Historia de Roma (48 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Y el cristianismo logró precisamente esta empresa.

Constantino comenzó reconociendo a los obispos competencia de jueces en sus circunscripciones y diócesis. Después eximió de impuestos los bienes de la Iglesia, reconoció como «personas jurídicas» a las asociaciones de fieles, dio un sacerdote tutor a su. hijo después de haberle bautizado y por fin anuló el edicto de Milán que garantizaba la tolerancia de todas las religiones en pie de igualdad, para reconocer la primacía de la católica que desde entonces fue la religión oficial, haciendo obligatorios para todos los ciudadanos los preceptos del Sínodo.

Obrando más como papa que como rey, convocó el primer Concilio
Ecuménico
, es decir, universal, de la Iglesia, para resolver las disensiones internas que la roían. Él mismo proporcionó con fondos del Estado, los medios a trescientos dieciocho obispos y a infinidad de otros prelados para que se trasladasen a Nicea, cerca de Nicomedia. Había grandes cuestiones que dirimir. Algunos extremistas del ascetismo se habían apartado de un sacerdocio que a sus ojos se mostraba demasiado dispuesto a los compromisos y apegado a los bienes de esta tierra, con lo que dióse comienzo a un movimiento monástico.

Casi al mismo tiempo, el obispo de Cartago, Donato, lanzó el proyecto, que inmediatamente hizo prosélitos, de una «depuración» en perjuicio de los sacerdotes que habían abjurado por miedo durante las persecuciones y de quienes habían sido bautizados por ellos. La proposición fue rechazada, pero dio lugar a un cisma que había de continuar durante siglos. Pero el peligro mayor era el representado por Arrio, un predicador de Alejandría que atacaba la doctrina en su base, refutando la cónsustancialidad de Cristo con Dios. El obispo le excomulgó, pero Arrio siguió predicando y haciendo secuaces. Constantino mandó llamar a los dos litigantes y trató de hacer de mediador entre ellos invitándoles a buscar una solución de compromiso. La tentativa fracasó y el conflicto adquirió mayores proporciones y se hizo más profundo. Esto fue lo que hizo necesario el Concilio.

El Papa Silvestre, viejo y enfermo, no pudo intervenir. Atanasio apoyó las acusaciones contra Arrio, quien le contestó con valentía y honradez. Era un hombre sincero, pobre, melancólico, que erraba de buena fe. De los trescientos dieciocho obispos, sólo dos le apoyaron hasta el fin y fueron excomulgados con él. Constantino asistió a todos los debates, pero no intervino sino raramente, para exhortar a los contendientes a la calma y la ponderación cuando las discusiones se acaloraban. Cuando el veredicto que reafirmaba la divinidad de Cristo y condenaba a Arrio fue formulado, quedó traducido en un edicto que expulsaba al herético con sus dos seguidores, condenaba a la hoguera sus libros y conminaba con la pena de muerte a quien los hubiese escondido.

Constantino clausuró el Concilio con un gran banquete a los participantes y después se puso a organizar la nueva capital que, con solemne ceremonia, dedicó a la Virgen. La llamó Nueva Roma, pero los posteriores le dieron su nombre: el de Constantinopla.

No sabemos si él se daba cuenta de que con aquel traslado de capital estaba decretando prácticamente el fin del Imperio romano y el inicio de otro, que debería continuarlo, sí, pero del cual Italia sólo sería una provincia, con Roma como cabeza de distrito.

Constantino fue un extraño y complejo personaje. Hacía ostentosas demostraciones de fervor cristiano, pero en sus relaciones de familia no se mostró muy respetuoso con los preceptos de Jesús. Mandó a su madre, Elena, a Jerusalén para destruir el templo de Afrodita que los impíos gobernadores romanos habían erigido sobre la tumba del Redentor, donde, según Eusebio, fue hallada la cruz en la cual había sido supliciado. Pero inmediatamente después hizo matar a su esposa, a su hijo y a su sobrino.

Se casó dos veces: primero con Minervina, que le dio a Crispo, un buen oficial que se había cubierto de medallas en las campañas contra Licinio, y después con Fausta, la hija de Maximiano, que le dio tres chicos y tres chicas. Parece que Fausta, para excluir de la sucesión a Crispo, le acusó ante el emperador de haber tratado de seducirla, y que después, Elena, que tenía debilidad por Crispo, le contó a Constantino que fue Fausta quien sedujo a su hijastro. Para no equivocarse, el emperador las mató a las dos. En cuanto al sobrino Liciniano, hijo de su hermana Constancia, que lo tuvo de Licinio, dicen que le hizo ejecutar porque conspiraba.

Nada de todo eso se halla en la
Vida de Constantino
escrita por Eusebio a modo de panegírico y atenta, lógicamente, a la exaltación de quien habla hecho, de una secta perseguida, la Iglesia del Imperio. Constantino no era un santo, como dice su biógrafo. Fue un gran general, un sagaz administrador, un hombre de Estado previsor, que también cometió empero, algunos errores.

El día de Pascua del 337 después de Jesucristo, trigésimo aniversario de su subida al trono, se dio cuesta de que se aproximaba su fin. Llamó a un sacerdote, pidió los sacramentos, dejó la estola de púrpura para ponerse la blanca de los cristianos, y esperó tranquilamente la muerte.

Ante el tribunal de los hombres, los servicios que había prestado a la causa de la civilización cristiana son sobradamente suficientes para hacerle perdonar los delitos con los que se mancilló. Ante Dios, no lo sabemos.

CAPÍTULO XLVIII

LA HERENCIA DE CONSTANTINO

Constantino fue el único entre los sucesores de Augusto que permaneció en el trono más de treinta años. Pero estropeó su grandiosa obra de reconstrucción con el más absurdo de los testamentos, dividiendo el Imperio en cinco tajadas y entregándolas, respectivamente, a sus tres hijos; Constantino, Constancio y Constante, y a sus dos nietos sobrinos: Delmacio y Anibaliano. La cosa nos asombra porque él no pudo haber dejado de ver lo que había ocurrido con el reparto de Diocleciano y qué alborotos se habían producido entre todos aquellos Augustos y Césares. Pero ya que lo había decidido así, podía al menos tomar la precaución de dar a sus tres chicos nombres que les diferenciasen un poco mejor. Es un bonito embrollo, incluso para quien quiere resumir su historia, devanar el enredado ovillo de aquellos tres casi homónimos. Trataremos de hacerlo lo mejor posible. De facilitarnos la labor, simplificando las rivalidades, cuidaron los regimientos de guarnición en la capital, que, apenas metido en la fosa el gran difunto, se insurreccionaron e hicieron una buena matanza en la que perecieron dos de los cinco herederos: Anibaliano y Delmacio. Les hicieron compañía también los Hermanastros del muerto y sus hijos, menos dos, Galo y Juliano que fueron confinados y de los cuales oiremos hablar de nuevo, además de un número impreciso de altos jerarcas. Constantinopla había nacido apenas, y ya inauguraba aquel repertorio de carnicerías que a través de los siglos había de motear su historia.

¿Fue de verdad Constancio, como se dijo más tarde, quien ordenó aquella mortandad? No se sabe con precisión. Sábese tan sólo que él se hallaba en la ciudad cuando se llevó a cabo, que no hizo nada por impedirla y que resultó el mayor beneficiario de ella. Se reunió con los otros dos hermanos en Esmirna y con ellos llegó a concluir otro reparto. Para sí se quedó todo el Oriente con Constantinopla y Tracia; a Constante, que era el menor, le dio Italia, Iliria, Africa, Macedonia y Acaya, pero obligándole a una especie de vasallaje hacia Constantino II, a quien le correspondieron las Galias.

Si Constantino inventó esa cláusula para provocar una rivalidad entre los dos y quedarse después como arbitro, hay que decir que el golpe fue logrado plenamente. No habían transcurrido tres años que aquéllos ya llegaban a las manos. Pero en la primera Da-talla, Constantino, que era de carácter fogoso, avanzó demasiado, cayó en una emboscada y fue muerto. Constante no perdió tiempo en anexionarse todas sus posesiones. Y Constancio, que seguramente confiaba en una guerra larga que destrozara las fuerzas de ambos contendientes, se quedó sin conseguir lo que deseaba y con un solo rival, sí, pero más potente que él.

También esta vez le ayudó la suerte en forma de un complot contra Constante que, en las Galias, ganaba batalla tras batalla contra los rebeldes. Era un buen general, pero inepto como hombre de Estado; estrujaba a los súbditos con impuestos, les irritaba con sus terquedades y les escandalizaba con sus costumbres. Un comandante de milicias bárbaras, Magnencio, le mató y se proclamó emperador. Mas otro tanto hizo inmediatamente Vetranio, que mandaba las tropas en I liria, y Nepociano, sobrino del muerto.

Constancio tenía ahora los papeles en regla para intervenir en Occidente con el pretexto de restablecer la justicia. Precisamente en aquel momento concluyó una tregua con el rey persa Sapor que le había causado hasta entonces muchos sinsabores y empeñado sus ejércitos. Al frente de ellos marchó a la sazón contra los usurpadores, pero acompañando la acción militar con una hábil gestión diplomática, que era además el arte con el que mejores logros alcanzaba. Vetranio parlamentó, unió sus tropas a las de Constancio en la llanura de Sérdica, donde debían enfrentarse, y se arrodilló ante él pidiéndole perdón. El perdón le fue concedido y con los galones y medallas por añadidura. Después, los dos ejércitos marcharon juntos contra Magnencio, le derrotaron en Hungría y le persiguieron hasta España, donde le obligaron a suicidarse con su hermano Decencio. Así el Imperio quedó de nuevo reunido bajo un soberano.

A diferencia de su predecesor y padre, no era un gran general, no amaba las guerras y procuraba eludirlas. Pero cuando se veía obligado, a emprenderlas, lo hacía hasta el final, aunque con gran cautela, pero arriesgando valerosamente el pellejo. Pues tenía conciencia de sus deberes y los cumplía sin reparar en gastos ni sacrificios. Era un hombre solitario y receloso, melancólico y taciturno, sin impulsos, sin calor humano, sin vicios ni abandonos. En muchas cosas asemeja a Felipe II de España y a Francisco José de Austria. Como ellos, era piadoso, pero a la fe no unía las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. Al contrario, era pesimista, incapaz de indulgencia y creía que para salvar un alma era necesario quemar muy a menudo un cuerpo. Casó tres veces, no por amor, sino por deseo de tener un heredero. Ninguna de las tres esposas se lo dio. Ahora se encontraba sin sucesores. Ni siquiera sus hermanos tuvieron tiempo de dejárselos. En el gran cementerio donde había hallado sepultura la vasta progenie de Constantino, no quedaban más que dos muchachos escapados a la matanza del 337: Galo y Juliano.

Los dos hacía años que vegetaban en un villorio de Capadocia, bajo la tutela de un obispo arriano, Eusebio, que tampoco era muy caritativo, llevando una vida de colegio, solitaria y desolada. Su madre, Basilina, había muerto ya, cuando ante sus ojos se desarrolló la carnicería en la que perecieron padre, tíos, primos y hasta criados. A la sazón, Galo tenía diez años, y Juliano, seis. Ambos supieron más tarde que el responsable directo o indirecto de la matanza había sido él, Constancio, que ahora, de Improviso, se acordaba de ellos.

El elegido fue Galo, el mayor, que de la noche a la mañana, de prisionero que era pasó a ser marido de Constantina, la hermana del emperador, nombrado César e instalado en Antioquía con poderes casi absolutos. En aquel brusco salto que daría vértigo a cualquiera, no poseía siquiera la inteligencia, de la que estaba conspicuamente desprovisto, para mantener la cabeza en su sitio. Lo que le tocó ver de chico le había hecho creer que el asesinato y la traición eran cosa normal entre los hombres, y para protegerse a sí mismo siguió la regla de dar crédito a toda sospecha y de matar a cualquier sospechoso. Aun antes de que Constancio se diese cuenta del error cometido con aquella elección, había degollado ya no sólo varios hombres, sino poblaciones enteras. El emperador, temiendo que una excomunión le empujara a la rebelión abierta, fingió no estar enterado y, mostrándose siempre amigo, le llamó a Milán donde se hallaba en aquel momento. Inquieto Galo mandó primero a Constantina para escrutar las intenciones de Constancio. Pero Constantina murió durante el viaje. Galo tuvo que decidirse a ir en persona. Pero, llegado a Panonia, un destacamento de soldados le detuvo y le condujo a Pola, donde le relegaron en el palacio en el que Constantino había hecho asesinar a su primogénito Crispo. Constancio tenía mucho apego a las tradiciones de familia, incluso a las de muertes violentas. Un proceso sumario, facilitado por el testimonio bien remunerado de un eunuco de la Corte, condujo a la pena de muerte, que fue inmediatamente ejecutada.

Constancio estaba otra vez sin sucesores y envejecía. El día en que decidió librarse de Galo, confinó también a Juliano, sospechándolo cómplice de su hermano. Pero aquel muchacho era el único en cuyas venas circulaba aún la sangre de Constantino. Tras muchas vacilaciones, le llamó y le nombró César. El sucesor no podía ser más que él.

Aquella elección hecha a desgana se reveló en seguida como excelente. Juliano, que pasaba por ser un holgazán dedicado solamente a la Literatura y a la Filosofía en cuanto se encontró con alguna responsabilidad a cuestas, la tomó en serio. No había visto nunca un cuartel cuando el emperador le confió las provincias orientales, entonces en plena . revuelta. De momento, Juliano dejó hacer a los generales, aunque observando atentamente sus actividades. Luego tomó el mando efectivo de las tropas, afrontó las hordas francas y alemanas que se habían infiltrado más allá del Rin, las aniquiló, sofocó las rebeliones de los indígenas y restableció la autoridad imperial en Britania. Jamás el título de César había sido otorgado tan adecuadamente a un hombre.

Por desgracia, precisamente en aquel momento el rey persa Sapor reemprendió la ruta de la guerra y para atajar su amenaza Constancio pidió a Juliano que le mandase parte de su ejército. Juliano, que le había tomado gusto al oficio de soldado, obedeció, pero a regañadientes, y no se sabe hasta qué punto disimuló ante sus hombres la amargura de tener que separarse de ellos. Como fuere, éstos estuvieron seguros de interpretar sus deseos negándose a obedecer y aún más aclamándolo Augusto, o sea emperador. En seguida, Juliano se apresuró a escribir a Constancio que él era ajeno a todo aquello, y no sólo esto, sino que había sucedido contra su voluntad. Pero cuando Constancio le contestó que le perdonaba si renunciaba al título y hacía acto de sumisión, Juliano, en ver de aceptar, fue a su encuentro al frente de su ejército. Él no había descerrajado la caja, pero se negaba a devolver lo hurtado que, sin saber cómo, le llovió en casa.

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