebas. Quién sabe si eran auténticas. Mas poco a poco Tiberio comenzó a no fiarse más que de él y le permitió aumentar la guardia hasta nueve cohortes, sin darse cuenta del terrible precedente que se disponía a crear. Y se retiró a Capri.

No puede decirse que desde allí cesase de gobernar. Pero las órdenes las transmitía a través de Seyano, que las modificaba a su gusto, y gracias a las cuales se convirtió en el verdadero dueño de la ciudad. Descubrió una enésima conjura fomentada por Popeo Sabino, Agripina y Nerón, y recabó autorización para castigarles. El primero fue suprimido, la segunda exilada a Pantelaria, el tercero se suicidó. Druso murió y también Livia, la «Madre de la Patria», como la llamaban por escarnio.

Un día su cuñada Antonia, madre de Germánico, le mandó secretamente, con riesgo de la vida, una esquela para avisarle que Seyano estaba a su vez conspirando para asesinar al emperador y sustituirle. Tiberio ordenó por carta que arrestasen al traidor y lo entregó para ser procesado al Senado que hacía años vivía aterrorizado por aquel sátrapa. No sólo él, sino todos sus amigos y parientes fueron ejecutados. La hija menor, dado que la Ley prohibía la ejecución de vírgenes, fue desflorada antes del proceso. La mujer se suicidó, mas no sin haber escrito una carta a Tiberio denunciando a Livia, hija de Antonia, como cómplice de Seyano. Tiberio la hizo detener. Ella murió en la cárcel, donde se negó a comer. También Agripina se suicidó. El Tiberio que surgió de esta hecatombe familiar, de este infierno de sangre y de traición, es natural que no fuese ya el hombre de antes. Sobrevivió seis años y al parecer tenía la mente desequilibrada. En 37, se decidió a abandonar Capri y mientras remontaba Campania, contrajo una dolencia, tal vez un infarto cardíaco. Cuando vieron
que
se recobraba, los cortesanos le metieron debajo de una almohada, asfixiándole.

Tiberio había mantenido la paz, mejorando la administración y enriquecido el Tesoro. El Imperio parecía intacto, pero su capital se corrompía cada vez más. Para poner coto a la descomposición se necesitaba la mano dura de un gran reformador. Y tal vez Tiberio creyó advertir las aptitudes de tal en el segundo hijo de Agripina y Germánico, Gayo, a quien los soldados entre los que se había criado en Germania llamaban Calígula, o «Botita», por el calzado que usaba, de tipo militar.

Efectivamente, en un principio pareció una buena elección. Calígula, se mostró generoso con los pobres, devolvió una apariencia de democracia restituyendo a la Asamblea sus poderes y era ya conocido como soldado valeroso y concienzudo. Su imprevista y rápida transformación no es explicable más que con la hipótesis de alguna dolencia, que le trastornó el cerebro: un caso típico de esquizofrenia, o de disociación de la personalidad. Comenzó á tener crisis nocturnas de terror, especialmente cuando había tormenta, y a recorrer el palacio pidiendo auxilio. Alto y grueso como era, atlético, deportivo, pasaba horas delante del espejo haciéndose muecas, que le salían muy bien a causa de sus ojos saltones y de un atisbo de calvicie que le hacía como una tonsura en la cabeza. En cierto momento se enamoró de la civilización egipcia y pensó en introducir sus costumbres en Roma. Pretendió de los senadores que le besasen los pies, que peleasen en el Circo con gladiadores haciéndose matar regularmente, y que eligiesen cónsul a su caballo,
Incitato
, al que hizo construir una cuadra de mármol y un pesebre de marfil. Siempre por imitar a Egipto, tomó por amantes a sus hermanas. Es más, a una de ellas, Drusila, la desposó francamente nombrándola heredera del trono y después la repudió para casarse con Orestila el día que ésta iba a unirse en matrimonio con Gayo Pisón. Se paró en la cuarta esposa, Cesonia, que estaba encinta cuando la conoció y era más bien feúcha. A ésta le fue, a saber por qué, devoto y fiel.

Puede ser que Dión Casio y Suetonio, en su odio por la monarquía, hayan cargado un poco la mano. Pero, loco, Calígula debía serlo de veras. Una buena mañana despertó con alergia por los calvos, y todos los que lo eran los dio a comer a las fieras del Circo, hambrientas por la escasez. Luego les tomó ojeriza a los filósofos, y les condenó a todos a muerte o deportación. Se salvaron tan sólo su tío Claudio, porque era considerado como idiota, y el joven Séneca, porque se hizo pasar por enfermo grave. No sabiendo ya a quién perseguir, obligó al suicidio a su abuela Antonia sólo porque un día, mirándola, encontró que su cabeza era hermosa, pero que no le sentaba bien a los hombros. Al final la tomó con Júpiter. Dijo que era una pelota hinchada que usurpaba el puesto el rey de los dioses, hizo cortar la cabeza de todas sus estatuas y la remplazó con la propia.

Lástima, pues en los raros momentos de lucidez era simpático, cordial, ingenioso y tenía el sarcasmo fácil y la respuesta pronta. A un zapatero galo que le llamó «fantoche» a la cara, contestó: «Es verdad, pero ¿crees que mis súbditos valen más que yo?»

Efectivamente, si hubiesen valido algo más, de un modo u otro se habrían desembarazado de él. En cambio, le aplaudían y le besaban los pies, empezando por los senadores.

Fue precisa la resolución del comandante de los pretorianos, Casio Quereas, para liberar a Roma de aquel azote. Calígula se divertía dándole, como consignas, obscenos insultos. Casio era susceptible y una noche, mientras acompañaba al emperador por el pasillo de un teatro, le apuñaló. A la ciudad le costó creerlo. Temía que se tratase de un truco de Calígula para ver quiénes se alegraban de su muerte y castigarlos en consecuencia. Para demostrar a todos que era verdad, los pretorianos mataron también a su mujer Cesonia, y le rompieron la cabeza contra la pared a su hija pequeña.

Era una conclusión a tono con los personajes y al hosco clima de terror y de demencia en que habían vivido. Pero Roma ya era esto: la capital de un Imperio donde al desenfrenado satrapismo no cabía más alternativa que el regicidio, y para los regicidios hacían falta los mercenarios. Los romanos no sabían ya ni matar a sus tiranos.

CAPÍTULO XXXII

CLAUDIO Y SÉNECA

Los pretorianos, que por haber matado a Calígula se habían hecho amos de la situación y querían seguir siéndolo, miraron alrededor suyo en busca de un sucesor de quien poder disponer a su antojo. Y les pareció que el personaje más indicado era el tío del difunto, aquel pobre Claudio ya cincuentón con las piernas anquilosadas por la parálisis infantil y la lengua, por el tartamudeo, y de expresión atónita, el cual, la noche del asesinato, fue hallado oculto, temblando de miedo, detrás de una columna.

Era hijo de Antonia y de Druso, hijo a su vez de Germánico. Y había pasado por en medio de las tragedias de la casa Claudia, protegido por una bien acreditada fama de mentecato. Si la suya había sido una comedia, conviene decir que, desde niño, la representó muy bien, pues hasta su madre le llamaba «un aborto», y cuando quería hablar mal de alguien le definía como «más cretino que mi pobre Claudio».

Es difícil decir hasta qué punto aquel personaje, que después se reveló como un excelente emperador, era idiota o fingía serlo, para no pagar impuestos. Cierto que él fue, de tal suerte el único de la familia que se salvó. Arrastrando las delgadas y anquilosadas piernas y escupiendo, al hablar, en la cara de todos; alto, barrigudo y de nariz colorada por el vino, había vivido hasta entonces sin hacer sombra a nadie, estudiando y componiendo historias, entre ellas su autobiografía. Hablaba griego y sabía mucho de Geometría y de Medicina. Y cuando se presentó al Senado para hacerse proclamar emperador, dijo: «Ya sé que me consideráis un pobre necio. Pero no lo soy. He fingido serlo. Y por esto hoy estoy aquí.» Después de lo cual, empero, lo echó todo a perder, dando una conferencia sobre la manera de curar las mordeduras de víbora.

Claudio debutó con una buena gratificación a los pretorianos que le habían elegido, mas, en cambio, se hizo entregar por ellos a los asesinos de Calígula y les exterminó, para instaurar, dijo, el principio de que no debe matarse a los emperadores. Luego anuló de un plumazo todas las leyes de su predecesor y se puso a reordenar la administración, mostrando una sensatez y un equilibrio que nadie sospechaba en él. Convencido de que entre los senadores no quedaba ya nada bueno, formó un ministerio de técnicos, escogiéndolos en la categoría de los libertos. Y se dio a proyectar y realizar con ellos obras públicas de largo alcance, divirtiéndose con hacer personalmente cálculos y proyectos. Lo que más le ocupó fue la desecación del lago Fucino. Empleó a treinta mil excavadores y once años en abrir un canal por donde hacer fluir las aguas. Cuando estuvo listo, ofreció a los romanos, como postrer espectáculo antes de la desecación, una batalla naval entre dos flotas de veinte mil condenados a muerte, que le dirigieron el famoso grito: «¡Ave, César! ¡Los que van a morir te saludan!», se echaron a pique unos a otros y se ahogaron. El público, que llenaba las colinas circundantes, se divirtió muchísimo.

Todos se echaron a reír cuando, en 43, ese emperador tartajoso y de aspecto bobalicón y jocoso partió al frente de su ejército para conquistar Britania. No había sido nunca soldado porque le habrían declarado inútil en las quintas, y Roma estaba convencida de que huiría al primer encuentro. Mas cuando cundió la noticia de que había muerto, la congoja fue grande y general: los romanos habían cogido sincero afecto a aquel emperador que, con todas sus extravagancias, se mostró el mejor, o al menos el más humano, de los que sucedieron a Augusto.

Pero Claudio no sólo no había muerto, sino que conquistó de veras Britania y ahora volvía trayéndose consigo al rey, Caractaco, que fue el primero, de los reyes vencidos por Roma, en ser indultado. El mérito de aquella victoria, fue ciertamente, más que de Claudio, de sus generales. Mas los generales era él quien los nombraba, y en tales selecciones no solía engañarse. Fue bajo él que también se formó Vespasiano.

Desgraciadamente, aquel buen hombre tenía una debilidad: las mujeres. En este aspecto era incorregible. Había tenido ya, y engañado, a tres esposas, cuando, casi cincuentón, casó con la cuarta, Mesalina, que tenía dieciséis años. Mesalina ha pasado a la Historia como la más infame de todas las reinas y acaso no sea verdad. Acaso fue tan sólo la más desvergonzada. Como no era guapa, cuando algún jovenzuelo se le resistía, le hacía dar la orden por Claudio de ceder, transformando así el amor en un acto de patriotismo. Claudio se prestaba a ello con tal de que le dejase la mano libre con las criadas. Eran, en el fondo, una pareja bien avenida, pero lo malo estaba en que Claudio se había metido en la cabeza reformar las costumbres romanas basadas en la austeridad, y una mujer, de aquella calaña no constituía el mejor ejemplo. Un día, estando él ausente, se casó por las buenas con su amante de turno, Silio. Los ministros informaron de ello al emperador diciéndole que Silio quería sustituirle en el trono. Claudio volvió, le hizo matar y después mandó a dos pretorianos a llamar a Mesalina que se había ocultado en la casa materna. Temerosos de una venganza, los pretorianos la apuñalaron en brazos de su madre. Claudio les ordenó que le matasen también a él, caso de que mostrase intención de volverse a casar.

Volvió a casarse al año siguiente, y la quinta mujer. virtuosa, hizo añorar a la cuarta, desvergonzada. Agripina, hija de Agripina y de Germánico, era su sobrina, había tenido ya dos maridos, el primero de los cuales le había dejado un hijito llamado Nerón, cuya carrera fue su única pasión. En ella revivía una Livia empeorada. Con sus treinta años, le fue fácil tener dominado a aquel marido casi sesentón, enflaquecido por los abusos con las criadas. Le aisló de sus colaboradores, puso a su amigo Burro al frente de los pretorianos, e instauró un nuevo reinado de terror, del que senadores y caballeros hicieron el gasto. Las condenas capitales llevaban una firma de Claudio que, después de la muerte de éste, demostróse que era falsificada. El pobre hombre, si bien chocho, pareció notar en cierto momento lo que sucedía y se propuso remediarlo. Agripina se le adelantó administrándole un plato de setas venenosas. Nerón, que a su manera tenía cierto ingenio, dijo más tarde que las setas debían ser un yantar de dioses, visto que habían logrado transformar en dios a un pobre hombrecillo como Claudio.

Nerón
, en dialecto sabino, quería decir
fuerte
, y en los primeros cinco años de reinado el hijo de Agripina tuvo fe en su nombre, mostrándose como emperador magnánimo y sensato, pero el mérito no fue suyo, sino de Séneca, que gobernó en su nombre.

Séneca era un español de Córdoba, millonario por su familia y filósofo de profesión, que ya había dado que hablar de sí antes de que Agripina le contratase como preceptor de su hijo. Calígula le había condenado a muerte por «impertinente» y después le indultó porque estaba muy enfermo de asma. Claudio le confinó en Córcega a causa de una intriga amorosa con su tía Julia, la hija de Germánico. Séneca permaneció allí ocho largos años escribiendo excelentes ensayos y algunas malas tragedias. No sabemos quién le propuso a Agripina como el hombre más adecuado para educar a Nerón según los dictados del estoicismo, del cual era incontestable maestro. Como fuere, en el espacio de pocos días pasó del estado de recluso al de amo del futuro dueño del Imperio.

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