Historia de Roma (17 page)

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Authors: Indro Montanelli

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Según los entendidos, Cannas permanece, en la historia de la estrategia, como un ejemplo jamás superado. Aníbal, único capitán que fue capaz de derrotar a los romanos cuatro veces consecutivas, perdió en ella solamente seis mil hombres, de los cuales cuatro mil eran galos. Pero perdió también el secreto de su triunfo, que finalmente, el enemigo comprendióla superioridad de su caballería.

De momento pareció que el invasor había ganado la partida: samnitas, abruzos y lucanos se sublevaron; en Crotona, en Locri, en Capua y en Metaponto la población dio muerte a las guarniciones romanas; Filipo V de Macedonia se alió con Barca; Cartago, engallada anunció un envío de refuerzos, y algunos jóvenes patricios romanos, corrompidos ya por la cultura helénica, pensaron huir a Grecia, su patria ideal. Mas estos últimos fueron casos aislados. El joven Escipión, superviviente de las dos derrotas de Tesino y Cannas, les denunció con encendidas palabras. El pueblo aceptó nuevos tributos y nuevas leyes, las nobles matronas llevaron sus alhajas al Tesoro y fueron a barrer con sus cabelleras el pavimento de los templos; el Gobierno ordenó otro sacrificio humano, no ya de dos, sino de cuatro víctimas y enterró vivos a dos griegos y a dos galos. Los soldados renunciaron a la paga. Y de las casas salieron voluntarios de trece y de catorce años para engrosar la débil guarnición, que se preparaba a defender Roma en la última batalla contra Aníbal.

Pero Aníbal no se presentó, y aún hoy nos preguntamos por qué razones no quiso atreverse. Como Hitler después de Dunkerque, aquel gran soldado que, sin embargo, tanto valor derrochaba en el combate, no encontró el suficiente para afrontar el último obstáculo, a pesar de que lo sabía carente de defensa. ¿Se ilusionó con recibir refuerzos a tiempo para la gran empresa? ¿Esperó que el enemigo pidiese la paz? ¿O bien Roma, pese a haberla derrotado cuatro veces, le infundía todavía un hondo respeto? Sea lo que fuere, en vez de aprovechar el enorme éxito de Cannas, decidió descansar. Devolvió a sus casas a los prisioneros no romanos, y a los romanos les ofreció restituirlos a la Urbe a cambio de una pequeña indemnización. El Senado, orgullosamente, rehusó. Aníbal mandó a Cartago cierto número de ellos y a los demás los utilizó como gladiadores para diversión de sus soldados. Luego se acercó hasta pocos kilómetros de Roma, haciéndola temblar, pero se desvió al Este, hacia Capua.

De momento, los romanos no le persiguieron. Estaban organizando penosamente un nuevo ejército de doscientos mil hombres. Cuando estuvo listo, confiaron parte de él al cónsul Claudio Marcelo para que restableciese el orden en Sicilia; otra parte se quedó en la ciudad y otra marchó a España bajo la guía de los dos Escipiones más viejos para inmovilizar a Asdrúbal.

Al año siguiente, Claudio Marcelo conquistó Siracusa que, después de la muerte del fiel Hierón, había traicionado la alianza e intentado resistir con los inventos de Arquímedes, el más grande matemático y técnico de la Antigüedad. Entre otras cosas construyó las «manos de hierro» que, según las confusas y estupefactas descripciones que nos han dejado los historiadores, debían de ser grúas que levantaban las naves romanas, y los «espejos ustorios» que las incendiaban concentrando sobre ellas los rayos solares. Acaso tan sólo fueron brillantes ideas que en la práctica se quedaron en el papel. Así debió de ocurrir, pues la ciudad cayó igualmente y en la matanza que siguió el propio Arquímedes perdió la vida.

A este triunfo, que aumentó el prestigio de Roma en el Sur, se añadieron los de los dos Escipiones, que derrotaron varias veces a Asdrúbal en España, y la reconquista de Capua que cayó en 211, en un momento que Aníbal se había alejado de ella con la esperanza de engañar a los romanos, fingiendo marchar contra la Urbe. El castigo de la ciudad infiel fue ejemplar; todos los jefes fueron muertos y la población, deportada en masa. En toda Italia cundió el terror y la fe en el «liberador». Aníbal vaciló.

Y he aquí que precisamente en aquel momento surgió el gran caudillo que había de vengar todas las humillaciones de Roma. Por bien que victoriosos, los dos Escipiones que guerreaban contra Asdrúbal cayeron en combate. Para sustituirles fue enviado, a los veinticuatro años de edad, su respectivo hijo y sobrino, Publio Cornelio, el superviviente de Tesino y Carinas. No había alcanzado todavía la edad suficiente para un mando tan elevado, pero el Senado y la Asamblea se pusieron de acuerdo para derogar la ley en una coyuntura tan grave. Publio Cornelio Escipión había sido un soldado valeroso y un excelente comandante de falange y de cohorte. Vuelto a Roma con Varrón en el momento más trágico, el que siguió al desastre de Cannas, había sido el galvanizador de la resistencia. Era bello. Era elocuente. Llevaba un gran nombre. Gozaba fama de piadoso, cortés y justo. No emprendía nada, ni en público ni en privado, sin pedir primeramente el parecer de los dioses, recogiéndose a rezar en el templo. Y por si fuera poco, había conseguido que sus compatriotas le considerasen hombre afortunado, es decir, «recomendadísimo» por el cielo.

En efecto, apenas llegado a España, donde encontró el ejército empeñado en sitiar Cartagena, en seguida dio una prueba de los particulares favores que asistían. Para expugnar la ciudad, había que cruzar un pantano que comunicaba con el mar, dándose la circunstancia además, por la profundidad del agua, que había que hacerlo nadando: operación imposible para hombres abrumados por la coraza, el yelmo y las armas. Una buena mañana Publio Cornelio convoca a sus soldados y les cuenta que Neptuno se le apareció en sueños y le prometió ayudarles haciendo . bajar el nivel del pantano. Los soldados lo creen y no lo creen. Mas cuando en un momento dado ven a su general saltar al pantano y cruzarlo corriendo, gritan que se trata de un milagro, se lanzan en pos de su jefe y, para demostrarse más dignos del dios que de él, conquistan el objetivo de un embate.

En realidad, no hubo nada de milagroso. Publio Cornelio había, sencillamente, aprendido, hablando con los pescadores de Tarragona, el juego de la marea alta y la baja que sus veteranos, todos campesinos, ignoraban. Pero las energías y los entusiasmos de una tropa redoblan cuando está convencida de seguir a un general que lleva a Neptuno en el bolsillo. De Publio Cornelio se murmuraba ya que su verdadero padre no había sido en absoluto Escipión, sino una monstruosa serpiente que se había metamorfoseado en Júpiter en persona. O, mejor dicho, lo había murmurado él mismo. En aquellos tiempos, con tal de vencer, los romanos estaban dispuestos a labrar mala reputación hasta a sus mamas. De todos modos, esta vez el juego salió bien.

Con aquel golpe, casi toda España cayó en manos de Roma. Pero Asdrúbal, que no tenía ninguna razón para quedarse, logró escapar y se lanzó con su ejército tras las huellas de su hermano, para unirse con él a través de Francia y de los Alpes. Bien o mal, también logró pasarlos. Pero un mensaje suyo a Aníbal, en el que le informaba de su llegada y por dónde pasaría, cayó en manos de los romanos que así vinieron a conocer todo su plan de operaciones. Dos nuevos ejércitos fueron preparados apresuradamente. Uno de ellos, mandado por Claudio Nerón, cuidó de inmovilizar en la Apulia a Aníbal, que no se movió porque lo ignoraba todo. El otro, a las órdenes de Livio Salinator, aguardó a Asdrúbal en el punto más favorable, en el Metauro, cerca de Senigallia, y lo exterminó. Se cuenta que la cabeza del general, caído en el campo de batalla, fue separada del cuerpo, llevada a Abruzo y arrojada por encima de las murallas del valle detrás del cual, con los suyos, descansaba Aníbal. Éste había perdido ya un ojo a causa del tracoma. Pero el que le quedaba le bastó para reconocer los restos del hermano que había querido como a un hijo.

El cartaginés sentíase ya hombre acabado. Filipo de Macedonia, tras una platónica declaración de guerra, se había dejado reconquistar por la diplomacia de Roma y hecho las paces. Los rebeldes italianos, espantados por el ejemplo de Capua, demostraban simpatía a Barca, pero no le ayudaban. De las cien naves cargadas de refuerzos que Cartago había mandado, ochenta se habían ido a pique en las costas de Cerdeña. Y los «ocios de Capua», que a partir de entonces se hicieron proverbiales, habían relajado física y moralmente al orgulloso ejército de Caimas. «Los dioses —había dicho un lugarteniente a Aníbal, cuando éste se negó a marchar sobre Roma— no conceden todos sus dones a una sola persona. Tú sabes conseguir las victorias, pero no sabes emplearlas.» Este juicio no carecía, sin duda, de verdad.

En 204, Escipión, veterano de los triunfos españoles, fue puesto al frente de un nuevo y más poderoso ejército que, embarcado en la escuadra, navegó hacia las costas africanas. Para Cartago, la guerra ofensiva se tornaba defensiva. Asustada, reclamó apresuradamente a su Aníbal para defenderla. Pero el que volvió, al cabo de treinta y seis años de ausencia, medio ciego y maltrecho por las fatigas y los desengaños, era todavía un gran capitán, sí, pero no ya el joven demonio de veintinueve años que había salido de Cartagena. La mitad de sus tropas se negó a seguirle allí. Los historiadores romanos dicen que él mató, por desobediencia, a veinte mil hombres. Con los demás, desembarcó en 202, reconoció su ciudad, de la que había partido a los nueve años apenas, y fue a alinearse, con sus veteranos supervivientes, en la llanura de Zama, unas cincuenta millas al sur de Cartago.

Los dos ejércitos podían equipararse en cuanto a fuerzas. Durante muchos meses se estuvieron observando, reforzando cada uno las propias posiciones. Después, el romano encontró una ayuda inesperada: Masinisa, rey de Numidia, desposeído por su rival Sifax, que era amigo y protegido de los cartagineses, fue con su caballería a ponerse al lado de Escipión.

Y precisamente en la caballería, como siempre, ponía sus esperanzas Aníbal.

Tal vez fue por esto que, antes del encuentro, quiso probar la carta de un entendimiento amistoso. Solicitó una entrevista con el adversario, que se la concedió. Los dos grandes generales se encontraban finalmente cara a cara. La conversación fue breve y, al parecer, sumamente cortés. Los dos interlocutores convinieron en la imposibilidad de llegar a un acuerdo, pero, por el cariz de los acontecimientos, diríase que experimentaron una viva simpatía recíproca (en cuanto a la estima, no podía faltar). Se separaron sin rencor, y en seguida después bajaron al combate.

Por primera vez en su vida, Aníbal, en vez de imponer la iniciativa, hubo de soportar la del adversario que para batirlo, usó la misma táctica de tenaza. A los cuarenta y cinco años, Barca encontró de nuevo, en el desastre, las energías de cuando tenía veinte. Se enfrentó con Escipión en duelo individual y le hirió. Atacó a Masinisa. Formó y reformó cinco, seis, diez veces a sus falanges desbaratadas para llevarlas al contraataque. Pero no se podía hacer nada. Veinte mil de sus hombres yacían en el campo. Y a él no le cupo más que montar a caballo y galopar hacia Cartago. Llegó cubierto de sangre, reunió el Senado, anunció que había perdido no una batalla, sino la guerra, y aconsejó mandar una embajada para pedir la paz. Así se hizo.

Escipión se mostró generoso. Pidió la entrega de toda la flota cartaginesa, excepto diez trirremes, la renuncia a toda conquista en Europa, el reconocimiento de Masinisa en una Numidia independiente y una indemnización de diez mil talentos. Pero dejó a Cartago sus posesiones tunecinas y argelinas, aunque prohibiéndole agregar otras, y renunció a la entrega de Aníbal, que el pueblo de Roma hubiera querido ver uncido al carro del vencedor el día del triunfo.

A tanta caballerosidad por parte del ex enemigo, no correspondió ni pizca, a Aníbal, de parte de sus compatriotas. El tratado de paz no estaba ratificado aún, cuando algunos cartagineses informaban ya secretamente a Roma que Aníbal pensaba en el desquite y que se había entregado en cuerpo y alma a organizarlo. En realidad, lo que él buscaba era solamente poner orden de nuevo en su patria y, al frente del partido popular, trataba de destruir los privilegios de la corrompida oligarquía senatorial y mercantil, que era la verdadera responsable del desastre.

Escipión usó de toda su influencia para disuadir a sus compatriotas de que pidiesen la cabeza de su gran enemigo. Mas en vano. Para rehuir la detención y la entrega, Aníbal escapó de noche a caballo, galopó más de doscientos kilómetros hasta Tapsos, y de aquí embarcó para Antioquía. A la sazón, el rey Antíoco titubeaba entre la paz y la guerra con Roma. Aníbal le aconsejó la guerra y se convirtió en uno de sus expertos militares. Pero, no obstante su pericia, Antíoco fue derrotado en Magnesia
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y los romanos, entre otras condiciones, impusieron la entrega de Barca. Éste volvió a huir: primero a Creta y luego a Bitinia. Los romanos no le dieron tregua y al fin rodearon su escondrijo. El viejo general prefirió la muerte a la captura. Livio cuenta que, al llevarse el veneno a la boca, dijo irónicamente: «Devolvamos la tranquilidad a los romanos, visto que no tienen paciencia para aguardar el fin de un viejo como yo.» Tenía sesenta y siete años. Pocos meses después, su vencedor y admirador Cornelio le siguió en la tumba.

Fue esta segunda guerra púnica la que decidió durante siglos la suerte del Mediterráneo y de la Europa occidental, pues la tercera no fue sino un
post scriptum
, superfluo del todo. Dio a Roma: España, África del Norte, el dominio del mar y la riqueza.

Mas de estas ganancias también partió una transformación de la vida romana que no había de revelarse beneficiosa para los destinos de la Urbe. En total, se habían quedado en los campos de batalla trescientos mil hombres, que constituían la flor y nata de la agricultura y del Ejército. Cuatrocientas ciudades quedaron destruidas. La mitad de las granjas saqueadas, especialmente en la Italia meridional, que precisamente desde entonces no se ha vuelto a recobrar por completo.

Los romanos de doscientos años antes hubiesen puesto remedio a esos daños en pocos decenios. Pero los sucesores no eran del mismo temple. Lo que les tentaba no era ya el trabajo en el campo, sino el comercio internacional. La riqueza, en vez de fatigarla con paciencia y tenacidad, con una vida frugal y ahorrativa, era más cómodo irla a buscar hecha ya en España, por ejemplo, donde bastaba rascar el suelo para encontrar hierro y oro. Las expoliaciones a los pueblos vencidos habían llenado las cajas del Tesoro. Los tributos que pagaban los Estados sometidos, a base de miles de millones, año tras año, hacían prácticamente de cada romano un rentista y le apartaban del trabajo.

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