Historia de Roma (39 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Y de pie murió, el año 79, aquel burgués nacido para morir como todos los burgueses: tendido en una cama; y, como actor concienzudo, obligado a interpretar un papel que no era el suyo.

Tito, que le sucedió, fue el más afortunado de los soberanos porque no tuvo tiempo de cometer errores, como sin duda le hubiese ocurrido por mor no de sus defectos, sino de sus virtudes; la "bondad, el candor y la generosidad. No firmó ninguna sentencia de muerte. Cuando se enteró de un complot, mandó un mensaje de admonición a los conjurados y otro tranquilizador a sus madres. En sus dos años de reinado, Roma sufrió un terrible incendio, Pompeya fue sepultada por el Vesubio e Italia devastada por una tremenda epidemia. Para reparar los daños, Tito agotó el Tesoro. Por asistir personalmente a enfermos, se contagió y perdió la vida, a los cuarenta y dos años, llorado por todos, menos por su hermano, Domiciano, que le sucedió en el trono.

No sabemos qué juicio de conjunto podemos dar de este último representante de la dinastía de los Flavios. Entre los escritores que vivieron en su tiempo. Tácito y Plinio han dejado un retrato de lo más negro, y Estacio y Marcial de lo más rosa. No están de acuerdo ni siquiera sobre su aspecto físico: los primeros le describen calvo y barrigudo y de piernas raquíticas; los segundos, hermoso como un arcángel, tímido y dulce. Sin duda debió de haber sufrido mucho por la preferencia que Vespasiano había tenido siempre hacia Tito. Y cuando el padre falleció, presentó supretensión a la mitad del poder. Tito se la ofreció. Domiciano rehusó y se puso a conspirar. Dión Casio sostiene que cuando su hermano cayó enfermo, apresuró su muerte cubriéndole de nieve.

Su reinado es un poco parecido al de Tiberio, a quien tenemos la impresión de que, como hombre, se le parecía. Idéntico fue el comienzo: cuerdo y prudente, con alguna vena de austeridad puritana. El cargo que más le interesó fue el de censor, mediante el cual podía controlar las costumbres; y los ministros de quienes se rodeó eran técnicos calificados particularmente para reconstruir la ciudad devastada por el incendio. No quiso guerras. Y cuando Agrícola, gobernador de Britania, intentó llevar los confines del Imperio hasta Escocia, le destituyó. Tal vez fue éste su error más grave, pues Agrícola era suegro de Tácito, que le adoraba y que asumió la tarea de juzgar a los hombres de su tiempo. Es natural que hubiera dejado tan malparado a aquel pobre soberano.

Desgraciadamente, para obtener la paz hace falta que sean dos en desearla. Y Domiciano tuvo que ver con los dacios, que no la querían. Éstos cruzaron el Danubio, derrotaron a los generales romanos, y obligaron al emperador a tomar las riendas del Ejército. Lo estaba conduciendo muy bien, cuando Antonio Saturnino gobernador de Germania, se rebeló con algunas legiones, obligándole a una paz prematura y desfavorable con los dacios y metiéndole en el cuerpo la obsesión de las conjuras. Aquel que hasta entonces había gobernado más bien como un Cromwell, tornóse un stalin, y para salvar su propia «personalidad» instauró el «culto» más descomedido de ésta. Se instaló en un trono de verdad, quiso ser llamado «señor y dios nuestro», y pretendió que los visitantes le besasen los pies. También él expulsó de Italia a los filósofos porque impugnaban su absolutismo, cortó la cabeza a los cristianos porque rechazaban su divinidad y dio preferencia a los delatores porque creía que le protegían de los enemigos. Los senadores le odiaban, le incensaban y apechugaban con sus sentencias de muerte. Y entre estos senadores se hallaba también Tácito, su futuro y despiadado juez.

En un ataque de manía persecutoria se acordó de que su propio secretario, Epafrodito, era el mismo que un cuarto de siglo antes había ayudado a Nerón a cortarse la carótida. Y temiendo que hubiese adquirido el vicio de repetirlo, le condenó a muerte. Entonces todos los demás funcionarios de palacio se sintieron amenazados, organizaron una conjura y llamaron a que participase en ella también a la emperatriz Domicia. Le apuñalaron por la noche. Domiciano se defendió salvajemente hasta el último momento. Tenía cincuenta y cinco años y había reinado durante quince, primero como el más prudente y después como el más nefasto de los soberanos. Así terminó, también en la oscuridad de donde había salido, la segunda dinastía de los sucesores de Augusto. De diez emperadores que se sucedieron en el espacio de ciento veintiséis años (desde el 30 antes de Jesucristo hasta el 96 después de Jesucristo), siete murieron asesinados. Había algo en el sistema que no funcionaba, que tornaba sanguinarios hasta a hombres dispuestos al bien; algo más decisivo que el mismo mal hereditario que tal vez corrompía la sangre de los Julio-Claudios.

Y este algo hay que buscarlo en la sociedad romana, en la transformación que había ido experimentando en
los
últimos tres siglos.

CAPÍTULO XXXVIII

ROMA EPICÚREA

La Roma de este período, que suele llamarse
epicúreo
, tenía una población que algunos estimaban en un millón y otros en millón y medio. Estaba dividida en las habituales clases y órdenes y la aristocracia era aún numerosa; mas, aparte el nombre de los Cornelio, los cronistas de la época no vuelven a citar los grandes de antes: los Fabio, los Emilio, los Valerio, etc. Diezmados primero por las guerras a las que daban un gran tributo de cadáver, después por las persecuciones y finalmente por las prácticas maltusianas, aquellas ilustres familias se habían extinguido siendo remplazadas por otras con menos antepasados y más dinero, que procedían de la burguesía industrial y mercantil de provincias.

«Hoy, en la alta sociedad —decía Juvenal—, el único buen negocio es una mujer estéril. Todos te serán amigos en espera del testamento. ¿Y quién te dice que la que te hace un hijo no dé a luz a un negro?»

Juvenal cargaba un poco la mano, pero la calamidad que denunciaba era auténtica. El matrimonio, que en la edad estoica había sido un sacramento y volvería a serlo en la cristiana, entonces sólo era una aventura pasajera; y la educación de los hijos, considerada un tiempo deber hacia el Estado y hacia los dioses que prometían una vida ultraterrena solamente a los que dejaban alguien que cuidase de sus tumbas, ahora era una molestia, un estorbo que evitar. El infanticidio ya no estaba permitido, pero el aborto era una práctica corriente, y si no salía bien, se recurría al abandono del recién nacido al pie de una
columna lactante
, así llamada porque junto a ellas había nodrizas pagadas adrede por el Estado para amamantar a los niños abandonados.

Bajo el influjo de esas costumbres, la misma estructura biológica y racial de Roma había cambiado. ¿Qué ciudadano no tenía en sus venas alguna gota de sangre extranjera? Las minorías griegas, siríacas, israelitas, formaban, juntas, mayoría. Los hebreos eran ya tan fuertes, sobre todo debido a su unión, en tiempos de César, que constituyeron uno de los principales puntales de su régimen. Había pocos ricos entre ellos, pero en conjunto constituían una comunidad disciplinada, laboriosísima y de sanas costumbres. No podía decirse lo mismo de los egipcios, de los siríacos y de otros orientales, grandes maestros sobre todo en la bolsa negra.

La madre romana que se decidía a poner un hijo en el mundo, si no se veía reducida a una extrema pobreza, se desembarazaba en seguida de él, confiándolo primero a una nodriza y después a una institutriz griega, que ocupaba el puesto de las alemanas o inglesas de hoy, y, finalmente, a un
pedagogo
, en general griego también, para su instrucción. De lo contrario lo mandaba a una de aquellas escuelas que ya habían surgido un poco en todas partes, pero que eran privadas, no estatales, para ambos sexos y dirigidas por un
magister
. Los alumnos frecuentaban las
elementales
hasta los doce o trece años. Después se separaba a los dos sexos. Las hembras completaban su instrucción en colegios apropiados donde se les enseñaba sobre todo música y danza. Los varones emprendían los
secundarios
, regidos por
gramáticos
, que por ser también casi todos griegos, insistían sobre todo en la lengua, literatura, y filosofía griegas, que acabaron efectivamente por sumergir la cultura romana. La universidad era representada por los cursos de los
retóricos
, que no tenían nada de orgánico. No había exámenes, no había tesis de licenciatura, no había doctorado. Habían tan sólo conferencias seguidas de discusiones. Los cursos costaban hasta dos mil sestercios —entre doscientas y doscientas cincuenta mil liras-al año. Y Petronio lamentaba que no se enseñase en ellos más que abstracciones sin utilidad alguna para la vida práctica. Mas éstas cosquilleaban el gusto, típicamente romano, por la controversia, la sutileza y la cavilación; vicio que después ha transmigrado en el cuerpo de todos los italianos.

Las familias más pudientes mandaban a sus hijos a perfeccionarse en el extranjero: a Atenas para la Filosofía, a Alejandría para la Medicina y a Rodas para la elocuencia. Y gastaban tanto dinero en su manutención que Vespasiano el parsimonioso, para impedir aquella hemorragia de divisas, prefirió reclutar a los más ilustres docentes de aquellas ciudades y trasplantarles a Roma en institutos estatales que les pagaban honorarios de cien mil sestercios al año, o sea cinco millones de liras.

En lo que respecta a los varones, la moralidad juvenil no había sido nunca gran cosa, ni siquiera en los tiempos estoicos. Quedaba sobrentendido que a partir de los dieciséis años, el chico frecuentase lupanares y no se prestaba mucha atención al hecho de que corriese también alguna aventura no sólo con mujeres, sino también con hombres. Pero entonces todo estaba en estado primario, los burdeles eran innobles, y la temporada de la desvergüenza acababa con la llamada a las armas y después con el matrimonio con el que se inauguraba la de la austeridad. Ahora, los muchachos se hacían eximir del servicio militar, los burdeles se habían convertido en establecimientos de lujo, las meretrices consideraban un deber entretener a los clientes no sólo con sus gracias, sino también con la conversación, con música, con danzas, un poco como las
geishas
en el Japón, y los clientes seguían frecuentándolos también después de casados.

Con las muchachas se era más severo, mientras eran muchachas. Pero, en general, se casaban antes de los veinte años porque después de esta edad eran consideradas como solteronas, y porque el matrimonio les procuraba las mismas libertades que a los varones, o poco menos. Séneca consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba con dos amantes solamente. Y un epitafio inscrito en una tumba reza así: «Permaneció fiel durante cuarenta y un años a la misma esposa.» Juvenal, Marcial y Estacio, nos hablaban de mujeres de la burguesía que luchaban en el Circo, recorrían las calles de Roma conduciendo personalmente sus calesines, se paraban a conversar bajo los pórticos y
ofrecen al transeúnte
—dice Ovidio—
el delicioso espectáculo de sus hombros desnudos
.

Las «intelectuales» florecían. Teófila, la amiga de Marcial, hubiera ganado de seguro los cinco millones al «Lascia o raddoppia»
[3]
en materia de filosofía estoica. Sulpicia escribía versos, naturalmente de amor. Y había, asimismo, las
soroptimists
que organizaban
clubs
femeninos, los llamados colegios de las mujeres, donde se daban conferencias sobre los deberes para con la sociedad, como sucede en todas las sociedades donde los deberes no se observan ya.

Se engordaba. La estatuaria de ese período, comparándola con la de la Roma estoica, toda de figuras secas y angulosas, nos muestra una humanidad entumecida y abotagada por el ocio y por las indulgencias dietéticas. La barba ha desaparecido, los
tonsores
se han multiplicado, el primer afeitado es una fiesta inaugural en la vida del hombre. El cabello, la mayoría se lo hace cortar todavía al cero, pero hay unos elegantones que en cambio se lo dejan crecer, anudándoselo luego en trencitas. La toga purpúrea se ha convertido en monopolio exclusivo del emperador. Todos los demás llevan ahora una túnica o blusa blanca y sandalias de cuero a «la caprense», o sea con el cordón enfilado entre los dedos.

La moda femenina se ha complicado. La señora de cierta alcurnia no emplea menos de tres horas y de media docena de esclavas para emperifollarse. Buena parte de la Literatura está dedicada a ilustrar este arte, y los cuartos de baño están atestados de navajas, tijeras, cepillos, cepillitos, cremas, polvos de arroz, cosméticos y jabones. Popea había inventado una careta nocturna empapada en leche para mantener tersa la piel del rostro, la cual llegó a ser de uso común.

Y el baño de leche era normal, hasta el punto de que los ricachones viajaban seguidos por manadas de vacas para tenerla siempre fresca a su disposición. Especialistas a lo Hauser predicaban dietas, gimnasia, baños de sol, masaje contra la celulitis. Y hubo
tonsores
que labraron su fortuna inventando algunos peinados originales: pelo hacia atrás, anudado a la nuca o graciosamente sostenido por una redecilla o una cinta.

La ropa interior era de seda o de lino. Y empezaba a hacer su aparición el sostén. Medias no se usaban. Pero los zapatos eran complicados, de cuero suave y ligero, con tacón alto para remediar el defecto de las mujeres romanas, que es también el de las italianas: el trasero bajo; y con recamados de filigrana de oro.

En invierno usaban pellizas, que eran el regalo de los maridos o de los amantes desplazados en las provincias septentrionales, especialmente en la Galia y la Germania. Y en todas las estaciones se hacía gran exhibición de alhajas que era la gran pasión de aquellas damas. Lolia Pallina andaba por ahí con cuarenta millones de sestercios, o sea dos mil millones de liras, desparramados encima de ella en forma de piedras preciosas, de las cuales Plinio enumeró más de cien especies. Habla asimismo «imitaciones» que al parecer eran obras maestras. Un senador fue proscrito por Vespasiano porque lucía en el dedo un anillo con un ópalo de ciento cincuenta millones de liras. El severo Tiberio intentó poner freno a ese exhibicionismo, pero tuvo que rendirse; de abolir la industria del lujo, se corría el peligro de precipitar a Roma en una crisis económica.

La decoración de la casa estaba a tono con esas magnificencias y acaso las superaba. Un palacio digno de este nombre tenía que tener un jardín, un pórtico de mármol, no menos de cuarenta habitaciones, entre ellas algún salón con columnas de ónice o de alabastro, piso y techo de mosaico, paredes taraceadas con piedras costosas, brocados orientales (Nerón compró por valor de trescientos millones de liras), jarras de Corinto, lechos de hierro forjado con mosquiteros, y algunos centenares de criados: dos detrás del asiento de cada huésped para servirle la comida, dos para quitarles simultáneamente los zapatos cuando se acostaban, etc.

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