Historia de Roma (22 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Eran propuestas razonables y plenamente coherentes con las Leyes Licinias que ya habían sido aprobadas doscientos años antes. Pero Tiberio cometió el error de aliñarlas con una oratoria demagógica y de «barricada» que, además, desentonaba con su condición social. Pues esos «progresistas», de elevada extracción, fuesen nobles o burgueses, no sabían rehuir, entonces como ahora, una contradicción entre hábitos de vida refinados y sofisticados y actitudes políticas populistas y callejeras. «Nuestros generales —dijo hablando en la rostra— nos incitan a combatir por los templos y las tumbas de vuestros antepasados. Ocioso y vano llamamiento. Vosotros no tenéis altares paternos. Vosotros no tenéis tumbas ancestrales. Vosotros no tenéis nada. Combatís y morís sólo para procurar lujo y riqueza a los otros.»

Estaba bien dicho porque, por desgracia, Tiberio era también un excelente orador. Pero había los extremos del sabotaje. El Senado declaró ilegales las propuestas, acusó a su autor de ambiciones dictatoriales y persuadió a Octavio, otro tribuno, a que opusiese el veto. Tiberio contestó con un proyecto de ley según el cual un tribuno, cuando obraba contra la voluntad del Parlamento, debía ser depuesto inmediatamente. La Asamblea aprobó la propuesta y los lictores de Tiberio echaron a la fuerza de su banco a Octavio. Después, el proyecto de ley fue votado, y la Asamblea, temiendo por la vida de Graco, le escoltó hasta su casa.

Tenemos la impresión de que aquel día no fue recibido con el unánime entusiasmo que acaso esperaba. Tal vez solamente Cornelia siguió reconociéndole una de sus «alhajas», como un día les definiera a él y a Cayo. Los demás debieron de quedarse un poco sobresaltados, no tanto por la ley que había impuesto y que expresaba plenamente los puntos de vista políticos del «salón», cuanto por los medios anticonstitucionales que había empleado contra Octavio. Pero sin duda se escandalizaron y se desolidarizaron de él cuando, a pesar de una norma precisa que lo vedaba. Tiberio entró nuevamente en liza para el tribunado.

Se vio obligado a hacerlo porque el Senado amenazaba, apenas expirara su cargo, con procesarle. Pero era un gesto de rebelión. Abandonado así por sus propios amigos de casa, Tiberio acentuó más la desviación a la izquierda para granjearse el favor de la plebe. Prometió, si era reelegido, abreviar el servicio militar, abolir el monopolio de los senadores en los jurados de los tribunales y, dado que en aquel momento Átalo III de Pérgamo murió dejando su reino a Roma, propuso vender la propiedad mobiliaria de aquél para ayudar con lo recaudado a los campesinos a equipar sus fincas. Y ahí desembocó en la pura demagogia, proporcionando argumentos válidos al adversario.

El día de las elecciones, Tiberio apareció en el Foro con una guardia armada y vestido de luto para dar a entender que el votar en contra significaba para él la condena a muerte. Pero, mientras se votaba, irrumpió un grupo de senadores blandiendo garrotes, encabezados por Escipión Násica. El prestigio de que todavía gozaba el Senado y que Graco había neciamente descuidado, queda demostrado por el hecho de que ante aquellas togas patricias los amigos de Tiberio cedieron respetuosamente el paso dejándole solo. Le mataron de un mazazo en la nuca. Y su cuerpo, junto con el de un centenar de adictos, fue arrojado al Tíber.

Su hermano Cayo pidió permiso para rescatar el cadáver y darle sepultura. Se lo negaron.

Esto sucedió en 132. Nueve años después, o sea en 123, la segunda de las «alhajas» de Cornelia había ocupado el puesto de su hermano como tribuno. Le conocemos mejor y le estimamos más porque nos parece de inteligencia más realista que su hermano y también más sincero. Había sido asimismo un orador magnífico. Cicerón le consideraba el más grande (después de él, se entiende); había militado valerosamente a las órdenes de su cuñado Escipión Emiliano en Numancia y poseía un gran dominio de sí mismo. Efectivamente, siguió adelante con moderación, sin querer quemar las etapas al primer momento.

En aquellos nueve años las leyes agrarias de Tiberio que el Senado, después de haber dado muerte a su autor, no se atrevió a abrogar, habían dado sus buenos frutos, a pesar de que su aplicación había topado con muchas dificultades prácticas. El censo de vecinos constaba de ochenta mil nuevos ciudadanos, que lo fueron precisamente por haber poseído una parcela de tierra. Pero se elevaron muchas protestas de los antiguos propietarios que no querían ni merma de capital ni confiscación y que confiaron su causa a Escipión Emiliano. No se sabe por qué, éste aceptó la defensa de aquellos intereses que eran contrarios a sus ideas. Pero se avino a ello tal vez, precisamente, por razones de familia según las cuales hubiera debido abstenerse de hacerlo. Sus relaciones con su esposa Cornelia habían ido empeorando cada vez más. Y una mañana del 129 fue hallado asesinado en su lecho. No se ha sabido nunca quién lo mató, pero naturalmente los chismosos de las casas aristocráticas, donde eran odiados, acusaban a la esposa y a la suegra.

Crecido en medio de tantas desdichas y en una casa abandonada ya por los más íntimos amigos, Cayo llevó adelante con cautela la aplicación de las leyes de Tiberio; creó nuevas colonias agrícolas en la Italia meridional y en África se ganó a los soldados prescribiendo que a partir de entonces estarían equipados a expensas del Estado y fijó un «precio político» para el trigo, que era la mitad del que regía en el mercado. Y con esta última medida, que después había de ser el arma más fuerte en manos de Mario y de César, tuvo de su parte a todo el pueblo llano de la Urbe.

Pertrechado con esos éxitos, pudo volver a presentarse al tribunado del año siguiente sin arriesgar la vida, como le había sucedido a su hermano, y salir triunfante. Entonces creyó poder jugar las cartas grandes y ahí se equivocó. Propuso agregar a los trescientos senadores de derecho otros trescientos elegidos por la Asamblea y extender la ciudadanía a todos los hombres libres del Lacio y a buena parte de los del resto de la península.

Pero había echado mal las cuentas con los egoísmos del proletariado romano, cuyos cofrades del Lacio y de la península le importaban un comino. El Senado obró prontamente para aprovechar este error táctico de su adversario. Empujó al otro tribuno, Livio Druso, a proposiciones más radicales aún: que se aboliesen los tributos impuestos por la ley de Tiberio a los nuevos propietarios, y que a cuarenta y dos mil pobres de solemnidad de Roma les distribuyeran nuevas tierras en doce nuevas colonias. La Asamblea aprobó en seguida el proyecto. Y cuando Cayo volvió, se encontró con que todos los favores los monopolizaba Druso.

Se presentó a una tercera elección y fue derrotado. Sus secuaces dijeron que había habido fraude, pero él les aconsejó moderación y se retiró a la vida privada.

Cuando se trató de hacer frente a los compromisos contraídos para liquidar a Cayo, el Senado se encontró en un apuro y trató de tergiversar. La Asamblea se dio cuenta de que era un primer paso para el sabotaje de la legislación de los Gracos, cuyos simpatizantes se presentaron armados a la reunión siguiente. Uno de ellos descalabró a un conservador que había pronunciado palabras de amenaza contra Cayo.

El día siguiente, los senadores comparecieron en plan de batalla, seguido cada uno de ellos por dos esclavos. Los graquistas se atrincheraron en el Aventino y Cayo intentó interponerse para restablecer la paz. Como no pudo conseguirlo, se arrojó al Tíber, cruzándolo a nado. En la otra orilla, cuando estaba a punto de ser alcanzado por sus perseguidores, ordenó a un siervo suyo que le matara. El siervo obedeció. Después, extrajo el puñal teñido de sangre del pecho de su amo y se lo clavó en el propio. Un secuaz de Cayo cercenó la cabeza al cadáver, la rellenó de plomo y la llevó al Senado, que había ofrecido su peso en oro. Se embolsó la recompensa y se rehízo una «virginidad política». El pueblo llano que tanto le había aplaudido ni siquiera pestañeó ante el asesinato de su héroe; estaba demasiado ocupado saqueándole la casa.

Cornelia, la madre de los dos hijos asesinados y de una viuda sospechosa de asesinato, se puso de hito. El Senado le ordenó que se lo quitase.

CAPÍTULO XX

MARIO

Con Cayo fueron asesinados doscientos cincuenta de sus partidarios, y otros tres mil, encarcelados. De momento, pareció que los conservadores habían ganado y se esperaba una tremenda represión. Pero ésta no llegó. El Senado archivó la reforma agraria, pero no modificó la tasa del trigo ni trató de restablecer el monopolio de la aristocracia en los jurados de los tribunales. Se daba cuenta de que a pesar de aquella victoria momentánea, la situación no era propicia a restauraciones.

Durante algunos años se vivió al día sin sustituir ningún remedio al que los Gracos habían intentado, siquiera prematuramente y cometiendo muchos errores tácticos. Con la excusa de favorecer más aún a los pequeños propietarios creados al socaire de las leyes agrarias, se les permitió vender las tierras que les fueron asignadas. Ellos, huérfanos de ayuda, lo hicieron. Y volvieron a formarse los latifundios sobre la consabida base del trabajo servil. Apiano, que era un demócrata de los más moderados, reconocía por aquellos tiempos que en toda Roma había aproximadamente dos mil propietarios. Todos los demás eran pobres y su condición empeoraba de día en día.

Lo que hizo caer la balanza y dio pretexto a la gran rebelión, fue el llamado «escándalo de África», que comenzó en 112. Micipsa, que había sucedido a Masinisa en el trono de Numidia y que murió seis años antes, había dejado a Yugurta, hijo natural suyo, como regente y tutor de sus dos legítimos herederos, menores de edad. Yugurta mató a uno de ellos y guerreó con el otro, que pidió ayuda a la Urbe, protectora de aquel reino. La Urbe mandó una comisión investigadora, que Yugurta compró con una espléndida recompensa. Llamado a Roma, corrompió a los senadores que tenían que juzgarle. Y, finalmente, hubo de esperar la elección a cónsul de Quinto Metelo, que, era un mediocre hombre de bien, para ver a un general dispusto a hacer la guerra al usurpador y a rechazar los «sobrecitos».

Aunque en aquellos tiempos no había periódicos la gente estaba igualmente informada y conocía muy bien los hechos y lo que ocurría entre bastidores. El odio que incubaba contra la aristocracia desde el día en que fueron asesinados los Gracos, estalló con violencia cuando se supo que Metelo, pese a ser de los mejores, se oponía a la elección al consulado de Cayo Mario, lugarteniente suyo, sólo porque no era aristócrata. Y, sin siquiera saber exactamente quién era, la asamblea votó unánimamente por él y le confió el mando de las legiones. Pues en Roma se decía a la sazón lo que doquiera y en todos los tiempos se dice cuando la democracia entra en la agonía; «Hace falta un hombre…»

Y, por casualidad, con aquella elección, lo encontró.

Mario era un personaje a la antigua, como entonces ya sólo se encontraban en provincias. Como Cicerón, nació, en efecto, en Arpino, hijo de un pobre bracero, y por Universidad tuvo el cuartel, donde ingresó jovencísimo. Se ganó los galones, las medallas y las cicatrices que tatuaban su cuerpo en el sitio de Numancia. Al volver, hizo un buen matrimonio. Casó con Julia, hermana de un Cayo Julio César, que como familia no era nada excepcional, pues tan sólo pertenecía a la pequeña aristocracia agraria, pero que ya tenía por hijo a otro Cayo Julio César destinado a hacer hablar de él durante milenios. En gracia a sus gestas militares, Mario fue elegido tribuno. Y lo aprovechó no para hacer política y demostrar toda su incapacidad, sino para volver con poderes acrecentados al frente de sus soldados, bajo el mando de Metelo. Éste daba largas a la guerra yugurtiana, Y cuando supo que su subalterno quería irse a Roma para concurrir al consulado, se escandalizó como de una pretensión fuera de lugar para un pobre campesino como aquel: el consulado, es cierto, estaba abierto a los plebeyos, pero tan sólo en teoría…

Mario, que era susceptible y rencoroso, se ofendió. Y, una vez elegido, reclamó el puesto de Metelo, que tuvo que cedérselo. La guerra tomó en seguida otro ritmo. En pocos meses, Yugurta se vio obligado a rendirse y adornó el carro del vencedor, que en Roma fue recompensado con un soberbio triunfo por el pueblo que veía en él a su adalid. Aquel pueblo no sabía que el golpe decisivo al usurpador de Numldia no lo había dado Mario, sino un cuestor suyo llamado Sila, que era un poco respecto a Mario lo que Mario había sido respecto a Metelo.

De momento, sin embargo, Mario era el héroe de la ciudad que, por ignorar una Constitución que ya estaba en las últimas y advirtiendo en él al «hombre que hacía falta», le ratificó durante seis años seguidos en el consulado. De hecho, el peligro exterior no había acabado con Yugurta; al contrario, adquirió más gravedad que antes debido a que los galos tornaban en masa a la ofensiva. Cimbros y teutones, más numerosos y agresivos que nunca, volvían a dar señales de vida, precipitándose como un alud desde Germania a Francia. Un ejército romano que se encontró con ellos en Carintia quedó destruido. Después destruyeron otro en el Rin, y un tercero y un cuarto, hasta que el Senado mandó el quinto a las órdenes de dos aristócratas, Servilio Cepión y Manlio Máximo. Los cuales no supieron hacer nada mejor que pelear entre sí, por celos, y deshacer cada uno lo que el otro hacía. En Orange, ochenta mil legionarios, el prestigio de la aristocracia de la que procedían aquellos ineptos generales y cuarenta mil auxiliares se quedaron en el campo de batalla. Y Roma quedóse sin aliento, aterrorizada, al ver echársele encima aquella horda. A Dios Gracias, en vez de los Alpes, franquearon los Pirineos para saquear España. Y cuando volvieron sobre sus pasos para atacar a Italia, Mario, cónsul hacía cuatro años, estaba presto para recibirles.

Había preparado su nuevo ejército, que constituyó su verdadera gran revolución, la que más tarde proporcionó las armas a su sobrino César. Había comprendido que ya no se podía contar con los ciudadanos que se llamaban «aptos para las armas» sólo porque, inscritos en una de las cinco clases, estaban sujetos al servicio militar, pero que no querían prestarlo. Y se dirigió a los otros, a los pobres de solemnidad, a los desesperados, atrayéndolos con una buena paga y con la promesa de botín y de generosa entrega de tierras después de la victoria. Era la sustitución del Ejército nacional por otro mercenario: operación arriesgada y catastrófica a la larga, pero que se hizo necesaria debido a la decadencia de la sociedad romana.

Condujo sus reclutas proletarios, encuadrados por suboficiales veteranos, allende los Alpes. Les endureció con marchas. Les adiestró en el combate con escaramuzas sobre objetivos menores. Y, al final, les hizo construir un campo atrincherado en las cercanías de Aix-en-Provence, punto de paso obligatorio para los teutones.

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