Historia de Roma (20 page)

Read Historia de Roma Online

Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

Lo hizo porque quería oponer algún texto escrito en latín a los que entonces todos los literatos se habían puesto a componer en griego, lengua que iba en camino de alcanzar el monopolio de la cultura romana. El
De agricultura
, el único, en efecto, que nos queda de él, es el primer libro en prosa propiamente dicho que apareció en Roma. Es un curioso manual práctico en el que, junto a ideas vagamente filosóficas, se mezclaban consejos sobre el sistema de curar los reumatismos y la diarrea. En cuanto a los criterios sobre el modo de explotar las tierras, helos aquí:
Lo mejor
—dice—
es una provechosa cría de ganado. ¿Después? Una cría de ganado moderadamente provechosa. ¿Después? Una cría de ganado ni siquiera moderadamente provechosa. ¿Después? Después…, después, la labranza y la siembra
. Catón no quería siquiera volver a la agricultura sino al pastoreo.

Nadie tuvo más vivo que él el pensamiento de la decadencia de Roma y nadie mejor que él diagnosticó el foco de infección: Grecia. Había estudiado la lengua y, culto y avisado como era bajo sus toscos hábitos, había comprendido que la cultura helénica era demasiado más alta y refinada que la romana para no corromperla. Llamaba a Sócrates «una solterona chismosa», y aprobaba a los jueces que le condenaron a muerte por saboteador de las leyes y del carácter de Atenas. Pero le odiaba precisamente tanto como le admiraba, y se daba cuenta de que sus ideas conquistarían también la Urbe.
Créeme bajo palabra
—escribía a su hijo—; sí
este pueblo consigue contaminarnos con su cultura, estamos perdidos. De momento ha comenzado con sus médicos que, con la excusa de curarnos, han venido a destruir a los «bárbaros». Te prohíbo que tengas trato con ellos
. Le prefería muerto antes que sanado con las aspirinas y las vitaminas griegas.

Fue probablemente ese terror lo que le sugirió la insistencia, que le ha hecho célebre, sobre el
delenda Carthago
. Más que impedir un renacimiento de Roma, él propendía a distraer Roma de las tentaciones de una conquista de Grecia. Quería que su patria mirase a Occidente, no a Oriente, de donde, según él, sólo vendrían vicios y males. Y acaso quedóse muy decepcionado por la rapidez con que Escipión llevó a cabo la empresa. Hubiese preferido una guerra defensiva contra diez Aníbales a una ofensiva contra la Hélade.

Y cuando vio a los cónsules Marcelo, Fulvio y Emilio Paulo volver de allí con carros cargados de estatuas, pinturas, copas de metal, espejos, muebles de precio y telas recamadas, y al pueblo apiñarse ante aquellas maravillas y discutir de modas, de estilos, de sombreritos, de sandalias, de vajilla y de cosméticos, debió de llevarse, desesperado, las manos a la cabeza.

Murió en 149, cuando el Senado había ya decidido mandar el último Escipión
ad delendam Carthaginem
. Tal vez aquel gesto le devolvió un soplo de esperanza, o por lo menos nos complace pensarlo. De haber vivido un poco más, habría advertido que la destrucción de Cartago no había servido verdaderamente para nada. Al contrario, una vez derrotada aquella ciudad del África asomada al Mediterráneo, los- romanos no tuvieron ya ojos, oídos ni pensamientos más que para Fidias, Praxíteles, Aristóteles, Platón, la cocina, los afeites y las «hetairas» de Atenas.

CAPÍTULO XVIII

FERUM VICTOREM CEPIT

Horacio, mucho más tarde, convalidó
a posteriori
los temores que Catón había expresado
a priori
, con un famoso verso:
Graecia capta ferum victorem cepit
, «la Grecia conquistada conquistó al bárbaro conquistador». Y para hacerlo, usó varias armas: la religión y el teatro para la plebe, y la Filosofía y las artes para las clases superiores, que todavía no eran cultas, pero que desgraciadamente, se tornarían tales.

A Polibio, cuando lo llevaron prisionero, la religión de Roma le pareció todavía sólida.
La peculiaridad
—escribe—
por la cual a mi juicio el Imperio romano es superior a todos los demás, es la religión que en él se practica. Lo que en otras naciones seria considerado reprobable superstición, aquí, en Roma, constituye los cimientos del Estado. Todo lo que le atañe se reviste de tal pompa y hasta tal punto condiciona la vida pública y privada, que nada podrá nunca hacerle competencia. Creo que el Gobierno lo ha hecho aposta, para las masas. No sería necesario si un pueblo estuviese compuesto exclusivamente de gente ilustrada, pero para las multitudes, que siempre son obtusas y fáciles a las pasiones ciegas, es bueno que por lo menos exista el miedo para tenerlas sujetas
.

A un hombre como él, recién llegado de Grecia, donde el escepticismo y la incredulidad no tenían ya límites, se comprende que los romanos, que conservaban un vislumbre de fe, le debían hacer el efecto de unos monjes. Mas se trataba verdaderamente de un vislumbre, aunque ciertas fórmulas litúrgicas (la «pompa», decía Polibio) seguían siendo, por la fuerza de la costumbre, respetadas. Catón, que, sin embargo, se inclinaba a salvar todas las viejas costumbres y creencias, se preguntó, en un discurso, cómo se las componían los
augures
, conociendo cada uno los trucos del otro, para no reírse en la cara cuando se encontraban por la calle. Y en la escena, Plauto podía ridiculizar impunemente a Júpiter en el papel de seductor de Alcmena y presentar a Mercurio como un payaso.

El público que aplaudía esas impías comedias era el mismo que pocos años antes, a la noticia del desastre de Cannas, se había precipitado a la plaza gritando: «¿A qué dios hemos de rezar por la salvación de Roma?» Evidentemente, sólo en los momentos de peligro se acordaban los romanos de tener un dios, pero no sabían cuál era el bueno, entre tantos como poblaban su paraíso. Y curiosa fue la respuesta del Gobierno, que decidió confiar la salvación de la Urbe no a un dios romano, como siempre había sucedido hasta entonces, sino a una diosa griega, Cibeles, por lo que ordenó que su estatua fuese transportada desde Pesinunte, donde se hallaba, en Asia Menor, a Roma. Átalo, rey de Pérgamo, permitió el traslado.

Y así
Magna Mater
, como fue rebautizada la diosa, llegó un buen día a Ostia, donde la estaban aguardando Escipión
el Africano
a la cabeza de un comité de nobles matronas. En Roma se esparció la voz de que la nave, encallada en los arenales de la desembocadura del Tíber, fue puesta a flote y conducida a lo largo del río hasta el corazón de la ciudad por la vestal Virginia Claudia, gracias a su caridad. Y todos, lo creyesen o no, quemaron incienso al paso de la diosa que las matronas llevaron en procesión hasta el templo de la Victoria. El Senado quedó un poco escandalizado y perplejo cuando supo que la Gran Madre tenía que ser atendida por sacerdotes autocastrados. En los colegios sacerdotales de Roma no los había. Al fin encontraron algunos entre los prisioneros de guerra, y les hicieron sacerdotes para la ocasión.

Desde aquel momento la liturgia griega se difundió y fue aplicada no tan sólo a los dioses que venían de allí, sino también a los romanos. El resultado fue que, de austera y más bien lúgubre, como había sido hasta entonces, se volvió alegre y carnavalesca. En 186, el Senado se enteró, con alarmado estupor, de que el pueblo llano se había aficionado particularmente a Dionisio, había hecho de él su santo preferido, llenaba su templo y le ofrecía sacrificios con particular entusiasmo. Se comprende fácilmente la razón; los sacrificios consistían en pantagruélicas comilonas, en copiosas libaciones y en un desenfreno de las relaciones entre hombres y mujeres. En suma, lo eran todo menos «sacrificios». La policía hizo una redada de participantes en aquellas fiestas; detuvo a siete mil, condenó a muerte a algunos centenares, encarceló a los demás y suprimió el culto. Pero cuando han de intervenir los agentes de la autoridad para salvar las costumbres de un pueblo, esto quiere decir precisamente que tales costumbres están en la agonía.

Eso veíase, además, en el teatro, que se iba convirtiendo en el verdadero templo de Roma.

El primer intento de espectáculo había sido el de Livio Andrónico, el prisionero de guerra tarentino, de origen griego, que en 240 escenificó, recitó y cantó en toscos versos «saturninos» la
Odisea
. Como ya hemos dicho, público y Gobierno quedaron tan complacidos, que permitieron a los actores constituirse en «gremio» y organizar, para las grandes fiestas del año, los llamados
ludes
escénicos.

Cinco años después de aquella histórica
premiére
, otro prisionero de guerra, napolitano esta vez, Cneo Nevio, produjo otra comedia que, con visos aristofanescos, ridiculizaba los abusos y la hipocresía de la sociedad romana. El pueblo se divirtió. Pero las familias influyentes, que se sentían aludidas, protestaron. Eran demasiado toscas y zafias para aceptar la sátira, que sólo encuentra carta de ciudadanía en los pueblos muy civilizados. El pobre Nevio fue detenido y tuvo que retractarse. Escribió otra comedia, seguramente con la intención de no volver a ofender a nadie, pero como era un hombre de ingenio no lo consiguió. También esta vez le salió de la pluma alguna pulla, y la pagó con la deportación. Roma perdió así a la vez un comediógrafo que podía ser el germen de una producción original y no ya calcada de modelos extranjeros, y un humorista que podía enseñar a aquel pueblo tétrico y grave el arte de sonreír, de darse cuenta de los propios defectos y de remediarlos. En el exilio, Nevio continuó escribiendo. Y dejó un feo poema dramático sobre la Historia romana que revelaba en él un arrebatado patriotismo.

A partir de entonces el teatro romano continuó copiando al griego, hasta que un tercer forastero vino a darle un hálito de originalidad. Quinto Ennio era un apuliano de padre italiano y de madre griega. Había estudiado en Tarento, donde se representaban los dramas de Eurípides, de los que estaba enamorado. Des-pues fue a hacer el servicio militar. En Cerdeña había llamado la atención, por su valor, de Catón, que estaba allí de cuestor, el cual se lo llevó consigo a. Roma. Sus
Anales
, una historia épica de Roma, desde Eneas a las guerras púnicas, fueron, hasta Virgilio, el poema nacional de la Urbe. Pero su pasión era el teatro, para el que escribió una treintena de tragedias en las que se metía sobre todo con el celo de los beatos. He aquí, en boca de un protagonista suyo, sus convicciones religiosas: «Os aseguro, amigos, que los dioses existen, pero que les importa un comino lo que hacen los mortales. ¿Cómo, de no ser así, explicaríais que el bien no sea siempre pagado con el bien y el mal con el mal?» Cicerón, que cita esta frase en la que se vislumbran ya las teorías de Epicuro, y dice haberla oído él mismo, asegura que fue larga y ruidosamente aplaudida desde la platea.

Ennio aconsejó a sus seguidores que hicieran en las comedias un poco de filosofía, pero no demasiado. Desdichadamente, fue el primero en no tener en cuenta esta sensata máxima; quiso escribir dramas de «ideas», como se dice hoy, y el público, aburrido, le volvió la espalda para acudir a las farsas de Plauto, que fue el primer verdadero comediógrafo de Roma.

Vino de Umbría donde naciera el 254, y su nombre ya movía a risa. Tito Maccio Plauto quería decir: Tito, el payaso de los pies planos. Comenzó como «comparsa», ahorró algún dinero, lo invirtió en un negocio arriesgado, y lo perdió. Entonces, para comer, se puso a escribir. Primero adoptó comedias griegas, intercalando frases sobre los sucesos de actualidad romanos. Mas cuando vio que el público se reía sobre todo de aquéllas, abandonó los modelos extranjeros y se puso a componer obras originales, echando mano de la crónica de sucesos de la ciudad e inaugurando un verdadero teatro «de costumbres». No tardó en ser el ídolo del público que celebraba su buen humor cordial y su abierta risa rabelesiana. Su
Miles gloriosas
hizo delirar a la platea. Todos le querían y de él aceptaron también el
Amphitrion
, que contenía aquella irreverente sátira de Júpiter, presentado como un vulgar Don Juan que, para seducir a Alcmena, se hacía pasar por su marido.

El año que murió Plauto, el 184, llegó a Roma, como esclavo Terencio, un cartaginés, que tuvo la suerte de ir a parar a casa de Terencio Lucano, senador culto y afable que descubrió el talento de su siervo y le liberó. Terencio, que originariamente se llamaba Publio Afro, tomó su nombre en agradecimiento. Cuando hubo escrito la primera comedia,
Andria
, fue a leérsela a Cecilio Estacio, autor ya consagrado que en aquel momento hacía furor, pero del que no ha quedado nada. Suetonio cuenta que Estacio quedó tan impresionado que invitó a comer a su visitante, aunque éste vistiera como un mendigo. Terencio frecuentó los salones y se puso de moda entre las clases altas, pero no alcanzó jamás la popularidad de Plauto. Su segunda comedia,
Hecyra
, fracasó porque el público abandonó el teatro al enterarse de que en el Circo había dado comienzo el combate de un gladiador contra un oso. La fortuna le sonrió con el
Eunuco
, que en dos representaciones, dadas el mismo día, le proporcionó ocho mil sestercios, cerca de cuatro millones de liras. En Roma se murmuraba que el verdadero autor de aquellas obras era Lelio, hermano de Escipión, gran amigo y protector de Terencio. El cual, con mucho tacto, no desmintió ni confirmó jamás este chismorreo. Y tal vez precisamente por sustraerse a él decidió partir para Grecia. No volvió más. En el camino de retorno, murió de enfermedad en Arcadia.

Los ambientes intelectuales y sofisticados de entonces tuvieron por Terencio la misma pasión que los franceses contemporáneos han tenido por Gidc. Cicerón le definió «el más exquisito poeta de la República». César, que era entendido en literatura, y más sencillo, le consideraba un perfecto estilista, pero un
dimidiatus Menander
, un Menandro partido en dos, en la escena. Sus comedias, en efecto, no caen nunca en la ordinariez de las de Plauto. Sus personajes son más complejos y matizados y el diálogo es más ceñido y lleno de segundas intenciones. Pero, desgraciadamente, desarrollando en un lenguaje que ya no era el del pueblo, al que le sonó a artificio. Y le silbó.

Aquel pueblo iba entonces al teatro cada vez en mayor número, en parte porque no se pagaba entrada. Los locales eran rudimentarios y se montaban tan sólo con ocasión de las fiestas, después de las cuales quedaban desafectados. Consistían en una armadura de madera que sostenía el escenario, delante del cual había una «orquesta» circular para los ballets que acompañaban el espectáculo. Los espectadores estaban parte de pie parte tumbados en el suelo, parte sentados en escabeles que se traían de casa. Sólo en 145 fue construido un teatro inamovible, también de madera y sin techo, pero con asientos dispuestos circularmente, en torno al escenario, a estilo griego. Todo el mundo era admitido; hasta los esclavos, que, empero, no podían tomar asiento, y las mujeres, confinadas, sin embargo, al fondo.

Other books

Cianuro espumoso by Agatha Christie
Celia's Song by Lee Maracle
Flying Fur by Zenina Masters
Birthday by Koji Suzuki
Dragon Dreams by Laura Joy Rennert
The Winnowing Season by Cindy Woodsmall
Cursed by Wendy Owens
Claiming Her Heart by Lili Valente