Historia de Roma (35 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

Era un hombre extraño. Sin muchos escrúpulos, aprovechóse de su situación para acrecentar su patrimonio, que no utilizó, sin embargo, para llevar una vida de señor. Comía poquísimo, sólo bebía agua, dormía en una tarima y se gastaba el dinero sólo en libros y obras de arte. Desde el día en que se casó le fue fiel a su mujer, y a quien le reprochaba amar demasiado el poder y el dinero, le contestaba: «¡Pero si yo no alabo la vida que llevo! Alabo la que debería llevar, y de la cual imito a distancia, ronqueando, el modelo.» Mientras estaba en el ápice de su fortuna, un libelista le acusó públicamente de haber robado al Estado trescientos millones de sestercios, de haberlos multiplicado con usura y de haberse librado de rivales y enemigos mediante denuncias. Séneca, que podía hacer suprimir a quien quisiera, respondió absteniéndose de denunciar a su delator. Pero siguió ejerciendo la usura, según dice Dión Casio.

Cuando su pupilo subió al trono, Séneca le dio a leer en el Senado un buen discurso, en el que el nuevo emperador se comprometía a ejercer tan sólo el mando supremo del Ejército. Probablemente nadie lo creyó, pero la promesa fue mantenida cinco años, durante los cuales todos los demás poderes fueron ejercidos por Agripina y por Séneca. Y las cosas anduvieron bastante bien mientras estos dos estuvieron de acuerdo. Nerón, arropado con aquellos dos consejeros, tomó algunas decisiones juiciosas: rechazó la propuesta del Senado de elevarle una estatua de oro, se negó a firmar penas de muerte y cuando tuvo que hacer una excepción, exclamó blandiendo la pluma: «¡Ojalá no hubiese aprendido nunca a escribir!» Parecía de veras un buen chico, interesado casi exclusivamente por la poesía y la música, sin que nadie pensara que estas buenas disposiciones pudieran revelarse peligrosas algún día.

Después, Agripina quiso excederse, o sea hacérselo todo sola. Séneca y Burro se alarmaron y, para neutralizarla, instaron a Nerón a que hiciese valer su autoridad. Encolerizada, Agripina amenazó con destruir su obra, poniendo en el trono a Británico, hijo de Claudio. Nerón respondió haciendo suprimir a éste y confinando a su madre en una villa, donde prestó un mal servicio a la Historia, creemos, escribiendo un libro de
Memorias
sobre Tiberio, Claudio y Nerón, en el que abrevaron hasta la saciedad Suetonio y Tácito y que, inspirado como estaba por la venganza, sospechamos que no era muy digno de consideración.

Cabe preguntarse qué papel tuvo Séneca en la muerte de Británico. Como autor de un ensayo titulado
De la clemencia
, creemos que no tuvo ni pizca. Pero, habida cuenta de los precedentes, no nos atreveríamos a jurarlo.

Mientras Nerón siguió escarbando como Séneca predicaba, Roma y el Imperio estuvieron tranquilos, las fronteras seguras, próspero el comercio y en -auge la industria. Mas en determinado momento el pupilo, que tenía apenas veinte años, comenzó a volverse a otro maestro que satisfacía más sus tendencias de esteta. Cayo Petronio, el árbitro de todas las elegancias romanas, el fundador de una categoría humana bastante difundida; la de los
dandies
.

Encontramos cierta dificultad en identificar a aquel rico aristócrata que Tácito describe como refinado en sus apetitos, delicadamente voluptuoso, de irónica y elegantísima conversación, como el Cayo Petronio autor del
Satiricón
, libelo de rimas vulgares hasta la obscenidad, con personajes triviales y situaciones equívocas. Si es verdad que se trata de una misma persona, quiere decirse que entre el modo de vivir y de ser y el de escribir y aparentar hay de por medio no el mar, sino el océano. Sea como fuere, Nerón encantado con el Petronio que conoció en sociedad, refinado, culto, seductor de hombres y de mujeres, entendedor infalible de lo Bello, encontró más fácil imitar al mal poeta y practicar sus enseñanzas literarias. Tomó como compañeros a los héroes del
Satiricón, y
con ellos se entregó a la orgía en los barrios peor reputados de Roma.

De momento, el casto Séneca no halló nada que objetar; al contrario, es probable que impulsara por aquel camino a su discípulo para distraerle cada ves más de los problemas de Gobierno, que prefería resolver solo o con Burro. De tal manera, durante algunos años, bajo un emperador que se degradaba cada vez más, el Imperio siguió prosperando. Más tarde, Trajano definió el primer lustro de Nerón, calificándolo de «el mejor período de Roma». Pero, en un momento determinado, el joven soberano cayó en los brazos de Popea, una Agripina en el esplendor de su belleza, que quería hacer de emperatriz y que para conseguirlo empujó a Nerón a hacer de emperador. Cuando la conoció, Nerón tenía veintiún años, una mujer honesta, Octavia, que llevaba con mucha dignidad sus desgracias conyugales, y una amante, Acté, buena persona también y enamorada de él. Pero a Nerón no le gustaban las mujeres honestas y traicionó a ambas por la desvergonzada, sensual y calculadora Popea. Es en este punto donde iniciamos su historia y las tribulaciones de Roma.

CAPÍTULO XXXIII

NERÓN

Agripina fue, ciertamente, una mujer nefasta. Pero los últimos episodios de su vida son de verdadera matrona de la antigua Roma. No vaciló en ponerse resueltamente en contra de su hijo cuando éste fue a pedirle su consentimiento para divorciarse de Octavia. Tácito dijo que llegó incluso a ofrecérsele.

Nerón, aun cuando la había confinado en una villa, aún le tenía miedo. Mas también temía a Popea, que se le rehusaba, mofándose de aquel su temor filial. Al final, logró hacerle creer que Agripina conjuraba contra él, por lo que Nerón, no atreviéndose a matarla, intentó suprimirla, una vez envenenándola y otra vez haciéndola caer al río. Agripina se lo esperaba. Tal vez era informada por algún servidor suyo que seguía en palacio de lo que se tramaba contra ella; así, la primera vez se salvó ingiriendo un medicamento que resolvió el envenenamiento con un cólico, y la segunda vez, nadando. Los guardias de Nerón tuvieron que hacer otro tanto para seguirla hasta la otra orilla. Y nos preguntamos cuáles debieron ser los sentimientos y los pensamientos de aquella mujer al verse acosada por los sicarios de un hijo al que había sacrificado toda su vida. Pero no los demostró cuando fue alcanzada por aquéllos. Dijo simplemente: «Heridme aquí», y señaló el regazo de donde Nerón había nacido. Éste, cuando le llevaron el cuerpo desnudo de su madre muerta, observó tan sólo: «¡Toma! Nunca me había dado cuenta de que tenía una mamá tan hermosa.» Y tal vez la única cosa que lamentó fue no haberla tomado cuando ella se le había ofrecido.

Como ya antes respecto a Calígula, no tenemos otra hipótesis que la locura para explicar semejantes reacciones. Tal vez en la sangre de los Claudios había un mal hereditario que atacaba el cerebro.

La Historia asegura que Séneca no tuvo parte en este horrendo delito. Pero nos obliga a comprobar también que lo aceptó, permaneciendo al lado del emperador. ¿Esperaba acaso pararle en la pendiente de perdición? Esa esperanza, si la tuvo, quedó pronto defraudada. Nerón rechazó sus consejos cuando trató de hacerle comprender que no es propio de un emperador competir en el Circo como auriga y exhibirse en el teatro como tenor. Al contrario, para demostrar cuan poco en consideración tenía ya a su maestro, ordenó a los senadores que compitieran con él en aquellas pruebas gimnásticas y musicales, diciendo que ésta era la tradición griega y que la tradición griega era mejor que la romana.

Los senadores, en conjunto, acaso no merecían mejor trato, pero en alguno de ellos aún brillaba un destello de dignidad. Trasea Peto y Elvidio Prisco hablaron abiertamente contra el emperador, cuyos espías les acusaron de complot. Nerón, que después del matricidio había mostrado cierta clemencia, se entregó a una orgía de sangre, y como el Tesoro, que Claudio había dejado floreciente, estaba exhausto por sus irregularidades, impuso a los condenados la entrega de sus bienes. Séneca criticó estas medidas. Pero la auténtica razón por la que perdió el puesto fue por haber criticado las poesías de su amo. Tal vez con un suspiro de alivio se retiró a su villa de la Campania, donde inmediatamente se puso a buscar, como escritor, un desquite a su fracaso como preceptor. Burro, que había muerto pocos meses antes, había sido remplazado por el desalmado Tigelino.

Sin frenos ya, Nerón se despeñaba. El retrato físico que nos han dejado de él nos lo demuestra, a los veincinco años, con el pelo amarillo peinado con trencitas, la mirada mortecina y una panza adiposa sobre dos piernas raquíticas. Popea, esposa suya ya, hacía de él lo que quería. No contenta con haberle exigido que repudiara a Octavia, le impelió a confinarla. Pero dado que los romanos desaprobaron tal conducta cubriendo de flores sus estatuas, le persuadió para que mandara asesinarla. Octavia, aterrada y suplicando clemencia, tuvo mal fin: contaba apenas veinte años y había nacido para ser buena esposa de un buen marido, no la heroína de una tragedia.

Tampoco esa vez Nerón tuvo remordimientos, puesto que mientras tanto se había hecho consagrar dios, y los dioses no están obligados a exámenes de conciencia. Ahora sólo quería construirse un nuevo palacio de oro que se convirtiese en su propio templo, y como que lo proyectaba de dimensiones gigantescas, no hallaba en el superpoblado centro de Roma un solar edificable. Hacía tiempo que andaba murmurando que la ciudad estaba mal construida y que se debería rehacerla toda según un plano urbanístico más racional. En julio del año 64 estalló el famoso incendio.

¿Fue verdaderamente él quien lo hizo prender? Tal vez no. A la sazón se encontraba en Anzio y acudió inmediatamente, desplegando en los trabajos de socorro una energía que nadie sospechaba en él. Mas el hecho de que en seguida la voz popular le acusó demuestra que aunque el incendio no hubiese sido obra suya, la gente le consideraba capaz de un acto semejante. Cosa extraña, no reaccionó esa vez ante las acusaciones, ni siquiera persiguió a los autores de las hojas volantes V libelos que le señalaban al furor popular. Mas, como auténtico jefe de régimen totalitario, creyó que, dado el desastre, antes que en repararlo había que pensar en hallar alguien a quien atribuírselo. Y así fue, dice Tácito, como recurrió a una secta religiosa constituida por aquella época en Roma que derivaba su nombre del de un tal
Cristo
, un hebreo condenado a muerte por Poncio Pilato en Palestina, en tiempo de Tiberio.

Nada más sabía de ellos Nerón cuando mandó detener a todos los que se le pusieron a tiro y, tras un sumario proceso, les condenó a ser torturados. Algunos fueron entregados a las fieras, otros crucificados, otros embadurnados con resina y usados como antorchas. Roma no les había prestado mucha atención. Pero después de aquel martirio en masa empezó a mirarles con cierta curiosidad. Ahora, el emperador podía construir por fin una capital a su gusto. Y en esta tarea, que le absorbió por completo, mostró cierta competencia. Pero mientras levantaba la nueva Roma, más bella que la destruida, Popea murió a consecuencia de un aborto. Malas lenguas dijeron que el marido le dio una patada en el vientre durante una riña. Puede ser. Como fuere, el golpe fue terrible para él, que perdió a la par una esposa querida y el heredero que esperaba. Errando dolorido por las calles, encontró a un joven, un tal Sporo, cuyo rostro se asemejaba extrañamente al de la difunta. Se lo llevó a palacio, le hizo castrar y se desposó con él. Los romanos comentaron: «¡Ah, si su padre hubiese hecho lo mismo…!»

Estando atareado en los trabajos para la construcción de su gran palacio, sus espías descubrieron un complot para instalar en el trono a Calpumio Pisón. Hubo las acostumbradas detenciones, las acostumbradas torturas y las acostumbradas confesiones. En una de éstas se pronunciaron los nombres de varios intelectuales, entre ellos Séneca y Lucano.

Lucano era otro español de Córdoba, primo lejano de Séneca, que, venido a Roma para estudiar leyes, cometió el imperdonable error de ganar un premio de poesía en un concurso al que también se habla presentado Nerón, que perdió. El emperador le prohibió que continuase escribiendo. Lucano desobedeció componiendo un poema sobre la batalla de Farsalia, retórico y mediocre, pero de tono claramente republicano. No pudo publicarlo, pero lo leyó en los salones aristocráticos donde tuvo, naturalmente, gran éxito entre aquellos señores que ya no tenían fuerza para oponerse a la tiranía, pero que añoraban la libertad. ¿Participó él verdaderamente en el complot, o fue comprometido en él por los esbirros que conocían la antipatía de Nerón por aquel rival suyo? En los interrogatorios admitió su propia culpa y denunció a los demás cómplices, entre ellos, al parecer, incluso a su madre y a su primo Séneca. Condenado, invitó a sus amigos a una gran fiesta, comió y trincó con ellos, se cortó las venas y murió recitando algunos de sus versos contra el despotismo. Tenía veintiséis años.

Séneca se enteró seguramente de haber participado en la conjuración de Pisón por los mensajeros del emperador que fueron a Campania para notificarle la condena. Estaba escribiendo una carta a su amigo Lucilio que terminaba así: «En lo que me atañe, he vivido lo bastante y me parece haber tenido todo lo que me correspondía. Ahora espero la muerte.» Mas cuando la muerte se le presentó en forma de aquel embajador, objetó que no tenía razón para infligírsela, visto que ya no hacía política y se preocupaba solamente de cuidar su salud, cuyo colapso anunció como inminente. Era la excusa que también había invocado con Calígula y que le permitió llegar casi a los setenta años. El embajador volvió a Roma, pero Nerón se mantuvo firme. Entonces, Séneca, con mucha calma, abrazó a su mujer Paulina, redactó una carta de adiós a los romanos, bebió la cicuta, se abrió las venas y murió según los preceptos del estoicismo mejor de lo que había sabido vivir. Paulina intentó imitarle, pero el emperador le hizo suturar las venas. El paso de los siglos ha borrado las contradicciones del hombre Séneca y ha conservado tan sólo las obras del escritor, que alcanzó su grandeza. Enseñó cómo se compone un «ensayo» y cómo se concilia la prédica de la renuncia con la práctica de las propias comodidades. A un maestro semejante no Je podían faltar discípulos.

Hecho el vacío a su alrededor, Nerón partió para una
tournée
por Grecia, donde la gente, dijo, entendía de arte más que en Roma. Tomó parte como jinete en las carreras de Olimpia, se cayó y llegó el último; pero los griegos le proclamaron igualmente vencedor y Nerón les recompensó eximiéndoles del tributo a Roma. Los griegos comprendieron la alusión, le hicieron ganar todos los demás torneos, organizaron una clamorosa
claque
en los teatros donde cantaba el emperador (estaba absolutamente prohibido salir durante el espectáculo y hubo mujeres que parieron en ellos), y obtuvieron a cambio la plena ciudadanía.

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